Fiesta de la Sagrada Familia
Castellón, Iglesia de Sto. Tomás de Villanueva, 28 de diciembre de 2008
Amados hermanos y hermanas en el Señor!
Hoy, domingo dentro de la octava de Navidad, celebramos con toda la Iglesia la Fiesta de la Sagrada Familia. La Navidad es no es solo la Fiesta de Dios que se hace hombre. Es también la fiesta de la familia y de la vida. Porque es el seno de una familia, la Sagrada Familia, donde es acogido con gozo, nace y crece el Hijo de Dios, hecho hombre. Por ello, también la Iglesia en España celebra la Jornada por la familia y por la vida, que este año ha tenido de nuevo su momento central en la Eucaristía celebrada esta mañana en la plaza de Colón en Madrid. También, nuestra Iglesia diocesana se une a esta gran fiesta de la Familia con esta Eucaristía, cuya celebración programada hace tiempo nos pedía quedar en nuestra Diócesis.
La Iglesia nos presenta hoy como modelo a la Sagrada Familia de Nazaret. Una familia integrada por José, María y Jesús. Un padre carpintero, que inició al hijo en las artes de su oficio para servir a la comunidad. Una madre generosa, capaz de guardar en el corazón los tesoros silenciosos de su experiencia de vida. Un hijo que crecía en amor y sabiduría delante de los ojos de Dios y de todos los hombres, escuchando a sus padres y siguiendo las tradiciones de su pueblo.
El Evangelio de este día (Lc 2,22-40) nos recuerda la escena en que María y José acuden al templo para cumplir con el mandato de presentar al Niño y ofrecer un rescate por él. Este dato nos invita a comprender que toda familia ha de vivir siempre ante Dios. Cada vez que contemplamos a la Sagrada Familia encontramos esa obediencia pronta a la voluntad de Dios; nunca hay excusas para retrasar el cumplimiento de cualquier llamada de Dios.
La Familia Sagrada es un hogar en que cada uno de sus integrantes vive con perfección la propia vocación recibida de Dios: José la de esposo y padre, Maria la de esposa y madre y Jesús la de hijo. En este hogar, Jesús es acogido y aprende a prepararse para la misión que el Padre le ha confiado; un hogar donde Jesús se desarrolla humana y espiritualmente, donde crece en sabiduría y gracia. La Sagrada Familia es una escuela de amor, de acogida, de respeto, de diálogo y de comprensión mutuos, es una escuela de oración. Un modelo donde todos los cristianos podemos encontrar el ejemplo de que es posible vivir de acuerdo con la voluntad de Dios, acogiendo y siguiendo la propia vocación recibida
La felicidad de esta familia basa en su total apertura a Dios. Con el salmista podemos cantar. “Dichosos los que temen al Señor y siguen sus caminos” (Sal 127). Poner en el centro de la familia a Dios nunca va en detrimento de la misma. Aunque a veces, ante nuestra mirada humana, pueda parecer lo contrario, cuanto más estamos con Dios, más y mejor amamos a nuestros seres queridos: más fuerte se hace el amor y la unión entre los esposos y en la familia, más verdadero es el amor a los hijos. Conozco a padres que se enfadan cuando sus hijos abrazaban la fe o que intentan disuadir a sus hijos de su posible entrada en el seminario o de seguir la vocación a la vida consagrada.
Detrás de esas actitudes se esconde una rebeldía contra Dios: la de no reconocer que Dios es el más grande, más que el padre o madre, y que a Él se le debe la obediencia primera. Frente a esta forma de obrar de los hombres está la acción de Dios, que bendice a la familia y quiere que los hijos se adentren en su amor a través de ella.
Para Pablo el amor que ha de darse en la familia cristiana, para ser reflejo del amor divino, es un amor recíproco, entregado, respetuoso, que incluye necesariamente el perdón: “Sobrellevaos mutuamente y perdonaos” (Col 3, 13). Este amor es el único vínculo que mantiene unida a la familia más allá de todas las tensiones y dificultades; este amor es el verdadero alimento de la familia, de los esposos y de los hijos; este amor preserva a la familia de la desintegración.
Los padres, a su vez, son imagen del amor que Dios nos tiene y un mandamiento específico nos prescribe cómo hemos de respetarlos. El que honra a padre y madre, honra a Dios (Cf. Si 2, 6.12-14). Detrás de los padres encuentra Dios, sin el cual no puede nacer ningún hombre nuevo. Engendrar y traer hijos al mundo es un acontecimiento que sólo es posible con Dios; los hijos son un don de Dios. Por eso en el cuarto mandamiento el amor agradecido a los padres es inseparable de la gratitud debida a Dios. Aquí se encierran verdades que no pasan de moda.
En Navidad, el Hijo de Dios, hecho hombre, nos muestra a Dios y su rostro amoroso; y, a la vez, nos muestra al hombre, su verdadero rostro, nuestro verdadero origen y destino, según el proyecto de Dios. En Jesús queda renovada la creación entera; el ser humano, hombre y la mujer, y todas las dimensiones de la vida humana han sido desveladas e iluminadas en su sentido más profundo por el Hijo de Dios, y, a la vez, han quedado sanadas y elevadas. En el Hijo de Dios han adquirido también su verdadero sentido el matrimonio y la familia, y el valor inalienable toda vida humana, que es don y criatura de Dios, llamada a participar sin fin de su amor.
