Dedicación de la Iglesia Parroquial de Chilches
Chilches – 18 de febrero de 2007
“Todos como un solo hombre… alababan y daban gracias al Señor; ‘Porque es bueno, porque es eterna su misericordia” (2 Cr 5,6-8-9b.13 -6,2). Como hiciera el pueblo de Israel al dedicar a Dios el templo de Salomón, también nosotros alabamos y bendecimos a Dios esta tarde al inaugurar y dedicarle este templo totalmente restaurado: aquí está la casa de Dios entre nosotros. A Dios le damos gracias y cantamos su misericordia para con esta comunidad cristiana de Chilches: hoy se hace realidad un deseo largamente anhelado.
A nuestra acción de gracias a Dios unimos nuestro sincero agradecimiento a todos cuantos de un modo u otro han hecho posible la restauración de vuestra Iglesia parroquial de la Asunción de Nuestra Señora: a la Consellería de Cultura de la Generalitat Valenciana, a la Excma. Diputación Provincial de Castellón, al Excmo. Ayuntamiento de Chilches, a la Fundación Caja Castellón-Bancaixa y a las entidades y particulares que tan generosamente han contribuido con sus donativos. No podemos olvidar tampoco la generosidad de nuestra Iglesia diocesana en momentos de estrechez económica. Y cómo no agradecer los desvelos de vuestro sacerdote, D. Antonio Sanfélix, y del Consejo parroquial. Hoy recordamos también al Arquitecto, a las empresas y a todos los trabajadores.
Vuestra iglesia, el templo físico, que hoy vamos a dedicar, es imagen de vuestra comunidad parroquial; sois el templo de piedras vivas, que es y está llamado a ser la presencia Dios y de Cristo en vuestro pueblo de Chilches. Por ello, la restauración física de vuestro templo parroquial debería ser un reflejo de la real renovación espiritual de vuestra comunidad, de la vida cristiana de cada uno de sus miembros y de las familias cristianas que la integran. De poco serviría recuperar el templo físico, si esto no lleva consigo un nuevo impulso de renovación espiritual y pastoral de vuestra comunidad cristiana y de sus miembros. Un cristiano que no se renueve interiormente desde el amor de Dios ofrecido en Cristo no es un cristiano auténtico; una comunidad cristiana que no se renueve desde Cristo, desde su Palabra y desde su misterio Pascual, actualizado en cada Eucaristía, y que no muestre frutos de amor a Dios y a los hermanos, frutos de unidad y de fraternidad, de gozo y de alegría, no será una verdadera comunidad cristiana. Una familia cristiana, que, fundamentada en el sacramento del matrimonio, es decir en la unión indisoluble entre un hombre y una mujer, no se convierta en hogar donde se viva el verdadero amor mutuo, se acoja la vida, se rece y se transmita la fe a las nuevas generaciones, no será una verdadera familia cristiana.
El cristiano, la familia cristiana y la comunidad cristiana que no están anclados en el quicio y fundamento que es Cristo, languidecen y se secan. En el rito de aspersión hemos recordado nuestra fe y vida bautismales, que ha de ser acogida y vivida por cada cristiano; en la crismación recordaremos que también nosotros estamos crismados, y que hemos recibido el don del Espíritu para vivir según el Espirítu, alimentados por la Palabra de Dios y por los Sacramentos, en especial por la Eucaristía.
La vida cristiana o se renueva o fenece, máxime en el contexto materialista, hedonista y relativista reinante, un contexto que ya no sólo es indiferente hacia la fe cristiana, sino que cada día se muestra más hostil ante ella. Contra toda evidencia son silenciadas o incluso negadas las raíces cristianas de nuestra historia, de nuestra cultura y de nuestros pueblos. Pero ¿qué sería vuestro pueblo sin su iglesia de la Asunción de Nuestra Señora?
El acto de hoy es una llamada urgente a reavivar las raíces de nuestra fe y la vida cristiana personal, familiar y comunitaria. La inauguración de vuestro templo parroquial es una llamada apremiante a permanecer fieles a nuestra fe cristiana y a nuestra Iglesia, fundada por el mismo Señor Jesús sobre Pedro; y lo hacemos confiados en la presencia y asistencia permanente del Señor a nuestra Iglesia por medio de su Espíritu. Los cristianos sabemos muy bien, que sin Dios hombre pierde el norte en su vida y en la historia. Sin Dios desaparece la frescura y la felicidad de nuestra tierra. Si el hombre abdica de Dios abdica también de su dignidad, porque el hombre sólo es digno de Dios.
