Apertura Diocesana del Año de la Fe
S.I. Concatedral de Castellón, 14 de octubre de 2012
(Sab 7,7-11; Sal 89; Heb 4,12-13; Mc 10, 17-30)
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¡Hermanos todos muy amados en el Señor!
Os saludo de corazón a todos cuantos habéis acudido a esta solemne Eucaristía para la apertura diocesana del Año de la fe. Lo hacemos tres días después de que fuera abierto en Roma por el Santo Padre, Benedicto XVI, coincidiendo con la fecha en que comenzara su andadura el Concilio Vaticano II hace 50 años, el 11 de octubre de 1962. Nuestra Iglesia diocesana se une con gozo al Santo Padre y a la Iglesia Universal para celebrar este Año de la fe; un año para dar gracias a Dios por el Concilio Vaticano II así como por la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, hace veinte años.
En este año de la fe, como nos dice el Papa en carta ‘Porta fidei’, Dios nos ofrece, ante todo un tiempo especial de gracia para redescubrir nuestra fe cristiana y la alegría de creer que nos impulse a anunciarla con entusiasmo en tiempos de increencia e indiferencia religiosa, de relativismo, agnosticismo y nihilismo, que dificultan la fe y provocan en muchos cristianos un debilitamiento de la fe y un alejamiento de Iglesia y de la práctica cristiana.
Pese a todas estas dificultades, circunstancias y situaciones, en el fondo de cada persona está la inquietud del hombre rico que en el evangelio de hoy se acerca a Jesús y le pregunta: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?” (Mc 10,17). Y la respuesta del Señor no es otra sino la fe total en él y su seguimiento. No basta con cumplir los mandamientos; es necesario antes de nada abrirse a Dios, a su gracia y a su amor. Por eso le dice: “Una cosa te falta: “Anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres … y luego ven y sígueme” (Mc 10, 21). Para seguir a Cristo Jesús es necesario creer en él, fiarse de él y confiar plenamente en él. La fe es la puerta (cf. Hch 14, 27), que nos introduce en la vida eterna, en la felicidad, en la vida de comunión con Dios; a la vez que nos permite la entrada en su Iglesia. Y esta puerta está siempre abierta. “Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino, que empieza por el bautismo y dura toda la vida” (Benedicto XVI, Porta fidei, 1). El camino de la fe es propio de todo bautizado.
Redescubrir la fe significa para cada bautizado volver a abrirse a la gracia y a la fe bautismal, y dejarse abrazar por Dios para que su fe se avive, fortalezca y purifique; redescubrir la fe implica confirmar, confesar, vivir y anunciar esa fe que hemos recibido por pura gracia de Dios. Los cristianos de hoy necesitamos volver a descubrir el propio bautismo y la fe bautismal, la alegría de creer y la belleza de la fe, el gozo de ser cristianos y el entusiasmo de vivir y proclamar la fe y ofrecerla a los demás. Y hemos de hacerlo con el frescor y la admiración del primer día, de un modo personal y comunitario.
La fe cristiana se basa en el encuentro personal con Jesucristo, el Hijo de Dios vivo, en el seno de la comunidad de los creyentes. Cristo es el centro de nuestra fe, que es, ante todo, la adhesión de mente y de corazón a Cristo; una adhesión gozosa y total que cambia y orienta la vida, que mueve al seguimiento radical de Cristo, dejando falsas seguridades. Este encuentro con Cristo es lo que falta al hombre rico del evangelio de hoy que se acerca a Jesús buscando la vida eterna, pero que no acoge su invitación a dejarse encontrar y amar por Él para dejarlo todo y seguirle, “porque era muy rico”, porque prefería sus riquezas a la vida eterna que buscaba, porque había puesto en las riquezas su seguridad y confianza (cf. Mc 10, 22).
