Santa Misa Crismal
Castellón, S. I. Concatedral de Santa María, 10 de abril de 2017
(Is 61,1-3a.6a.8b-9; Sal 88; Ap 1,5-8; Lc 4,16-21)
***
“Gracia y paz de parte de Jesucristo, el testigo fiel» (Ap 1,5) a todos vosotros, amados sacerdotes, diáconos, seminaristas, consagrados y fieles laicos, venidos de toda la Diócesis para esta Misa Crismal. Saludo también y recordamos en la oración a los sacerdotes que por edad, enfermedad, ocupación u otra razón no nos acompañan esta mañana.
Esta celebración, que nos conmueve interiormente cada año, evoca en nosotros elementos fundamentales de nuestra vida. Es una celebración que nos guía a la puerta misma del Santo Triduo Pascual; es precisamente de este Triduo de donde proviene toda la fuerza de lo que esta mañana vamos a realizar: la consagración del santo Crisma y la bendición de los óleos de los catecúmenos y de los enfermos que van a ser utilizados en toda la diócesis como cauces de la misericordia del Señor en la celebración de los sacramentos. Es una celebración que nos une como pueblo sacerdotal, profético y real. Y para quienes hemos recibido la unción del crisma de modo particular el día de nuestra ordenación sacerdotal nos ayuda a hacer nuestra aquella exhortación del apóstol Pablo a Timoteo: «reaviva el don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos» (2 tim 1,6); y nos hace conscientes de pertenecer a una realidad muy hermosa: a esta Iglesia de Segorbe-Castellón y a este presbiterio diocesano, que unido a su obispo, hoy quiere renovar su entrega generosa al servicio del pueblo de Dios confiados en la Palabra de Aquél que nos llamó, nos capacitó para el ministerio y nos sostiene diariamente con su gracia.
“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido y me ha enviado a dar la buena noticia a los pobres” (Is 61, 1,3). Estas palabras del profeta Isaías se refieren, ante todo, a Jesús. “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír” (Lc 4, 21). Así comenta él mismo, en la sinagoga de Nazaret, el anuncio profético de Isaías. Todas las prefiguraciones del sacerdocio del Antiguo Testamento encuentran su realización en él, único y definitivo mediador entre Dios y los hombres.
Es Jesús mismo quien afirma que Él es el Ungido del Señor, a quien el Padre ha enviado para anunciar la Buena nueva a los pobres y a los afligidos, para traer a los hombres la liberación de sus pecados. Él es el que ha venido para proclamar el tiempo de la gracia y de la misericordia de Dios. Acogiendo la llamada del Padre a asumir la condición humana, Él ha traído el soplo de la vida nueva y da la salvación a todos los que creen en Él.
El mismo Señor Jesús ha hecho de todos nosotros, los bautizados, un reino de sacerdotes. Por el bautismo hemos sido ungidos y consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo para ofrecer, a través de las obras propias del cristiano, sacrificios espirituales. Como ungidos y consagrados, todos los cristianos estamos llamados a dejar que el don de la nueva vida de la gracia, recibida en el Bautismo, se desarrolle en nosotros mediante una fe viva en el Dios vivo, que viene a nuestro encuentro y nos ofrece su amistad y su amor en su Hijo; una fe personal en comunión con la fe de la Iglesia, que se alimenta en la oración y en la participación frecuente en los sacramentos de la Eucaristía y de la Reconciliación; una fe que es viva si opera en la caridad. Todos los bautizados hemos sido ungidos para ser enviados a anunciar la Buena nueva que es Jesucristo. Nuestra vocación es ser discípulos misioneros del Señor.