Los creyentes no podemos permanecer callados ante los intentos de borrar en las personas y en nuestra sociedad cualquier referencia a Dios. La mayor violencia contra el hombre y su dignidad, su mayor tragedia, es la supresión de Dios del horizonte de su vida. Pertenecemos a Dios puesto que Él nos ha creado y nos llama a la Vida, y vida en plenitud: en Él está nuestro origen y en Él esta nuestro fin. Las cosas mueren; sólo Dios permanece para siempre. Es más; Él siempre nos atiende con sus manos abiertas de amor y misericordia y ‘más allá de la frontera’ nos espera para ofrecernos su felicidad en plenitud.
El camino para ir a Dios es Cristo. “Y vosotros quien decís que soy yo?”, pregunta Jesús a sus discípulos (Mt 16, 13-19, 15). El Maestro no se contenta con que sus discípulos se remitan a lo que la gente dice de él. Jesús, que les ha iniciado en el conocimiento de su persona, quiere de ellos una confesión personal de cada uno de ellos.
‘Tu eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo’ (Mt 16, 16), es la respuesta de Pedro en nombre de los demás discípulos. Es una confesión en la persona de Jesús, en su divinidad y en su misión salvadora; es una confesión básica y nuclear para la comunidad de los discípulos y para cada uno de ellos. Pedro confiesa que Jesús es el Mesías, el Cristo, el Ungido por el Espíritu Santo como Salvador del mundo. Este es el núcleo de la fe cristiana. Este reconocimiento de Jesús y esta adhesión personal a su persona distinguen al discípulo, al cristiano, del resto de la gente. La confesión de fe de Simón es el fundamento y cimiento sólido para la comunidad de los discípulos y para cada uno de ellos. Sobre este sólido cimiento se levanta la comunidad creyente. El edificio de la Iglesia construido sobre esta confesión ofrece todas las garantías, es inexpugnable ante cualquier tempestad y hostilidad: “el poder del infierno no la derrotará” (Mt 16, 18).
“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”, nos pregunta esta tarde Jesús a cada uno de nosotros. Es la misma pregunta ayer, hoy y siempre. La respuesta de cada uno a esta pregunta, dará la medida de nuestra fe. Los discípulos de Jesús, los cristianos, se nutren de la búsqueda y del encuentro personal con Jesús, del hallazgo fascinador de su persona, del reconocimiento personal de Jesús de Nazaret como el Hijo de Dios vivo encarnado, muerto y resucitado para la vida del hombre, de la acogida de Jesús como Salvador del mundo.
Los cristianos debemos nutrirnos de este encuentro personal con Jesucristo, debemos vivir desde Él. Pedro, los apóstoles y los discípulos conocen a Jesús y esto marca definitivamente toda su vida. El verdadero discípulo de Jesucristo cree y confía antes de nada en una Persona, que vive y da la Vida, y vida en abundancia. En Cristo Jesús encuentra el creyente la respuesta a su pregunta sobre sí mismo, sobre el sentido y la meta de su existencia, sobre su deseo de libertad y de felicidad. La fe en Jesucristo no es simplemente afirmar que Él es el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Creer en Él es acogerle como tal en la propia existencia, y dejar que Él sea el Señor, el Camino, la Verdad y la Vida de la propia vida. Creer es reconocer gozosamente al Dios vivo, que nos revela Jesucristo, como origen, guía y meta de nuestra existencia. Significa colaborar humildemente, en su acción salvadora y liberadora en la vida concreta de los hombres.
La fe en Jesucristo se hace plena cuando El es escuchado, aceptado y asimilado; es decir, cuando Jesucristo encuentra una acogida y una adhesión personal en el corazón del creyente, que lleva a la conversión de corazón a Él y a su Evangelio, de modo que Cristo y su Evangelio modelen el pensar, sentir y actuar del discípulo. La fe se traduce así en una experiencia personal profunda y en una adhesión a Cristo, a su programa de vida, al Reino de Dios y su Justicia, al «mundo nuevo», a la nueva manera de ser y de vivir juntos que inaugura la Buena Noticia de Jesús (cf. EN 23).
La indiferencia religiosa o la increencia nos están afectando también a los bautizados. Crece el número de los cristianos alejados; en la vida de muchos bautizados encontramos signos de una fe débil y superficial, una fe a la carta, que se adapta a la conveniencia de la situación; una fe sin incidencia en la vida diaria. Con frecuencia, en nuestra forma de pensar, vivir y actuar, muchos cristianos no nos diferenciamos de los no creyentes; asumimos sin más criterios y formas de comportamiento, modas y tendencias contrarios a Jesucristo y a su Evangelio. Nos hemos de preguntar: ¿No vivimos también como lo no cristianos?
