Misa Crismal
Castellón, S. I. Concatedral, 29 de marzo de 2010
(Is 61,1-3ª.6ª.8b-9; Sal 88; Ap 1,5-8; Lc 4,16-21)
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“Gracia y paz de parte de Jesucristo, el testigo fiel” (Ap 1,5) a todos vosotros -sacerdotes, diáconos y seminaristas, religiosos y religiosas, y fieles laicos-, venidos de toda la Diócesis hasta esta Concatedral de Santa María para la Misa Crismal. Al inicio de la Semana Santa en que celebramos los misterios centrales de la salvación, el Señor nos reúne como Iglesia diocesana en torno a su pastor, el Obispo, para consagrar el Crisma y bendecir los Óleos; ellos serán instrumentos de la salvación en los sacramentos del bautismo, confirmación, orden sagrado y unción de los enfermos. Su significado y eficacia salvífica derivan del misterio pascual, de la muerte y resurrección de Cristo, que se renueva en cada celebración eucarística. Por eso celebramos esta Misa Crismal pocos días antes del Triduo Sacro, en que, con el supremo acto sacerdotal, el Hijo de Dios hecho hombre se ofreció al Padre como rescate por toda la humanidad. Y por esta misma razón, próximo ya el Jueves Santo, día del amor de Cristo llevado hasta el extremo, día de la Eucaristía y día de nuestro sacerdocio ordenado, en esta Misa renovaremos, queridos sacerdotes, nuestras promesas sacerdotales.
La Palabra de Dios de la Misa Crismal centra nuestra mirada, en primer lugar, en Jesucristo. Él es el Sumo y Eterno Sacerdote de la nueva y eterna alianza. Él es nuestro Mediador y Sumo Sacerdote ante Dios, anunciado por el profeta; Él es el Mesías prometido, el “Ungido del Señor” (Lc 4, 16), que llevará a cabo en la cruz la liberación definitiva de los hombres de la antigua esclavitud del maligno y del pecado. Y, resucitando al tercer día, inaugurará la vida que ya no conoce la muerte.
Cristo Jesús, “nos amó, nos ha librado de nuestros pecados, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre” (Ap 1, 5-6). Así hemos proclamado en la segunda lectura. El mismo Señor, Sumo y Eterno Sacerdote, ha hecho de todos nosotros, los bautizados, un reino de sacerdotes. Todo sacerdocio en la Iglesia es una participación del sacerdocio único de Cristo. En un primer nivel estamos todos los bautizados, liberados de nuestro pecado, ungidos y consagrados en nuestro bautismo como casa espiritual y sacerdocio santo para ofrecer sacrificios espirituales, a través de las obras propias del cristiano. Todos los cristianos estamos llamados por la gracia bautismal a ser santos; es decir, a vivir nuestra existencia como una existencia eucarística, como oblación a Dios mediante la oración, la participación en la Eucaristía y demás sacramentos, en el testimonio de una vida santa, en la abnegación y en la caridad activa, que se hace obra (cf. LG 10).
En otro nivel, cualitativamente distinto, el Señor ha hecho un reino de sacerdotes de nosotros, los sacerdotes, ordenados para ser ministros; es decir, servidores y pastores del pueblo sacerdotal y ofrecer en su nombre y en la persona de Cristo el sacrificio eucarístico a Dios (cf. LG 10); somos servidores del sacerdocio bautismal de todo el pueblo de Dios.
Por todo ello, en la Misa Crismal hacemos cada año memoria solemne del único sacerdocio de Cristo y expresamos la vocación sacerdotal de toda la Iglesia; pero hacemos especial memoria del sacerdocio ministerial del Obispo y de los presbíteros unidos a él.
