Traslado de los restos de los Siervos de Dios, José Martí Querol y compañeros de Onda
Iglesia Parroquial de la Asunción, Onda, 25 de marzo de 2012
V Domingo de Cuaresma
(Jr 31, 31-34; Sal 50,3-4. 12-13. 14-15. 18-19; Hebreos 5,7-9; Juan 12,20-33)
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Amados todos en el Señor:
Saludo con especial afecto a los sacerdotes concelebrantes y seminaristas, en particular al Párroco y Vicarios parroquiales de ésta de la Asunción, que nos acoge, al Delegado diocesano para la causa de los santos y Presidente del Tribunal para la exhumación y reconocimiento de los restos de los Siervos de Dios y miembros del Tribunal y sus colaboradores así como al Delegado en España del Director General de sacerdotes Operarios; saludo muy cordialmente a los familiares de los Siervos de Dios, presentes en nuestra celebración; mi saludo va dirigido también a las representaciones de Asociaciones, Cofradías y Movimientos.
El Señor nos ha convocado en torno a la mesa de su Palabra y de su Eucaristía para renovar el misterio pascual: la muerte y la resurrección del Señor. Alabamos y damos gracias a Dios por el misterio redentor de su Hijo, la expresión suprema de su amor misericordioso, fuente de vida y de salvación para el mundo. Al trasladar hoy los restos de los Siervos de Dios, José Martí Querol y compañeros de Onda a esta Iglesia Parroquial de la Asunción queremos ponerlos cerca del ara del altar de Cristo, a cuyo sacrificio ellos se unieron por su sangre derramada.
Hoy recordamos su paso a la Casa del Padre hace setenta y cinco años, en 1936, víctimas de la persecución religiosa de aquellos días: la de Mn. José Martí Querol (el “Vicariet”), en Onda, el 7 de agosto; la de Mn. Joaquín Castelló Manuel, no se sabe el lugar, el 17 del mismo mes; la de Mn. Vicente Canelles Gaya, en Onda, el 20 de agosto; la de 26 Siervos de Dios, en Betxí, el 11 de septiembre; la de Mn. Joaquín y Juan Gaya Dualde, junto a Vicente Martí (laico), en Onda, el 12 de septiembre; y al día siguiente, la de Mn. Ángel García Muñoz, en Onda. Unidos en la oración damos gracias de nuevo a Dios por el don de sus personas y, con emoción dolorida, le damos gracias por su muerte martirial.
La Palabra de Dios de este Domingo V de la Cuaresma nos ayuda a entrar en el profundo significado del acto de hoy, rememorando lo que ocurrió hace 75 años. Y la Palabra de Dios centra nuestra mirada en Cristo Jesús, en su misterio pascual, por el que él establece la Alianza Nueva de que nos habla el profeta Jeremías.
En el Evangelio, san Juan nos refiere que poco antes de la Pascua judía, algunos griegos, prosélitos del judaísmo, se acercaron a Felipe y le dijeron: “Señor, queremos ver a Jesús” (Jn 12, 21). Felipe, a su vez, llamó a Andrés, uno de los primeros apóstoles, muy cercano al Señor; y ambos “fueron a decírselo a Jesús” (Jn 12, 22). Y, como respuesta, Jesús les habla del misterio de su Pascua, es decir de la manifestación gloriosa de su misión salvífica. “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre” (Jn 12, 23). Pero esto sólo será posible a través de su paso doloroso por la pasión y muerte en cruz. Sólo así se realizará el plan divino de la salvación, destinado a toda la humanidad. Por ello dirá Jesús: “Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32).
Cercana ya la Semana Santa, la liturgia nos ofrece meditar este evangelio. Es como si la Iglesia nos estimulara a compartir el estado de ánimo de Jesús, queriéndonos preparar para revivir el misterio de su crucifixión, muerte y resurrección, no como espectadores extraños, sino como protagonistas junto con él, implicados en su misterio de cruz y resurrección. De hecho, donde está Cristo, allí deben encontrarse también sus discípulos, llamados a seguirlo, a solidarizarse con él en el momento del combate y de la prueba, para ser asimismo partícipes de su victoria.