El Evangelio de hoy nos llama a la conversión, a reavivar nuestra fe como adhesión personal a Jesucristo y a los valores del Evangelio. El verdadero discípulo del Señor ha de vivir su fe de un modo personal, superando esa tendencia extendida a entender y vivir la fe como simple adhesión a fórmulas o práctica de ritos sin que ella implique un cambio de vida. La fe en Jesucristo se basa en el encuentro personal con El y en la adhesión total a su persona y a su Evangelio; la fe se mantiene viva y fortalece, cuando se alimenta de la escucha de la Palabra en el seno de la tradición viva de la comunidad de la Iglesia, edificada sobre Pedro; una escucha de la Palabra que se hace vida en la oración personal, familiar y comunitaria; una fe que es celebrada y alimentada en la participación frecuente, activa y fructuosa, en la Eucaristía y en la experiencia de la misericordia de Dios en el Sacramento de la Penitencia; la fe sólo es verdadera cuando se encarna en la vida cotidiana del creyente, de la familias y de la comunidad.
Sólo esa fe será capaz de mantenerse viva en un ambiente adverso. Sólo una vida cristiana asumida como vocación personal al seguimiento de Jesús y vivida según el Espíritu del Señor hace al creyente capaz de dar razón de su esperanza a todo el que la pida, de acometer con nuevo ardor la tarea urgente de la Evangelización, hacia adentro y hacia la sociedad. Solamente de esta relación personal con Jesucristo, transmitida, aprendida, celebrada y vivida en y desde vuestra comunidad, puede brotar una evangelización eficaz, que atienda a las necesidades reales -personales, espirituales y sociales-, de vuestros niños y jóvenes, de vuestras familias, de los mayores, de los ancianos y de los enfermos.
No os pese abrir vuestras vidas a Cristo y a su Evangelio, no os avergoncéis ni tengáis miedo de acoger a Cristo en vuestras vidas. Evitad la tentación de pensar que Jesucristo, antes que nada, exige, manda e impone. No; antes que nada, Él nos ama de tal modo que nos quiere comunicar aliento y fuerza para nuestro camino, porque Él sabe que este camino nos es fácil. El es nuestro compañero de viaje. Y El nos quiere dar lo mejor que tiene: su comunión de vida con el Padre Dios.
El altar, que ahora vamos a dedicar, os recordará a Cristo, centro de la vida de todo cristiano y de toda comunidad cristiana, y fuente permanente de comunión con Dios y con los hombres. Cristo es a la vez Sacerdote, Víctima y Altar de su propio sacrificio, por el que Dios mismo nos ofrece su comunión de vida y de amor. Pero este altar será también símbolo de vosotros mismos, ya que al estar unidos a Cristo, cabeza del cuerpo de la Iglesia, que es verdadero altar, os convertiréis en verdaderos altares en los que se ofrece el sacrificio de una vida santa: vida de unión con Dios y con los hermanos.
Restaurado el templo material, restauremos desde Cristo, simbolizado en este Altar, “las piedras vivas” de la comunidad parroquia. ¡Que aumente la fraternidad entre todos! ¡No os dejéis llevar por la tentación de la apatía hacia la fe y vida cristianas! ¡Que nunca dejéis al margen a esta familia, vuestra comunidad cristiana, que es la Iglesia de Jesucristo en Chilches! Vuestra parroquia será viva en la medida en que viva fundamentada y ensamblada en Cristo, piedra angular; vuestra comunidad parroquial será iglesia viva si por sus miembros corre la savia de la Vid que es Cristo, que genera comunión de vida y de amor con Dios y con los hermanos.
No olvidéis que en vuestra comunidad parroquial os llega la Palabra de Dios y Cristo se os da también a través de los Sacramentos; al celebrar y recibir los sacramentos participaréis de la vida de Dios; por los Sacramentos se alimentará y reavivará vuestra existencia cristiana, personal, familiar y comunitaria; por los Sacramentos se acrecentará y se fortalecerá la comunión con la parroquia, con la Iglesia diocesana y con la Iglesia Universal.
Pidamos en esta tarde por intercesión de María que cada uno de nosotros, seamos capaces de confesar: Jesús es el Señor. Dejemos que Él entre en nuestras vidas, en nuestras familias y en nuestra comunidad, para que El las tome y las transforme. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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