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Inscripción para la clase de religión

8 de mayo de 2011/0 Comentarios/en Cartas 2011/por obsegorbecastellon

Queridos diocesanos:

Ante el periodo de inscripción en los colegios para el próximo curso escolar hay que recordar a los padres católicos que han de inscribir a sus hijos para la asignatura de Religión y Moral católica. Al hacerlo ejercen sus derechos fundamentales a la libertad religiosa y a que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones. Al elegir la enseñanza religiosa católica para sus hijos, los padres cumplen además con su deber de educarles en la fe cristiana. Al bautizar a sus hijos, los padres se comprometieron libremente a educarlos en la fe cristiana; es este un compromiso que no puede quedar en meras palabras.

La tarea de la educación en la fe se realiza por diversos cauces, entre los que destacan la educación en la fe en la familia, la catequesis parroquial y la clase de religión en el colegio. Todos estos cauces tienen objetivos y medios diferentes, por lo que todos son necesarios para la formación en la fe. Es una grave incoherencia que quienes desean recibir la primera Comunión o la Confirmación no asistan a la clase de religión bajo el pretexto de que así tienen una asignatura menos y más tiempo para el resto de asignaturas.

La formación religiosa no es un añadido artificial a la formación humana, cultural y técnica. La enseñanza religiosa además de ayudar a conocer y comprender nuestra propia cultura, es fundamental para la formación integral de los muchachos: es una fuente de valores y un referente que les ayuda a dar un sentido a su vida. Al proyectar su luz sobre todas las áreas del pensamiento da unidad a todo el desarrollo y maduración de la persona desde la libre adhesión a la Palabra de Dios. Además promueve el diálogo con la cultura y la convivencia fundada en el reconocimiento de los derechos y deberes de la persona, en el respeto a las convicciones morales y religiosas del prójimo y en el servicio a la causa de la justicia.

Los padres no tienen fácil ejercer este su derecho y obligación. Por esta razón alabo y apoyo a los padres que, pese a las continuas trabas, apuntan a sus hijos a clase de religión; es una decisión de la que nunca se arrepentirán ya que beneficiará sin duda alguna a sus hijos. Hay que denunciar que la legislación estatal incumpla lo acordado con la Santa Sede al no equiparar la clase de religión al resto de las asignaturas fundamentales; además se discrimina a los alumnos que cursan esta asignatura porque o bien no existe una alternativa a la clase de religión para los alumnos que no la eligen o bien, porque cuando existe, no es una verdadera alternativa; una discriminación que aumenta cuando la clase de Religión se pone al comienzo o al final del horario escolar. Es denunciable cuando, a la hora de inscripción, la asignatura de religión no aparezca en el listado de asignaturas que se ofrecen a los padres, o cuando se intente disuadir a los padres que piden religión para sus hijos con distintas excusas.

Todos, especialmente sacerdotes, profesores de religión y profesores cristianos, y catequistas hemos de ayudar a los padres católicos a valorar y elegir la clase de religión para sus hijos. Y hemos de exigir de la Administración que la puedan elegir sin limitación, traba o coacción alguna. A los padres os digo: inscribid a vuestros hijos a la clase de Religión católica. Y ayudadles a valorar esta enseñanza como necesaria para su formación cristiana y para su desarrollo personal, intelectual, cultural y social.

Con mi afecto y bendición,

 

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Juan Pablo II, nuevo Beato

1 de mayo de 2011/0 Comentarios/en Cartas 2011/por obsegorbecastellon

Queridos diocesanos:

Este 1 de mayo, II Domingo de Pascua, de la Divina Misericordia, el Venerable Siervo de Dios, Juan Pablo II será beatificado por su sucesor, Benedicto XVI.

Juan Pablo II supo vivir con Cristo, abrazado a su Cruz, gastando y desgastando su vida para mejor servir a su Iglesia y a la humanidad. En su vida, en su larga enfermedad y en su muerte, no vivió para sí mismo, sino para el Señor. Con fidelidad y coherencia inquebrantables entregó su persona y su vida a Cristo Jesús, a la causa del Evangelio y de la humanidad. A pesar de penalidades e incomprensiones, su pontificado fue una muestra conmovedora de una fe sin fisuras y de un sí personal de amor a Jesucristo y, en Él, a todo ser humano. Ese amor a Cristo, vivido con una intensidad interior y confesado con una fuerza excepcional, fue la fuente de su ministerio.

