Misa Crismal
I. Catedral-Basílica de Segorbe, 18 de abril de 2011
(Is 61,1-3ª.6ª.8b-9; Sal 88; Ap 1,5-8; Lc 4,16-21)
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En nombre de Jesucristo, “el testigo fiel”, (Ap 1,5) os deseo a todos la gracia y la paz. Os saludo a los sacerdotes, diáconos, religiosos y fieles laicos, venidos de toda la Diócesis hasta la iglesia madre de la Diócesis para esta Misa Crismal. Cristo mismo es quien nos ha convocado y ahora se hace presente en medio de nosotros por su Palabra y, sobre todo, por la actualización de su misterio pascual en la Eucaristía.
Nuestra celebración de hoy, en la que consagramos el santo Crisma y bendecimos los santos óleos de catecúmenos y de enfermos, nos recuerda que somos, el “pueblo sacerdotal santificado por los sacramentos y enviado a difundir por el mundo el suave aroma de Cristo, el Salvador” (Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo 2004, 1). Cristo Jesús, el Ungido y el Salvador, está en el centro de nuestra celebración como lo está en el centro de nuestra fe y de nuestra vida, personal y comunitaria: a El estamos todos referidos en nuestro ser y en nuestro actuar.
“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido” (Lc 4, 18). Con el signo de la unción, ya en la antigua alianza, Dios mismo encomienda la misión profética, sacerdotal y real a los hombres que ama y elige; con este signo hace visible su bendición para el cumplimiento del encargo que les confía.
Los ungidos en la antigua alianza, lo fueron con vistas a Cristo, el único y definitivo ‘Consagrado’, el ‘Ungido’ por excelencia. Jesús, el Hijo de Dios Padre es el Ungido por el Espíritu Santo y enviado al mundo “para dar la Buena noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista. Para dar libertad a los oprimidos, para anunciar el año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-19). Así lo confirma el mismo Jesús: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír” (Lc 4, 21): Él es el ‘Ungido’, el ‘Consagrado’, al que alude el profeta Isaías. En él se cumple la promesa del Padre.
De la unción de Cristo, único Sumo sacerdote y único Mediador entre Dios y los hombres, participamos todos los miembros de la Iglesia por nuestro bautismo. Cristo Jesús, “nos amó, nos ha librado de nuestros pecados, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre” (Ap 1, 5-6). Así lo hemos proclamado en la segunda lectura. El mismo Señor, Sumo y Eterno Sacerdote, ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes. Todo sacerdocio en la Iglesia es una participación del sacerdocio único de Cristo.
Todos los bautizados hemos sido ungidos y consagrados en nuestro bautismo como casa espiritual y sacerdocio santo para ofrecer, a través de las obras propias del cristiano, sacrificios espirituales. Todos los cristianos estamos llamados por la gracia bautismal a vivir nuestra existencia como oblación a Dios mediante la participación en la Eucaristía y en los sacramentos, en el testimonio de una vida santa, en la abnegación y en la caridad activa (cf. LG 10).
En otro nivel, el Señor ha hecho un reino de sacerdotes de nosotros, los sacerdotes, ordenados para ser ministros; es decir, servidores que pastorean al pueblo sacerdotal y ofrecen en su nombre el sacrificio eucarístico a Dios en la persona de Cristo (cf. LG 10). Por una unción singular que afecta a todo nuestro ser personal y cristiano, hemos quedado configurados y capacitados para poder realizar “como representantes de Cristo el sacrificio eucarístico” y de ofrecerlo “a Dios en nombre de todo el pueblo” (LG 10); somos los instrumentos del amor misericordioso de Dios y de la gracia redentora de Cristo. Por el sacramento del orden compartimos de una forma especial el sacerdocio de Cristo. En su nombre somos pastores y maestros en su Iglesia, renovamos el sacrificio de la redención, preparamos para el banquete pascual, presidimos al pueblo santo en el amor, lo alimentamos con la Palabra y lo fortalecemos con los sacramentos. Somos servidores del sacerdocio bautismal de todo el pueblo de Dios.
Al recordar hoy, cercano ya el Jueves Santo, nuestra ordenación presbiteral renovamos juntos y con el frescor y la alegría del primer día nuestras promesas sacerdotales. Con viva emoción hacemos memoria del don recibido de Cristo. ¡Avivemos nuestra conciencia y nuestra gratitud por la inmensa riqueza del don de nuestro sacerdocio! ¡Renovemos nuestro compromiso de amor contraído con Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote y con los hermanos! ¡Reconozcamos la inigualable novedad del ministerio y misión a la que servimos! Somos los ministros de la gracia del Espíritu Santo que Cristo ha enviado al mundo para la salvación de todos desde la Cruz.
“El Espíritu me ha enviado para proclamar el año de gracia del Señor” (Is 61,2). Estas palabras tienen un eco especial en este año en que nuestra Iglesia diocesana quiere cuidar especialmente la Eucaristía. La gracia del Señor es la vida divina, que llega a nosotros de un modo singular a través de la Eucaristía, de la cual Él nos ha hechos ministros. La más profunda verdad de nuestro sacerdocio se concentra, expresa y culmina en el momento en que el ministro ordenado “in persona Christi” consagra el pan y el vino, repitiendo los gestos y las palabras de Jesús en la Última Cena. Y lo hacemos en su nombre y en su lugar, en primera persona. “Esro es mi Cuerpo, que será entregado” y “esta es mi sangre, que será derramada”.
