Coronación de la Mare de Déu de Gracia de Villarreal
Iglesia Arciprestal de Villarreal, 2 de septiembre de 2007
“Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1, 28). Con estas palabras del Arcángel Gabriel saludamos esta mañana con gozo desbordante y con afecto filial a la Madre de Déu de Gracia. Y con sus mismas palabras alabamos y damos gracias ante todo a Dios, proclamamos la grandeza del Señor, porque ha hecho en ella maravillas. Con este sentimiento de alegría contenida y de gratitud sentida nos disponemos a coronar su imagen en nombre y con la autoridad del Santo Padre, Benedicto XVI, y a declararla patrona ante Dios de esta querida Ciudad de Villarreal. Agradecemos de todo corazón al Santo Padre estas gracias, que nos ha concedido; y le expresamos nuestro afecto filial y nuestra cordial comunión a Él que nos preside en la fe y en la caridad. Gracias Santo Padre.
Saludo de corazón a todos cuantos os habéis unido a esta celebración: a los Sres. Párrocos de esta iglesia Arciprestal, que nos acoge, al Sr. Arcipreste y Sres. Párrocos del resto de las parroquias de la Ciudad, a los Sres. Vicarios, al resto de sacerdotes y al diácono que nos acompañan. Saludo con afecto y respeto a las muy dignas autoridades civiles, al Sr. Alcalde y a los miembros de la Corporación Municipal, al Honorable Ser. Consejero de Educación de la Generalitat Valenciana. Mi saludo a la Reina y a las Damas de las Fiesta. Y -¡cómo no!- a cuantos nos seguís desde vuestras casas por TV, muy especialmente a los enfermos y a los mayores.
La historia de Villarreal es impensable sin la Mare de Déu de Gracia. Ya desde el mismo origen de la Ciudad y a lo largo de los siglos hasta el día de hoy, la Mare de Déu de Gracia ha sido y es para los villarrealenses la Madre atenta y solícita, mediadora de todo don y de toda gracia, venerada e invocada como auxilio de los cristianos, consuelo de los afligidos y refugio de los pecadores. Ella es signo y medio permanente de la bondad de Dios para con todos vosotros. Así lo entendieron y vivieron nuestros antepasados en la fe: fue esta experiencia de la cercanía maternal de María, la que les condujo a la formulación del Voto perpetuo del pueblo de Villarreal aquel 13 de junio de 1757. Al hacerlo no sólo manifestaban su sincera gratitud a la Madre por todos los bienes recibidos a través de su intercesión, sino que también expresaba su fe viva y vivida en ella como Madre de Dios y Madre nuestra. En recuerdo del 250 Aniversario del Voto y siguiendo la estela de nuestros antepasados hoy coronamos su imagen y la declaramos Patrona de la Ciudad de Villarreal.
Al coronar su imagen, proclamamos a María, la Mare de Deu de Gracia, Reina nuestra. Sí, ella es Reina porque es la Madre de Hijo de Dios, el Rey mesiánico, cuyo reino no tendrá fin (cfr. Lc 1, 33). María es Reina, porque íntimamente unida a Cristo y a su obra redentora, nos lleva a la fuente de la Gracia (cfr. Jn 19, 26-27). María es Reina, porque ya participa plenamente de la gloria de su Hijo en cuerpo y alma y ha recibido la corona merecida (cfr. 2Tm 4,8), la corona de gloria que no se marchita, y es así nuestra esperanza (cfr. 1Pe 5, 4). María, la Madre de Dios, la Madre de la Gracia, es también nuestra Madre, la Madre de la Iglesia y de todos los creyentes que acompaña ya a la Iglesia naciente y acompaña a los creyentes de todos los tiempos en su peregrinaje por los caminos de la historia. Generación tras generación, los creyentes experimentamos su protección maternal; por ello la invocamos con confianza, la llamamos bendita entre todas las mujeres y la proclamamos Reina.
Pero no podemos separar a María de su Hijo. Su grandeza y realeza radican en ser la criatura elegida por Dios para ser Madre de su Unigénito, el Mesías y Rey. El Hijo de tu vientre le dice el Ángel “será grande, se llamará hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 30).
Gracias a María, gracias a su fe y confianza en Dios, gracias a su esperanza en el cumplimiento de las palabras del Arcángel y gracias a su gran amor, se ha podido realizar el acontecimiento más importante de la historia. Con ella se abre la puerta de la restauración humana. Por la Encarnación del Hijo de Dios en su seno virginal, Dios ha venido a nosotros, se ha hecho el Dios con nosotros, el Dios que camina a nuestro lado.
Gracias a María, la Palabra de Dios se ha hecho hombre en su seno por obra del Espíritu Santo; en su Hijo, Dios nos comunica la Verdad última y definitiva de Dios sobre sí mismo, sobre la creación y sobre el hombre: en Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre en el seno de María, Dios nos muestra su designio amoroso sobre el hombre, la historia y el mundo: no caminamos hacia la destrucción o la nada; nuestra meta no está en el disfrute de lo efímero de las cosas: Dios, que es amor, llama al hombre a la vida para hacerle partícipe de su misma vida, que es vida sin fin, que es felicidad plena. En el Verbo de Dios encarnado Dios mismo se ha unido definitivamente al hombre y a todo hombre para hacernos partícipes de la misma Vida de Dios; por su muerte y resurrección nos ha liberado de esclavitud del pecado y de la muerte y nos ha devuelto la Vida. Jesús de Nazaret, el Hijo de María, es el Camino hacia Dios y los hermanos; El es la Verdad plena sobre el mismo hombre; El es la Vida para el mundo.