Juan Pablo II fue un hombre de Dios, un corredor de fondo al servicio de Cristo y de su Iglesia, y un gran regalo para la Iglesia y para la humanidad a lo largo de los veintisiete años de ministerio pontificio. El nos habló del Dios providente y misericordioso desde una fe profunda y desde su mística experiencia de Dios en Cristo. De manos de María, a quien él tanto amaba y nos enseño a amar (‘Totus tuus’, era su lema), contempló el rostro de Cristo y fue su testigo excepcional y valiente para la Iglesia y para el mundo. Como pastor bueno y fiel, desgastando su vida por la Iglesia, la supo conducir con sabiduría y valentía: clarificó la identidad y la misión de la Iglesia en tiempos de confusión llamando a una nueva evangelización. Y lo hizo con entereza y fortaleza, sin temor a críticas e incomprensiones. El sabía bien que la misión de la Iglesia, su credibilidad y su eficacia radican en su fidelidad total a Jesucristo.

Verdadero maestro en la fe, Juan Pablo II nos legó un rico y extenso magisterio sobre las verdades fundamentales de la fe. Aplicó las enseñanzas del Concilio Vaticano II a la vida de la Iglesia, para que ésta fuera presencia eficaz de Cristo resucitado para todos los hombres y fermento de vida y de unidad, de perdón y de paz, de justicia y de caridad entre los hombres y los pueblos.

Con la mirada puesta en Cristo, en quien se revela plenamente el misterio de todo hombre, el nuevo Beato fue un defensor incansable de la dignidad de todos los hombres. Su fe en el valor siempre actual del Evangelio de Jesús y su amor apasionado por todo lo humano le llevaron a proclamar sin cesar los derechos inalienables de toda persona, el respeto a la vida humana en cualquier circunstancia de la vida, las exigencias de la justicia, la primacía del bien común y de la paz, basada en la reconciliación y el perdón. Fue un hombre de su tiempo, sin dejar de ser un hombre de Dios, de Jesús y de la Iglesia. Viajero y misionero incansable, fue al encuentro de las personas, de las familias, de los jóvenes, de las culturas, de las instituciones sociales y políticas, de las confesiones y religiones. No rehuyó los problemas más vivos del momento para ofrecer siempre la verdad del Evangelio de Jesús y la Vida nueva de su Espíritu.

Con su beatificación, la Iglesia universal reconoce la heroicidad de las virtudes de este gran cristiano y gran Papa, servidor fiel del Señor, de la Iglesia y de la humanidad. El sigue velando e intercediendo desde el cielo por nuestra Iglesia y la humanidad entera. Demos gracias a Dios.

Con mi afecto y bendición,

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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¡Cristo ha resucitado!

24 de abril de 2011/0 Comentarios/en Cartas 2011/por obsegorbecastellon

Queridos diocesanos:

Es la Pascua de la Resurrección del Señor. Cristo ya no está en el lugar de los muertos. Su cuerpo roto, enterrado con premura el Viernes Santo ya “no está aquí”, en el sepulcro frío y oscuro, donde las mujeres lo buscan al despuntar el primer día de la semana. No. El no está aquí: Ha resucitado. El Ungido ya perfuma el universo y lo ilumina con nueva luz.

¡Cristo ha resucitado! El autor de la vida ha vencido a la muerte. Alegrémonos, pues Cristo ha resucitado y, en su resurrección, Dios muestra que ha aceptado el sacrificio de su Hijo y en Él hemos sido salvados. “Muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró la vida”.

¡Cristo vive! Esta es la gran verdad de nuestra fe. Aquel, al “que mataron colgándolo de un madero” (Hech 10, 39) ha resucitado, triunfando sobre el poder del pecado y de la muerte, de las tinieblas, del dolor y de la angustia. La resurrección de Cristo, no es un mito para cantar lo que siempre sucede: el eterno retorno de la naturaleza en primavera, el proceso interminable de continuadas reencarnaciones o una vuelta a la vida para volver a morir desesperadamente. Tampoco es una “historia piadosa” nacida de la credulidad de las mujeres o de la profunda frustración de un puñado de discípulos. La resurrección de Jesús es un acontecimiento histórico y real, que sucede una sola vez y una vez por todas: El que murió bajo Poncio Pilato, éste y no otro, es el Señor resucitado de entre los muertos: Jesús vive ya glorioso y para siempre.

Hemos de acercarnos a la resurrección del Señor, acogiendo con fe el signo del sepulcro vacío y, sobre todo, el testimonio de personas concretas, a los que se apareció, con los que comió y bebió después de su resurrección; a ellos les encargó dar solemne fe y testimonio de su resurrección (cf. Hech, 10, 41-42).