En otro nivel cualitativamente distinto, el Señor ha hecho un reino de sacerdotes de nosotros, los sacerdotes: por una unción especial hemos sido ordenados para ser ministros de Cristo y del Pueblo santo de Dios; es decir, servidores que pastorean al pueblo sacerdotal, que anuncian la Buena nueva y ofrecen el sacrificio eucarístico a Dios en nombre y en la persona de Cristo (cf. LG 10); somos sacerdotes no en provecho propio, sino para servir al sacerdocio bautismal de todo el pueblo de Dios.
Queridos sacerdotes. Somos servidores, no dueños del Pueblo santo de Dios. Estamos llamados a servir a todos los bautizados para que vivan su sacerdocio común; es decir, su unción y vocación bautismal, ofreciéndoles en nombre de Cristo la Buena nueva que les lleve al encuentro personal y transformador con Él y a su seguimiento en la comunidad cristiana; estamos enviados para ayudarles a descubrir o redescubrir la vocación a la alegría del amor de Dios y de amar a Dios y a los hermanos; estamos ungidos y enviados para acompañarles personalmente en su existencia y vida cristiana concretas: en las alegrías y en la penas, en los gozos, en las dificultades y en las crisis; ellos necesitan y reclaman nuestro testimonio y apoyo para hacer de su vida una ofrenda a Dios y una entrega a los demás en la vocación concreta de cada uno; en una palabra, estamos llamados a servirles para que sean discípulos misioneros del Señor.
Así surgirán comunidades de discípulos misioneros, que se saben enviadas y salen a la misión; que van a las periferias existenciales o geográficas para de anunciar el Evangelio del amor de Dios a los pobres de Dios, de cultura y de pan; para proclamar a los cautivos la libertad, que sólo se consigue cuando la única atadura es Dios; para devolver a los ciegos la vista, que sólo la luz de Dios puede conceder; para poner en libertad a los oprimidos por los pecados propios o ajenos, por la injusticias, por los odios, por los egoísmos; para proclamar el año de gracia del Señor, que es siempre actual porque su misericordia es eterna.
Nuestro primer servicio será ayudar a los propios bautizados a conocer a Dios y su Palabra para llevarles al encuentro personal con Cristo en la oración, que avive el don de su bautismo. Soy conocedor como vosotros de las dificultades internas y externas en el proceso de la iniciación cristiana y en la crecimiento en la fe de niños, adolescentes y jóvenes; como también conozco como vosotros de las dificultades de nuestros jóvenes no casados y de los matrimonios y familias ya constituidos para acoger y vivir la vocación al matrimonio y a la familia cristiana. Me preocupa -y nos preocupa-, especialmente, el alejamiento de la fe y vida cristiana y de la Iglesia de muchos adolescentes, jóvenes y jóvenes adultos. Esto no nos puede ser indiferente. Pese a todas las apariencias al joven y al hombre de hoy le sigue interpelando la verdad y el sentido de vida que es y ofrece Jesucristo. El joven -el hombre- de hoy se asemeja muchas veces a aquella samaritana que desea llenar su cántaro y su vida del agua viva; pero ni sabe lo que busca, ni conoce el agua viva y, así, sigue rodeándose de ‘maridos’ que, en realidad, no son el suyo (cfr. Jn 4,17). Como pastores necesitamos ser cercanos y conocer a nuestros adolescentes y jóvenes; y hemos de amarlos -nunca despreciarlos- con el afecto del buen Pastor, siendo testigos trasparentes de Él, para ofrecerles con verdadera pasión a Dios y a Cristo, el Camino, la Verdad y la Vida.
Amados hermanos sacerdotes. En breves momentos vamos renovar nuestras promesas sacerdotales. Se trata de un rito que cobra su pleno valor y sentido precisamente como expresión del camino de santidad, de fidelidad y de ardor apostólico, al que el Señor nos ha llamado por la senda del sacerdocio y del servicio pastoral. Cada uno de nosotros recorre este camino de manera muy personal, sólo conocida por Dios, que escruta y penetra los corazones. Con todo, en la liturgia de hoy, la Iglesia nos brinda la consoladora oportunidad de unirnos y sostenernos unos a otros en el momento en que, a las preguntas del Obispo, contestamos todos a una: “Sí, quiero”. Esta solidaridad fraterna no puede por menos que transformarse en un compromiso concreto de ser cercanos los unos a los otros, en las circunstancias ordinarias de la vida y del ministerio. No nos puede ser indiferente ningún hermano sacerdote.