Por todo esto, coronar la imagen de la Mare de Déu de Gracia es una ocasión más que privilegiada para volver nuestra mirada a Jesucristo, Redentor de todos los hombres y el único en el que podemos ser salvos, el único que tiene palabras de vida eterna.
La imagen de la Mare de Déu de Gracia tiene en su brazo a su Hijo. Acudimos a Ella porque brilla en nuestro camino, como signo de consuelo y de esperanza. Todo su gozo, gozo de madre nuestra, está en darnos a Cristo, en llevarnos hasta Jesús. En el fondo no se acude a María si no es para encontrar en Ella a Jesús y su salvación. Quien se acerca a María que nos muestra a Jesús, fruto bendito de su vientre, se acerca también al Salvador.
Es preciso que nuestra Iglesia, que nuestras comunidades cristianas y que los cristianos demos un gran paso en el acercamiento a Jesucristo, en el amor a Él, en su seguimiento, en el anuncio de su Redención. Es necesario, mis queridos hermanos y hermanas, que abramos de par en par nuestro corazón a Cristo, al Hijo de Dios, al Enmanuel, Dios-con-nosotros, que, nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros excepto en el pecado. El es la Palabra, que, encarnándose, renueva todo; el que siendo verdadero Dios y verdadero hombre, Señor del universo, es también señor de la historia, el principio y el fin de toda ella.
Esta persuasión y certeza es el eje sobre el que se debe articular nuestro proyecto de vida, de familia y de sociedad. Mirar a Jesucristo, encontrarnos con Él, identificarnos con Él, conocerle, amarle, seguirle, poner todo en relación con Él, hacer que Él esté en el centro, y que Él dé vida e ilumine todo: ése es precisamente el sentido de nuestro existir cristiano. El camino de la renovación de la Iglesia y del mundo no puede ser otro que Cristo.
De manos de María hemos de volver a la escuela de Cristo para hallar el verdadero, el pleno, el profundo sentido de palabras como paz, amor, justicia, libertad. Se hace urgente, mis queridos hermanos, un continuo esfuerzo por volver a Cristo, para que podamos tener el valor de decir sí a la vida, al respeto de la dignidad de todo ser humano, a la familia, fundada en el verdadero matrimonio, al trabajo honrado para todos, al sacrificio intenso para promover el bien común. Necesitamos volver a esta escuela de Cristo, que es conocimiento de El, que es escucha de su palabra, que es trato de amigo con El, para convertirnos a Dios, para poder decirle sí a Él, que es el camino, la verdad y la vida. Para que sea posible la edificación de la nueva civilización del amor y la construcción de la paz, sólo existe un camino: ponerse a la escucha de Cristo, dejándose empapar por la fuerza de su gracia; sólo existe una vía: volver a la escuela de Cristo.
Miremos, una vez más, a la Mare de Déu de Gracia. Escucharemos aquellas palabras que dijo a los criados en las bodas de Caná: “Haced lo que Él os diga”. Que es lo mismo que decirnos: acoged la palabra de Cristo en la fe, seguidla en la vida, haced de ella la pauta de vuestra conducta individual, familiar, social y pública. María nos remite a Jesucristo que es el único programa válido para la gran renovación de la humanidad y de la sociedad de nuestro tiempo.
La Virgen, unida estrechamente a su Hijo Jesús, señala la senda que ha de seguir el cristiano tras su Señor. Una verdadera devoción a la Virgen llevará consigo una constante voluntad de seguir sus huellas en el modo de seguir a Jesús, su Hijo y Señor. María dedicada constantemente a su Hijo, se nos propone a todos como modelo de fe, como modelo de existencia que mira constantemente a Jesucristo. Como María, el cristiano se abandona confiado y esperanzado en las manos de Dios, vive dichoso, como ella, de la fe: nada hay tan apreciable como la fe que se traduce en amor.
La Virgen María es proclamada “dichosa porque ha creído”, porque es la mujer de la fe y de la confianza en Dios. Ella se autodefine como la “humilde esclava del Señor”, y así proclama la verdad de Dios, de Dios que es grande. “María desea que Dios sea grande en su vida, que esté presente en todos nosotros. No tiene miedo de que Dios sea un ‘competidor’ en nuestra vida, de que con su grandeza pueda quitarnos algo de nuestra libertad, de nuestro espacio vital. Ella sabe que, si Dios es grande, también nosotros somos grandes. No oprime nuestra vida, sino que la eleva y la hace grande: precisamente se hace grande con el esplendor de Dios” (Benedicto XVI).