Como en el caso de los discípulos, la Pascua pide tamben de nosotros un acto de fe en comunión con la fe de los apóstoles, testigos de la resurrección; una fe que nos es trasmitida en la comunidad de sus discípulos, en la Iglesia. La resurrección pide creer personalmente que Cristo vive glorioso, pide el encuentro personal con El en la comunidad de los creyentes. Nuestra fe no es fácil o débil credulidad; se basa en el testimonio unánime y veraz de aquellos que trataron con Él directamente en los cuarenta días que permaneció resucitado en la tierra. A los testigos se les cree, según la confianza que merecen y la credibilidad que se les reconoce. Pedro y el resto de los Apóstoles dan testimonio de algo de lo que están tan convencidos que llegarán a dar la vida por ello.

Cristo Jesús no es una figura del pasado, que nos dejó su recuerdo y su ejemplo. Su resurrección no es un hecho hundido en el pasado y sin actualidad y vigencia para nosotros.  No. ¡Cristo vive! Su resurrección nos muestra que Dios no abandona a los suyos, a la humanidad, a la creación entera. Con la resurrección gloriosa del Señor todo adquiere nuevo sentido: la existencia humana, la historia de la humanidad y el futuro de la creación. Cristo ha resucitado. Y lo ha hecho por todos nosotros y por todos los hombres. El es la primicia y la plenitud de una humanidad renovada. Su vida gloriosa es como un inagotable tesoro, que todos estamos llamados a compartir desde ahora.

Feliz Pascua de Resurrección.
Con mi afecto y bendición,

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Los días santos de la Semana Santa

17 de abril de 2011/0 Comentarios/en Cartas 2011/por obsegorbecastellon

Queridos diocesanos:

De nuevo celebramos la Semana Santa. Estos días tienen un significado muy especial para nuestros pueblos y ciudades, y de modo singular para los cristianos. Para vivirla debidamente hemos de superar las tibiezas y las inercias, que debilitan su verdadero sentido y dificultan celebrarlas con verdadera fe y con participación activa y fructífera.

El Domingo de Ramos nos introduce en esta venerable semana: es el pórtico de esta semana, la semana grande de la fe cristiana y de la liturgia de la Iglesia. Es un día de gloria por la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén y un día, a la vez, en que la liturgia nos anuncia ya su pasión.

Los días venideros nos irán llevando como de la mano hasta el Triduo Pascual: el Jueves Santo, cuyo centro es el amor de Cristo, que se hace Eucaristía, y nos envía a vivir el amor fraterno: es el mandamiento nuevo de Jesús para sus discípulos. El Viernes Santo se centra en la pasión y muerte de Jesús en la Cruz, la expresión suprema del amor entregado hasta el final. El Sábado Santo permanecemos en silencio, a la espera de la resurrección del Señor en la Vigilia Pascual y su celebración, llena de alegría el Domingo de la Pascua. El Triduo Pascual es el verdadero núcleo de la Semana Santa que culmina en la Vigilia Pascual, la cima a la que todo conduce, la celebración litúrgica más importante de todo el año; deberíamos esforzarnos por participar en la Vigilia Pascual.

Semana Santa es semana de pasión, de muerte y de resurrección del Señor. La pasión y la muerte del Nazareno quedarían inconclusas sin el “Aleluya” de la resurrección. Porque “si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe” (1 Cor 15, 17). El misterio pascual, en su integridad, abarca la pasión y la muerte de Jesús, de un lado, y su resurrección, por el otro; son las dos caras inseparables del misterio pascual de Cristo, los momentos culminantes de su misión salvadora y redentora.

Si solamente tuviéramos el signo de la muerte, el amor se revelaría como don, pero no como vida eterna; la muerte de Cristo seria un testimonio de la “justicia”, pero no una victoria sobre la muerte. En cambio, si Cristo hubiera manifestado sólo su poder mesiánico, el amor de Dios no se habría manifestado en nuestra condición humana. La muerte y la resurrección son la epifanía del misterio de Dios en la condición humana.

La resurrección del Señor es la respuesta amorosa de Dios-Padre a la muerte de su Hijo-Hombre: una respuesta de triunfo sobre el pecado y la muerte, una respuesta de gloria, de alegría, de vida y de esperanza. Jesús vence el tedio, el dolor y la angustia del pecado y de la muerte. Su triunfo es nuestro triunfo. Cristo padece y muere para liberarnos del pecado y de la muerte. Cristo resucita para devolvernos la Vida de los hijos de Dios.

Dejemos que se avive nuestra fe. No nos quedemos en la contemplación de las procesiones o de la pasión. Es necesario meterse en esa historia, para acoger personalmente el perdón de Dios y así celebrar también la nueva Vida del Resucitado. Cristo sigue padeciendo y muriendo por cada uno de nosotros, por nuestros pecados; Cristo resucita para que cada uno de nosotros tengamos Vida. Reconozcamos y acojamos a Cristo resucitado, fuente de vida y de esperanza para todos.

