Eucaristía en el VIII Centenario de la Fundación de las Hermanas Pobres de Santa Clara
Villarreal, Basílica de San Pascual, 14 de julio de 2012
(Os 2,14b.15b.19-20; Sal 14; 2 Cor 4,6-10-16-18; Jn 15, 4-10)
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¡Amados todos en el Señor!
Permitidme que salude antes de nada a los Sacerdotes y PP Franciscanos concelebrantes, al Sr. Delegado Episcopal para la Vida Consagra Contemplativa y al P. Guardián de la Comunidad de PP. Franciscanos. Saludo también y felicito en este día a las MM. Abadesas y Hermanas Clarisas de Villalreal, Almazora, Onda y Vall d´Uxo; mi saludo agradecido a las Hermanas representantes de las Carmelitas Descalzas de Alquerías del Niño Perdido, de las Dominicas de Burriana, de las Agustinas de Montornés en Benicasim y de la Fraternidad Monástica de la Paz en Castellón.
El Señor Jesús nos ha convocado esta mañana para celebrar el VIII Centenario de la Fundación de las Hermanas Pobres de Santa Clara, las Hermanas Clarisas. Hoy recordamos y honramos, queridas hermanas Clarisas, en primer lugar a Santa Clara, vuestra Madre. Es para todos nosotros un día de alegría, pero también de acción de gracias a Dios por esta gran mujer y santa, por la fundadora de vuestra Orden, que tanto bien ha aportado y sigue aportando a nuestra Iglesia.
Los ministros generales de la familia franciscana describen a Santa Clara como una mujer “de personalidad fuerte, valerosa, creativa, fascinante, dotada de extraordinaria afectividad humana y materna, abierta a todo amor bueno y bello tanto hacia Dios como hacia los hombres y hacia las demás criaturas. Persona madura, sensible a todo valor humano y divino, que está dispuesta a conquistarlo todo a cualquier precio” (Clara de Asís, Mujer nueva, 5). Clara fue, en efecto, una mujer de honda experiencia espiritual, fundadora de las hermanas pobres, la primera mujer que consiguió a probación pontificia de una regla propia y el insólito ‘privilegio de la pobreza’. Nos encontramos ante una mujer y una Santa de talla excepcional.
Al inició de todo, como también de la historia de Clara y de la Fundación de las Clarisas, está el amor: el amor gratuito e inmenso de Dios, que llama al amor, y el gran amor de Clara a Dios. “Yo la cortejaré, me la llevaré al desierto, le hablaré al corazón”, escuchábamos en la lectura del profeta Oseas (Os. 2, 14b). Si retrocedemos en la historia, todo comienza en la madrugada del lunes santo del año 1211. A la puerta de la iglesia Santa María de los Ángeles, a kilómetro y medio de Asís, está Clara Favarone, joven de dieciocho años, perteneciente a la familia del rico conde de Sasso Rosso. Clara había abandonado su casa, el palacio de sus padres, y estaba allí, en aquella iglesia, dispuesta a entregarse en cuerpo y alma al Dios que tanto la amaba. La aguardaban Francisco y varios sacerdotes, con cirios encendidos, entonando el Veni Creátor Spíritus. Ya, dentro del templo, Clara cambia su ropa de terciopelo por el hábito pobre, que recibe de las manos de Francisco. Clara queda consagrada a Dios. Para familiares y amigos algo incomprensible. A la mañana siguiente invaden el templo, y ruegan y amenazan. Piensan que la joven debería regresar a la casa paterna.
Cuando Francisco de Asís abandonó la casa de su padre, Clara era una niña de once años. Con su admiración por Francisco fue creciendo también su deseo de caminar como él desde Cristo y de imitar a Cristo humilde y pobre. Y como Cristo mismo, Clara se dejó llevar al desierto para encontrarse con el Amado, para dejarse hablar por Dios, para intimar con Él, para, correspondiendo a su amor, entregarse totalmente a Él en el servicio a las hermanas.
Para Clara, seguir a Cristo era vivir la primacía del amor, caminando desde Cristo. El seguimiento de Cristo de toda persona consagrada es la respuesta de amor al amor de Dios en Cristo. Si “nosotros amamos” es “porque Él nos ha amado primero” (1 Jn 4, 10.19). Amar a Dios es dejarse seducir por el amor gratuito de Dios, que nos precede. Esto significa reconocer su amor personal con aquel íntimo conocimiento que hacía decir al apóstol Pablo: “Cristo me ha amado y ha dado su vida por mí” (Ga 2, 20). Sólo porque somos amados por un amor infinito, el de Dios, podemos amar y podemos superar toda dificultad personal o comunitaria en el amor. Este amor infinito de Dios es el que nos da fortaleza y audacia, el que nos infunde valor y osadía en el seguimiento del Señor.