Celebremos cada día con fe viva y devoción profunda la Eucaristía. Hagamos de las palabras de la consagración una ‘fórmula de vida’, que conforme nuestro espíritu y nuestra mente, nuestro corazón y nuestro estilo de vida sacerdotal. Ellas nos enseñan a vivir con un espíritu de gratitud y de acción de gracias a Dios por el don del sacerdocio. Con frecuencia nos abruman y entristecen la apatía religiosa de nuestros fieles y de nuestra sociedad, las cruces en nuestro ministerio y la aparente ineficacia de nuestra acción pastoral. En la escuela de la Eucaristía aprenderemos a vivir con alegría y gratitud el don recibido. Aprendamos de Cristo a entregar nuestra propia vida hasta el extremo, haciéndonos don entregado a Él y a la comunidad cristiana; así se fortalecerán también la obediencia a Dios y a aquellos que él ha puesto al frente de su Iglesia, la pobreza y el celibato prometidos en nuestra ordenación. Acojamos la salvación y el perdón que proclamamos en nuestra vida; la credibilidad de nuestra predicación del amor y del perdón se ve contradicha y afectadas con las rencillas, las enemistades o los rencores. Acojamos la salvación y el perdón que proclamamos en nuestra vida para que la nuestra sea una existencia salvada; ello nos llevará a salir a los caminos de la vida para llevar a todos los hombres a Cristo, también a los alejados e indiferentes. En la Eucaristía, memorial del sacrificio redentor de Cristo, aprendamos a hacer de nuestra existencia una memoria permanente de Cristo, que esté consagrada y orientada a Él tras los pasos de María.
De la vivencia fiel, amorosa y constante de las palabras de la consagración depende la frescura de nuestro aliento espiritual y eclesial, el ardor de nuestra caridad pastoral, la entrega al servicio de los hermanos y, por supuesto, nuestra entrega misionera. En una palabra: de ella depende el que podamos y logremos ser los testigos de una renovada esperanza para los hombres de nuestro tiempo. Nuestro mundo necesita a Dios, necesita a Cristo, “el que es, el que era, el que viene” (Ap 1,8)
¿Estaremos dispuestos a vivir nuestro sacerdocio, participando con toda nuestra existencia personal en la ofrenda sacerdotal de Cristo, el Sumo y Eterno Sacerdote? Merece la pena, queridos hermanos sacerdotes. Reanudemos de nuevo el camino emprendido en nuestra ordenación. Experimentemos y saboreemos, día a día, en la Eucaristía la sintonía de nuestro corazón de sacerdotes con el de Cristo. Merece la pena. Es posible y es bello procurar y vivir sin desmayo esa íntima y plena identificación con Él en la comunión de la Iglesia y del presbiterio diocesano. Pongamos cada uno nuestro grabo de arena para vivir una verdadera fraternidad sacerdotal. Es necesaria la cercanía humana, el aprecio y el aliento de los hermanos, especialmente de los superiores. Pero el manantial inagotable para nuestro ministerio es Cristo, hecho Eucaristía. Celebremos siempre con fervor la Santa Eucaristía. Entremos en la ‘escuela de la Eucaristía’. Como tantos otros sacerdotes, antes de nosotros, encontraremos en ella el consuelo prometido por Jesús la noche de la última Cena, el secreto para vencer la soledad, el apoyo para soportar nuestros sufrimientos, el alimento para retomar el camino después de cada desaliento, la energía interior para confirmar la propia elección de fidelidad. Confiemos nuestro ministerio y nuestra fidelidad a la Santísima Virgen, su Madre Inmaculada, la Madre de la Iglesia, nuestra Madre.
Nuestra Iglesia diocesana necesita sacerdotes santos, testigos Cristo y de su Evangelio y pastores según su corazón. Nosotros, queridos sacerdotes, estamos implicados en primera persona en la pastoral vocacional: somos servidores del resto de las vocaciones del pueblo santo de Dios. La gente tiene derecho a dirigirse a los sacerdotes con la esperanza de ser ayudados en la escucha y en el discernimiento de la llamada del Señor. “Tienen necesidad de ello particularmente los jóvenes, a los cuales Cristo sigue llamando para que sean sus amigos y para proponer a algunos la entrega total a la causa del Reino. No faltarán ciertamente vocaciones si se eleva el tono de nuestra vida sacerdotal, si fuéramos más santos, más alegres, más apasionados en el ejercicio de nuestro ministerio. Un sacerdote ‘conquistado’ por Cristo (cf. Flp 3,12) ‘conquista’ más fácilmente a otros que se deciden a compartir la misma aventura” (Juan Pablo II, “Carta a los sacerdotes”, Jueves Santo de 2005, 5). Cierto que esta tarea incumbe a todos: padres y familias cristianas, catequistas, profesores de religión y toda la comunidad; pero también y de modo especial a nosotros, Obispo y sacerdotes.
Hermanos y hermanas en el Señor: demos gracias a Dios por nuestro sacerdocio bautismal y por el sacerdocio ordenado. Oremos a Dios por nuestros sacerdotes para que sean santos y pastores según su corazón. Roguemos al Dueño de la mies para que no falten santos sacerdotes en su Iglesia de Segorbe-Castellón. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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