Ordenación de cuatro diáconos en la solemnidad de la Epifanía del Señor
HOMILÍA EN LA ORDENACION DE CUATRO DIACONOS
EN LA SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR
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S.I. Catedral de Segorbe, 6 de Enero de 2008
“Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz” (Is 60, 1). En la Noche Santa de la Navidad aparece la luz, nace Cristo, la “luz de los pueblos”. Él es el “sol que nace de lo alto” (Lc 1, 78), el sol que viene al mundo para disipar las tinieblas del mal e inundarlo con el esplendor del amor divino. La luz que brilla en Navidad, iluminando la cueva de Belén, hoy resplandece y se manifiesta a todos los pueblos. La Epifanía es misterio de luz, indicada por la estrella que guía a los Magos en su viaje hasta el encuentro con el verdadero manantial luminoso que es Cristo Jesús, el Hijo de Dios encarnado, el Mesías, el Salvador: Él es la “luz verdadera que viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre” (Jn 1, 9).
En el misterio de la Navidad, la luz de Cristo irradia sobre la tierra. Primero y ante todo, sobre Virgen María y José, que son iluminados por la presencia del Niño Dios. La luz del Redentor se manifiesta luego a los pastores de Belén, que, advertidos por el ángel, acuden prestos a la cueva y encuentran allí la “señal” que se les había anunciado: un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre (cf Lc 2, 12). Los pastores, junto con María y José, representan al “resto de Israel”, a los pobres y sencillos, a quienes se anuncia la buena nueva. Y por último, el resplandor de Cristo alcanza a los Magos, que constituyen las primicias de los pueblos paganos. Quedan en la sombra los palacios del poder de Jerusalén, entonces como hoy: ahí la noticia del nacimiento del Mesías no suscita alegría, sino temor y reacciones hostiles.
La luz de la Navidad no es una metáfora; es la imagen de una realidad. “Dios es luz” y “Dios es amor”, nos dice San Juan (1 Jn 1, 5; 4, 16). Con otras palabras: la luz que aparece en Navidad y hoy se manifiesta a las naciones es el amor de Dios, revelado en la Persona del Verbo encarnado. Atraídos por esta luz, llegan los Magos de Oriente. El manantial de esta atracción es el amor de Dios, que atrae a todos y todo a sí, en la Persona encarnada del Verbo.
También vosotros, queridos Telesforo, Ángel, Marc y Juan Carlos, habéis experimentado esta atracción del Niño Dios, de Cristo Jesús en vuestras vidas. Como los Magos también podéis decir: “Hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo” (cf. Mt 2, 2). Imagino el eco que pueden tener en vuestro interior estas palabras, y todo el relato de la búsqueda de los Magos y de su encuentro con Cristo. Cada uno a su modo habéis visto una estrella en un momento de vuestra vida, habéis percibido una voz que os atraía, habéis escuchado la llamada del Señor, os habéis puesto en camino y experimentado también la oscuridad y, bajo la guía de Dios, vais llegando a la meta. Este pasaje evangélico sobre la búsqueda de los Magos y su encuentro con Cristo lo habéis experimentado en todo vuestro proceso de discernimiento y comprobación de la llamada al sacerdocio.
Ahora bien, el viaje de los Magos está motivado por una fuerte esperanza, que les atrae y les guía hacia Jesús, el “Rey de los judíos”, para ponerse al servicio de la realeza de Dios. Los Magos tenían un deseo grande de Dios, de verdad y de felicidad; un deseo que les atrajo y sedujo, que los indujo a dejarlo todo y a ponerse en camino. Era como si hubieran esperado siempre aquella estrella. Era como si aquel viaje hubiera estado siempre inscrito en su destino, que ahora finalmente se cumplía. Este es también el misterio de vuestra llamada, de vuestra vocación al sacerdocio; un misterio que afecta a la vida de todo cristiano, pero que tiene mayor relieve en los que Cristo invita a dejarlo todo para seguirlo más de cerca. Cristo mismo, su luz, entró y ‘se coló’ un día en vuestra vida, Él os ha atraído y seducido; y habéis vivido la belleza de vuestra llamada como un ‘enamoramiento’. Seguro que vuestro corazón, lleno de asombro, os ha hecho decir una y otra vez en la oración: “Señor, y ¿por qué precisamente a mí?”. Y seguro que habréis dudado si éste era vuestro camino. Pero el amor no tiene un ‘porqué’, es un don gratuito al que se responde con la entrega de sí mismo. Y es en la entrega total, en la donación gratuita donde uno se encuentra, donde resplandece la verdad de la propia vida y donde se encuentra el camino de la felicidad.
