Año Mariano del Lledó – Antes del retorno de la imagen
HOMILIA EN LA MISA ANTES DE RETORNO DE LA MARE DE DÉU AL SANTUARIO DE LLEDÓ
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Castellón, S. I. Con-catedral, 8 de mayo de 2008
(Hech 1, 13-14; Jn 19, 26-27)
Amados hermanos y hermanas en el Señor:
“Todos (los apóstoles) hacían constantemente oración en común con las mujeres, con María, la Madre de Jesús, y con sus hermanos” (Act 1, 14). Siguiendo el ejemplo de la iglesia naciente, también esta tarde todas las parroquias de Castellón, la Iglesia del Señor en la Ciudad, nos hemos reunido con María, la Mare de Deú, para la Eucaristía, la oración por excelencia de la Iglesia. Antes del retorno de la Mare de Déu al santuario queremos dar gracias a Dios, fuente de todo don, por la gracias recibidas a través de la Mare en estos días de su gozosa presencia en esta S.I. Con-Catedral. Lo he experimentado personalmente, lo he visto en vuestros rostros y lo he oído de vuestros labios. Sí: han sido de verdad días de gozo y de gracia para niños, adolescentes y jóvenes; para matrimonios y familias; para los mayores y para los enfermos: los numerosas personas que con fe y devoción se han acercado a la Mare de Déu para rezarla, para celebrar la Eucaristía y el sacramento de la Penitencia, para pedirla en su necesidad no se han visto defraudadas.
Con la Mare de Déu y a ella queremos rezar esta tarde de modo especial por nuestras comunidades parroquiales, por sus sacerdotes y por todos sus fieles. Próxima ya celebración de Pentecostés, unidos como los Apóstoles a la Mare y en ella a su Hijo, al Hijo de Dios, pedimos que nuestras parroquias se dejen fortalecer por el Espíritu Santo, para ser en verdad comunidades vivas y evangelizadoras, para que -como San Pablo- pese a la adversidad y la hostilidad sigan dando testimonio de Jesucristo y de su Evangelio-, en el barrio y en la ciudad.
Alentados por la protección amorosa de la Mare de Déu miramos esta tarde con fe y esperanza al futuro. Sabemos que el Señor Jesús está por su Espíritu siempre en medio de nosotros.
En el seno de la Iglesia diocesana, vuestras parroquias son y están llamadas a ser ámbito de comunión y de misión. Formadas por piedras vivas, cuya piedra angular es Cristo, son en los barrios signo de la presencia divina, ámbito donde Dios sale al encuentro de los hombres y mujeres, para comunicarles su vida de amor que crea lazos de comunión fraterna entre ellos. “Que todos sean uno, como tú, Padre y yo somos uno, para que el mundo crea que tu me has enviado”. Es Dios Padre quien, habitando entre los suyos y en su corazón, hace de ellos su santuario vivo por la acción del Espíritu Santo.
La parroquia será viva y estará unida en la medida en que viva fundamentada y ensamblada en Cristo, piedra angular; la comunidad parroquial será iglesia viva si por sus miembros corre la savia de la Vid que es Cristo, que genera comunión de vida y de amor con Dios y con los hermanos. En la parroquia, el Espíritu actúa especialmente a través de los signos de la nueva alianza, que ella ofrece: la Palabra de Dios y los sacramentos, especialmente la Eucaristía.
La Palabra de Dios, proclamada y explicada con fidelidad a la fe de la Iglesia y acogida con fe y con corazón disponible, nos llevará al encuentro gozoso con el Señor, Camino, Verdad y Vida. Él es la luz, que ilumina el camino de nuestra existencia, que nos fortalece, nos consuela y nos une. La proclamación y explicación de la Palabra en la fe de la Iglesia, la catequesis y la formación que se imparte en los distintos grupos no sólo deben conducir a conocer más y mejor a Cristo y su Evangelio, las verdades de la fe y de la moral cristianas; siguiendo el ejemplo de María nos han de llevar ayudar a todos y a cada uno a la adhesión personal a Cristo y a su seguimiento gozoso en el seno de la comunidad eclesial.
Seguir a Jesucristo nos impulsa a vivir unidos en su persona y su mensaje evangélico en la tradición viva de la Iglesia. La Palabra de Dios, además de ser escuchada y acogida con docilidad, ha de ser puesta en práctica (cf. Sant 1, 21-ss). Ella hace posible, por la acción de Dios, hombres nuevos con valentía y entrega generosa.
En la comunidad parroquial, Dios se nos da también a través de los Sacramentos. Al celebrar y recibir los sacramentos participamos de la vida de Dios; por los Sacramentos se alimenta y reaviva nuestra existencia cristiana, personal y comunitaria; por los Sacramentos se crea o se acrecienta y se fortalece la comunión con la parroquia, con la Iglesia diocesana y con la Iglesia Universal.