El reconocimiento de Dios y de su ley engrandece al hombre, lo enriquece; y su negación u olvido lo empequeñece y empobrece. El asunto fundamental del hombre, siempre y particularmente en nuestro tiempo, es reconocer a Dios. El verdadero drama de nuestro tiempo y la gran cuestión con la que se encuentra el hombre de Occidente es el olvido de Dios (Benedicto XVI).
En una fe como la de María es donde está el futuro del hombre, de la humanidad entera. Su confesión de fe, su entrega de fe a Dios en la Encarnación es lo que ha abierto a la humanidad entera a la gran esperanza. Cierto que “creer se ha vuelto más difícil, porque los hombres se han construido su propio mundo, y encontrar a Dios en este mundo se ha convertido en algo muy difícil” (Benedicto XVI). Por esto mismo es necesario que acudamos a María, que nos fijemos en María, la mujer creyente para descubrir la grandeza y la maravilla de la fe en Dios, de cómo el creer nos engrandece. Creer es algo bello, es algo grande, es gozoso, llena de esperanza, nos abre a una humanidad nueva hecha de hombres nuevos precisamente con el don de la fe.
Reconozcamos a Dios como lo hizo María; proclamemos, sin miedo ni temor alguno, su inmensa grandeza, su infinito poder que es su bondad y su amor misericordioso. Afirmar a Dios, reconocerle, adorarle, agradecerle y alabarle es donde radica la verdad y la grandeza del hombre. Estamos inmersos en un ambiente cultural en el que se olvida a Dios o se vive de espaldas a Él, como si no existiera. Algunos incluso abogan por la desaparición de Dios de la esfera e historia humana, y hasta postulan la erradicación de su nombre de la sociedad y de la educación. Lo que está en juego en nuestro tiempo es un mundo con Dios o sin Él. Lo más grave que puede pasar al hombre y a nuestra civilización es el olvido o el rechazo de Dios. La suerte del hombre está en Dios, como canta María en el Magníficat. Somos de Dios, creación suya, estamos en sus manos, El nos guía en la historia y ensalza de nuestra postración. Él nos ha redimido, nos salva y nos ama con amor perpetuo, con misericordia y compasión sin límite. En Él está la vida eterna, nuestra vida plena, la felicidad y la alegría, el futuro y la meta. Somos de Él y para Él. El corazón humano trata en vano de extraer vida de otras fuentes pero, en realidad, se destruye, como demuestran tantos signos de nuestro tiempo. En la ausencia de Dios se funda la crisis de nuestra cultura y de nuestra civilización, la de la sociedad y aun de sectores eclesiales.
Sólo se superará esta crisis si desaparece ese silencio y ausencia de Dios, si se le devuelve a Dios el lugar vital y central que le corresponde en el corazón, en el pensamiento y en la vida del hombre, como lo vemos en la persona y vida de la Virgen María, como refleja en su canto del Magníficat. Dios fue el centro de su vida, fue todo para Ella: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Así de Ella, por ese confiarse a Dios, nació el Salvador, el que es Luz de las gentes, Redentor único, Camino, Verdad y Vida, reconciliación y paz, el que trae el verdadero y profundo cambio, la transformación más honda y verdadera de nuestro mundo.
A partir de la fe en Dios, “debemos encontrar los caminos para encontrarnos en la familia, entre las generaciones y también entre las culturas y los pueblos, entre los caminos de la reconciliación y de la convivencia pacífica en este mundo, y los caminos que conducen hacia el futuro. y estos caminos hacia el futuro no los encontraremos si no recibimos la luz desde lo alto” la que viene de Dios (Benedicto XVI).
Queridos hermanos. Nuestra devoción a María, la Mare de Déu de Gracia será auténtica si de manos de María acogemos a Dios, a Cristo y su Evangelio en nuestra vidas, si participamos en la vida de la comunidad eclesial, si damos testimonio público de nuestra fe en defensa del hombre, de su dignidad, de su verdadero ser y de su verdadero destino. Nuestra devoción a la Virgen de Gracia será sincera si descubrimos en María la primera discípula del Señor y seguimos sus pasos. María es el modelo de quienes en la Iglesia se ponen en camino para llevar la luz y la alegría de Cristo a los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos.
Miremos, hermanos, a María. Ella es la estrella que nos guía en el peregrinaje de nuestra vida. Ella es la causa de nuestra alegría; su gloria es aliento para nuestra esperanza. Su fe y obediencia a la Palabra de Dios, que se hace carne en su seno virginal, el modelo y camino para llegar a la meta prometida. Ella es nuestra intercesora ante el Padre, el Hijo y el Espíritu. Acudamos a ella en todos los momentos de nuestra vida, en el dolor y en la enfermedad, en las alegrías y en las penas. Ella nos remite a su Hijo muerto y resucitado, el Evangelio de la esperanza.
Que la Mare de Déu de Gracia os arraigue en la fe y en la vida cristiana a los niños y a los jóvenes, a los matrimonios y a las familias. Que Ella os proteja en vuestras necesidades y sufrimientos. Que Ella os ayude a mantener vivas las raíces cristianas de este Pueblo de Villarreal, que a partir de hoy la proclama como Reina y Patrona. Amen.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!