Festividad de los Seminarios Diocesanos ‘Mater Dei’ y ‘Redemptoris Mater’
Castellón, Iglesia del Seminario diocesano “Mater Dei”, 25 de marzo de 2009
Amados hermanos y hermanas en el Señor.
Saludo de todo corazón a mi hermano en el Episcopado, Mons. Enrique Benavent, Obispo auxiliar de Valencia, y a los Sres. Rectores, Formadores, Profesores y Seminaristas en el día de la fiesta de nuestros seminarios. Queridos sacerdotes y diáconos.
En la solemnidad de la Anunciación nuestros ojos se dirigen a Nazaret, donde hace dos mil años se realiza el gran misterio, que hoy celebramos. El evangelista san Lucas sitúa claramente el acontecimiento en el tiempo y en el espacio: “A los seis meses, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José; (…) la virgen se llamaba María” (Lc 1, 26-27). Para comprender lo que sucedió en Nazaret hace dos mil años, debemos volver a la lectura tomada de la carta a los Hebreos. Este texto nos permite escuchar una conversación entre el Padre y el Hijo sobre el designio de Dios desde toda la eternidad: “Tú no has querido sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo. No has aceptado holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije: (…) ‘Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad’ “ (Hb 10, 5-7). La carta a los Hebreos nos dice que, obedeciendo a la voluntad del Padre, el Verbo eterno viene a nosotros para ofrecer el sacrificio que supera todos los sacrificios ofrecidos en la antigua Alianza. Su sacrificio eterno y perfecto redime el mundo.
El plan divino se reveló gradualmente en el Antiguo Testamento, de manera especial en las palabras del profeta Isaías, que acabamos de escuchar: “El Señor, por su cuenta, os dará una señal. Mirad: la virgen está encinta y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel” (Is 7, 14). Emmanuel significa ‘Dios-con-nosotros’. Con estas palabras se anuncia el acontecimiento único que iba a tener lugar en Nazaret en la plenitud de los tiempos: es el acontecimiento que estamos celebrando aquí con alegría y felicidad intensas.
La Anunciación es un acontecimiento humilde y escondido; pero es al mismo tiempo un acontecimiento decisivo para la historia de la humanidad. Cuando la Virgen pronunció su ‘sí’ al anuncio del ángel, Jesús fue concebido y con Él comenzó la nueva era de la historia, que más tarde será sancionada en la Pascua como ‘nueva y eterna Alianza’.
El ‘sí’ de María es el reflejo perfecto del ‘sí’ de Cristo, cuando entró en el mundo: “¡He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad!” (Heb 10, 7). La obediencia del Hijo se refleja en la obediencia de la Madre y de este modo, gracias al encuentro de estos dos ‘síes’, Dios ha podido asumir un rostro de hombre. Por este motivo la Anunciación es una fiesta cristológica, pues celebra un misterio central de Cristo: su Encarnación. Y es también una fiesta mariana, en que celebramos la disponibilidad de María para ser la Madre de Dios: ella es en verdad, la ‘theotocos’, la Mater Dei.
El amor de Dios por la humanidad, la disponibilidad en obediencia a la llamada de amor del Padre por parte del Hijo y de María y su entrega a la misión que les es confiada en favor de la humanidad son el contenido de la Palabra de Dios que hemos proclamado en la liturgia de hoy.
El amor de Dios, la disponibilidad y la entrega son también las claves para nuestra Iglesia, y lo son para entender y vivir nuestra vocación y el don del orden sacerdotal, que hemos recibido
“¡He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad!” (Heb 10, 7): es la respuesta del Hijo a la misión del Padre.“Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Esta es la respuesta de María a la elección gratuita y amorosa de Dios. Ambas respuestas se continúan en la Iglesia, llamada a hacer presente a Cristo en la historia, ofreciendo su propia disponibilidad para que Dios siga visitando a la humanidad con su misericordia. El ‘sí’ de Jesús y de María se han de renovar en el ‘sí’ de nuestra Iglesia diocesana a la misión recibida de su Señor; nuestra Iglesia no se debe así misma sino a su Señor.