Con mi afecto y bendición,

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Renovados por el sacramento de la Penitencia

10 de abril de 2011/0 Comentarios/en Cartas 2011/por obsegorbecastellon

Queridos diocesanos

El tiempo cuaresmal va llegando a su fin. Durante este tiempo fuerte del año litúrgico nos vamos disponiendo a la celebración de la Pascua: ella nos ofrece la salvación en el misterio de la muerte redentora de Jesucristo y de su resurrección gloriosa.

Durante la Cuaresma, la escucha atenta y meditada de la Palabra de Dios nos llama a la con­versión y a dejarnos reconciliar por Dios y, en él, con los hermanos. El Papa Benedicto XVI en su Mensaje para la Cuaresma de este año nos ha recordado que “el periodo cuaresmal es el momento favorable para reconocer nuestra debilidad, acoger, con una sincera revisión de vida, la gracia renovadora del sacramento de la Penitencia y caminar con decisión hacia Cristo”. En el itinerario de la Cuaresma ocupa un lugar muy importante la celebración fructuosa del sacramento de la Penitencia. La reconciliación sacramental está en el corazón del Evangelio y de la misión de la Iglesia. Una buena prác­tica del sacramento de la Penitencia será signo de nuestra verdadera conversión cuaresmal, y, a la vez, de la renovación y vitalidad de nuestras vidas y de nuestras comunidades cristianas.

Soy consciente de que el sacramento de la Penitencia sufre una larga y grave crisis. Constatamos, en general, una disminución cuantitativa de la celebración de este sacramento, incluso entre los fieles laicos practicantes y comprometidos en nuestras parroquias así como entre los sacerdotes, religiosos y religiosas. Muchos jóvenes no lo celebran casi nunca. Son muchos los católicos que comulgan, pero no se confiesan. Y los que se confie­san parece que no tienen de qué acusarse. Muchas veces se ha perdido el sentido de pecado.

Para sentir la necesidad de acercarse al Sacramento, hemos de comenzar por reconocer con humildad nuestra condición de pecadores y admitir que pecamos; es decir, que fallamos al amor de Dios, cuando transgredimos por acción o por omisión los preceptos divinos. Todo pecado es, en el fondo, un acto de desconfianza hacia la bondad de Dios y de desobediencia a los caminos, que él nos propone para vivir en su amor. Nuestros pecados desvelan siempre la voluntad de preferirnos a nosotros mismos y posponer a Dios.

Un buen examen de conciencia nos lo mostrará y suscitará en nosotros la contrición o dolor de los pecados y el propósito de no volver a cometerlos por el amor que se tiene a Dios y que renace con el arrepentimiento. Todo ello nos llevará a la confesión de nuestros pecados para dejarnos abrazar por el amor misericordioso de Dios que nos perdona en la absolución y a cumplir la satisfacción por nuestros pecados.

En estos días, en las parroquias hay celebraciones especiales del sacramento de la Penitencia, que ha de celebrarse siempre según las normas y el ritual de la Iglesia. Acerquémonos a recibirlo con humildad. Redescubramos el valor y la belleza de este sacramento de la misericordia de Dios. Ojalá que comprendamos, con la mente y el corazón, el misterio de este sacramento, en el que experi­mentamos la alegría del encuentro con Dios. Él nos otorga su per­dón mediante el sacerdote en la Iglesia, crea en nosotros un corazón y un espíritu nuevos: sólo así podremos celebrar con verdadero gozo la Semana Santa y la Pascua; y sólo así viviremos una existencia reconciliada con Dios, con nosotros mismos y con los demás, llegando a ser ca­paces de pedir perdón, perdonar y amar.

Con mi afecto y bendición,

 

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Mostrar la fe en público

3 de abril de 2011/0 Comentarios/en Cartas 2011/por obsegorbecastellon

Queridos diocesanos:

La cuaresma nos prepara a la celebración de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo en la Semana Santa. A lo largo de veinte siglos, generación tras generación, miles de bautizados al llegar estos días, confiesan y celebran en la liturgia y, a la vez, muestran en público que el Crucificado es el Resucitado. Así mismo experimentan y sienten con mayor fuerza que el auténtico sentido de la vida es Cristo Jesús, muerto por nuestros pecados y resucitado para que en Él tengamos vida eterna. Es ésta una fe que necesita ser mostrada también a los hombres y mujeres de hoy.