Para ser servidores de la unción bautismal de los fieles, los pastores debemos dar un testimonio coherente de vida, hemos de vivir con fidelidad el don y misterio que hemos recibido. Nuestra fidelidad reclama no sólo conservar y perdurar en el tiempo, sino mantener el espíritu fino y atento para crecer en fidelidad. La fidelidad al ministerio, siempre delicada, se ha vuelto más difícil, si cabe, en nuestros días; y, sobre todo, se ha vuelto más difícil hacerlo con frescura y finura. ¡No demos cabida en nuestra vidas a cualquier forma de fingimiento! ¡Evitemos caer en la rutina, la mediocridad o la tibieza, que matan toda clase de amor!. ¡Acojamos la invitación del Señor a vivir con radicalidad evangélica el don y el ministerio recibidos! ¡Seamos responsables en nuestra tarea, serios en nuestra vida afectiva, preocupados por la oración, atentos a las necesidades de la comunidad cristiana y fieles a la misión de anunciar a todos el Evangelio!.
Dios es siempre fiel. El nos ha llamado, ungido y enviado. Y no se arrepiente de ello. Acojamos su fidelidad con la nuestra. La fidelidad que le frecemos al Señor, antes que respuesta nuestra a Dios, es fruto de la fidelidad de Dios hacia nosotros. No es tanto fruto de nuestra perseverancia como regalo de la gracia (S. Agustín).
Por eso, siguiendo la invitación del salmo 88, cantemos una y otra vez las misericordias del Señor: cantemos su amor misericordioso con redoblada alegría en esta mañana, en que celebramos la fiesta de todo el Pueblo de Dios al contemplar hoy el misterio de la unción, que marca la vida de todo cristiano desde el día de su bautismo; y en que celebramos fiesta, también y de manera especial, de todos nosotros, hermanos en el sacerdocio, ungidos y ordenados presbíteros para el servicio del pueblo cristiano.
!Cuántos motivos para dar hoy gracias a Dios por su misericordia¡ Cómo no rememorar tantos dones recibidos, tanta misericordia derramada a lo largo de los años de nuestra existencia: «He ungido a David mi siervo para que mi mano esté siempre con Él. Mi fidelidad y misericordia lo acompañarán. Él me invocará, Tú eres mi Padre» (Sal 88). Estas palabras también se aplican a nosotros. Dios nos ha ungido, nos ha consagrado, nos ha hecho suyos: su fidelidad y su misericordia nos acompañan. Es la luz de nuestra vida, es nuestro descanso y la fuente de nuestra esperanza.
Al dar gracias a Dios por el don de vuestro sacerdocio, hoy le damos gracias también, queridos sacerdotes, por vosotros: por vuestra fidelidad humilde, por vuestro trabajo abnegado, por vuestro cansancio pastoral, por vuestra generosidad silenciosa y, también, por vuestros sufrimientos pastorales. Sólo Dios sabe el bien inmenso que todo sacerdote fiel, bueno y entregado hace a nuestras comunidades, aunque no siempre sea reconocido. Contad en esta mañana con el reconocimiento, el apoyo, el afecto, la gratitud y la oración de vuestro obispo y de los fieles.
Que a todos nos sostenga la santísima Virgen María, Madre del Señor y Madre de los sacerdotes. Que Ella nos obtenga a nosotros, frágiles vasijas de barro, la gracia de llenarnos de la unción divina. Dóciles al Espíritu del Señor, seremos ministros fieles de su Evangelio y del Pueblo santo de Dios. Amén.
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón