Fiesta de San Juan de Ávila
Iglesia del Seminario ‘Mater Dei’, 11 de Mayo de 2009
(Ez 34,11-16; Sal 22; 2 Cor 4,1-2.5-7; Mt 9,35,38)
En torno a la mesa de la Palabra y de la Eucaristía celebramos hoy con gozo la Fiesta de San Juan Ávila, Apóstol de Andalucía y Patrono de clero español. Damos gracias a Dios por el don de San Juan de Ávila, por su doctrina, por su ejemplo de vida apostólica y por su santidad de vida; él fue, en verdad, “maestro ejemplar por la santidad de su vida y por su celo apostólico”. Animados por el espíritu y las enseñanzas del Apóstol de Andalucía, en esta jornada sacerdotal expresamos con gozo nuestra gratitud a Dios por el don de nuestro ministerio presbiteral. Con palabras del salmista (88), cantemos las misericordias del Señor, proclamemos su grandeza para con nosotros.
Unidos en la oración suplicamos a Dios Padre que nos conceda a todos los sacerdotes la gracia de alcanzar la santidad, siguiendo las huellas de su Hijo, el Buen Pastor, y el ejemplo de nuestro Patrono, San Juan de Avila. Toda la Iglesia, todos los cristianos, y, en particular, el obispo y los presbíteros estamos llamados a la santidad. Nos urge fortalecer nuestra espiritualidad, cultivarla por los medios conocidos de la oración y la celebración de los sacramentos, alimentarla en el ejercicio de nuestro ministerio: nos urge avivar nuestro deseo de ser santos. En el Oficio de lecturas de la Fiesta de nuestro Patrono podemos leer de una sus pláticas: “¿Por qué los sacerdotes no son santos, pues es lugar donde Dios viene glorioso, inmortal, inefable, como no vino en los otros lugares? Y el sacerdote lo trae con las palabras de la consagración, y no lo trajeron los otros lugares, sacando a la Virgen. Relicarios somos de Dios, casa de Dios y, a modo de decir, criadores de Dios; a los cuales nombres conviene gran santidad” (Liturgia de las Horas, II, 1511).
Es precisamente esta tensión de todos nosotros, sacerdotes y obispos, hacia la perfección espiritual, de la que depende sobre todo la eficacia de nuestro ministerio, la razón por la que el Santo Padre, Benedicto XVI ha convocado un ‘Año sacerdotal especial’, desde el próximo 19 de junio hasta el 19 de junio de 2010. La ocasión la brinda la celebración del 150° aniversario de la muerte del santo cura de Ars, Juan María Vianney, verdadero ejemplo de pastor al servicio del rebaño de Cristo (Discurso a los participantes en la asamblea pelanria de Congregación para el Clero, de 16 de marzo de 2009).
En esta tensión hacia la perfección espiritual fijamos nuestra mirada en el Señor, como también lo hicieron San Juan de Ávila y el santo cura de Ars. Cristo Jesús es “el buen pastor” (Jn 10, 11). En él se cumple la promesa que el Dios de Israel hizo por boca de los profetas: “Yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él” (Ez 34, 11). Cristo apacienta al pueblo de Dios con la fuerza de su amor; él se gasta y se desgasta por sus ovejas; él se desvive por ellas: busca a la perdidas, recoge a las descarriadas, venda a las heridas, cura a la enfermas, guarda a las gordas y fuertes; apacienta a todas como es debido (cf. Ez 34, 15-16); y él, finalmente, se entrega a sí mismo en sacrificio: un amor total llevado al extremo de dar la vida por su grey. Cristo Jesús entrega su vida, con absoluta libertad y en obediencia fiel a la misión recibida del Padre, para recuperarla de nuevo (cf. Jn 10, 17), y vencer así, “por nosotros”, donde nosotros estábamos condenados a la derrota.
Queridos sacerdotes: En el Cenáculo, la víspera de su pasión, Jesús quiso hacernos partícipes de la vocación y misión que el Padre le había confiado. Nuestro ministerio, fruto de la ‘misericordia de Dios’, consiste en llevar a los hombres y mujeres al encuentro con Cristo para introducirlos en el misterio universal de amor y de salvación de Dios.
Como Pablo nos recuerda “no nos predicamos a nosotros mismos; predicamos que Cristo es Señor, y nosotros siervos vuestros por Jesús” (2 Cor 4, 5-ss.). Estamos llamados a contribuir de distintas maneras, allá donde el Señor nos pone, en la formación y pastoreo de la comunidad del pueblo de Dios. Nuestra misión consiste en apacentar la grey de Dios que nos ha sido confiada mediante el triple munus de la enseñanza, de la santificación y de la dirección. Y hemos de hacerlo, tras las huellas del Buen Pastor, con total entrega y en permanente actitud de servicio: sin cobardías por temor al rechazo, al insulto o a la persecución; dejando de un lado toda clase de intrigas, incluidas las ‘clericales’, que nos debilitan, descentran y paralizan en nuestra misión, además de hacer ineficaz nuestro ministerio. No podemos adulterar la palabra de Dios para adaptarla a los criterios del mundo, a las ideologías, a las modas o a los gustos de cada uno. Hemos de dejar que la Palabra de Dios, conocida, acogida, asimilada y vivida por cada uno de nosotros, llegue al corazón y a la conciencia de las personas en toda su pureza e integridad tal como nos llega en la tradición viva de la Iglesia.
En la convocatoria del ‘Año sacerdotal especial’, el Papa indica que nuestra misión como presbíteros se lleva a cabo ‘en la Iglesia’ por lo que ha de ser siempre eclesial, de comunión, jerárquica y doctrinal; cuatro notas interrelacionadas e indispensables para lograr su eficacia espiritual.
