La experiencia de la Misericordia de Dios en la Confesión
Un momento fundamental del Jubileo de la Misericordia será la experiencia del encuentro personal con la misericordia de Dios. Así lo ha expresado el Papa Francisco en su carta por la que concede la indulgencia plenaria. «Es mi deseo, en efecto, que el Jubileo sea experiencia viva de la cercanía del Padre, como si se quisiese tocar con la mano su ternura, para que se fortalezca la fe de cada creyente y, así, el testimonio sea cada vez más eficaz».
El Año Santo es un tiempo propicio para experimentar esta cercanía de Dios confesando con humildad nuestros pecados y recibiendo con corazón agradecido el abrazo del perdón de Dios en el sacramento de la Confesión. Como en el caso del hijo pródigo, el Padre misericordioso nos espera, sale a nuestro encuentro y nos ofrece el abrazo gratuito del perdón amoroso mediante la Iglesia. Quien conoce la profundidad de la compasión y de la misericordia infinita de Dios, siente la tristeza de la lejanía del casa del Padre, el dolor por la propia infidelidad del pecado, la necesidad vital de regresar al Padre y dejarse abrazar por Él con el propósito de permanecer junto a Él conformándose cada vez más con la caridad de Cristo. Hemos de caminar desde el Señor, hasta llegar “al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo” (Ef 4,13).
Los cristianos somos peregrinos en esta vida. En nuestro caminar nos cansamos y distraemos; con frecuencia nos vemos tentados a abandonar la casa y la amistad del Padre, de dejar sus sendas, y, a veces, las abandonamos. No siempre nos mantenemos fieles a la nueva Vida que se nos donó en el bautismo. Si dijésemos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos (cf. 1 Jn 1,8). Ya el mismo Jesús enseñó a sus discípulos a pedir perdón cada día por sus pecados. Somos ingratos e infieles al amor de Dios, rechazamos su amor transgrediendo sus mandamientos, que llevan a la Vida y son fruto del amor de Dios, que no desea que el hombre se pierda por caminos que enajenan su propia humanidad y lo alejan de Él y de los hermanos. “Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 3,23-24).
Si somos humildes y sinceros, nos vemos en la necesidad de repetir con frecuencia: “Padre, he pecado contra el cielo y contra Ti. No soy ya digno de llamarme hijo tuyo” (Lc 15,21). Para que no nos sintamos abandonados a nuestra impotencia y nuestras esclavitudes, para abrirnos el camino de vuelta y no perdamos la esperanza, Cristo ha querido que su Iglesia sea sacramento de reconciliación. Solos nunca podremos liberarnos de nuestras esclavitudes y pecados. Sólo Dios tiene el poder de perdonar de verdad los pecados, de sanar nuestros corazones y de capacitarnos para el bien. Y el perdón renovador de Dios nos llega por Cristo y por la Iglesia. “El Hijo del hombre tiene poder para perdonar los pecados” (Mc 2, 7). Sólo el Señor puede confiar a otros el poder de perdonar los pecados en su nombre con el poder recibido de Dios.
En el sacramento de la Penitencia recibimos y podemos experimentar de un modo real la misericordia divina. Confesando los pecados con corazón arrepentido, personal e íntegramente, por la absolución del ministro de la Iglesia recibimos el abrazo de reconciliación de la Iglesia y, con él, el del mismo Cristo.
Hay quien dice que él se confiesa con Dios. Sin embargo, Dios mismo, al enviar a su Hijo en nuestra carne, nos muestra que quiere encontrarse con nosotros mediante el contacto directo, que pasa por los signos y los lenguajes de nuestra condición humana. Como Él salió de sí mismo por nuestro amor y vino a ‘tocarnos’ con su carne, así estamos llamados a salir de nosotros mismos, por su amor, y a acudir con humildad y fe a quien nos puede dar el perdón en su nombre; es decir, a quien el Señor ha elegido y enviado como ministro del perdón, como ministro de la misericordia.
La confesión sacramental es el encuentro con la cercanía entrañable y misericordiosa de Dios. Acerquémonos a la confesión y vivámosla con fe: nos cambiará la vida y dará alegría y paz a nuestro corazón.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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