El Señor mismo nos explica cómo podemos asociarnos a su misterio pascual. “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24). Jesús se compara a sí mismo con un “grano de trigo deshecho, para dar a todos mucho fruto”, como dice san Atanasio. Y sólo mediante la muerte en cruz, vivida por amor a Dios y a los hombres, Cristo da mucho fruto para todos los siglos. No bastaba que el Hijo de Dios se hubiera encarnado; para llevar a cabo el plan divino de la salvación universal era necesario que muriera y fuera sepultado: sólo así toda la realidad humana sería aceptada y, mediante su muerte y resurrección, se haría manifiesto el triunfo de la Vida sobre el pecado y la muerte, el triunfo del Amor sobre el odio; sólo así se demostraría que el amor es más fuerte que la muerte, que el perdón de Dios es más fuerte que el odio de los hombres.
Con todo, el hombre Jesús, que era un hombre verdadero, con nuestros mismos sentimientos, sentía el peso de la prueba y la amarga tristeza por el trágico fin que le esperaba. Precisamente por ser hombre y Dios, a la vez, experimentaba con mayor fuerza el terror frente al abismo del pecado humano, que él debía llevar consigo y consumar en el fuego de su amor. Todo esto él lo debía llevar consigo y transformarlo en su amor. “Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¿Padre, líbrame de esta hora?” (Jn 12, 27). Le asalta la tentación de pedir: «Sálvame, no permitas la cruz, dame la vida». En esta invocación se anticipa Getsemaní: al experimentar el drama de la soledad y el miedo, Jesús implorará al Padre que aleje de él el cáliz de la pasión.
Y, sin embargo, al mismo tiempo, mantiene su adhesión filial al plan divino y ora con total confianza: “Padre, glorifica tu nombre” (Jn12, 28). Con esto quiere decir: «Acepto la cruz», en la que se glorifica el nombre de Dios, es decir, la grandeza de su amor. También aquí Jesús anticipa las palabras del Monte de los Olivos: “No se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22, 42). Transforma su voluntad humana y la identifica con la de Dios. Este es el itinerario, que los cristianos deberíamos seguir en todas nuestras oraciones: transformarnos, dejar que la gracia transforme nuestra voluntad egoísta y la impulse a uniformarse a la voluntad divina, como lo muestra el fragmento de la carta a los Hebreos de este Domingo.
Queridos hermanos y hermanas, este es el camino exigente de la cruz que Jesús indica a todos sus discípulos; este el camino que siguieron nuestros Siervos de Dios: ellos fueron un evangelio vivo. En diversas ocasiones dijo Jesús: “Si alguno me quiere servir, que me siga”. No hay alternativa para el cristiano que quiera realizar ser verdadero discípulo del Señor. Es la “ley” de la cruz descrita con la imagen del grano de trigo que muere para germinar a una nueva vida; es la “lógica” de la cruz de la que nos habla también el pasaje evangélico de hoy: “El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna” (Jn12, 25). Quien sigue de verdad a Cristo y, por su amor, se pone al servicio de los hermanos, pierde la vida y así la encuentra. No existe otro camino para experimentar la alegría y la verdadera fecundidad del Amor: el camino de darse, de entregarse y de perderse para encontrarse.
Así lo entendieron y vivieron hasta el final de su vida terrenal nuestros Siervos de Dios. Ellos se sabían asociados a la Pascua de Cristo, a su muerte y resurrección. Así lo expresan las palabras de ánimo del ‘Vicariet’ a los tres jóvenes que estaban junto con él encarcelados en Vila-real: “Hoy día de la Transfiguración del Señor, habrá fiesta en el cielo. Buen día para entregarle a Dios nuestra alma. Si nos llega la hora del sacrificio, hemos de entregar y ofrecer nuestras vidas por el triunfo de la Religión y la salvación del Estado Español. No hay mejor dicha que morir por Dios”. Y Mn. Joaquín Castelló diría a los sacerdotes que le acompañaban: “¿Qué gloria mayor que morir por nuestro maestro?”. Así se despidió de sus compañeros, sereno y contento.
Para nuestros Siervos de Dios, el martirio era una gracia, que Dios les concedía para seguir muy de cerca las huellas de Cristo. El mismo Mn. Joaquin Castelló diría a sus tíos José y Salvador que le habían procurado un escondite en una casa que no infundiría sospechas: “No quiero ir. No sea que por rehuir la gracia del martirio me prive Dios de las gracias posteriores y me condene”.
