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Fiesta de la Presentación del Señor

2 de febrero de 2007/0 Comentarios/en Homilías 2007/por obsegorbecastellon

Castellón, Santa Iglesia Concatedral – 2 de febrero de 2007

Amados hermanos y hermanas en nuestro Señor Jesucristo.

Os saludo de corazón a todos en la Fiesta de la Presentación del Señor. De modo especial os saludo a vosotros, queridos consagrados y consagradas, en la Jornada de la Vida Consagrada. Nuestra Iglesia diocesana de Segorbe-Castellón, en unión con la Iglesia universal, da gracias a Dios hoy por todos vosotros y por la diversidad de carismas de vuestros institutos: sois verdaderos dones del Espíritu Santo con los que Dios enriquece a nuestra Iglesia. Con vosotros y con vosotras oramos hoy al Señor para que por la fuerza del Espíritu os mantengáis fieles a vuestra consagración siguiendo al Señor obediente, virgen y pobre al servicio siempre de la Iglesia y de la humanidad.

“De pronto vendrá a su templo el Señor, a quien vosotros buscáis; el ángel de la alianza a quien tanto deseáis” (Mal 3, 1). Estas palabras del Profeta Malaquías en la primera lectura anuncian la llegada del Señor al templo para encontrarse con su pueblo y, a la vez, el deseo del pueblo de encontrarse con su Señor. El evangelio de Lucas narra el cumplimiento histórico de la profecía de Malaquías en la presentación del Señor en el templo. Cuarenta días después de su nacimiento, Jesús es presentado y consagrado a Dios por María y por José, según las prescripciones de la ley mosaica para el nacimiento de todo primogénito (cf. Ex 13, 2).

El cumplimiento fiel de la ley es la ocasión del encuentro de Jesús con su pueblo, que lo busca y lo espera con fe. Jesús es reconocido y acogido, pero no por todos. Sólo aquellos que confían en Dios y esperan su promesa, es decir, los pobres, los humildes y los sencillos de corazón saben reconocerlo y acogerlo: Simeón, “hombre honrado y piadoso que aguardaba el consuelo de Israel” (Lc 2, 25), y la profetisa Ana, que vivía en la oración y penitencia. Simeón, iluminado por el Espíritu Santo, reconoce en aquel niño al Mesías, al Salvador prometido, a la luz para alumbrar a todas las naciones, y bendice a Dios. Ana da gracias a Dios y habla del niño con entusiasmo “a todos los que aguardan la liberación de Israel” (Lc 2,32).

Al recordar hoy la presentación de Jesús en el templo de Jerusalén, la Palabra de Dios nos exhorta a que avivemos nuestro deseo de encuentro con el Señor presente en medio de nosotros, en nuestra historia, y a que lo acojamos con fe. Así lo hemos expresado al inicio de la celebración, caminando con las candelas encendidas hasta el altar. El Señor sale de nuevo a nuestro encuentro en su Palabra y, sobre todo, en la Eucaristía, presencia eminente suya entre nosotros. Él se nos ofrece para unirse mística, pero realmente con nosotros; Él nos ofrece su luz para iluminar nuestros caminos, nos ofrece su propia vida para hacernos partícipes del amor de Dios.

Así lo expresa el anciano Simeón. “Mis ojos han visto a tu Salvador… luz para alumbrar a las naciones…”. Aquel Niño es el Salvador prometido y esperado, la Luz de Dios, que alumbra a las naciones, la Luz de Dios para toda la humanidad. Cristo manifiesta a los hombres el verdadero rostro de Dios. Dios es Amor. San Agustín lo dirá muy hermosamente respecto de la Trinidad: la historia amorosa de un eterno Amante (el Padre), hacia un eterno amado (el Hijo), en un terno Amor (el Espíritu). Dios es amor misericordioso, que crea al hombre por amor y para el amor; Dios es vida y quiere hacernos partícipes de su misma vida divina intratrinitaria, comunión de vida y de amor.

De este modo, Cristo nos revela el verdadero rostro del hombre: Él nos revela nuestro origen, nuestra meta y el camino para lograr la verdadera humanidad. Y estos no son otros sino Dios, su amor, manantial de amor para los hombres y fuerza para el amor humano y fraterno.

Como Simeón o Ana hemos de tener la mirada y el corazón bien abiertos, para ver en Jesús y en su amor total, fiel y obediente hasta la muerte, la respuesta de Dios a la milenaria búsqueda de los hombres: a su búsqueda de sentido, de amor, de vida y de felicidad. La carta a los Hebreos lo expresa con toda claridad: Cristo por su oblación amorosa y obediente al Padre hasta la muerte, nos libera del terror del pecado y de la muerte que nos esclavizan. En nuestros intentos de buscar la felicidad, la vida y la propia realización, los humanos vivimos con miedo al fracaso. En la raíz de todos nuestros miedos está una falsa imagen de Dios y el temor a no alcanzar la vida y la felicidad. Eso nos lleva tantas veces a mendigar seguridades fuera de Dios y a buscar la vida fuera de El. Así acabamos esclavos de todo lo que pretende darnos una seguridad imposible. Nos cerramos a Dios y a su amor, y ello nos lleva a cerrarnos al otro: así nos aferramos a nuestros horizontes limitados y a nuestros egoísmos, a nuestro afán desordenado de autonomía personal al margen del designio de Dios, al goce efímero de nuestro cuerpo o a la posesión insaciable de bienes materiales. A partir de esta esclavitud se comprenden las demás esclavitudes humanas. Los intentos de liberación que no vayan a esta raíz no harán sino cambiar el sentido de la esclavitud.

Jesucristo es nuestro Salvador; y lo es precisamente porque ha ido más allá de proyectos humanos al margen de Dios. Él mismo, se ofrece en obediencia al Padre por amor a Él y a los hombres, y no rehuye pasar por el sufrimiento y la muerte para recuperarnos el Amor y la Vida de Dios. Muriendo y resucitando nos libera del pecado y de la muerte. Liberados del pecado y de la muerte, en Cristo todos podemos ser libres, podemos vivir la libertad de los Hijos de Dios, en obediencia al designio de Dios, en el amor gratuito y oblativo, en el abandono a su providencia. En Él podemos amar a Dios y a los hombres, vivir en la comunión de vida trinitaria y en la comunión fraterna con los hermanos, siendo desde ahí generadores de comunión entre los hombres. En Cristo podemos esperar sin miedos y sin necesidad de buscar seguridades humanas, que serán siempre limitadas.

 

En la oración colecta hemos pedido la gracia de presentarnos también nosotros al Señor “plenamente renovados en el espíritu”, conforme al modelo de Jesús. De modo particular vosotros, religiosos, religiosas y miembros de institutos seculares, estáis llamados a participar en este misterio del Salvador. Es misterio de oblación, en el que se funden indisolublemente la gloria y la cruz. Hoy celebramos en toda la Iglesia una singular presentación, un singular “ofertorio”, en el que vosotros, hombres y mujeres consagrados, renováis espiritualmente vuestra oblación a Dios en bien de la humanidad. Al hacerlo, nos ayudáis a los cristianos y a las comunidades eclesiales a crecer en la dimensión oblativa que nos constituye, edifica e impulsa por los caminos del mundo.

La fiesta de la Presentación os invita a los consagrados a fijar de nuevo la mirada en Jesús, para convertiros a Él, para crecer en fe y confianza, sabiendo que Él navega con nosotros en medio de las vicisitudes de la vida. Lo decisivo ante la dificultad es la fe gozosa y la adhesión apasionada a Jesucristo. Lo decisivo en todo momento es confiar plenamente en el Señor y vivir con radicalidad la consagración al Señor. Por vuestra vocación y especial consagración estáis llamados a caminar con Cristo y desde Cristo en la familia de vuestra comunidad siendo “huellas de la Trinidad en la historia”, como reza el lema de este año.

El Señor os llama a vivir unidos a Él y caminar como hermanos con Él, para ser luz que alumbre las tinieblas de nuestro mundo; estáis llamados a ser testigos vivos de Dios Amor para un mundo que parece empecinado en vivir de espaldas a Dios; sois la luz puesta en lo alto del monte para que alumbre las tinieblas de nuestro mundo y sea faro y norte a donde dirigir los pasos del hombre de hoy. Estáis llamados a vivir, sencillamente, lo que sois: signo perenne de la vocación más íntima de la Iglesia, recuerdo permanente de que todos estamos llamados a la santidad, a la unión con Dios en la perfección del amor a Dios y a los hermanos.

El alma de la vida religiosa es tener a Cristo como plenitud de la propia vida, de forma que toda la existencia sea entrega sin reservas a Él. Dejad que Cristo viva en vosotros y vosotras, seguidlo dejándolo todo, seguid sin condiciones al Maestro, fiaros en todo momento de Él, dedicad toda vuestra vida, vuestro afecto, vuestras energías, vuestro tiempo, a Jesucristo, y en Él, al Dios y Padre de todos. Vivid esa entrega sin dejar que ninguna duda ni ambigüedad sobre el sentido y la identidad de vuestra consagración os perturbe.

Esta es la sustancia de la vida consagrada. A ella habréis de volver una y otra vez, para que vuestra vocación, vuestra consagración, sea una fuente de gozo radiante y completo. Cuando queremos definirnos sólo por lo que hacemos y olvidamos esto que es sustancial, la propia vida no es capaz de mantenemos en la alegría de Cristo; y la misma consagración, expresada en diversas formas en los votos, se desvirtúa y termina perdiendo sentido. En los tiempos de cambios profundos y, a veces, de desconcierto en que vivimos, recordad que ni sois extraños ni inútiles en la ciudad terrena.

Con vuestra vida de castidad, estáis anunciando y testificando el amor y la entrega al Reino de Dios como valor absoluto y definitivo. Con vuestra vida de pobreza, anunciáis a Dios, Padre de todos, y apuntáis hacia una comunidad humana más fraterna, al servicio de la dignidad y la dicha de todos, donde el poder y acaparar sean sustituidos por el compartir. Con vuestra vida de obediencia, anunciáis que la vida del ser humano encuentra su realización plena en el cumplimiento de la voluntad de Dios.

Por todo ello, junto con todos vosotros y vosotras, pido al Señor que os dé la fuerza para permanecer fieles al don y al carisma que habéis recibido de vuestros fundadores o fundadoras; para que sigáis siendo testigos vivos de Dios-Amor en medio de nuestro mundo; para que, a través de vuestro ser más íntimo, viváis en el corazón de la Iglesia diocesana. Es en la comunión de la Iglesia diocesana y con su Pastor, el Obispo, donde se concreta y vive vuestra comunión con la Iglesia universal; de lo contrario, vuestra comunión eclesial se vuelve abstracta y se difumina. Si de todo fiel se pide un obsequio religioso al Magisterio eclesial, cuanto más de los consagrados. ¡No os dejéis perturbar por muestras de desafección hacia los Pastores de la Iglesia! Éstas además de herir la unidad de la Iglesia, debilitan vuestra consagración, vuestra comunión y vuestra misión. Encarnad en la Iglesia el radicalismo de los consejos evangélicos, para que seducidos por Jesús, os entreguéis al servicio de los hombres. ¡Que la Virgen Maria, fiel y obediente esclava del Señor, os ayude, os proteja y os lleve a Cristo! Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Eucaristía en rito mozárabe

28 de enero de 2007/0 Comentarios/en Homilías 2007/por obsegorbecastellon

S, I. Catedral de Segorbe, 28.01.2007

 

“¿Acaso no lo sabes, es que no lo has oído? El Señor es un Dios eterno y creó los confines del orbe. No se cansa, no se fatiga, es insondable su inteligencia. El da fuerza al cansado, acrecienta al inválido… los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas” (Is 40, 27-31). Al celebrar hoy esta Eucaristía en rito hispano-mozárabe, el profeta Isaías, como ya lo hiciera con el pueblo de Isarel en el exilio, nos exhorta a reavivar nuestra memoria en la fidelidad de Dios y a analizar nuestra fidelidad a Dios en la fe y vida cristiana personal y comunitaria para fortalecer así nuestra esperanza en el momento presente. También a nosotros, como a aquellos cristianos mozárabes, antepasados nuestros en la fe, nos toca vivir tiempos de especial dificultad en la vivencia de nuestra fe: son tiempos de apostasía silenciosa de muchos y de apostasía formal de otros, provocada tal vez por nuestra tibieza, pero alentada, sobre todo, por la propaganda de desafección a la fe cristiana y a la Iglesia así como el acoso programado y dirigido contra el cristianismo en nuestra patria.

