Fiesta de la Virgen de la Cueva Santa
S.I. Catedral de Segorbe – 2 de septiembre de 2007
Amados hermanos y hermanas en el Señor!
Un año más el Señor nos convoca a esta Eucaristía en honor de nuestra Patrona, la Virgen de la Cueva Santa. Os saludo de corazón a todos cuantos habéis acudido a esta celebración para así mostrar vuestro sincero amor de hijos a la Virgen Madre. Saludo cordialmente al Ilmo. Cabildo Catedral y a los sacerdotes concelebrantes, a toda la Ciudad de Segorbe, al Sr. Alcalde y a la Corporación Municipal, a las autoridades que nos acompañan, a las Reinas Mayor e Infantil de las Fiestas y a sus damas.
Si hoy hemos acudido a esta Eucaristía, es porque estamos convencidos de que María, la Madre del Hijo de Dios, es también nuestra madre y mediadora de todas las gracias. María es siempre la Madre buena que acoge, que espera, que siempre tiene en sus labios la palabra oportuna o el silencio elocuente. Y, en verdad, que la necesitamos a Ella, su palabra, su aliento y su ejemplo.
Somos hombres y mujeres de la época de la técnica, del progreso científico, de los grandes avances y descubrimientos. Pero al mismo tiempo damos la impresión de andar por la vida como huérfanos de padre y madre, y, por lo mismo, desorientados, aturdidos, inseguros y desesperanzados. Nuestro mundo se parece con mucha frecuencia a un desierto donde se ceba la soledad, la amargura, del sinsentido. Nuestro mundo no por más desarrollo material y bienestar social es por ello más humano. Es la consecuencia de haber aparcado a Dios de nuestras vidas. Si María fue elegida para ser Madre de Dios, para hacer que Dios pudiera poner su tienda en medio de nuestro campamento, a Ella tenemos que acudir para que lo devuelva a nuestros corazones, a nuestras familias, a nuestra sociedad, a fin de que el desierto que padecemos se torne pronto en vergel frondoso.
María es la Madre. Acudimos hoy a Ella para pedirle que avive nuestra fe, nos fortaleza en la esperanza y nos aliente en la caridad. Porque Ella es un ejemplo de estas tres virtudes tan necesarias para todo cristiano.
La Iglesia hace suyas las palabras de Isabel del Evangelio de hoy y proclama de María esta alabanza: “Dichosa tú que has creído, porque se cumplirán en ti las palabras que el Señor te ha dicho” (Lc 1,45). Grande fue la fe de la Virgen que creyó sin dudar el mensaje del Arcángel Gabriel. María, desde su libertad y humildad, está abierta al designio de Dios, se fía plenamente de su palabra; cree que será la Madre del Salvador sin perder la virginidad; ella, la mujer humilde que se sabe deudora de su ser, cree que será verdadera Madre de Dios, que el fruto de su seno será realmente el Hijo del Altísimo. María se adhiere desde el primer instante con todo su ser al plan de Dios sobre ella, que trastorna el orden natural de las cosas: una virgen madre, una criatura madre del Redentor. María creyó cuando el ángel le habló, y sigue creyendo aún cuando el ángel la deja sola, y se ve rodeada de las humildes circunstancias de una mujer cualquiera que está para ser madre.
Pero María, la mujer creyente, avanzó en la peregrinación de la fe. Ni el designio de Dios sobre ella, ni la divinidad de su Hijo le fueron totalmente manifiestos; ella tuvo que fiarse de la palabra de Dios. Ella vive apoyándose en la palabra de Dios. El designio de Dios se le oculta a veces bajo un velo oscuro y desconcertante. Así la extrema pobreza en que nace Jesús, la necesidad de huir al destierro para salvarle de Herodes, las fatigas para proporcionarle lo estrictamente necesario, su sufrimiento al pie de la Cruz. María, aunque no entendía muchas cosas, no dudó que aquel niño débil e indefenso, era el Hijo de Dios. Creyó y se fió siempre, aun cuando no entendía el misterio.