Entre los sacramentos destaca la Eucaristía. Es preciso recordar una y otra vez que la Eucaristía es el centro y el corazón de toda la vida de la comunidad y de todo cristiano. Toda la parroquia y cada cristiano han de vivir desde Eucaristía: “Sería un engaño pernicioso querer tener un comportamiento de acuerdo con el Evangelio sin recibir su fuerza de Cristo en la Eucaristía, sacramento que él instituyó para este fin. … La Eucaristía da al cristiano más fuerza para vivir las exigencias del evangelio…”. (Juan Pablo II, Aud. Gen., 12.5.1993).
Sin participar asiduamente en la Eucaristía es imposible permanecer fieles en la fe y en la vida cristiana. Como un peregrino necesita la comida para resistir hasta la meta, de la misma forma quien pretenda ser cristiano necesita el alimento de la Eucaristía. El domingo es el momento más hermoso para ir, en familia, a celebrar la Eucaristía unidos en el Señor con la comunidad parroquial. Los frutos serán muy abundantes: de paz y de unión familiar, de alegría y de fortaleza en la fe, de comunidad viva y evangelizadora.
La participación sincera, activa y fructuosa en la Eucaristía nos lleva necesariamente a vivir la fraternidad con los hermanos, nos lleva a la solidaridad con los necesitados. “Si nuestro culto eucarístico es auténtico, debe hacer aumentar en nosotros la conciencia de la dignidad de todo hombre. La conciencia de esta dignidad se convierte en el motivo más profundo de nuestra relación con el prójimo” (Juan Pablo II, Domenicae Cenae, 15). Los pobres y los enfermos, los marginados y los desfavorecidos han de tener un lugar privilegiado en la Parroquia. A ellos se ha de atender con gestos que demuestren, por parte de la comunidad parroquial, la fe y el amor en Cristo.
El Sacramento de la Penitencia será aliento y esperanza en vuestra experiencia cristiana. La humildad y la fe van muy unidas. Sólo cuando sabemos ponernos de rodillas ante Dios por el sacramento de la confesión y reconocemos nuestras debilidades y pecados podemos decir que estamos en sintonía con el Padre “rico en misericordia” (Ef 2,4). En el sacramento de la Penitencia se recupera y se fortalece nuestra comunión con Dios y con la comunidad eclesial; la experiencia del perdón de Dios, fruto de su amor misericordioso, nos da fuerza para la misión, nos empuja a ser testigos de su amor, testigos del perdón.
La vida cristiana, personal y comunitaria, se debilita cuando estos dos sacramentos decaen. Si queremos ser evangelizadores auténticos en este momento no podemos anunciar a Jesucristo sin la experiencia profunda de estos dos sacramentos. Un creyente que no se confiesa con cierta frecuencia y no participa en la Misa dominical, pronto se apartará de Cristo y con el tiempo se convierte en un cristiano amorfo. Su fe se esfuma, se queda sin consistencia.
Regenerados por la Palabra y los Sacramentos os convertiréis en ‘piedras vivas’ del edificio espiritual, que forma una comunidad cristiana, una comunidad entroncada en Cristo. Es decir: una comunidad que acoge y vive a Cristo y su Evangelio; una comunidad que proclama y celebra la alianza amorosa de Dios; una comunidad que aprende y ayuda a vivir la fraternidad cristiana conforme al espíritu de las bienaventuranzas; una comunidad que ora y ayuda a la oración; una comunidad en la que todos sus miembros se sienten y son corresponsables en su vida y su misión al servicio de la evangelización en una sociedad cada vez más descristianizada; una comunidad que es fermento de nueva humanidad, de transformación del mundo, de una cultura de la vida y del amor, de la justicia y de la paz.
Miremos a María, la Mare de Déu del Lledó. Desde la Cruz, Jesús nos la da, en la persona de Juan, como Madre de todos los creyentes. ‘Mujer ahí tienes a tu hijo‘, dice a María. Y a Juan ‘Ahí tienes a tu Madre’ (cf. Jn 19, 26-27). María es la Madre de la Iglesia, ella es nuestra madre, ella es la madre de cada comunidad parroquial. La Virgen Madre nos une en Cristo, nos protege, nos acompaña y nos alienta en nuestro caminar. Ella nos enseña a acoger a Jesús y su Palabra, ella nos muestra el camino de la adhesión personal y del seguimiento fiel, ella nos enseña a ofrecer a Cristo a todos los hombres.
¡Acerquémonos, hermanos, con corazón bien dispuesto a la mesa de la Eucaristía! ¡De manos de Mare de Deú, la mujer eucarística, acojamos a Cristo, alimento de vida cristiana y fuente de comunión con Dios y con los hermanos! Él nos fortalece y nos envía a ser testigos de su amor, constructores de fraternidad, de justicia y de paz. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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