Nuestra fe se fortalece haciendo memoria de los beneficios recibidos de Dios. “El es el origen, guía y meta del universo. A Él la gloria por los siglos. Amén” (Rom 11, 36). Hemos de recordar los bienes recibidos de Dios en nuestro Señor Jesucristo y entonar un canto de alabanza y de acción de gracias. Pero nuestra alabanza y agradecimiento a Dios por todo lo que de Él hemos recibido, han de suscitar en nosotros más fe y confianza, más esperanza y más amor hacia El; un amor que nos confirme en la fidelidad en el camino de nuestra fe en el seno de nuestra Iglesia.

Y esto se hace recordando la presencia del Señor en medio de nosotros, en nuestra Iglesia y en nuestra vida de cristianos, personal y familiar, privada y pública. Miramos hacia el pasado para despertar y percibir con más fuerza la fidelidad de Dios en el presente. “Traed a la memoria los días pasados, en que después de ser iluminados, hubisteis de soportar un duro y doloroso combate… No perdáis ahora vuestra confianza”. Así nos exhorta el autor de la carta a los Hebreos (10, 32-ss). “Acordaos de vuestros dirigentes, que os anunciaron la palabra de Dios, y considerando el final de su vida, imitad su fe” (Heb 13, 7). Esta es la memoria que nos salva de “dejarnos seducir por doctrinas varias y extrañas” (Heb 13,9); esta memoria nos “fortalece el corazón” (ibid.).

Los pueblos como las personas tienen memoria; y ésta reside en su corazón. Los pueblos, como María, guardan las cosas en su corazón. La celebración de hoy nos invita a recordar fielmente al Señor, a nuestra Madre, la Virgen de la Cueva Santa, a nuestros Santos y a nuestros antepasados en la fe, fundando en ellos la unidad espiritual de nuestro pueblo

La memoria es una fuerza que une e integra. La memoria viene a ser el núcleo vital de un pueblo. Un pueblo que no respeta y ni atiende a sus antepasados, que son su memoria viva, es un pueblo sin porvenir. Quien reniega de sus raíces, construye el futuro en arenas inseguras y movedizas.

La memoria de la Iglesia es el Sacrificio del Señor en la cruz, que recordamos y actualizamos en cada Eucaristía. En la Eucaristía está nuestro triunfo. La resurrección no se entiende sin la cruz. En la cruz está la historia del mundo: la gracia y el pecado, la misericordia y el arrepentimiento, el bien y el mal, el tiempo y la eternidad. En los oídos de la Iglesia resuena la voz de Dios. “No temas, porque yo te he rescatado…, y te volveré a rescatar” (Is 43, 1-21). “Sé valiente y firme… Yahvé tu Dios está contigo; no te dejará ni te abandonará… No temas, pues, ni te asustes” (Deut 31, 6- 7). El recuerdo de la salvación de Dios, del camino ya recorrido, da fuerzas para el futuro.

Por la memoria, nuestra Iglesia testifica la salvación de Dios. Dios tiene atado en su corazón y en todo su ser, su proyecto de salvación. En la base de nuestra Iglesia y de cada cristiano está el recuerdo, la memoria, que se hace seguridad, la única y verdadera seguridad, porque es la esperanza que no defrauda: Soy recordado por el Señor, y él es eternamente fiel y el amor más grande. El nos tiene atados en su amor. Por todo esto nuestra oración ha de estar caracterizada por el recuerdo. Esa es la oración de la Iglesia que tiene siempre presente la salvación de Dios Padre, operada por el Hijo, en el Espíritu Santo. En el Credo está no sólo el compendio de las verdades cristianas, sino también el de la historia de nuestra salvación. ¡Es tan fácil olvidar, sobre todo cuando estamos satisfechos!

“Publicad los recuerdos de su fidelidad” (Sal 29, 5). Dios es fiel. Lo más importante para nuestra fe no es nuestra fidelidad a Dios ni la infidelidad con que con frecuencia le respondemos. “Que abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento, el de Dios! (Rom 11, 33). Lo verdaderamente decisivo es que Dios es fiel. Su fidelidad es el fundamento más firme de la nuestra fidelidad. El “es un Dios clemente y compasivo, paciente, lleno de amor y fiel. El mantiene su amor eternamente”. Dios es amor misericordioso y fiel. La fidelidad es una cualidad del amor de Dios. Dios nos es siempre fiel, incluso en los momentos en los que más experimentamos la soledad y la oscuridad. El no puede abandonarnos. Está junto a nosotros de modo discreto y silencioso. Su fidelidad no nos ahorra los tragos amargos y las impotencias humanas. Dios no nos salva del mundo; nos salva en el mundo.