Al llegar a Belén, los Magos “entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron. Y le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra” (Mt 2, 11-12). Dios y el hombre se encuentran: su encuentro se convierte por parte del hombre en adoración, dando lugar a un acto de fe y de amor entregado. Esto es lo que hoy sucede en vosotros y le ofrecéis: el oro de vuestra libertad, el incienso de vuestra oración fervorosa, la mirra de vuestro afecto más profundo (Juan Pablo II).
Vosotros, como los Magos, habéis encontrado a Cristo y en su seguimiento en el sacerdocio ordenado la razón de vuestra vida. Ante esto, todo lo demás os parece pequeño y ruin. Como escribe San Juan de la Cruz en el Cántico: “¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas!, ¿qué hacéis?, ¿en qué os entretenéis? Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandeza y glorias, os quedáis miserables y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!” (C 39, 7)
En el camino de vuestra respuesta personal y generosa a la llamada del Señor, no habéis estado solos. Hoy recordamos con agradecimiento a todos cuantos Dios ha ido poniendo como pequeñas estrellas en el camino de vuestra historia personal y os han ayudado a escuchar, discernir, acoger y madurar esta llamada del Señor; una llamada que hoy se hace firme con la llamada de la Iglesia. Esta tarde recordamos especialmente a vuestros padres y familias, a los sacerdotes de vuestras parroquias; a vuestros formadores y compañeros de Seminario, así como a vuestros amigos. También recordamos a quienes no han entendido vuestra decisión y así os han ayudado a purificarla y madurarla.
Por la oración consacratoria y la imposición de mis manos vais a quedar constituidos diáconos para siempre. Configurados con Cristo Siervo os pondréis al servicio de la realeza de Dios, para que Dios llegue a todos, pues a todos está destinado el ser “coherederos, miembros de mismo cuerpo, y partícipes de la promesa en Jesucristo, por el Evangelio” (Ef 3, 6).
No olvidéis la ofrenda que hoy hacéis al Niño Dios del oro de vuestra libertad, del incienso de vuestra oración fervorosa, y de la mirra de vuestro afecto más profundo. Una ofrenda que se hace compromiso de por vida.
La ofrenda de vuestro afecto es el compromiso del celibato por causa del Reino de los Cielos y para servicio de Dios y de los hombres. Es conocida la frecuente y creciente dificultad, también de muchos cristianos, para entender el celibato. Y a nadie se le oculta su dificultad en un contexto pan-sensualizado, en el que todo lo que provoca apetencia o placer, tiene valor en sí mismo. Frente a quienes ponen en duda la posibilidad de vivirlo podemos afirmar, que quien hace de su vida un servicio generoso a Dios y a los hermanos la puede vivir, y hacerlo con alegría. El celibato es un don recibido de Dios, antes que un don hecho a Dios; y como don de Dios lo viviremos tanto mejor, cuanto más cerca vivamos de Dios, origen de todo don. Si Dios es amor, cuanto más amamos, más le pertenecemos y más nos hace propiedad suya.