Reconocer nuestra propia pobreza y fragilidad, pero, a la vez la grandeza de la llamada de Dios a su amor, nos lleva a decir con el apóstol Pedro: “Apártate de mí, Señor, que soy un pecador” (Lc 5, 8). Sin embargo, el don de Dios es más grande y fuerte que nuestra insuficiencia humana. Las personas consagradas sabéis bien que podéis caminar desde Cristo, porque Él mismo ha venido primero a vuestro encuentro y os acompaña en el camino (cf. Lc 24, 13-22). La vida de Clara, vuestra vida, queridas hermanas, es la proclamación de la primacía de la gracia; sin Cristo no podéis hacer nada (cf. Jn 15, 5); en cambio todo lo podéis en aquél que os conforta (cf. Flp 4, 13).
Caminar desde Cristo como Clarisas significa, hermanas, proclamar, como Clara, que vuestra vida consagrada es un especial seguimiento de Cristo, humilde y pobre, vivido en comunidad monástica y fraterna, marcada por la acogida, el silencio y la oración, a ejemplo de María, la Virgen creyente, mujer y madre. La hondura de la experiencia espiritual y mística de santa Clara encuentra su clave en la contemplación de Jesucristo pobre y humilde y en el seguimiento alegre e incondicional de sus huellas y pobreza con un verdadero amor esponsal. Es preciso que, como Clara, tengáis una particular comunión de amor con Cristo; que, como ella, tengáis a Cristo como centro y fuente de vuestra vida personal y comunitaria; que, como ella, viváis esa especial gracia de intimidad, que os identifique progresivamente con Él, con sus sentimientos y con su forma de vida; y que viváis una vida afianzada por Cristo, tocada por su mano, conducida por su voz y sostenida por su gracia. Los consejos evangélicos encuentran su sentido profundo cuando ayudan a cuidar y favorecer el amor por el Señor en plena docilidad a su voluntad; y cuando la vida fraterna está motivada por Áquel que reúne junto a sí y tiene como fin gozar de su constante presencia.
Clara gustaba de vivir en San Damián, un lugar apartado de la ciudad, dedicada al cuidado de los enfermos, ocupada en los más humildes quehaceres, pero, sobre todo, entregada a la oración y a la contemplación ‘de la gloria de Dios reflejada en el rostro de Cristo’, como nos recuerda hoy San Pablo (cf. 2 Cor 4,6). Y eso fue lo que enseñó a sus hermanas.
En una carta a una de ellas, explicó lo que entendía por contemplación: “Pon la mente en el espejo de la eternidad, pon el alma en el esplendor de la gloria, pon el corazón en la figura de la sustancia divina, y transfórmate, entera, por la contemplación, en la imagen de la divinidad”. Con otras palabras: contemplar es poner todo nuestro ser en Cristo que, viniendo a este mundo, fue como un espejo en que se puede ver y contemplar a Dios. El es esplendor de la gloria de Dios, Él es imagen del Dios invisible; en Cristo podemos ver cómo es Dios y quienes somos nosotros para Dios. Es decir, vemos a Dios si nos quedamos largamente mirando a Cristo. Clara enseñó que quien va haciendo eso toda la vida, va siendo transformado en otro Cristo.
Clara sabía descubrir el rostro de Cristo en las cosas, en las personas, en los acontecimientos, en la Palabra de Dios. Pero después, en su recogimiento, era capaz de ir olvidando todas las cosas hasta quedar sólo en Cristo. Ella también enseñaba que Jesús es como un espejo en que uno se puede mirar. Contemplar el rostro de Cristo es como mirar en un espejo en que vemos al mismo tiempo a Cristo, por dentro y por fuera, y a nosotros mismos, por dentro y por fuera. Ese era el secreto de Clara. Fue eso lo que ella hizo toda su vida. A medida que iban pasando los años, más se quedaba ella largos ratos completamente entregada a mirar el espejo que es Jesús. Las Hermanas de su tiempo contaban que esperaban para mirar el rostro de Clara cuando salía de la oración: parecía como si viniera del cielo, tenía un semblante luminoso.
También hoy la Iglesia nos llama a todos los cristianos y, de modo especial, a las personas consagradas a descubrir y contemplar el rostro de Cristo, humilde y pobre, sufriente y resucitado, y a caminar con la mirada fija en el rostro del Señor. Como nos enseña Clara hay una multiplicidad de presencias de Cristo, que es preciso descubrir y contemplar de manera siempre nueva. Él está siempre presente en su Palabra y en los Sacramentos, de manera especial en la Eucaristía. Cristo vive en su Iglesia y se hace presente en la comunidad de los que están unidos en su nombre. El está delante de nosotros en cada persona, en cada hermano y hermana que vive a nuestro lado, identificándose de modo particular con los pequeños, con los pobres, con los que sufren, con los más necesitados. El viene a nuestro encuentro en cada acontecimiento gozoso o triste, en la prueba y en la alegría, en el dolor y en la enfermedad. Cristo Jesús está también hoy presente en nuestra vida cotidiana, donde continúa mostrando su rostro. Para reconocerlo es precisa una mirada de fe, formada en la familiaridad con la Palabra de Dios, en la vida sacramental, en la oración y, sobre todo, en el ejercicio de la caridad: porque sólo el amor permite conocer plenamente el Misterio.