Nuestras Cofradías de Semana Santa son muestra de esta experiencia de fe y de la necesidad de ofrecerla a los demás. Ellas se ven llevadas a mostrar en la calle la fe confesada y celebrada en el templo; son conscientes de que la celebración de esa fe no puede quedar reducida al interior de nuestras iglesias. Gracias a las Cofradías, nuestras ciudades y pueblos se convierten en la Semana Santa en testigos privilegiados de su confesión pública de la fe y de la actualidad del acontecimiento redentor de Jesucristo.

A nadie se le oculta que vivimos “tiempos recios”, difíciles y apasionantes, para vivir, transmitir y confesar en público la fe cristiana con verdadera pasión. La secularización o la pérdida del sentido de Dios son una realidad innegable en muchos de nuestros contemporáneos; muchos son también los que ya ni tan siquiera han oído hablar de Dios, o que no conocen a Jesucristo, ni sus palabras y ni su obra redentora, fuente de vida y de salvación. No faltan, de otro lado, intentos de recluir lo religioso y, en especial, lo religioso-cristiano al ámbito de la conciencia o de los templos; o de excluir cualquier expresión visible de la fe cristiana de cualquier ámbito público.

Pero igualmente, como cristianos, sabemos que el hombre, también el hombre contemporáneo, tiene sed de infinito, tiene sed de Dios, tantas veces inconfesada. Es más: Muchas de las dificultades del hombre contemporáneo brotan del eclipse de Dios en sus vidas. Cuando en su horizonte se borra el rostro del Padre-Dios y se van erradicando sus huellas en el cotidiano existir, el hombre pasa a ser indiferente para el mismo hombre, se convierte en un desconocido y termina como enemigo. Jesucristo es la Palabra definitiva de Dios sobre sí mismo, sobre el ser humano y sobre el amor misericordioso de Dios hacia cada ser humano. En su pasión y muerte nos muestra su entrega total por amor a la humanidad, para recuperarnos el amor y la vida de Dios: así nos abre el camino del encuentro con el Padre-Dios y, en Él, con los hombres, nuestros hermanos.

De esta experiencia de fe y de la necesidad de mostrarla a los demás brotaron las cofradías, una raíz que han de mantener viva, pasando de la superficialidad a la profundidad de la fe. La celebración cristiana de estos días santos depende de la disposición interior de todos, especialmente de los cofrades. La Iglesia entera y las cofradías de Semana Santa hemos celebrarla desde la vivencia de la fe del Misterio, marcada por la reconciliación y el perdón, y por el sentido del compartir la fe y la vida con los demás. Para ello se precisa hacer silencio interior, en el que resuene el eco de la voz Dios y de los hombres necesitados; es el silencio que nos permite contemplar y acoger el Misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor Jesús.

Con mi afecto y bendición,

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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«Dame de beber»

27 de marzo de 2011/0 Comentarios/en Cartas 2011/por obsegorbecastellon

Queridos diocesanos:

En este tercer domingo de Cuaresma, la liturgia nos ofrece uno de los textos más hermosos de la Biblia: el diálogo entre Jesús y la samaritana (cf. Jn 4, 5-42). Para saborear su riqueza es preciso leerlo y meditarlo personalmente, identificándose con aquella mujer que, un día como tantos otros, fue a sacar agua del pozo y allí se encontró a Jesús sentado, ‘cansado del camino’, en medio del calor del mediodía. “Dame de beber”, le dijo Jesús, dejándola muy sorprendida. En efecto, no era costumbre que un judío dirigiera la palabra a una mujer samaritana. Pero el asombro de la mujer iba a aumentar: Jesús le habló de un “agua viva” capaz de saciar la sed y de convertirse en ella en un “manantial de agua que salta hasta la vida eterna”; le demostró, además, que conocía su vida personal; le reveló que había llegado la hora de adorar al único Dios verdadero en espíritu y en verdad; y, por último, le aseguró que era el Mesías. Por su parte, la mujer de Samaria, cuando le pide agua, manifiesta en el fondo la necesidad de salvación presente en el corazón de toda persona. Y el Señor se revela como el que ofrece el agua viva del Espíritu, que sacia para siempre la sed de infinito de todo ser humano.

Todo surge a partir de la experiencia real y sensible de la sed. El tema de la sed atraviesa todo el evangelio de san Juan: desde el encuentro con la samaritana hasta la cruz, cuando Jesús, antes de morir, para que se cumpliera la Escritura, dijo: “Tengo sed” (Jn 19, 28). La sed de Cristo es una puerta de acceso al misterio de Dios, que tuvo sed para saciar la nuestra, como se hizo pobre para enriquecernos (cf. 2 Co 8, 9).

