Jornada Mundial de las Migraciones
Castellón, S.I. Concatedral, 20 de enero de 2013
(Is 62, 1-5; Sal 95; 1 Cor 12,4-11; Jn 2,1-11)
Queridos hermanos y hermanas en el Señor:
Es una alegría poder celebrar esta Eucaristía en la Jornada Mundial de las Migraciones y con vuestra presencia, queridos inmigrantes, experimentar la catolicidad, la universalidad, de nuestra Iglesia. Os saludo de corazón a todos cuantos habéis acudido esta tarde a esta celebración: sacerdotes, consagrados y seminaristas; a las asociaciones de inmigrantes; al Director de nuestro Secretariado Diocesano paras la Migraciones y a todos los trabajadores y voluntarios en este sector pastoral.
La Jornada Mundial de las Migraciones de este año tiene como lema: “Migraciones: peregrinaciones de fe y esperanza”. Es una jornada que tiene el fin de sensibilizarnos ante el fenómeno de la emigración en general y de forma particular entre nosotros: la provincia de Castellón tiene un 18,58% de población inmigrante, una de las tasas más altas de España. Como creyentes y como Iglesia no podemos quedar indiferentes ante tantas personas y familias, que con fe y esperanza buscan un futuro mejor entre nosotros. Esta Jornada es una ocasión propicia para tomar conciencia de los múltiples problemas y necesidades de los inmigrantes tanto desde el punto de vista económico y social, como, sobre todo, humano, cristiano y pastoral; una toma de conciencia que nos lleve al compromiso para dar, buscar o pedir la respuesta debida.
Las necesidades de los emigrantes no nos pueden dejar indiferentes, como no dejó indiferente a María la necesidad de aquellos novios de las bodas de Caná, como hemos proclamado en el evangelio de hoy. María, la madre solícita, siempre atenta a las necesidades de los hombres, al ver a aquellos novios en apuros, se dirige a su Hijo como una madre y le dice: Hijo “no les queda vino” (Jn 2,3); y a los sirvientes les dice: “Haced lo que es os diga” (Jn 2,5).
“Aún no ha llegado mi hora” (Jn 2,4), contesta Jesús a su Madre. Son unas palabras que desconciertan al escucharlas, pero que, meditadas con detenimiento nos ayudan a descubrir su sentido y nos acercan al misterio y a la identidad de Jesús. Porque la “hora de Jesús” es su muerte y resurrección, es la hora de su glorificación por el Padre, es la hora de la salvación del hombre, es la hora en que se manifiesta el esplendor, el poder y la grandeza del amor de Dios, que se entrega y que acoge la entrega de su Hijo hasta la muerte por amor a los hombres. En Caná, Jesús anticipa y adelanta esa “Hora” al realizar, a ruegos de su Madre, este signo a favor de aquellos novios e invitados.
“Tú has guardado el vino bueno hasta ahora” (Jn 2,10), dice el mayordomo al novio. Con el vino bueno, Juan hace referencia al vino nuevo de la obra salvadora de Jesucristo, fruto del amor de Dios que irrumpe en la vida humana renovando y transformando todo. Este vino nuevo es ayudar a unos novios porque les falta vino, es decir, «ayudar a los hombres a encontrar la alegría, la fe y la esperanza»; este vino nuevo es la alegría de la vida verdadera en el amor de Dios. Cristo ha venido a traer el vino nuevo de su caridad, de su gozo y de su presencia. Jesús siempre está cercano a las necesidades y a los apuros de los hombres, como lo estuvo en las circunstancias concretas del banquete de bodas de Caná.
Y “sus discípulos creyeron en Él” (Jn 2,11). El milagro que Jesús realiza es un signo que lleva a los discípulos a creer en Jesús, a entregarse a Jesús, a seguirle en su camino de entrega a la voluntad de Dios que se hace entrega por amor hacia los hombres.
“Haced lo que él os diga” son las palabras de María a los sirvientes; estas son también sus palabras hoy a nosotros al celebrar esta Jornada Mundial del emigrante y refugiado. Y esta tarde, Jesús nos dice una vez más: “Venid, benditos de mi Padre… porque… era forastero, y me acogisteis” (Mt 25, 34-35). Jesús nos dice que sólo entra en el reino de Dios el verdadero discípulo suyo, el que practica el mandamiento del amor.
Así nos muestra el Señor el lugar central que debe ocupar en la Iglesia y en la vida de todo cristiano la caridad de la acogida. Al hacerse hombre, Cristo se ha unido, en cierto modo, a todo hombre. Nos ha acogido a cada uno de nosotros y, con el mandamiento del amor, nos ha pedido que imitemos su ejemplo, es decir, que nos acojamos los unos a los otros como él nos ha acogido (cf. Rm 15, 7). Acoger a Cristo en el hermano y en la hermana que sufren necesidad –el enfermo, el hambriento, el sediento, el encarcelado, el forastero, el emigrante o el refugiado- es la condición para poder encontrarse con él y de modo perfecto al final de la peregrinación terrena.
