Ordenación de seis diáconos
S.I. Catedral de Segorbe, 12 de octubre de 2008
27º Domingo del Tiempo Ordinario
(Is 25,6-10ª; Sal 22; Flp 4,12-14 .19-20; Mt 22,1-14)
Queridos hermanos y hermanas en el Señor:
Hoy se cumplen para nosotros, de modo muy particular, las palabras del salmo: “Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida” (Sal 22, 6). En efecto, vuestra ordenación diaconal es una muestra más de la bondad y de la misericordia de Dios hacia vosotros, hacia vuestras familias y comunidades, hacia nuestra Iglesia diocesana. Vuestra ordenación nos llena de alegría y nos mueve a la acción de gracias a Dios.
Os saludo con afecto a los seis acólitos que dentro de poco seréis ordenados diáconos: a José, Oriol, Lucio, Enrique, Raúl y Alejandro. Expreso mi profundo agradecimiento a cuantos os han guiado en vuestro camino de discernimiento y maduración vocacional, en nuestros seminarios diocesanos ‘Mater Dei’ y ‘Redemptoris Mater’ o en el Colegio Pontificio ‘Sedes Sapientiae’ en Roma. A todos os invito a dar gracias a Dios por el don de estos nuevos diáconos a la Iglesia. Sostengámoslos con intensa oración durante esta celebración, con espíritu de ferviente alabanza al Padre que los ha llamado, al Hijo que los ha atraído a sí, y al Espíritu Santo que los ha formado. ¡Que el Señor les conceda disponibilidad para la acción, humildad en el servicio y perseverancia en la oración!
Con la imposición de mis manos y con la oración consagratoria, el Señor enviará el Espíritu Santo sobre vosotros, queridos hijos, y os consagrará diáconos. ¡Seréis diáconos de la Iglesia de Dios para siempre! En la Iglesia y en el mundo vosotros seréis signo e instrumento de Cristo, que no vino “para ser servido sino para servir”. Vosotros respondéis a una vocación del Señor: vuestra consagración imprimirá un signo, una marca profunda e imborrable, que os hará conformes para siempre a Cristo Siervo. Hasta el último momento de vuestra vida seréis siempre el signo de Cristo Siervo, obediente hasta la muerte y muerte de Cruz para la salvación de todos.
Por esto, el momento presente es un momento de alegría y de esperanza para nuestra Diócesis y para la Iglesia universal. Antes de recibir el diaconado, permitidme que a la luz de la Palabra de Dios os recuerde la misión que os va a confiar la Iglesia y los compromisos que vais a adquirir.
Recordemos que la ordenación diaconal os capacita y os confiere la misión de administrar solemnemente el bautismo, de reservar y repartir la Eucaristía, de asistir al matrimonio y bendecirlo en nombre de la Iglesia, de llevar el Viático a los moribundos, de leer y explicar la Sagrada Escritura a los fieles, de administrar los sacramentales, de presidir el rito de los funerales y de la sepultura.
De entre todas quiero resaltar hoy el anuncio del Evangelio, la invitación a todos a la vida de Dios en el encuentro con Jesucristo en el banquete de la Palabra y de la Eucaristía, anticipo del banquete de la vida eterna con Dios. En la parábola del Evangelio de este domingo un rey invita a sus conciudadanos al banquete de bodas de su hijo. Las imágenes son bíblicas y conocidas: las nupcias y el banquete describen el reino de Dios, aquel reino que los profetas habían anunciado y que todo israelita piadoso esperaba con impaciencia. La invitación va dirigida a todos, pero los primeros invitados la rehúsan. Para muchos de aquellos ciudadanos la invitación al banquete (¡el sueño de todo israelita!) no era una cosa importante; tenían otras cosas más urgentes que hacer; tenían otras preocupaciones: sus campos, sus posesiones. Para otros, la invitación a la boda es incluso irritante: insultan a los servidores del rey y les dan muerte. ¿Cómo no ver reflejada en esta parábola el presente en nuestra Iglesia y en nuestra sociedad?
