Triduo de Clausura del I Año Mariano del Lledó
Castellón, Basílica-Santuario del Lledó, 2 de Mayo de 2009
(Apc 21, 1-5a; Mt 28, 1-10)
Una vez más nos reunimos en este primer Año Mariano de Lledó a los pies de la Mare de Déu del Lledó, nuestra Señora y Patrona, la Reina de Castelló. Prontos a la llamada de la Madre hemos acudido a su Santuario para prepararnos a la Clausura de este Año Mariano en este día del Triduo dedicado a las familias. A lo largo de este año de gracia, que ahora toca a su fin, hemos sentido muy de cerca su presencia y su protección. La Virgen nos mira, nos acoge y nos ama con verdadero amor de Madre; cada uno de nosotros, nuestros matrimonios y nuestras familias, nuestras parroquias y nuestra ciudad entera estamos en su corazón.
Oremos hoy a María para que nos lleve al encuentro con su Hijo Resucitado, luz y vida para el mundo. Ella es la Madre de Cristo, “el sol de justicia, que ha vencido las tinieblas del sepulcro e ilumina el mundo entero”. La Virgen, que concibió al Hijo de Dios creyendo y creyendo esperó su resurrección, es el modelo de la fe con que los discípulos confiesan a Cristo, muerto y resucitado para la vida del mundo y fuente de esperanza para la humanidad.
El evangelio, que hemos proclamado (Mt 28, 1-10), nos narra que ante el sepulcro vació y el anuncio del Ángel, las mujeres quedan impresionadas; pero ellas se fían del ángel, se dejan encontrar por el Señor Resucitado y corren llenas de alegría a comunicárselo a los discípulos. El cuerpo de Jesús, muerto en la cruz, ya no está en el sepulcro; no porque haya sido robado, sino porque ha resucitado. Jesús, a quien habían seguido, habían visto morir en la Cruz y habían sepultado, vive: El ha triunfado sobre la muerte.
A la luz de la Palabra de Dios avivemos nuestra fe en el Señor Resucitado, verdad fundamental de nuestra fe cristiana. ¡Dejémonos encontrar por Él como las mujeres que fueron a ver el sepulcro, como los primeros discípulos y como su misma Madre! ¡Que este encuentro nos transforme interiormente, nos ayude a recuperar la alegría de creer en Cristo, para amarle y seguirle, y nos ayude a superar los miedos que nos atenazan hoy a los cristianos!
No nos dejemos embaucar. La resurrección del Señor no es un mito, una metáfora o una fábula, como a veces se nos quiere hacer creer. Tampoco es una “historia piadosa” nacida de la credulidad de las mujeres o una invención surgida de la profunda frustración de un puñado de discípulos. ¡No!. La resurrección del Señor es un hecho real, sucedido en nuestra historia, aunque trascienda las coordenadas del tiempo y del espacio. El Señor ha resucitado; un acontecimiento que sucede una sola vez y una vez por todas. El que murió bajo Poncio Pilato, éste y no otro, es el Señor resucitado de entre los muertos. No se trata de una vuelta a esta vida para volver a morir. No; Jesús ha pasado por la muerte a una vida de gloria y para siempre.
“!No está aquí. Ha resucitado, como había dicho!” (Mt 28, 6), dice el ángel a las mujeres. Como en su caso, la resurrección del Señor pide de nosotros un acto personal de fe, pide que nos encontremos personalmente con Él, que nos acerquemos a Él, que nos postremos ante Él y que nos dejemos sorprender por la acción omnipotente de Dios. La fe en el Señor resucitado pide creer que Cristo vive glorioso, acogerle como nuestro Redentor y creer que en Cristo Resucitado tenemos la Vida verdadera.
Nuestra fe no es una fe ciega. Se basa en el testimonio unánime y veraz, de aquellos que trataron con Jesús en los cuarenta días que permaneció resucitado en la tierra. También la Virgen María, que había concebido al Hijo creyendo y creyendo esperó su resurrección, se encontró con él y se llenó de alegría.
La resurrección del Señor no es, sin embargo, un hecho histórico hundido en el pasado, sin actualidad en el presente y sin valor para nosotros. ¡Cristo ha resucitado! Y lo ha hecho por todos nosotros. El es la primicia y la plenitud de la humanidad renovada. El Señor Resucitado, el que está sentado en el trono, nos dice: “Todo lo hago nuevo” (Ap 21, 5a). Su vida gloriosa es como un inagotable tesoro, que se ofrece a todos y que todos estamos llamados a compartir ya desde ahora. Por el Bautismo, la resurrección de Jesucristo actúa ya en nosotros con toda su fuerza. Por el bautismo, el Misterio Pascual de su muerte y de su resurrección se ha hecho vida en los creyentes.
De ahí que la nueva vida, que hemos recibido en el bautismo, pida nuestra fe personal y nuestra conversión permanente. Es cristiano quien cree personalmente en Cristo Resucitado, se convierte a él, se deja transformar por la nueva vida de los Hijos de Dios, ama y sigue a Jesús. Juan, al encontrar la tumba vacía tal como las mujeres les habían dicho, “Vio y creyó”. Juan y los discípulos realizan el “paso” por la fe y descubren como Dios les abre un horizonte de vida insospechado. Los discípulos quedan verdaderamente transformados por la Pascua del Señor y pasan a ser hombres nuevos.