En la ofrenda de vuestra libertad vais a prometer también obediencia, a mí y a mis sucesores. De los tres consejos evangélicos, éste quizá sea el más difícil. Dar muerte al propio yo, cuesta bastante más que la pobreza y la castidad en el celibato, porque la obediencia no sólo exige sacrificio; exige dar muerte a nuestro ‘ego’. Ahora bien, si la ordenación diaconal os configura con Cristo ‘siervo’, Él es quien tiene que vivir en vosotros. Con Pablo deberéis poder decir: “Vivo yo, pero no soy yo; es Cristo quien vive en mi” (Gal 2, 20). La obediencia exige una gran dosis de humildad, de disponibilidad permanente para salir de nosotros mismos, de nuestras comodidades y de nuestro modo de pensar, para acoger la llamada de Dios en su Iglesia. Y exige también una gran dosis de vida espiritual.
La ofrenda de la oración fervorosa se hace compromiso de celebrar la Liturgia de las Horas, que es oración de la Iglesia por toda la humanidad. Nunca toméis este compromiso como un peso, sino como un modo estupendo de acercar a Dios a los hombres y los hombres a Dios. Un hombre de Dios tiene que tener un corazón según el corazón de Jesucristo, un corazón donde todos tengan cabida. En nombre de todos nuestros hermanos, hemos de dirigirnos a Dios para alabarle, suplicarle, pedirle perdón, fuerza, alivio y paz para cuantos carecen de ella.
La ordenación diaconal os capacita y os llama a ejercer una triple diaconía: la de la Palabra, la de la Eucaristía y la de la caridad hacia los pobres y necesitados, para los que habéis de tener una especial predilección.
El servicio a la Palabra lo ejerceréis en la proclamación del Evangelio y en la ayuda al Sacerdote en la explicación de la Palabra de Dios. “Convierte en fe viva los que lees y lo que has hecho fe viva enséñalo y cumple aquello que has enseñado”, os diré al entregaros el Evangelio. Sed con vuestra palabra y con vuestra vida heraldos del Evangelio, administradores de la salvación eterna, profetas de un mundo nuevo, portadores de un mensaje que arroja la luz sobre los problemas del hombre, del mundo y de la historia.
Como servidores de la Eucaristía seréis los primeros colaboradores del Obispo y del Sacerdote en la celebración de la Eucaristía; considerad siempre como un honor y vivid con profundo gozo y sentido de adoración el ser el servidores del ‘misterio de la fe’ y del ‘sacramento del amor’ para alimento de fieles. Podréis también administrar solemnemente el bautismo, reservar y repartir la Eucaristía, asistir al matrimonio y bendecirlo en nombre de la Iglesia, llevar el Viático a los moribundos, administrar los sacramentales y presidir el rito de los funerales y de la sepultura.
A vosotros se os confía, de modo particular, el ministerio de la caridad. La comunión con Cristo en la Eucaristía, de que sois servidores, os ha de llevar a la comunión con los hermanos, con el Obispo y con la Iglesia. La atención a los hermanos en sus necesidades, penas y sufrimientos serán vuestros signos distintivos como diáconos del Señor. Sed compasivos, caritativos, solidarios, acogedores y benignos con todos ellos.
Tomados de entre los hombres vais a ser consagrados a Dios para el servicio de los hombres. La consagración la recibís para siempre, pero debéis renovarla cada día. Dada nuestra fragilidad hemos de convertirnos día a día; cada día hemos de renovar el don del Espíritu mediante la entrega, la fidelidad y el amor verdadero en el servicio generoso. A partir de hoy ya no os pertenecéis a vosotros mismos: pertenecéis al Señor, a su Iglesia y, en ellos, a los demás. Dentro de pocos momentos suplicaré al Señor para que derrame el Espíritu Santo sobre vosotros, con el fin de que os “fortalezca con los siete dones de su gracia y cumpláis fielmente la obra del ministerio”.
¡Que Maria, la Virgen de la Cueva Santa, la esclava del Señor, con su omnipotencia suplicante obtenga para vosotros una nueva efusión del Espíritu Santo a fin de que la fuerza que recibís permanezca siempre en vosotros con la frescura de este día”. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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