Sí, Dios tiene sed de nuestra fe y de nuestro amor. Como un padre bueno y misericordioso, desea para nosotros todo el bien posible, y este bien es Él mismo. En cambio, la mujer samaritana representa la insatisfacción existencial y la ansiedad de quien no ha encontrado lo que busca: había tenido ‘cinco maridos’ y convivía con otro hombre; sus continuas idas al pozo para sacar agua expresan un vivir aburrido, resignado e insatisfecho.

Para esta mujer todo cambió aquel día gracias a la conversación con Jesús: ella misma le pide que le dé de beber del “agua que salta hasta la vida eterna”, y, dejando el cántaro del agua, corre a decir a la gente del pueblo: “Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho: ¿será este el Mesías?” (Jn 4, 28-29).

Este episodio delinea el itinerario de fe que todos estamos llamados a recorrer. También hoy Jesús “está sediento”, es decir, desea la fe y el amor de la humanidad. Del encuentro personal con él, reconocido y acogido como Mesías, nace la adhesión a su mensaje de salvación y el deseo de difundirlo en el mundo.

Abramos también en este tiempo de Cuaresma nuestro corazón a la escucha confiada de la palabra de Dios para encontrar, como la samaritana, a Jesús que nos revela su amor y nos dice: el Mesías, tu Salvador, “soy yo: el que habla contigo” (Jn 4, 26). Pidámosle el don del “agua que brota para vida eterna”: es el don del Espíritu Santo. ¡Sólo esta agua puede apagar nuestra sed de bien, de verdad y de belleza, de felicidad y de libertad! Sólo esta agua, que nos da el Hijo, riega el desierto del alma inquieta e insatisfecha, “hasta que descanse en Dios”, según las célebres palabras de san Agustín.

Con mi afecto y bendición,

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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El camino cuaresmal hacia la Pascua

20 de marzo de 2011/0 Comentarios/en Cartas 2011/por obsegorbecastellon

Queridos Diocesanos:

La cuaresma, en que ya estamos inmersos, es un tiempo especial de preparación a la Pascua del Señor, el misterio de su muerte y resurrección, el misterio de la redención y de la vida nueva en Cristo. Esta misma vida ya se nos transmitió el día de nuestro bautismo, en que fuimos renacidos de lo alto al hacernos Dios partícipes de la muerte y resurrección de Cristo. Ese día comenzó para nosotros la aventura gozosa de ser discípulos de Jesús. La cuaresma es cada año una posibilidad propicia para un nuevo encuentro con Dios ‘rico en misericordia’, para recuperar o intensificar la nueva vida de gracia que Él nos infundió en nuestro bautismo. La tierra prometida de nuestra marcha cuaresmal es la Pascua, donde se alcanza la libertad y la vida nueva de resu­citados y de hijos de Dios.

Hoy podemos tener la tentación que el pueblo hebreo sufrió al lle­gar a Canaán: creyeron que allí había terminado todo, se instalaron en la tierra y adoraron a sus dioses. Pero nuestra tierra prometida está siempre más allá de cualquier frontera o de cualquier horizonte. Debemos tener muy claro que sólo el Cristo de la Parusía es nuestra meta final, la tierra definitiva. Por eso, hasta tanto que Él vuelva, estamos en camino, marchando con cora­zón alegre, con fe y esperanza porque aguardamos el Reino de Dios y lo des­cubrimos entre nosotros. La fe hace posible esta experiencia.

El profeta Joel nos invita a interiorizar la conversión. “Convertíos a mí, dice el Señor, de todo corazón… Rasgad vuestros corazones, no las vestiduras: convertíos al Señor, Dios nuestro, porque es com­pasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad, y se arrepiente de sus amenazas” (Jl 12, 12-13). La conversión cristiana es un encuentro con Alguien, que cambia nuestra manera de ver, de sentir y de pensar. Es el encuentro con una Persona, Cristo, que transforma nuestra vida y nuestra jerarquía de valores. Como en el caso del encuentro de Cristo con Pedro y los apóstoles, con Zaqueo o con Pablo en el camino de Damasco, la conversión evangélica debe entenderse como encuentro con Dios en Cristo, que lleva a la adhesión de nuestra inteligencia y voluntad a Jesucristo, a la fe y confianza plena en Él, que nos descubre nuestras faltas de amor, nuestros pecados, que nos lleva al arrepentimiento y a buscar y acoger el perdón en el Sacramento de la Penitencia.