“Para la Iglesia católica nadie es extraño, nadie está excluido, nadie está lejos” (Pablo VI). En la Iglesia, como escribió el Apóstol San Pablo, no hay extranjeros ni huéspedes, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios (cf. Ef 2, 19). Por desgracia, se dan aún prejuicios, actitudes de aislamiento, e incluso de rechazo, por miedos injustificados y por buscar únicamente los propios intereses. Se trata de discriminaciones incompatibles con la pertenencia a Cristo y a la Iglesia. Más aún, la comunidad cristiana está llamada a difundir en el mundo la levadura de la fraternidad y de la convivencia entre personas diferentes y de diferentes culturas, que hoy podemos experimentar en esta Eucaristía.
En los últimos años, nuestra Iglesia diocesana ha ido creando servicios en favor de nuestros hermanos, los emigrantes. Al departamento de inmigrantes de Cáritas Diocesana, a los centros de orientación y asesoramiento, y a los espacios de encuentro e integración se ha unido la creación del Secretariado Diocesano de Migraciones. También ha crecido el número de personas que, urgidas por la caridad de Cristo, dedican parte de su tiempo a ayudar a los inmigrantes. Son de alabar los esfuerzos de comunidades parroquiales, que salen al encuentro de estos hermanos, los acogen e invitan a recorrer juntos el camino de la fe, vivida y celebrada comunitariamente en la parroquia, a la que los inmigrantes católicos también enriquecen con savia nueva. Hoy doy gracias a Dios por lo que entre todos vamos logrando en este camino de encuentro fraterno, de acogida evangélica y de integración de los inmigrantes en nuestras parroquias, ciudades, pueblos y barrios.
Queda, sin embargo, mucho por hacer. Por ello, os invito a fortalecer nuestro compromiso cristiano en este sector pastoral. Nuestra Iglesia diocesana vive y obra inserta en nuestra sociedad y es solidaria con sus aspiraciones y sus problemas; por ello se sabe especialmente llamada a convertir nuestra sociedad en un espacio acogedor en el que se reconozca la dignidad de los emigrantes. Invito a toda nuestra Iglesia de Segorbe-Castellón a asumir la acogida y el servicio de los inmigrantes.
Nuestra comunidad eclesial esta llamada a ser de verdad una casa común y una escuela de comunión, en la que cada persona sea valorada y promovida por su condición de hijo de Dios, su cualidad más excelente y el fundamento de su dignidad. Hemos de seguir luchando contra los prejuicios, los miedos, las discriminaciones y los hábitos contrarios a la acogida del hermano inmigrante; hemos de crecer en el ejercicio del diálogo desde la verdad, del respeto basado en la común dignidad y de la comprensión mutua; en ello debemos empeñarnos sin desfallecer particularmente los pastores y los educadores cristianos.
El Señor nos exhorta a crear y desarrollar una cultura de la acogida, que facilite procesos de auténtica integración de todos; una cultura que nos estimule a contemplar con más hondura a la persona humana, salvaguardando la dignidad de toda persona humana en las relaciones sociales, laborales y económicas.
Quiero hacer hoy una llamada especial a vosotros, los inmigrantes católicos: sentiros en nuestra Iglesia diocesana y en sus parroquias como en vuestra propia casa. Nuestro deseo es que participéis activamente en la vida de nuestra Iglesia diocesana y en vuestras parroquias, y que lo hagáis plenamente integrados, conservando vuestro carácter propio. Y, a la inversa, hago una especial invitación a las parroquias: acoged con gozo a los inmigrantes católicos y a sus familias; facilitad su progresiva integración en la vida parroquial y en sus estructuras organizativas; fomentad el conocimiento mutuo y la convivencia con las familias en orden a constituir una sola familia: la familia de los hijos e hijas de Dios.
Pedimos a los responsables de las administraciones públicas, y a quienes tienen asignada una tarea en relación con los inmigrantes y sus familias, que establezcan las normas justas y las medidas adecuadas, que defiendan y tutelen la dignidad y los derechos de los inmigrantes y de sus familias. Que en su derecho y deber de regular los flujos migratorios, no olviden que tengan o no papeles los inmigrantes son personas que tienen la dignidad inquebrantable que les confiere ser creaturas de Dios.
Oremos para que nuestra sociedad vea a los inmigrantes y a sus familias no como una carga o un peligro, sino como una riqueza para nuestra sociedad y para que los acoja cordialmente, los trate como hermanos y les facilite su pacífica y enriquecedora integración. Agradezco a todos los que trabajan al servicio de los inmigrantes su entrega generosa y su dedicación diaria. Os animo a continuar en vuestro trabajo y a no desfallecer ante las dificultades.
¡Que María la Virgen nos proteja en este nuestro caminar y nos enseñe a ser sensibles como ella ante las necesidades de los emigrantes, y a poner nuestra mirada en su Hijo, para hacer lo que nos diga! Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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