El encuentro con Cristo vivo, nuestra adhesión de mente y corazón a él, la acogida de su Palabra y el consecuente seguimiento fiel de Jesús nos llevarán al testimonio y a la misión. La fe verdadera siempre es una fe confesante. No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mc 5,13-16). Como la samaritana hemos de sentir de nuevo la necesidad de acercarnos al pozo para escuchar a Jesús que nos invita a creer en Él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn 4,14). Debemos descubrir de nuevo el gusto por la oración, la puerta que nos abre a la fe. Hemos de redescubrir el gusto por alimentarnos de la Palabra de Dios, que es “viva y eficaz” (Hb 4,12) y nos es transmitida fielmente por la Iglesia; sería muy hermoso que a lo largo de este año cada día personalmente o en cada familia se leyese un fragmento de la Sagrada Escritura y que, en lugar de otras cosas, se regalase la Biblia con ocasión de la Primera Comunión, de la Confirmación o del Matrimonio. Debemos redescubrir el gusto por los sacramentos, en especial por la Eucaristía, el Pan de la Vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (Cf. Jn 6,51) y por el Sacramento de la Penitencia, para experimentar el amor misericordioso de Dios. El Señor nos sigue diciendo con insistencia: “Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna” (Jn 6,27).
El Año de la fe es también un tiempo de gracia para la renovación de nuestra fe y vida cristiana, y para una sincera y autentica conversión a Dios y a Jesucristo. Conversión quiere decir ‘volver nuestra mirada y nuestro corazón’ a Dios; dejar que Dios y Cristo ocupen el centro de nuestro corazón, auténtico sagrario de cada persona. Sólo ante Dios descubrimos la verdad sobre nosotros mismos. La carta a los Hebreos nos acaba de recordar que la Palabra de Dios es penetrante hasta el punto donde se dividen el alma y el espíritu (cf. Hb 4,12). Nada hay en nuestro corazón, en el mundo de nuestros afectos, pensamientos y sentimientos, que escape a Dios; si somos sinceros ante Dios, si nos dejamos confrontar con su Palabra también quedará claro dónde está nuestro corazón, dónde están nuestros afectos y pensamientos, dónde buscamos nuestras seguridades y cuáles son las verdaderas motivaciones de nuestra vida.
En el evangelio de hoy, aquel hombre rico descubre en Jesucristo, la Palabra encarnada, la respuesta a sus deseos más profundos. “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?” (Mc 10,17). Nuestra vida también está llamada a medirse continuamente con Cristo, el Camino, la Verdad y la Vida, a dejarse confrontar con su Palabra. Corremos el peligro de reducir nuestra vida cristiana a tener unos conocimientos o al cumplir unos preceptos, que siempre interpretamos restrictivamente; estos peligros sólo se superan en el encuentro personal con el Señor, en la apertura del corazón a su gracia y a su palabra, que nos transforma, sana, vivifica y salva.
Para celebrar de manera digna y fecunda este Año, el Papa nos exhorta a conocer los contenidos o verdades de la fe cristiana. Redescubrir los contenidos de la fe profesada es un compromiso que todo creyente debe interiorizar constantemente y hacer suyo propio. Necesitamos formar nuestra fe para que nuestra adhesión al Evangelio sea más consciente y vigorosa, sobre todo en un momento de cambio profundo. Este Año debe suscitar en todos los creyentes la aspiración a conocer, comprender y rezar el Símbolo de la fe, el Credo, para confesarla con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza. Sobre todo es importante que el Credo sea, por así decirlo, ‘reconocido’. No basta sólo con conocerlo intelectualmente; es necesario ‘reconocerlo’, es decir descubrir el vínculo profundo entre las verdades que profesamos en el Credo y nuestra existencia cotidiana a fin de que estas verdades sean verdadera y concretamente luz para los pasos de nuestro vivir, agua que rocía las sequedades de nuestro camino y vida que vence ciertos desiertos de la vida contemporánea. En el Credo se injerta la vida moral del cristiano, que en él encuentra su fundamento y su justificación.
El Papa nos invita además a profundizar en los contenidos de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en el Catecismo de la Iglesia Católica. En él se pone de manifiesto la riqueza de la enseñanza que la Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido en sus dos mil años de historia. Desde la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los Maestros de teología a los santos de todos los siglos, el Catecismo ofrece una memoria permanente de los diferentes modos en que la Iglesia ha meditado sobre la fe y ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los creyentes en su vida de fe. El Catecismo de la Iglesia Católica ha de ser en este año un verdadero instrumento de apoyo, especialmente para sacerdotes, catequistas, educadores cristianos, padres de familia y, en general, para todos aquellos que, fieles al Señor, quieran profundizar en su fe y prepararse para ser auténticos misioneros de Cristo en el mundo.