Dios no quita nada al hombre sino que se lo da todo, nos ha dicho Benedicto XVI. En nuestra sociedad posmoderna, secularizada y con problemas de identidad, las encuestas siguen señalando que la institución más valorada por los jóvenes es la familia. Sin embargo, la familia se enfrenta a múltiples peligros y amenazas. Desde su interior, se hace evidente la dificultad de muchos esposos para crecer juntos en el camino que emprendieron en el matrimonio; dificultad para crecer en el amor y en la fidelidad; dificultad para que su amor conyugal esté siempre abierto a una nueva vida; desde el exterior, existen presiones culturales y sociales, así como leyes que ponen a prueba su identidad matrimonial y familiar.
Fiel al Evangelio del matrimonio y de la familia, la Iglesia proclama que la familia se funda, según el querer de Dios, sobre la unión indisoluble entre un hombre y una mujer, quienes, en su mutua entrega, se abren responsablemente a la fecundidad y asumen la tarea de educar a los hijos que les son dados. Aunque para muchos esto no sea así, nosotros debemos profundizar en esa institución establecida y santificada por Dios. Para quien se abre a Dios y a su gracia, es posible vivir el Evangelio del matrimonio y de la familia.
La familia sigue siendo insustituible para el verdadero desarrollo de los esposos y de los hijos, y para la vertebración de la sociedad. En la actualidad se favorecen otros tipos de uniones de hombre y mujer fuera del matrimonio, incluso entre personas del mismo sexo; también se propugnan otros modelos de familia. Con todo ello, en el fondo se ataca y se destruye el verdadero y único matrimonio y la familia en su misma esencia y fundamento; se olvida que el matrimonio y la familia son insustituibles para la acogida, la formación y desarrollo de la persona humana y para la vertebración básica de la sociedad. Sus efectos están a la vista: cada vez más falta amor verdadero en las relaciones humanas, se trivializan el amor y la sexualidad humana, se debilitan las expresiones más nobles y fundamentales del amor humano –el amor esponsal, el amor materno y paterno, el amor filial, el amor entre hermanos-, desciende de forma dramática y alarmante la natalidad, aumenta el número de niños con graves perturbaciones de su personalidad y se crea un clima que termina frecuentemente en la violencia. Cuando el matrimonio y la familia entran en crisis, es la misma sociedad la que enferma.
Los matrimonios y las familias cristianas pueden ofrecer un ejemplo convincente de que es posible vivir un matrimonio de manera plenamente conforme con el proyecto de Dios y las verdaderas exigencias de los cónyuges y de los hijos. Éste es el mejor modo de anunciar la Buena nueva del matrimonio y de la familia.
Asimismo se extiende la llamada “cultura de la muerte”, que cuestiona la buena nueva de toda vida humana. Por si no hubiera poco con el alarmante actual número de abortos se anuncia más permisividad legislativa. Ante esta lacra, que clama al cielo, como Iglesia hemos de proclamar con fuerza la cultura de la vida, en la que cada ser humano desde su concepción hasta su ocaso natural posee una dignidad inalienable por ser criatura de Dios; ni nuestros legisladores ni quienes quedan embarazadas son dueños de la vida humana concebida; como tampoco es nadie dueño de una vida humana debilitada por la edad o por la enfermedad. Todo ser humano ha de ser acogido, respetado y defendido por todos.
Ante la realidad del número creciente de abortos y el anuncio de la ampliación de la despenalización del mismo, ante la propaganda de la eutanasia activa y ante los innumerables embriones matados en aras de la ciencia, los católicos no podemos mirar hacia otro lado. No podemos callar. Es urgente nuestro compromiso efectivo en la promoción y la defensa de toda vida humana, en la acogida y en el respeto de la vida de cada ser humano: esta es la base de una sociedad verdaderamente humana y de un progreso verdaderamente humano. No se trata de imponer una perspectiva de fe, sino de defender los valores propios e inalienables de todo ser humano. Este compromiso ha de ser personal, de nuestras familias, de nuestras comunidades, de toda nuestra Iglesia diocesana. Espero de nuestra Delegación de pastoral familiar y defensa de la vida, comenzando por sus responsables, que asuma el papel relevante que le corresponde en este ámbito. Hay que despertar para ponerse manos a la obra con renovada intensidad y esperanza.
No corremos tiempos fáciles para el matrimonio, la familia y la vida humana. El Evangelio de hoy nos llama a perseverar en el camino de Dios. No celebraríamos bien la Navidad, si no acogemos y vivimos la buena nueva que el Nacimiento de Hijo de Dios, la Palabra definitiva de Dios a los hombres, nos ofrece sobre el matrimonio, la familia y la vida. Acojamos, vivamos y anunciemos esta Buena nueva. A la protección de la Sagrada Familia encomendamos esta tarde a los matrimonios, a las familias y toda vida humana. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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