La negativa de los invitados irrita al rey, pero no lo desarma. Es el segundo punto inesperado: el rey manda a los servidores que salgan de nuevo, les envía a los cruces de calles y caminos y, esta vez, invitan a cuantos encuentran, buenos y malos. La negativa humana no detiene nunca el amor de Dios, que sigue invitando con insistencia. El ofrecimiento al Reino, a la Salvación y a la Vida de Dios ha de seguir haciéndose, pese al rechazo. Los siervos invitan a los hombres en las encrucijadas de los caminos. La llamada de Dios no pone condiciones preliminares; nadie queda excluido. La invitación se dirige a todos y, en todo caso, la sala debe estar llena. También la Iglesia debe dirigir a todos, sin distinción, su invitación a la Salvación
Queridos ordenandos: ésta va a ser también vuestra misión. El Señor os dice esta tarde a vosotros: “Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que os encontréis invitadlos a la boda”. Sí, es hora de salir de nuestras iglesias y de nuestros despachos, de nuestras inercias pastorales y de nuestros cuarteles de invierno, donde nos hemos refugiado para estar a salvo de la intemperie; es hora de salir a los caminos de este mundo para llevar el Evangelio a todos; es hora de proponer la Salvación e invitar a todos, para que todos experimenten la alegría de la fe en Cristo. ¿Puede haber algo más hermoso que esto? ¿Hay algo más grande, más estimulante que cooperar a la difusión de la Palabra de Vida en el mundo? Anunciar y testimoniar la alegría de la Buena nueva es el núcleo central de vuestra misión, queridos hijos, que dentro de poco seréis sacerdotes.
Para ser verdaderos servidores del Evangelio en un mundo a menudo triste, negativo y desesperanzado, es necesario que el fuego del Evangelio arda dentro de vosotros, que reine en vosotros la pasión por Cristo y su Evangelio, y la alegría del Señor. Sólo podréis ser mensajeros y multiplicadores de esta alegría llevándola a todos, especialmente a cuantos están tristes y afligidos.
Dios siempre nos precede con su gracia. En vuestra ordenación, Dios, que es eternamente fiel, se compromete de por vida con vosotros. Este es el significado del carácter sacramental. En un segundo momento y en respuesta a su amor vosotros también os queréis comprometer con Él.
Vuestro primer compromiso es el del celibato, que habréis de observar durante toda la vida por causa del Reino de los Cielos y para servicio de Dios y de los hombres. A nadie se le oculta la dificultad de cumplir esta promesa. Sobre todo en estos tiempos en los que tanto se subraya el hedonismo, basado en la ‘infracultura de las nuevas sensaciones’; todo lo que provoca apetencia, gusto o el propio sentir, parece que tuviera valor en sí mismo. Pero la necesidad de una base sobre la cual construir la existencia personal y social se siente de modo notable sobre todo cuando se está obligado a constatar el carácter parcial de propuestas que elevan lo efímero al rango del valor, que crean la ilusión de alcanzar el verdadero sentido de la existencia. Muchos llevan una vida casi hasta el límite de la ruina, sin saber bien lo que les espera. (Juan Pablo II, Fides et Ratio, 1998, n 6)
Desde la experiencia podemos afirmar que quien hace de su vida un servicio generoso a Dios y a los hombres ha ‘dado en el clavo’. El celibato es un don de Cristo que, tanto mejor viviremos, cuanto más cerca tengamos al Dios que nos proporciona todo don. Si Dios es amor, cuanto más amamos, más le pertenecemos y más nos hace propiedad suya. Él, en nosotros, será el que nos dará la fuerza para vivir el celibato con alegría.
También vais a prometer obediencia. De los tres consejos evangélicos, éste es el más difícil. Dejar cosas, por la pobreza, es relativamente fácil. Dar la mano a todos sin retener la de nadie (eso es la castidad y en vuestro caso el celibato), cuesta un poco más. Dar muerte al propio yo, cuesta muchísimo. Y es que la obediencia no sólo exige sacrificio; exige asestar el ‘golpe de muerte’ a nuestro ‘ego’. Y esto no es fácil en unos tiempos en que se idolatra la autonomía personal. Ahora bien, si la ordenación nos configura con Cristo, Él es quien tiene que vivir en nosotros. Por eso, con Pablo, y a través de la obediencia podemos y debemos decir: “Vivo yo, pero no soy yo; es Cristo quien vive en mi” (Gal 2, 20).