La resurrección del Señor es un acontecimiento decisivo para el creyente: toda su persona queda afectada y comprometida. Exige una respuesta total; es decir, un cambio radical en nuestra forma de ser, de pensar, de sentir y de vivir. Confesar la Resurrección exige vivir como Jesús vivió: atento siempre a la voluntad del Padre, “pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo”. Confesar la resurrección pide vivir como Jesús nos enseñó a vivir. Por eso Pablo nos exhorta: “Ya que habéis resucitado con Cristo (por el Bautismo),… aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra” (Col 3,1-2). De la fe en la resurrección surge un hombre nuevo, que no se pertenece a sí mismo, sino que pertenece a su Señor y vive para él.
Quien cree en la resurrección se convierte en su testigo vivo. Las mujeres, los discípulos, los Doce y María proclamarán de palabra y con su vida, con toda firmeza y con perseverancia, que Jesús ha resucitado. Nada ni nadie, -ni las prohibiciones, ni las amenazas, ni los castigos de las autoridades, ni el desinterés, ni la incomprensión-, podrán impedir su anuncio y su nuevo estilo de vida.
El Señor Jesús ha resucitado. Su resurrección es el triunfo de la Vida sobre la muerte, del Amor sobre el pecado, del perdón sobre el odio. En la resurrección del Señor Jesús queda renovada la creación entera; el ser humano y todas las dimensiones de la vida han quedado iluminados en su sentido más profundo, y han quedado sanados y renovados. También por la resurrección, el matrimonio y la familia recuperan su significado más profundo, ya inscrito en la naturaleza humana, y toda vida humana adquiere su valor inviolable.
En nuestra sociedad posmoderna y secularizada, aumentan las dificultades para que los esposos puedan crecer juntos en el camino de vida y de amor emprendido el día de su boda: dificultades para crecer en el amor y en la fidelidad; dificultades para mantenerse unidos, para respetarse y perdonarse; dificultades para que su amor conyugal esté siempre abierto a una nueva vida; dificultades para ejercer su paternidad y educar a sus hijos según sus convicciones religiosas. Las presiones ambientales, culturales, sociales y laborales, y las mismas leyes les ponen a prueba para vivir su identidad matrimonial y familiar.
Fiel al Evangelio del Resucitado sobre el matrimonio y la familia, la Iglesia proclama que la familia se funda sobre la unión indisoluble entre un hombre y una mujer, que, en su mutua entrega, se abren responsablemente a la fecundidad y asumen la tarea de educar a los hijos. Para quien se abre a Dios, a su palabra y a su gracia, como María, para quien abre su corazón a Cristo resucitado y se deja transformar por él es posible vivir el Evangelio del matrimonio y de la familia. Para resistir ante las modas y ante las presiones ambientales, los cristianos de hoy, como los de la primera comunidad cristiana, hemos de mantenernos unánimes en la oración, en las enseñanzas de los Apóstoles y en la participación en la Eucaristía. Familia que reza unida, se mantiene unida.
El matrimonio y la familia, en él fundada, inscritos en la naturaleza humana, siguen siendo insustituibles para el verdadero desarrollo de los esposos y de los hijos; siguen siendo insustituibles para la vertebración de la sociedad. El matrimonio y la familia son insustituibles para la acogida, la formación y desarrollo de la persona humana. La familia es la célula básica de la sociedad. Cuando el matrimonio y la familia entran en crisis, es la misma sociedad la que enferma. Dejando a Dios entrar en vuestra vida, como María, los matrimonios y las familias cristianas podéis ofrecer un ejemplo convincente de que es posible vivir un matrimonio de manera plenamente conforme con el proyecto de Dios y las verdaderas exigencias de los cónyuges y de los hijos.
Nos toca también vivir tiempos en que se extiende cada vez más la llamada “cultura de la muerte”. Por si ya no fuera poco el alarmante número de abortos se anuncia más permisividad legislativa. Ante esta lacra de nuestra sociedad, que clama al cielo, la fe en el triunfo de la Vida sobre muerte en el Señor Resucitado nos impulsa a proclamar con fuerza la cultura de la vida. Todo ser humano desde su concepción hasta su ocaso natural posee una dignidad inalienable. Nadie, ni el legislador, ni las embarazadas, ni los médicos son dueños de la vida humana concebida; como tampoco nadie es dueño de una vida humana debilitada por la edad o por la enfermedad. Todo ser humano ha de ser acogido, respetado y defendido por todos.
Ante el número creciente de abortos y el anuncio de la ampliación de despenalización del mismo, ante la propaganda de la eutanasia activa y ante los innumerables embriones matados en aras de la ciencia, los católicos, si creemos de verdad que Cristo ha resucitado, no podemos mirar hacia otro lado. No podemos callar. “Hemos de obedecer antes a Dios que a los hombres”. Es urgente nuestro compromiso efectivo en la acogida, defensa y respeto de la vida, en especial de la vida humana: esta es la base de una sociedad verdaderamente humana y de un progreso humano. No se trata de imponer una perspectiva de fe, sino de defender los valores propios e inalienables de todo ser humano.
¡Que bajo el amparo de María, la Mare de Deu del Lledó, vivamos fielmente nuestra fe en la Resurrección de su Hijo. Dejémonos iluminar y transformar por ella, caminemos dando a los hombres ‘razón de nuestra fe y de nuestra esperanza’, con nuestras actitudes, con nuestras palabras y con nuestra vida. ¡Que como María seamos mensajeros de la resurrección de su Hijo, testigos de su Evangelio y constructores de la cultura de la vida! De manos de María acojamos a su Hijo, que en esta Eucaristía se nos da una vez más como Pan de vida y alimento en nuestro camino, para que así podamos participar un día como María de la gloria definitiva. Amen.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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