En la encarnación del Hijo de Dios reconocemos los comienzos de la Iglesia. De allí proviene todo. Cada realización histórica de la Iglesia, también de nuestra Iglesia diocesana y de cada una de sus instituciones deben remontarse a aquel Manantial originario. Deben remontarse a Cristo, Verbo de Dios encarnado. Es él a quien siempre celebramos: el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, por medio del cual se ha cumplido la voluntad salvífica de Dios Padre. Y, sin embargo (precisamente hoy contemplamos este aspecto del Misterio) el Manantial divino fluye por un canal privilegiado: la Virgen María. Por ello, al celebrar la encarnación del Hijo no podemos por menos de honrar a la Madre. A ella se dirigió el anuncio angélico; ella lo acogió y, cuando desde lo más hondo del corazón respondió: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38): en ese momento el Verbo eterno comenzó a existir como ser humano en el tiempo.
El icono de la Anunciación, mejor que cualquier otro, nos permite percibir con claridad cómo todo en la Iglesia se remonta a ese misterio de acogida del Verbo divino, donde, por obra del Espíritu Santo, se selló de modo perfecto la alianza entre Dios y la humanidad. Todo en la Iglesia, toda institución y ministerio, está ‘puesto’ bajo el manto de la Virgen, en el espacio lleno de gracia de su ‘sí’ a la voluntad de Dios. Entre María y la Iglesia existe un vínculo connatural, que el concilio Vaticano II subrayó al tratar sobre la santísima Virgen como conclusión de la constitución Lumen Gentium sobre la Iglesia.
He aquí la imagen y el modelo de la Iglesia. Toda comunidad eclesial, como la Madre de Cristo, está llamada a acoger con plena disponibilidad el misterio de Dios que viene a habitar en ella y la impulsa por las sendas del amor. Es una llamada a edificar nuestra Iglesia en la caridad, como “comunidad de amor”, que irradie en el mundo el amor de Cristo, para alabanza y gloria de la santísima Trinidad.
3. El ‘sí’ de Jesús y de María se ha de reflejar también en cada uno de nosotros -Obispo, sacerdotes y seminaristas-, acogiendo y viviendo en obediente disponibilidad el don amoroso de Dios recibido en el sacramento del orden o respondiendo con la misma actitud a la llamada del Señor a su seguimiento como ministros ordenados.
“Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1, 28). Esta invitación a la alegría del ángel a María al anunciarle que ha sido agraciada y escogida por Dios para ser la Madre de su Hijo, se repite hoy al celebrar la fiesta del Seminario.
Queridos seminaristas: Él Señor os ha llamado y elegido por puro amor para ser sus presbíteros en esta Iglesia de Dios, que peregrina en Segorbe-Castellón. Vuestra alegría es nuestra alegría, la de nuestro presbiterio, la de nuestra Iglesia diocesana.
Vuestra vocación es un signo de la benevolencia divina hacia vosotros, pero sobre todo hacia nuestra Iglesia. Ante la escasez de vocaciones en nuestra propia Iglesia, puede que a veces nos ocurra como al rey Acaz, que ya no confiaba en la presencia providente de Dios en medio de su pueblo (cf Is 7,10-14; 8, 10). Este joven rey de Jerusalén, débil, mundano y sin hijos, veía peligrar su trono a causa de la presencia de ejércitos enemigos y buscó alianzas humanas. Isaías le propone pedir Dios ‘una señal’, que Acaz de modo hipócrita rechazará, porque ya no se fiaba de Dios. Pese al rechazo, Dios le dará la señal de una virgen encinta que dará a luz al Enmanuel, al Dios con nosotros (cfr. Is 8,10). Fiados en el amor permanente y fiel de Dios hacia su pueblo, oremos por las vocaciones sacerdotales en nuestra Diócesis.
Bajo la protección de Maria, la Mater Dei, ponemos una vez más a nuestra Iglesia diocesana, a los sacerdotes y a nuestros seminaristas. A su intercesión encomendamos el don de nuevas vocaciones: que ella ilumine y guíe los niños, adolescentes y jóvenes en su disponibilidad a responder con generosidad a la llamada al sacerdocio ordenado. Y en la Jornada por vida pedimos para que toda vida humana sea acogida y protegida desde su concepción hasta su ocaso natural. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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