Así mismo, en este Año se nos ofrece la oportunidad de releer y estudiar los documentos del Concilio Vaticano II verdadera gracia de Dio, que son “incluso para nuestro tiempo, una brújula que permite a la nave de la Iglesia avanzar mar adentro, en medio de tempestades o de ondas serenas y tranquilas, para navegar segura y llegar a la meta” (Benedicto XVI, Audiencia del 10.10.2012).
Ningún creyente católico puede decir “yo creo a mi manera”. El que cree, o cree y confiesa la fe de la Iglesia o su fe deja de ser una fe católica y apostólica. El apóstol Pablo nos ayuda a entrar en esta realidad cuando escribe: “Con el corazón se cree y con los labios se profesa” (cf. Rom 10,10). Con estas palabras, el apóstol no sólo nos dice que el corazón ha de estar abierto a la gracia para mirar con profundidad y comprender que lo que se anuncia con los labios es la Palabra de Dios, sino también que la fe implica un testimonio y un compromiso público. El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con Él. Y este “estar con el Señor” nos lleva a la responsabilidad de comprender las razones por las que se cree. Sobre esta responsabilidad hemos de insistir en este Año de la fe.
La fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la exigencia de saber qué es lo que creemos y por qué lo creemos. El conocimiento y reconocimiento de los contenidos de la fe es esencial para dar el propio asentimiento, es decir, para adherirse plenamente con la inteligencia y la voluntad a lo que propone la Iglesia y para dar público testimonio de ello. Por otra parte, la fe en nuestros días está siendo sometida, más que en el pasado, a una serie de interrogantes que provienen de un cambio de mentalidad que pretende reducir el ámbito de las certezas racionales al de los logros científicos y tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha tenido miedo a mostrar cómo entre la fe y la verdadera ciencia no puede haber conflicto alguno, porque ambas, aunque por caminos distintos, tienden a la verdad.
En este Año de la Fe hemos de esforzarnos por vivir con mayor profundidad y esplendor la celebración de la fe en la Liturgia. Esto significa fomentar la participación plena, fructuosa, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas, de forma que éstas sean la primera y más necesaria fuente donde alimentar la fe y la vida cristiana. Este es el ardiente deseo de la Iglesia, manifestado en el Concilio Vaticano II
Finalmente, el Año de la fe es un tiempo de gracia para fortalecer el testimonio de la caridad. San Pablo nos recuerda: “Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de ellas es la caridad” (1 Cor 13,13). Con palabras más fuertes, que afectan también a los cristianos, el apóstol Santiago dice: “¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos de alimento diario y alguno de vosotros le dice: «Id en paz, abrigaos y saciaos», pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no tiene obras está muerta por dentro” (St 2,14-18).
La fe sin caridad no da fruto y la caridad sin fe puede convertirse en un mero sentimiento a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino. Nuestro servicio a los pobres ha de brotar siempre de nuestro encuentro con Cristo. Él es el que nos abre los ojos y nos empuja hacia los pobres. Es admirable ver en nuestras comunidades cómo muchos cristianos dedican su vida con amor al que está solo, marginado o excluido; precisamente por su fe, son capaces de ver reflejado en su rostro sufriente, el mismo rostro de Cristo. Gracias a la fe podemos reconocer, en quienes piden nuestro amor, el rostro del Señor que nos dice: “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25,40). Es la fe la que nos permite reconocer a Cristo; y es su mismo amor el que nos impulsa a socorrerlo cada vez que se hace nuestro prójimo en el camino de la vida, el aliento que nos sostiene en todo desfallecimiento y que dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna.
Vivamos este tiempo de gracia bajo la protección de la Virgen María y tras sus huellas. Como ella, aunque en otro nivel, los creyentes hemos sido objeto de la gracia de Dios por el don de la fe; como ella estamos invitados a alegrarnos por este don; y como ella hemos de responder: “He aquí la esclava el Señor; hágase en mi según tu palabra” (Lc 1,38), acogiendo a Cristo Jesús y su palabra en nuestra vida.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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