La Virgen María vivió de la esperanza: en ella se compendian todas las esperanzas de Israel: todos los anhelos y los suspiros de los profetas resuenan en su corazón. Nadie esperó la Salvación, más que ella, y en ella precisamente comienzan a cumplirse las promesas divinas.
En el Magnificat encontramos una expresión que revela la actitud interior con que María vive su fe desde la esperanza: «Proclama mi alma la grandeza del Señor … porque ha mirado la humillación de su esclava”. María sabe que sin Dios nada es, y se arroja en los brazos de Dios con la más intensa esperanza en su socorro. Nadie mejor que María tuvo el conocimiento concreto de su propia nada; ella sabe bien que todo su ser volvería a caer irrevocablemente en la nada, si Dios no la sostuviese en todo momento. Sabe que todo lo que es y lo que tiene, no proviene de ella sino de Dios, que todo cuanto es, es puro don del amor gratuito de Dios, fruto de su gracia. La gran misión, para la que ha sido elegida, los extraordinarios privilegios con los que ha sido adornada por el Altísimo, de ningún modo le impiden ver y sentir su ‘bajeza’.
Pero esto lejos de desanimarla, de llevarla a sublevarse ante Dios, de intentar independizarse de Dios, le sirve de motivo para arrojarse en los brazos de Dios. Cuanto más es consciente de su nada, más se eleva su alma en la esperanza; porque es verdaderamente pobre de espíritu, no pone su confianza en sus recursos, en su capacidad, en sus méritos. Pone en Dios toda su confianza, y Dios que rechaza vacíos a los ricos y llena de bienes a los necesitados, ha saciado su hambre, ha escuchado sus esperanzas, cumpliendo en ella las esperanzas de su pueblo. La esperanza de María fue fuerte y total, precisamente en los momentos más difíciles de su vida: en el intento de abandono de José, en la huída a Egipto o a los pies de la Cruz.
María es la llena de gracia, la predilecta del amor de Dios, ella es la elegida por puro amor y gratuidad divinos para ser la Madre del Salvador. Y ella supo responder a este amor de Dios con su amor entregado, con un ejercicio activo y constante de caridad. Ella entrega su persona totalmente a Dios. El mérito de María es saber responder con amor entregado y fiel a los dones recibidos de Dios. “He aquí la Esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra”. La voluntad divina, a veces oscura y misteriosa, la encuentra siempre pronta para una perfecta adhesión. El fiat pronunciado en la Anunciación es la actitud constante de su corazón consagrado del todo al Amor.
La caridad a Dios, de que María estaba llena, la llevaba a darse, con un mismo acto de amor a Cristo y a los hombres. El mismo amor que la une al Hijo le impulsa a amar a los hermanos. Esta es la característica del verdadero amor de Dios: quien lo posee, se abre para que el amor de Dios pueda llegar a los otros. Por amor se pone María de camino para visitar a su prima Isabel; el amor le lleva a percibir y atender con prontitud la necesidad de los novios de Caná. Por amor se entrega como madre de los discípulos y de la Iglesia al pie de la cruz.
Maria, hermanos, nos enseña a creer en nuestra vocación cristiana, en nuestra llamada a participar de la vida más plena: la vida misma de Dios. María nos enseña a acoger con fe el don de Dios y a seguir creyendo, incluso en los momentos de oscuridad, en la dificultad, en nuestros miedos. Dios es fiel a su palabra: nos podemos fiar de él. La Santísima Virgen María fue dichosa por haber creído. Ella es Madre de los creyentes; la mujer fiel que vive de la fe: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Nosotros con Ella, nos hemos de sentir también inmensamente dichosos porque creemos. ¡Qué dicha, qué felicidad tan grande la de la fe! ¡Qué don tan grande el ser parte de la Iglesia! ¿Qué sería de nosotros, qué sería de nuestro pueblo sin la fe? ¿Qué sería de nosotros sin la Iglesia?