En la muerte y resurrección de Jesucristo se ha realizado la Nueva y definitiva Alianza. En su persona se abrazan la fidelidad de Dios y la fidelidad a Dios. Jesús es el ‘sí’ fiel que Dios nos da y al mismo tiempo, el ‘sí’ fiel que nosotros devolvemos a Dios. Cristo es, ante todo, el ‘sí’ de Dios a los hombres. La fidelidad de Dios se ha hecho plena y definitivamente presente, patente y operante en la persona, la doctrina, la vida, la muerte y resurrección de Jesucristo. El es el documento más cumplido y el monumento más hermoso de la fidelidad de Dios al mundo. Precisamente porque Jesús es expresión de la fidelidad de Dios, Él nos es fiel a nosotros. Su fidelidad le conduce a mantenernos firmes en la nuestra.

Pero Jesús es también para nosotros modelo de nuestra fidelidad a Dios. El aceptó y cumplió plenamente el proyecto de Dios Padre. En verdad tenemos una nube de testigos fieles a Dios en medio de la prueba: “Lo santos, por la fe, se mostraron fuertes en el combate” (Heb 11, 34). Pero ninguno como Jesús. El es para nosotros no sólo reflejo de la fidelidad de Dios sino también “canon personal de la fidelidad y fuente de la fidelidad”.

La fidelidad de Jesús al Padre es siempre total, se torna más patente a medida que la resistencia de sus enemigos a su proyecto se va haciendo más espesa. Jesús acepta generosamente la entrega de su propia vida en manos de sus enemigos como la máxima expresión de fidelidad a Dios, su Padre.

A los cristianos nos corresponde por vocación ser, como Jesús, señales vivas de la fidelidad con la que Dios ama a la gente y modelo humilde de la fidelidad con la que los humanos deberíamos amar a Dios en cualquier situación por dolorosa que pueda resultarnos. Tal respuesta de fidelidad a la fidelidad de Dios no es algo periférico sino central en la vida cristiana. Ser cristiano equivale a seguir a Cristo, ser fiel como él, ser fieles en su seguimiento. Fiel es sinónimo de cristiano. La fidelidad a Dios en las pruebas y en la vida cotidiana son la substancia de la conducta cristiana. La fidelidad del cristiano comporta la fe en Dios y en su Hijo Jesucristo, sin cobardías, confiando plenamente en él y en su presencia en medio de nosotros. Quien por la fe ha puesto toda su confianza en Dios ha de corresponderle en la fidelidad.

Mantenerse firmes en la fe lleva consigo padecer persecuciones y pruebas. Así como no hay fe sin fidelidad, no hay fidelidad probada hasta pasar por la dificultad y la persecución. El ejemplo de Cristo, pionero de nuestra fe, debe confortamos en los momentos de tempestad. La fidelidad comporta perseverancia, paciencia, sufrimiento y aguante en las tribulaciones. Creer es, para el cristiano, algo más que depositar toda su confianza en Dios. Es obedecerle, escucharle, aceptar su voluntad, atenerse a ella, cumplir tal voluntad. La obediencia debe ser fiel. Desobedecer a Dios es una infidelidad. Esta fidelidad obediente ha de manifestarse no sólo en las grandes pruebas; debe tomar también cuerpo en las pequeñas obligaciones de cada día.

San Juan nos descubre que el amor es como el alma de la fidelidad, y la prueba de nuestro amor a Dios es guardar sus mandamientos constantemente. “Sólo permaneceréis en mi amor si obedecéis mis mandamientos como yo he observado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn 15, 10). Nuestra fidelidad no es proeza de nuestro esfuerzo generoso sino, ante todo, don de Dios. Nosotros somos demasiado frágiles para ser fieles. Nuestra fidelidad es posible únicamente cuando está bañada e impregnada de la fidelidad de Dios. El es quien nos capacita para vivir como auténticos creyentes a fin de que todo nuestro ser se conserve irreprochable para la venida de Nuestro Señor Jesucristo. El que nos llama es fiel y cumplirá su palabra. Nuestra fidelidad a Dios se prolonga en la fidelidad a los demás, en especial a los pobres.