El rostro de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, lo encontramos presente, en primer lugar, en su Palabra. La escucha orante y contemplativa de la Palabra de Dios debe convertirse en un encuentro vital con El, que nos permita encontrar la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia. En la Palabra es donde el mismo Cristo habla, se manifiesta a sí mismo y educa el corazón y la mente. Es allí donde se madura la visión de fe, aprendiendo a ver la realidad y los acontecimientos con la mirada misma de Dios, hasta tener el pensamiento de Cristo (cf. 1 Co 2, 16). La Palabra de Dios es el alimento para la vida, para la oración y la contemplación, para el camino diario. Vuestra vocación de Clarisas ha nacido, vive y madura en la contemplación: en esos momentos de intensa comunión, de intimidad y de una profunda relación de amistad con Cristo, en la belleza y en la luz que se ha visto resplandecer en su rostro.
Pero si hay un lugar privilegiado para el encuentro con el Señor y de unión con Él, para la comunión y la intimidad con el Señor ese es la Eucaristía. La Eucaristía es el corazón de la vida de la Iglesia, de toda comunidad cristiana, de la vida de todo cristiano y de toda persona consagrada al Señor.
“Permaneced en mí y como yo en vosotros” nos dice Jesús (cf. Jn 15, 14). Él es y nos da el agua viva, la única capaz de saciar nuestra sed: de Dios y de eternidad. Pero ¿cómo podremos permanecer unidos a Cristo, como los sarmiento a la vid, y, a la vez, entre nosotros, como sarmientos de una misma Vid, si no es por la unión sacramental, pero real, con Cristo en la comunión eucarística diaria? En la Eucaristía se lleva a cabo en plenitud la intimidad con Cristo, la unión y la identificación con Él, la total conformación a Él, a la cual los consagrados estáis llamados por vocación.
En la Eucaristía se concentran todas las formas de oración; la Eucaristía, donde proclamamos, acogemos y celebramos la Palabra de Dios, nos interpela sobre la relación con Dios, con los hermanos y con todos los hombres; la Eucaristía nos capacita y compromete para vivir al amor fraterno: es el sacramento de la filiación, de la fraternidad y de la misión. Sacramento de unidad con Cristo, la Eucaristía es a la vez sacramento de la unidad eclesial y de la unidad de la comunidad de consagradas.
Para que se produzcan con plenitud los esperados frutos de comunión no pueden faltar el perdón ni el compromiso del amor mutuo. No se puede celebrar el sacramento de la unidad permaneciendo indiferentes los unos con los otros. El perdón y el compromiso de amor mutuo son también fruto y signo de una Eucaristía bien celebrada, de la unión con Cristo y de nuestra permanencia en Él. Porque es sobre todo en la comunión con Jesús Eucaristía donde obtenemos la capacidad de amar y de perdonar. Además, cada celebración debe convertirse en la ocasión para renovar el compromiso de dar la vida los unos por los otros en la acogida y en el servicio diario. Así es cómo por la celebración eucarística, la comunidad se renovará cada día. Y así vuestra comunidad de consagradas que vive el misterio pascual, renovado cada día en la Eucaristía, se convertirá en testimonio de comunión y signo profético de fraternidad para la sociedad dividida y herida.
Muy queridas hermanas Clarisas: Acoged y vivid la herencia espiritual de vuestra Madre Santa Clara. Al conmemorar el VIII Centenario de vuestra Fundación, acoged la llamada a recorrer, como ella, vuestro camino desde Cristo, contemplando su rostro, caminando desde él y testimoniando su amor. Estáis llamadas a hacerlo ante todo con la fidelidad a vuestra vocación de personas consagradas totalmente a Cristo, siguiendo el carisma de vuestra Madre Santa Clara. Si todo cristiano está llamado a contemplar el rostro de Dios en Jesucristo, vosotros lo estáis de modo especial. Por eso es necesario que no os canséis de meditar la sagrada Escritura y, sobre todo, los santos Evangelios, para que se impriman en vosotras los rasgos del Verbo encarnado.
Caminad, hermanas, desde Cristo, centro de todo proyecto personal y comunitario. Encontradlo y contempladlo de modo muy especial en la Eucaristía, celebrada y adorada a diario, como centro, fuente y culmen de vuestra existencia personal y comunitaria. Que Santa Clara interceda por vosotras y nuestra Madre, la Virgen, os acompañe y proteja. Y que por su intercesión Dios nos conceda el don de nuevas vocaciones para que siga presente en nuestra Iglesia diocesana el carisma y el legado espiritual de Santa Clara. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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