“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido” (Lc 4, 18). Queridos sacerdotes, estas palabras nos conciernen de modo directo. Por una unción singular que afecta a toda nuestra persona hemos quedado configurados con Cristo Sacerdote, Cabeza y Pastor. “En efecto, el presbítero –dice la Exhortación Pastores dabo vobis n.12-, en virtud de la consagración que recibe en el sacramento del Orden, es enviado por el Padre, por medio de Cristo, con el cual, como Cabeza y Pastor de su pueblo se configura de un modo especial para vivir y actuar con la fuerza del Espíritu al servicio de la Iglesia y por la salvación del mundo”. Configurados así con Cristo Sacerdote, Cabeza, y Pastor, quedamos capacitados para hablar en su nombre, para poder realizar como representantes suyos el sacrificio eucarístico y de ofrecerlo a Dios en nombre de todo el pueblo (cf. LG 10); y somos los instrumentos del amor misericordioso de Dios y de la gracia redentora de Cristo. Por el sacramento del orden, compartimos de una forma especial el sacerdocio mismo de Cristo. En su nombre y persona, somos pastores y maestros en su Iglesia, renovamos el sacrificio de la redención, preparamos para el banquete pascual, presidimos al pueblo santo en el amor, lo alimentamos con la Palabra y lo fortalecemos con los sacramentos, lo guiamos por los caminos de este mundo hacia la casa del Padre.
Esta es nuestra identidad sacerdotal, esto es lo que nos define como sacerdotes, lo que ha determinar también el ejercicio de nuestro sacerdocio ministerial hoy y siempre. Nuestro actuar deriva de nuestro ser. No tengamos miedo de afirmar, de vivir y de manifestar lo que nos define. El Papa, Benedicto XVI, acaba de afirmar que “en un contexto de secularización generalizada, que excluye progresivamente a Dios del ámbito público, y tiende a excluirlo también de la conciencia social compartida, con frecuencia el sacerdote parece “extraño” al sentir común, precisamente por los aspectos más fundamentales de su ministerio, como los de ser un hombre de lo sagrado, tomado del mundo para interceder en favor del mundo, y constituido en esa misión por Dios y no por los hombres (cf. Hb 5, 1)” (Cf. Discurso de 12.03.2010 a los participantes en el Congreso teológico organizado por la Congregación para el Clero). No podemos reducir al sacerdote a un “agente social” o entendernos como tales, con el riesgo de traicionar incluso el sacerdocio de Cristo.
Hemos sido ungidos para ser enviados. La primera misión que se nos ha confiado, queridos sacerdotes, es “dar la buena noticia a los que sufren” (Is 61,1).
Benedicto XVI ha resaltado que hoy es especialmente importante que la llamada a participar en el único sacerdocio de Cristo en el ministerio ordenado florezca en el “carisma de la profecía”: nuestro mundo tiene una gran necesidad de sacerdotes que hablen de Dios y que presenten el mundo a Dios. La profecía más necesaria hoy es la de la fidelidad que parte de la fidelidad de Cristo a la humanidad y nos lleva a nuestra propia fidelidad creciente en la adhesión total a Cristo y a la Iglesia. Como sacerdotes ya no nos pertenecemos a nosotros mismos, sino que somos ‘propiedad’ de Dios. Este ‘ser de Otro’ deben poder reconocerlo todos, gracias a un testimonio límpido. Nuestra fidelidad a Cristo y a nuestro ser sacerdotes es la mejor respuesta a la pasión que sufrimos por los pecados, delitos y crímenes de unos pocos; nuestra fidelidad es nuestra mejor respuesta a las críticas en algunos casos justas, pero en otros muchos injustas. Nuestra fidelidad fortalece a nuestra Iglesia, la comunión y la misión; nuestras infidelidades y pecados, por el contrario, las debilitan y dificultan la expansión del Evangelio y de la obra salvífica de Cristo.
Nuestra pertenencia sacramental, nuestra configuración con Cristo, debe determinar nuestro modo de pensar, de hablar, de juzgar los hechos del mundo, de servir y de amar, de relacionarnos con las personas, incluso nuestro vestir. Es decir: nuestras personas y nuestras vidas han de mostrar la obra de Dios en nosotros. Desde ahí entenderemos, viviremos y mostraremos, también en nuestros días, el valor del celibato, un verdadero don de Dios y una auténtica profecía del Reino, que es signo de la consagración con corazón indiviso al Señor y a las ‘cosas del Señor’ (1 Co 7, 32) y expresión de la entrega sin componendas de uno mismo a Dios y a los demás.