Nuestra misión es y ha de ser siempre ‘eclesial’ porque “nadie anuncia o se lleva a sí mismo, sino que, dentro y a través de su propia humanidad, todo sacerdote debe ser muy consciente de que lleva a Otro, a Dios mismo, al mundo. Dios es la única riqueza que, en definitiva, los hombres desean encontrar en un sacerdote”.
Nuestra misión es y ha de ser ‘de comunión’ porque “se lleva a cabo en una unidad y comunión que sólo de forma secundaria tiene también aspectos relevantes de visibilidad social. Estos, por otra parte, derivan esencialmente de la intimidad divina, de la cual el sacerdote está llamado a ser experto, para poder llevar, con humildad y confianza, las almas a él confiadas al mismo encuentro con el Señor”.
Nuestra misión es y ha de ser “‘jerárquica’ y ‘doctrinal’; “ambas sugieren la importancia de la disciplina (término relacionado con ‘discípulo’) eclesiástica y de la formación doctrinal, y no sólo teológica, inicial y permanente”. “La misión ha de basarse en una buena formación, llevada a cabo en comunión con la Tradición eclesial ininterrumpida, sin rupturas ni tentaciones de discontinuidad. Hemos de trabajar en una correcta recepción de los textos del Concilio Ecuménico Vaticano II, interpretados a la luz de todo el patrimonio doctrinal de la Iglesia” (Cf. Discurso citado)
San Pablo nos recordaba que anunciamos a Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, crucificado y resucitado, Soberano del tiempo y de la historia. Y lo hemos de hacer con la alegre certeza de que esta verdad coincide con las expectativas más profundas del corazón humano. La centralidad de Cristo trae consigo la valoración correcta del sacerdocio ministerial, sin el cual no existiría la Eucaristía ni, por tanto, la misión y la Iglesia misma.
Dejemos espacio en nuestro corazón y en nuestro ministerio a las palabras del evangelio de hoy (Mt 9, 35-38. 38): “La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”. Si toda la comunidad eclesial, y, a su cabeza, el Obispo, somos responsables de las vocaciones en la Iglesia, y en especial de las vocaciones al ministerio ordenado, los sacerdotes desempeñáis un papel único e insustituible en esta pastoral vocacional. No podemos dudar que Cristo sigue llamando al sacerdocio ordenado a niños, adolescentes y jóvenes, porque los ama (cf. Mc. 10, 2). Los principales interlocutores en el diálogo vocacional con el Señor son los mismos niños y jóvenes; pero nos toca a los sacerdotes ayudarles a encontrar la luz en todo el abanico de las vocaciones. Cuando un niño, adolescente o joven manifiesta inclinación a la vocación sacerdotal, el sacerdote ha de acercarse a él con delicadeza y hacerle una propuesta explícita, acompañándole con un esmerado acompañamiento espiritual. Por ello debemos estar cerca de los niños, adolescentes y jóvenes. No olvidemos que la mejor propuesta procede de nuestra propia vida, coherente y feliz, identificada con nuestra vocación y nuestro ministerio.
Jesucristo está en el centro de nuestro ministerio. Él es quien salva y santifica; los sacerdotes participamos directamente en su obra en la medida de la intensidad de nuestra unión con él. Si permanecemos en él, daremos mucho fruto; por el contrario, sin él no podremos hacer nada (cf. Jn 15, 5). Él nos ha elegido, y nos ha “constituido”, para que vayamos y demos fruto, y nuestro fruto permanezca (cf. Jn 15, 16). Jesús espera de nosotros una fidelidad mayor. El nos llama para que permanezcamos con él (cf. Mc 3, 14) en una intimidad privilegiada.
El camino de nuestra santidad es la caridad pastoral, que da unidad a nuestra vida. En el nombre de Jesucristo, Buen Pastor, hemos sido consagrados presbíteros, para pastorear en su nombre y en representación suya, siguiendo su modo de vida. La gracia inagotable del sacramento nos ha transformado interiormente para que nuestra vida ministerial, unida para siempre a la de Cristo sacerdote y pastor, se convierta en un cántico al amor misericordioso de Dios.
A través de nuestras manos el buen Pastor sigue entregando sacramentalmente su vida por la salvación del mundo, atrayendo a todos hacia sí e invitándolos a acoger el abrazo del único Padre. Seamos siempre conscientes de este don y demos gracias por él a Dios.
En esta celebración van a recibir los ministerios del lectorado tres de nuestros seminaristas. Queridos Oscar, Alberto y José Miguel. Por el ministerio de lector se os va encomendar la misión de proclamar la Palabra de Dios en las celebraciones litúrgicas; por vuestro ministerio, todos podrán llegar a conocer a Dios Padre y a Jesucristo, su enviado, y alcanzar la vida eterna. Para ejercer dignamente este ministerio no olvidéis que vosotros mismos debéis escuchar la Palabra, conocerla, meditarla y conservarla en vuestro corazón para que día a día se acreciente en vosotros el suave y vivo amor por la Palabra de Dios.
Que María, Mater Dei y Redemptoris Mater, nos acompañe a todos y cuide de nosotros para que seamos fieles a su Hijo Jesucristo, según la vocación y el ministerio que cada uno hemos recibido. A Ella os encomiendo a todos y a su intercesión encomiendo el don de nuevas vocaciones al ministerio sacerdotal. Ella sabe guiarnos, día a día, para que seamos pastores santos tras las huellas de su Hijo, el buen Pastor. Amén
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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