La obediencia nos exige a todos una gran dosis de humildad y de vida sobrenatural. Cuando esto abunda, resulta fácil y nos hacemos instrumentos dóciles en las manos de Dios. No olvidéis que Cristo “aprendió sufriendo a obedecer” y por su obediencia todos fuimos salvados.
Vuestro tercer compromiso es la celebración de la Liturgia de las Horas, que es oración de la Iglesia por toda la humanidad. Nunca toméis este compromiso como un peso, sino como un modo estupendo de acercar a Dios a los hombres y los hombres a Dios. Un hombre de Dios tiene que tener un corazón según las dimensiones del corazón de Jesucristo, grande, donde todos tengan cabida. En nombre de todos nuestros hermanos los hombres hemos de dirigirnos a Dios para alabarle, suplicarle, pedirle perdón, fuerza, alivio, paz para cuantos carecen de ella.
Conocedores de vuestras limitaciones y fragilidades puede que os parezca casi imposible cumplir vuestra misión y vuestros compromisos. Recordad las palabras de Pablo: “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Flp 4,13). No dudéis, queridos hijos, de que Dios ha constituido a su Hijo Jesucristo Señor y Mesías. Jesucristo ha de ser nuestro único Señor. A Él sólo hemos de adorar. A Él únicamente hemos de amar con todo el corazón y con todo nuestro ser. Con la ordenación vais a establecer con Jesucristo una alianza y amistad eterna, hasta tal punto que, desde hoy en adelante, podréis decir con Santa Teresa: “Ya yo no quiero otro amor, pues a mi Dios me he entregado, y mi amado es para mi y yo soy para mi amado”.
La consagración a Dios se hace de una vez para siempre pero hay que renovarla cada día. Debido a nuestra fragilidad, hemos de convertirnos cada día; o lo que es lo mismo, cada día hemos de poner a punto la brújula de nuestra vida para no errar el camino. Ese modo de hacer lleva consigo el sufrimiento. Pero escuchemos de nuevo a Pablo que en su carta nos decía: “En pago, Dios proveerá todas vuestras necesidades con magnificencia, conforme a su espléndida riqueza en Cristo Jesús” (Flp 4,19). Y en el Salmo hemos cantado: “El Señor es mi Pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar: me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas” (Sal 22,1-2). Y un poco más adelante afirmaba: “Aunque camine por cañadas oscuras nada temo: tu vara y tu cayado me sosiegan” (Sal 22,4).
No hay entrega, ni fidelidad, ni amor verdadero sin servicio generoso. Cuanto más nos entregamos, cuanto mejor servimos, más sufrimos. Pero no tengáis miedo: ese es el precio que hay que pagar para acercar los hombres a Dios, para invitarles al banquete de la Palabra, de la Eucaristía, de la comunión con Dios.
Desearía que, cada uno de vosotros, queridos ordenandos, acogierais como dirigidas a vosotros estas palabras de San Ignacio a San Policarpo: “Desempeña el cargo que ocupas con toda diligencia corporal y espiritual. Preocúpate que se conserve la concordia que es lo mejor que puede existir. Llévalos a todos sobre ti, como a ti te lleva el Señor. Sopórtalos a todos con espíritu de caridad, como siempre lo haces. Dedícate continuamente a la oración. Pide mayor sabiduría de la que tienes. Mantén alerta tu espíritu, pues el espíritu desconoce el sueño. Háblales a todos al estilo de Dios. Carga sobre tí, como perfecto atleta, las enfermedades de todos. Donde hay más fatiga, también hay mucha ganancia” (Carta de San Ignacio de Antioquía a San Policarpo de Esmirna, 1,1).
Queridos todos: Dentro de unos momentos suplicaré al Señor para que derrame el Espíritu Santo sobre nuestros hermanos, con el fin de que les “fortalezca con los siete dones de su gracia y cumpla(n) fielmente la obra del ministerio”. Unámonos todos en esta oración para que estos acólitos obtengan esta nueva efusión del Espíritu Santo. Y oremos a Dios, fuente y origen de todo don, que nos conceda nuevas vocaciones al ministerio ordenado. A Él se lo pedimos de las manos de María, la Virgen del Pilar, por Jesucristo Nuestro Señor. Amén
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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