La llamada a la conversión, que es permanente en la vida cristiana, se hace más imperiosa en la cuaresma. Para que la celebración de la Pascua sea digna y fructuosa, la Iglesia nos llama a la purificación de nues­tros corazones, a nuestra conversión para vivir la Gracia del bautismo. Para ello, la Iglesia desde siempre ha invitado durante la cuaresma al ejercicio de la oración, del ayuno y de la limosna para liberar nuestro corazón del peso de las cosas materiales, para superar nuestros egoísmos y para estar disponibles y abiertos a amar a Dios y al prójimo.

Por el ayuno aprendemos a superar el egoísmo para vivir en la lógica del don y del amor a Dios y al prójimo. Por la limosna hacemos frente a la tentación del tener, de la avidez de dinero, que insidia el primado de Dios en nuestra vida y nos cierra a los hermanos. Y por la escucha de la Palabra de Dios en la oración, acogemos a Dios y su voluntad en nuestra vida y alimentamos el camino de fe que iniciamos en el día del Bautismo. Acojamos la gracia y la misericordia de Dios en esta cuaresma.

Con mi afecto y bendición,

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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El sacerdote, don de Dios para el mundo

13 de marzo de 2011/0 Comentarios/en Cartas 2011/por obsegorbecastellon

Queridos diocesanos:

Un año más celebramos el Día del Seminario. El Papa, Benedicto XVI, nos ha dicho: “Sed conscientes del gran don que los sacerdotes son para la Iglesia y para el mundo; a tra­vés de su ministerio el Señor sigue salvando, se hace presente en nues­tro mundo y santifica a los hombres”.

Cierto que en un mundo cerrado a Dios y centrado en el bienestar y disfrute material y en el prestigio social, es imposible descubrir que el sacerdote sea un don de Dios para el mundo. Tampoco es fácil descubrirlo para los cristianos y las familias cristianas, que estén tocados por esa mentalidad mundana. Las comunidades parroquiales, por su parte, aunque piden tener un buen sacerdote, no siempre lo valoran como un don de Dios necesario para toda comunidad cristiana, lo que les llevaría a valorar y querer más a su sacerdote y a promover en su seno las vocaciones. Pese a ello, hay que insistir con el Santo Padre en que el sacerdote, es un don de Dios para la Iglesia y para el mundo.

El sacerdocio es, antes de nada, un gran regalo de Dios para el propio sacerdote, que no lo es por méritos propios sino por pura gracia de Dios. El Señor Jesús es quien ha mirado con cariño a cada uno de sus sacerdotes, y los ha llamado, consagrado y confiado su mis­ma misión, comprometiéndose a es­tar con ellos siempre para que puedan cumplir la sublime misión que Él les ha encargado. El propio sacerdote ha de vivirlo con gratitud y fidelidad crecientes. Por todo ello, el sacerdote ha de ser -ante todo y por entero- un hombre de Dios. Al responder a la llamada de Dios, el sacerdote deja de pertenecerse a sí mismo para ser de Dios y, desde Dios, servidor de su Iglesia y de la humanidad entera.

Sí, el sacerdote es un gran regalo para la Iglesia y para el mundo. A tra­vés de los sacerdotes, Cristo sigue salvando a los hombres. Los sacerdotes son enviados por el mismo Cristo para hacerle presente y para ofre­cer a todos los hombres la salvación, la libertad, vida y felicidad verdaderas. Sólo a la luz del misterio de Dios, de su amor y de su irrevocable designio de salva­ción para todos, es posible com­prender adecuadamente el sacerdocio católico en su verdad más profunda: ser don de Dios para la humanidad, prolongando en el tiempo el único Sa­cerdocio de Jesucristo.

No podemos dudar de que Cristo siga llaman­do hoy al sacerdocio a niños, adolescentes y  jóvenes. Y a vosotros, queridos niños, adolescentes y jóvenes, me dirijo hoy: si escucháis en vuestro corazón la voz del Señor que os llama a ser sacerdotes, no os cerréis a su llamada y a su amor. Dejaos querer por Él y responded con toda vuestra generosidad como María o como el joven Samuel: Señor, aquí estoy, cuenta conmigo. El Seminario sigue siendo el me­dio para discer­nir y madurar la llamada del Señor. Por eso, mi buen amigo: si sientes la llamada amorosa de Jesús, toca a las puertas del Seminario, que es la casa de todos y el corazón de la Diócesis. Allí serás acogido bien en el Seminario en familia bien en el Seminario Menor, que pronto pondremos de nuevo en marcha, o bien en el Seminario Mayor. Los hom­bres y mujeres de hoy, tus mismos compañeros, te necesitan para encontrarse con Jesús y con su amor, que es el amor de Dios. ¿No crees, mi querido amigo, que merece la pena este proyecto? ¡Déjate a amar por Jesús, acoge y responde a su llamada!