No sabemos bien lo que tenemos con la fe. Seríamos, con toda certeza, otra cosa sin la fe; e igualmente seríamos otra cosa sin la Virgen María. ¡Cómo lleva Segorbe en su corazón el amor a María, la Virgen de la Cueva Santa. A pesar de la secularización imperante, permanece en lo más vivo y hondo de este noble pueblo un sentido religioso y una confianza grande en la protección materna de María. Acudís a Ella porque brilla en nuestro camino, como signo de consuelo y de esperanza. Ella es la Madre de Jesús, y todo su gozo, gozo de madre nuestra, está en llevarnos hasta Jesús. En el fondo no se acude a María si no es para encontrar en Ella a Jesús y su salvación. Cuando le cantamos le rezamos la popular Salve le pedimos que nos muestre a Jesús, en quien está la salvación.
La Virgen, hermanos, nos ofrece a su Hijo y nos invita a creer en El como el Maestro de la Verdad y el Pan de vida. Por eso las palabras de María en Caná “haced lo que El os diga” (Jn 2,5) constituyen también hoy el núcleo de la nueva Evangelización. Se trata de hacer vida la fe y la esperanza que profesamos, y cumplir los mandamientos del Señor, que tienen en el precepto del amor a Dios y al hermano, el centro de la identidad cristiana.
Nuestra Iglesia diocesana y cuantos la formamos estamos llamados a anunciar con renovado ardor a Jesucristo para que su mensaje de salvación penetre en las conciencias y en la vida de todos, convierta los corazones y renueve las estructuras de nuestra sociedad. Estamos llamados a anunciar y trabajar por el Reino de Cristo, “Reino de la verdad y de la vida, de la santidad y la gracia, de la justicia, del amor y de la paz”. Para ello María nos ofrece a Cristo como fundamento de unidad, de paz y convivencia fraterna en nuestra sociedad; convivencia que requiere la práctica de la justicia social y la solidaridad con los más pobres. En la sociedad actual están en juego muchos valores que afectan a la verdad y dignidad de la persona humana; la defensa y promoción de estos valores depende en gran parte de la fe y de la coherencia de los cristianos con las verdades que profesamos.
La devoción a la Virgen de la Cueva Santa está profundamente arraigada en vosotros. Para que esta devoción no se quede en mero sentimiento intimista o en mera tradición, nuestro recuerdo y veneración de la Virgen piden que vivamos y testimoniemos de uno modo claro y coherente nuestra fe en Cristo en el seno de nuestra comunidad eclesial. Nuestra devoción mariana nos llama a vivir y manifiestar nuestra identidad cristiana en un mundo cada vez mas secularizado y consumista, desesperanzado e insolidario. Nuestra devoción a la Virgen ha de favorecer a la vez la práctica personal, comunitaria y familiar de las virtudes cristianas.
Pidamos al Señor por la intercesión de la Virgen, Nuestra Señora de la Cueva Santa, que nos conceda la gracia de ser fieles a la fe, firmes en la esperanza y generosos en la caridad para ser como María verdaderos testigos de Cristo y de su Evangelio. Que la participación en esta Eucaristía sirva, hermanos, a nuestra renovación personal y comunitaria en la fe, en la esperanza y en la caridad. ¡Pido a la Virgen de la Cueva Santa que nos enseñe y ayude a acoger a Dios y a Cristo Jesús, el Hijo de Dios y de Maria, en nuestra existencia, en la vida pública y en la vida privada! ¡Que María, la Virgen de la Cueva Santa, nuestra Patrona, nos siga alentando a todos para vivir con fidelidad nuestro ser cristiano! ¡Que la Virgen de la Cueva Santa nos proteja a todos y a nuestra Ciudad en nuestro peregrinar por los caminos de la vida! Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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