Nuestro ministerio ordenado es un gran don y un gran misterio, que llevamos en vasijas de barro. Nuestra condición frágil y débil, nuestras muchas limitaciones nos han de llevar a vivir y a custodiar con profunda fe este don precioso. La unión vital con Cristo en una vida espiritual profunda, alimentada por la oración, por la celebración diaria de la Eucaristía y la recepción frecuente del sacramento de la Penitencia, los ejercicios espirituales anuales, el ejercicio del ministerio basado en una verdadera caridad pastoral y la necesaria ascesis y austeridad de vida son los medios para vivir en fidelidad al Señor y a nuestro ser sacerdotal: una fidelidad siempre nueva, fresca y creciente. Una fidelidad sin componendas, anunciando el Evangelio y celebrando los sacramentos, favorecerá la venida del reino de Dios ya presente y el crecimiento del pueblo de Dios en la fe.
El Señor, ‘el testigo fiel’, espera que seamos testigos fieles del don que hemos recibido. “Los hombres y las mujeres de nuestro tiempo sólo nos piden que seamos sacerdotes de verdad y nada más. Sólo en el sacerdote podrán encontrar la Palabra de Dios que siempre deben tener en los labios; la misericordia del Padre, abundante y gratuitamente dada en el sacramento de la Reconciliación; y el Pan de vida nueva, alimento verdadero dado a los hombres” (Benedicto XVI).
Al recordar hoy nuestra ordenación presbiteral renovamos juntos y con el frescor y alegría del primer día, nuestras promesas sacerdotales. Una renovación, que tiene una especial resonancia en este Año Sacerdotal, que nos llama a todos los sacerdotes a un compromiso de renovación interior, para que nuestro testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo. ¡Avivemos nuestra conciencia y gratitud por la inmensa riqueza del don de nuestro sacerdocio! ¡Renovemos nuestro compromiso de amor contraído con Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote y con los hermanos! ¡Reconozcamos la inigualable novedad del ministerio y misión a la que servimos! Somos los ministros de la gracia del Espíritu Santo que Cristo ha enviado al mundo para la salvación de todos desde la Cruz.
¿Estaremos dispuestos a vivir nuestro sacerdocio, participando con toda nuestra existencia personal en la ofrenda sacerdotal de Cristo, el Sumo y Eterno Sacerdote? Merece la pena, queridos hermanos sacerdotes. Reanudemos de nuevo el camino emprendido en nuestra ordenación. Merece la pena; es posible, es bello procurar y vivir sin desmayo esa íntima y plena identificación con Cristo en la comunión de la Iglesia. Confiemos nuestro ministerio y nuestra fidelidad a la Santísima Virgen, su Madre Inmaculada, la Madre de la Iglesia, nuestra Madre.
En este día damos gracias a Dios por todos los sacerdotes de nuestro presbiterio que nos han precedido en el Señor. Oramos en especial por nuestro hermano presbítero D. Narciso Jordán Zuriaga, que el pasado 5 de diciembre fallecía a la edad de 75 años en su pueblo natal, La Yesa (Valencia). D. Narciso había cursado los estudios eclesiásticos en el Seminario de Segorbe y, allí, en la Catedral, recibió el orden del presbiterado el 3 de agosto de 1958. Ejerció su ministerio pastoral en las parroquias de Pavías, Higueras, Villanueva de Viver, Fuente la Reina, Toga, Espadilla y Torrechiva; y más tarde en la Diócesis de Valencia y como capellán de Marina. ¡Que Dios le conceda la paz eterna y le premie todos sus desvelos pastorales!.
Hermanos y hermanas en el Señor: demos gracias a Dios por el don de la Eucaristía y del Sacerdocio; oremos por nuestros sacerdotes para que sean santos y valoremos a cada unos ellos como un don de Dios. Roguemos a Dios para que no falten nunca buenos y santos sacerdotes en nuestra Iglesia. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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