Volver la mirada y el corazón a Dios y su misericordia
Queridos diocesanos:
El miércoles de ceniza hemos comenzado la cuaresma, tiempo de gracia y de misericordia, de conversión y de salvación. Las palabras de Jesús al inicio de su actividad pública: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15), nos acompañarán en el camino cuaresmal hacia la Pascua.
La conversión pide volver nuestra mirada y nuestro corazón a Dios, acogerle en nuestra existencia, vivir con adhesión amorosa a su amor y a sus mandamientos, que son el camino que lleva a la Vida. La conversión pide dejar nuestra autosuficiencia frente a Dios. A veces es tal el grado de nuestra soberbia y autosuficiencia que Dios es el gran ausente en nuestra existencia, que pensamos no necesitar de Él y la Salvación que Él nos brinda; o simplemente intentamos buscar nuestra salvación lejos de Dios, por nuestros propios caminos. Nos declaramos bautizados, pero Dios significa poco o nada en nuestro vivir cotidiano. Como dijo Benedicto XVI, este es el núcleo de las tentaciones a que fue sometido Jesús en el desierto por el demonio, y nuestra tentación permanente: «ponerse uno mismo en el lugar de Dios, suprimiéndole de la propia existencia y haciéndole parecer superfluo. Cada uno debería preguntarse: ¿qué puesto tiene Dios en mi vida? ¿Es Él el Señor o lo soy yo?». (Audiencia 13.02.2013)
La cuaresma es tiempo propicio para recuperar y acrecentar a Dios en nuestra vida y la fe personal en El, la adhesión total de mente y corazón a Dios y a su Palabra. Debemos dejar que Dios ocupe el centro en nuestra existencia; en una palabra, debemos dejar a Dios ser Dios.
Fe y conversión van íntimamente unidas. Sin adhesión personal a Dios, sin un encuentro personal con su Hijo Jesucristo no se dará el necesario cambio de mente y de corazón, ni la consiguiente conversión de nuestros caminos desviados, de nuestros pecados. Cuanto más presente está Dios en el corazón de una persona, más sentido hay para aquello que nos aleja de su amor, más conciencia hay de pecado. Sólo así podremos descubrir que en nuestra vida hay acciones u omisiones que nos alejan de Dios, de su amor y del amor al prójimo: esto es el pecado.
Pero también en esta situación, Dios nos sigue amando. Como el fuego que, por su propia naturaleza, no puede sino quemar, así Dios no puede dejar de amar. «Porque Dios es amor» (1 Jn 4,8). Dios nos ha creado por amor, para amar y ser amados. Somos hechura suya, creados a su imagen y semejanza. Dios es eternamente fiel a su designio; sigue amándonos incluso cuando, empujados por el maligno y arrastrados por nuestro orgullo, abusamos de la libertad que nos fue dada para amar y buscar el bien generosamente, y rechazamos el amor de Dios y hacemos el mal. Incluso cuando, en lugar de responder libremente a su amor con el nuestro, rompemos nuestra unión vital con Él marchando por nuestros caminos. Dios permanece siempre fiel a su amor.
El amor de Dios se transforma en misericordia ante las limitaciones del ser humano, especialmente ante el hombre pecador. Dios es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad, perdona la culpa, el delito y el pecado (cf. Ex 34, 6-7). Dios es rico en misericordia (Ef 2,4): una misericordia entrañable, maternal, paciente y comprensiva, siempre dispuesta al perdón. Como escribe el Papa Francisco: «Dios no se cansa de perdonar, somos nosotros quienes nos cansamos de acudir a su misericordia» (EG 3).
Es más: Dios sale a nuestro encuentro en su Hijo, Jesús, que nos muestra el rostro compasivo y misericordioso del Padre. Durante su vida pública encontramos a Jesús perdonando los pecados. Él manifiesta que no son los sanos sino los enfermos los que necesitan el perdón. Él mismo ha venido a buscar a los pecadores. Esta actitud de Cristo despierta la crítica de los fariseos, pero Jesús insiste en perdonar a todos los que se acercan a él y se arrepienten de sus pecados.
El salmista nos exhorta: “escuchad hoy su voz” (Salmo 94, 8). Quien escucha y acoge su voz, quien se deja reconciliar por Él en su Iglesia, entrará en la amistad vivificante de Dios.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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