El Señor nos llama no sólo a ser cristianos, sino a serlo de una manera determinada, en la vocación particular de cada uno: en el matrimonio, en la vida religiosa, en el mundo, en el ministerio sacerdotal.

Al recordar hoy a nuestros antepasados mozárabes pidamos a Dios, por la intercesión de María, la gracia de recuperar la memoria de nuestro camino personal, memoria de nuestras familias cristianas y la memoria de nuestro pueblo cristiano fiel para crecer en fidelidad a nuestra fe y a nuestra propia vocación. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón.

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Fiesta del Bautismo del Señor

7 de enero de 2007/0 Comentarios/en Homilías 2007/por obsegorbecastellon

Segorbe, S.I. Catedral, 7 de enero de 2007

 

Con la Fiesta del Bautismo de Jesús, que hoy celebramos, concluye el tiempo de la Navidad. La Liturgia de la Iglesia nos brinda hoy la oportunidad de revivir el bautismo de Jesús de manos de Juan Bautista. A orillas del Jordán, Juan Bautista administra un bautismo de penitencia, exhortando a la conversión de los pecados. Ante el Precursor llega también Jesús, el cual, con su presencia, transforma ese gesto de penitencia en una solemne manifestación de su divinidad. “Y mientras oraba, se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre él en forma de paloma, y vino una voz del cielo: ‘Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto” (Lc 3, 21-22). Son las palabras de Dios-Padre que nos manifiestan a Jesús como su Hijo unigénito, su Hijo amado y predilecto.

Esta ‘manifestación’ del Señor sigue a la de Navidad en la humildad del pesebre y al encuentro en Epifanía con los Magos, para adorar al Niño como al Rey anunciado por las Escrituras. En la Navidad hemos contemplado con admiración y alegría la aparición de la ‘gracia salvadora de Dios a todos los hombres’ (Tt 2, 11); una gracia, manifestada en la pobreza y humildad del Niño-Dios, nacido de María virgen por obra del Espíritu Santo. En el tiempo navideño hemos ido descubriendo las primeras manifestaciones de Cristo, ‘luz verdadera que ilumina a todo hombre’ (Jn 1, 9): luz, que brilló primero para los pastores y después para los Magos, primicia de todos los pueblos gentiles llamados también a la fe, que, siguiendo la luz de la estrella, y llegaron a Belén para adorar al Niño recién nacido (cf. Mt 2, 2).

Hoy, en el Jordán se realiza cuanto se ha dicho del Niño, nacido en Belén y adorado por los pastores y los Magos. Dios-Padre presenta a Jesús, al inicio de su vida pública como su Hijo unigénito, como el Cordero que toma sobre sí el pecado del mundo. En el Bautismo en el Jordán, el Padre manifiesta a los hombres que Jesús es su Hijo y revela su misión de consagrado de Dios y Mesías. Jesús comienza públicamente su misión salvadora; él es el enviado por Dios para ser portador de justicia, de luz y de libertad. “Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hech 10, 38)  Su misión se caracterizará por el estilo del siervo humilde y manso, dispuesto a entregarse totalmente; él hará de su vida un acto de entrega y de servicio a todos, como nos ha dicho Isaías (Is 42, 1-4. 6-7).

En el Jordán se abre así una nueva era para toda la humanidad. Este hombre, que aparentemente no es diferente de todos los demás, es Dios mismo, que viene a nosotros para liberarnos del pecado y para dar el poder de “convertirse en hijos de Dios, a los que creen en su nombre; los cuales no nacieron de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nacieron de Dios” (Jn 1, 12-13).