Con mi afecto y bendición,

 

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Hacia el Gran Encuentro Diocesano

6 de marzo de 2011/0 Comentarios/en Cartas 2011/por obsegorbecastellon

Queridos diocesanos:

Nuestra Iglesia diocesana se prepara para el Gran Encuentro del próximo día 12 de marzo en el Auditorio de Castellón. Todos estamos invitados y convocados: niños, adolescentes y jóvenes, adultos y mayores, seglares, religiosos y sacerdotes, matrimonios y familias cristianas. Para todos hay espacio y actividades; incluso para los más pequeños tenemos pensadas actividades apropiadas para ellos.

Es nuestro deseo celebrar con alegría la belleza de nuestra fe cristiana y de nuestra condición de cristianos. Así mismo queremos celebrar con gozo nuestra condición de diocesanos, en torno al Obispo, que preside la Iglesia diocesana en nombre del Señor Jesús, su Cabeza invisible.

Ante lo que a veces se escucha, nuestra Iglesia diocesana no es algo ajeno a los cristianos católicos, a las familias cristianas, a las comunidades parroquiales, a las comunidades, movimientos y asociaciones eclesiales, incluidas las cofradías, o a los Colegios de la Iglesia, de nuestra Diócesis. Todos formamos la gran familia de la Iglesia diocesana. Como cristianos sólo nos podemos entender y vivir unidos e insertos en la comunión de fe y de vida de la Iglesia diocesana, compartiendo la misión única de nuestra Iglesia diocesana, en la que vive y se realiza la Iglesia del Señor.

Este Encuentro va a girar en torno a la Eucaristía y a la próxima Jornada Mundial de la Juventud en agosto en Madrid.

La Eucaristía es y debe ser el centro de la vida de todo cristiano, de toda familia cristiana, de toda parroquia y comunidad eclesial, y de la Iglesia misma. Porque la Eucaristía contiene todo el bien de la Iglesia: en la ella está Cristo mismo. En la Misa actualizamos el misterio pascual, la muerte y la resurrección del Señor, para la vida del mundo; en la comunión eucarística, comulgamos al mismo Cristo, que nos atrae hacia sí, se une realmente con nosotros; Dios mismo en Cristo se une con nosotros y nos hace partícipes de su propia vida, porque nos ama. Unidos y amados por Dios en Cristo, se realiza, se alimenta y se fortalece la comunión fraterna que, a su vez, nos envía a ser testigos y promotores de la fraternidad de todos los hombres en Dios.

Cuando decae la participación en la Eucaristía, especialmente los Domingos, -como nos ocurre hoy-, se debilita y languidece la fe y la vida cristiana personal, se debilita y enrarece la vida matrimonial y familiar, decae la vitalidad de las parroquias y de la Diócesis, así como su fuerza misionera, evangelizadora y transformadora de la sociedad según el plan de Dios. De ahí la llamada en este año para toda la Diócesis: Ningún cristiano católico sin Eucaristía dominical.

De otro lado, aún está fresca en nosotros la inolvidable experiencia de fe y de Iglesia en torno a la Cruz de los Jóvenes y el Icono de María de la JMJ. Para muchos, especialmente los jóvenes, ha sido un momento de encuentro personal y eclesial con Cristo de manos de María: algo que hemos de cultivar en el camino de preparación de la Jornada Mundial, desde la celebración de la Eucaristía, presencia eminente del Señor, muerto y resucitado, entre nosotros y para nosotros.

Acudamos al Gran Encuentro Diocesano. Y animemos y acompañemos a nuestros adolescentes y jóvenes para que arraigados y edificados en Cristo, crezcan y vivan firmes en la fe. Os espero.

Con mi afecto y bendición,

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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💐🙏 El Obispo nos exhorta, en su carta semanal, a contemplar a la Virgen e imitarla en su fe, esperanza y caridad, porque ella dirige siempre nuestra mirada hacia Jesús; y nos ofrece y nos lleva a Cristo ✝️

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#apesocas50años #pastoraldelsordo #DiócesisSegorbeCastellón ⛪🦻El pasado sábado, la Asociación de Personas Sordas de Castellón celebró su 50 aniversario con una Eucaristía en lengua de signos, presidida por D. Raúl López, responsable de la Pastoral del Sordo de la Diócesis.👉 La Pastoral trabaja también en un grupo de catequesis para niños sordos. Más info: pastoraldelsordo@obsegorbecastellon.o ... Ver másVer menos

La comunidad sorda de Castellón celebra con una Misa el 50 aniversario de APESOCAS - Obispado Segorbe-Castellón

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