Las palabras de Mn. Vicente Canelles Gaya a sus verdugos nos recuerdan la imagen del grano de trigo del evangelio de hoy: “Muero por el honor de ser sacerdote; de estas piedras que riego con mi sangre hará surgir Dios nuevos sacerdotes”. Y, al igual que el Señor desde la Cruz, supieron perdonar a sus verdugos: “Te mando que perdones a los que me lleven; son ciegos instrumentos de mi salvación. A ti y a la madre no os faltará nada. Desde el cielo podré ayudaros más” (SdD Elías Marqués Miravet).
Si algo configuró el espíritu de nuestros Siervos de Dios en su martirio, fue el amor: un amor radical a Dios, hecho oblación de su vida a Él y un amor hecho perdón de sus asesinos. No lo olvidemos: En la raíz de su martirio está su experiencia personal de Dios y su seguimiento radical de Jesucristo hasta la muerte. Fue su experiencia de un Dios que es Padre amoroso y misericordioso, cercano y providente. Por la fe descubrieron, acogieron y vivieron el amor que Dios había derramado en su corazón. A lo largo de su existencia y, es especial, en su martirio, confiaron plenamente en Dios y en su providencia amorosa: estaban seguros de que el amor de Dios no les abandonaría nunca, tampoco en la tragedia de su muerte. Su respuesta al amor recibido de Dios será un vivo deseo de entregarle su vida por amor, si así era su voluntad, y de amarle amando al prójimo, incluso perdonando a sus verdugos, porque también a ellos estaba destinado el amor de Dios, manifestado en la Cruz.
Como fruto de su amor a Dios, nuestros Siervos buscarán en sus últimos días y horas estar siempre unidos a Él. En su deseo de amar a Dios y agradarle en todo no se preocuparán más que de buscar en todo la gloria de Dios y acoger su voluntad. José Martí Querol y compañeros de Onda se dejaron así conformar enteramente con la voluntad divina y vivirán sus últimos días dispuestos a dar su propia a Dios. Su fidelidad a su fe cristiana hasta el martirio, su serenidad, silencio, perdón y esperanza ante la muerte, también ante las injurias y mofas que recibieron no proceden sino de su gran y fiel amor a Dios. Ellos encarnaron la acogida amorosa y dócil de la voluntad del Padre: amaron a Dios y, en Él, al prójimo: con su martirio nos mostraron que el amor vence el odio, el mal y el pecado.
Queridos hermanos. Hoy resuenan en nuestro corazón de modo muy elocuente las palabras de Jesús: “El que quiera servirme, que me siga y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará” (Jn 12, 26). Es una invitación seria a creer en Cristo Jesús, a confiar en él y a amarlo, a escuchar su voz y a caminar tras sus huellas hasta la muerte, como nuestros Siervos de Dios. Dejémonos iluminar todos por el esplendor del rostro de Cristo, como hicieron nuestros mártires; sólo así vuestra comunidad católica de Onda caminará unida en el compromiso común de anunciar y testimoniar el Evangelio en vuestro pueblo. Para ello es muy importante que la oración, tanto personal como litúrgica, y la Eucaristía dominical ocupen siempre el primer lugar en vuestra vida.
A vosotros, queridos jóvenes, quiero dirigiros en particular unas palabras de aliento: dejaos atraer por la fascinación de Cristo como aquellos jóvenes de Acción Católica, que acompañaron al ‘Vicariet’, incluso hasta la cárcel, y como Salvador Aguilella en el martirio, con tan sólo 18 años. Contemplando el rostro de Jesús con los ojos de la fe, pedidle: «Jesús, ¿qué quieres que haga yo contigo y por ti?». Luego, permaneced a la escucha y, guiados por su Espíritu, cumplid el plan, el sueño, que él tiene para cada uno de vosotros. Preparaos seriamente para construir familias unidas y fieles al Evangelio, y para ser sus testigos en la sociedad. Y si él os llama, estad dispuestos a dedicar totalmente vuestra vida a su servicio en la Iglesia como sacerdotes o como religiosos y religiosas. Que el martirio de estos 13 sacerdotes sea como el grano de trigo que muere y da mucho fruto de vocaciones al sacerdocio.
Hermanas y hermanos en el Señor. Que pronto podamos celebrar el reconocimiento oficial del martirio de nuestros Siervos y su beatificación. Que el amor infinito de Cristo resplandezca en vuestra vida. Que por la intercesión maternal de María nuestra vida sea un reflejo de la de Cristo como lo fue la nuestros Siervos de Dios. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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