El Bautismo de Jesús nos remite a nuestro propio bautismo. En la fuente bautismal, al renacer por el agua y por el Espíritu Santo, la gracia de Cristo transformó nuestra existencia de mortal en inmortal, liberándonos del pecado original y de todo pecado personal. Por el bautismo hemos sido injertados en la vida misma de Dios, convirtiéndonos en hijos adoptivos suyos, en su unigénito “Hijo predilecto”. Dios nos hace partícipes de la vida eterna, la verdadera vida, la felicidad también en un futuro aún desconocido. En el bautismo, quedamos insertados en la familia de Dios, que lleva en sí la promesa de eternidad. Esta familia de Dios, en la que el bautizado es insertado, lo acompañará siempre, incluso en los días de sufrimiento, en las noches oscuras de la vida; le brindará consuelo, fortaleza y luz.

Esta familia nos dará palabras de vida eterna, palabras de luz que responden a los grandes desafíos de la vida y dan una indicación exacta sobre el camino que conviene tomar. Esta compañía brinda al bautizado consuelo y fortaleza, el amor de Dios incluso en el umbral de la muerte, en el valle oscuro de la muerte. Le dará amistad, le dará vida. Y esta compañía, siempre fiable, no desaparecerá nunca. No sabemos lo que sucederá en futuro. Pero de una cosa estamos seguros: los que pertenecen a esta familia de Dios nunca estarán solos, tendrán siempre la amistad segura de Aquel que es la vida.

La nueva vida bautismal es eterna, porque es comunión con Aquel que ha vencido la muerte, que tiene en sus manos las llaves de la vida. Estar en la familia de Dios, significa estar en comunión con Cristo, que es vida y da amor eterno más allá de la muerte. Sí: el bautismo inserta en la comunión con Cristo y así da vida, la vida.

¡Cómo no dar gracias a Dios, que nos ha hecho hijos suyos en Cristo! ¿Pero, cómo podremos dar gracias a Dios por el don de la nueva vida bautismal si no la valoramos porque hemos convertido a Dios en un extraño en nuestra vida, porque lo hemos suplantado por otros dioses, porque pensamos no estar necesitados de salvación, de la vida que sólo Dios nos puede donar? O ¿cómo le vamos a dar gracias a Dios, si presentamos a nuestros hijos al bautismo, no movidos por la fe sino llevados tan sólo por la costumbre de bautizar?

El bautismo es un don, el don de la vida. Pero un don debe ser acogido, debe ser vivido. Un don de amistad implica un ‘sí’ al amigo e implica un ‘no’ a lo que no es compatible con esta amistad, a lo que es incompatible con la vida de la familia de Dios, con la vida verdadera en Cristo.

Dios no realiza el milagro de regenerar al hombre sin su colaboración. Todo bautizado, también los bautizados en la infancia en la fe de la Iglesia, profesada por sus padres, al ser capaz de comprender, debe recorrer, personal y libremente, un camino espiritual que, con la gracia de Dios, le lleve a confirmar, en el sacramento de la confirmación, el don recibido en el bautismo. Pero ¿podrán abrirse los niños y los adolescentes a la fe y al don recibido si los adultos, especialmente los padres, no les ayudamos a ello? Nuestros niños y adolescentes necesitan que padres, padrinos y toda la comunidad cristiana les ayudemos a conocer al verdadero Dios, que es amor misericordioso, y a encontrarse con Jesús para entablar una verdadera amistad con él. A los padres y padrinos corresponde introducirles en este conocimiento y amistad a través del testimonio de vida cristiana en el día a día, en su matrimonio, en las relaciones con ellos y con los demás; unas relaciones que se han de caracterizar por la atención, la acogida y el perdón. Grande es la responsabilidad de la cooperación de los padres en el crecimiento espiritual de sus hijos y en la transmisión de la fe. Si ya es grande su de ser padres ‘según la carne’, ¡cuánto más lo es la de colaborar en la paternidad divina, dando su contribución para modelar en sus hijos y criaturas de Dios la imagen misma de Jesús, Hombre perfecto!

En las promesas bautismales renunciamos a las tentaciones, al pecado, al diablo. Es la renuncia a la ‘pompa diaboli’, es decir, a la falsa promesa de vida en abundancia, pero que en realidad es una anticultura de la muerte: la mentira, el fraude, el abuso del cuerpo como mercancía y como comercio,la injusticia, el desprecio del otro; una anticultura que se expresa en una sexualidad que se convierte en pura diversión sin responsabilidad, que se transforma en ‘cosificación’ —por decirlo así— del hombre, al que ya no se considera persona, digno de un amor personal que exige fidelidad, sino que se convierte en mercancía, en un mero objeto.

En nuestras promesas decimos ‘sí’ al Dios vivo, es decir, a un Dios creador, a una razón creadora que da sentido al cosmos y a nuestra vida; decimos ‘sí’ a Cristo, es decir, a un Dios que no permaneció oculto, sino que tiene un nombre, tiene palabras, tiene cuerpo y sangre; a un Dios concreto que nos da la vida y nos muestra el camino de la vida; ‘sí’ a la comunión de la  Iglesia, en la que Cristo es el Dios vivo, que entra en nuestro tiempo, en nuestra profesión, en la vida de cada día.

“Éste es mi Hijo amado; escuchadle” (Mc 9, 7). Hoy, este anuncio y esta invitación resuenan particularmente para todos los bautizados. Por el bautismo estamos enriquecidos con el don de la nueva vida, con el don de la fe e incorporados a la Iglesia. El Padre nos ha hecho en Cristo hijos adoptivos suyos y nos ha revelado un singular proyecto de vida: escuchar como discípulos a su Hijo para ser realmente sus hijos.

La riqueza de la nueva vida bautismal es tan grande que pide de todo bautizado una única tarea; es la que el apóstol Pablo no se cansa de indicar a los primeros cristianos con las palabras: “Caminad según el Espíritu” (Ga 5, 16), es decir, vivid y obrad constantemente en el amor a Dios haciendo el bien a todos como Jesús.

Es la llamada al seguimiento de Jesús según la vocación, que cada uno haya recibido de Dios, para ser testigos valientes del Evangelio. Esto es posible gracias a un empeño constante, para que se desarrolle y llegue a su plena madurez el germen de la vida nueva. El camino es: amar a Cristo, invocarlo sin cesar e imitarlo con constante adhesión a su llamada. Hemos recibido la llama de la fe: una llama que ha de estar continuamente alimentada, para que cada uno, conociendo y amando a Jesús, obremos siempre según la sabiduría evangélica. De este modo, llegaremos a ser verdaderos discípulos del Señor y apóstoles alegres de su Evangelio.

Queridos hermanos: demos gracias hoy al Señor porque Dios no se esconde detrás de las nubes del misterio impenetrable, sino que, como decía el evangelio de hoy, ha abierto los cielos, se nos ha mostrado, habla con nosotros y está con nosotros; vive con nosotros y nos guía en nuestra vida. Demos gracias al Señor por este don y acojamos el don de la vida, la verdadera vida, la vida eterna. Amén.
+Casimiro López Llorente

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Toda la información de la Iglesia de Segorbe-Castellón en la semana del cónclave y de la elección de León XIV como Papa
Castellón ha vivido un fin de semana repleto de fervor y tradición en honor a su patrona, la Mare de Déu del Lledó, con motivo de su fiesta principal. Los actos litúrgicos y festivos han contado con una alta participación de fieles, entidades sociales, culturales y representantes institucionales de la ciudad, en un ambiente marcado por la devoción mariana y la alegría pascual.
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12 May 2024

#JornadaMundialdelasComunicacionesSociales

📄✍️ Hoy se celebra la 58º Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales. «#InteligenciaArtificial y sabiduría del corazón: para una comunicación plenamente humana» es el tema que propone @Pontifex_es 💻❤️

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12 May 2024

#CartaDelObispo #MayoMesDeMaria

💐🙏 El Obispo nos exhorta, en su carta semanal, a contemplar a la Virgen e imitarla en su fe, esperanza y caridad, porque ella dirige siempre nuestra mirada hacia Jesús; y nos ofrece y nos lleva a Cristo ✝️

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✝️Ha fallecido el Rvdo. D. Miguel Antolí Guarch, a los 91 años.🕯️La Misa exequial será mañana, jueves 15 de mayo, a las 11:00 h en la Concatedral de Santa María (Castellón), presidida por nuestro Obispo D. Casimiro.🙏 Que descanse en la paz de Cristo. ... Ver másVer menos

Fallece el Rvdo. D. Miguel Antolí Guarch - Obispado Segorbe-Castellón

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El Reverendo D. Miguel Antolí Guarch falleció esta pasada noche a los 91 años, tras una vida marcada por su profundo amor a Dios, su vocación sacerdotal y su
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