Fiesta de la Presentación del Señor
Castellón, Santa Iglesia Concatedral – 2 de febrero de 2007
Amados hermanos y hermanas en nuestro Señor Jesucristo.
Os saludo de corazón a todos en la Fiesta de la Presentación del Señor. De modo especial os saludo a vosotros, queridos consagrados y consagradas, en la Jornada de la Vida Consagrada. Nuestra Iglesia diocesana de Segorbe-Castellón, en unión con la Iglesia universal, da gracias a Dios hoy por todos vosotros y por la diversidad de carismas de vuestros institutos: sois verdaderos dones del Espíritu Santo con los que Dios enriquece a nuestra Iglesia. Con vosotros y con vosotras oramos hoy al Señor para que por la fuerza del Espíritu os mantengáis fieles a vuestra consagración siguiendo al Señor obediente, virgen y pobre al servicio siempre de la Iglesia y de la humanidad.
“De pronto vendrá a su templo el Señor, a quien vosotros buscáis; el ángel de la alianza a quien tanto deseáis” (Mal 3, 1). Estas palabras del Profeta Malaquías en la primera lectura anuncian la llegada del Señor al templo para encontrarse con su pueblo y, a la vez, el deseo del pueblo de encontrarse con su Señor. El evangelio de Lucas narra el cumplimiento histórico de la profecía de Malaquías en la presentación del Señor en el templo. Cuarenta días después de su nacimiento, Jesús es presentado y consagrado a Dios por María y por José, según las prescripciones de la ley mosaica para el nacimiento de todo primogénito (cf. Ex 13, 2).
El cumplimiento fiel de la ley es la ocasión del encuentro de Jesús con su pueblo, que lo busca y lo espera con fe. Jesús es reconocido y acogido, pero no por todos. Sólo aquellos que confían en Dios y esperan su promesa, es decir, los pobres, los humildes y los sencillos de corazón saben reconocerlo y acogerlo: Simeón, “hombre honrado y piadoso que aguardaba el consuelo de Israel” (Lc 2, 25), y la profetisa Ana, que vivía en la oración y penitencia. Simeón, iluminado por el Espíritu Santo, reconoce en aquel niño al Mesías, al Salvador prometido, a la luz para alumbrar a todas las naciones, y bendice a Dios. Ana da gracias a Dios y habla del niño con entusiasmo “a todos los que aguardan la liberación de Israel” (Lc 2,32).
Al recordar hoy la presentación de Jesús en el templo de Jerusalén, la Palabra de Dios nos exhorta a que avivemos nuestro deseo de encuentro con el Señor presente en medio de nosotros, en nuestra historia, y a que lo acojamos con fe. Así lo hemos expresado al inicio de la celebración, caminando con las candelas encendidas hasta el altar. El Señor sale de nuevo a nuestro encuentro en su Palabra y, sobre todo, en la Eucaristía, presencia eminente suya entre nosotros. Él se nos ofrece para unirse mística, pero realmente con nosotros; Él nos ofrece su luz para iluminar nuestros caminos, nos ofrece su propia vida para hacernos partícipes del amor de Dios.
Así lo expresa el anciano Simeón. “Mis ojos han visto a tu Salvador… luz para alumbrar a las naciones…”. Aquel Niño es el Salvador prometido y esperado, la Luz de Dios, que alumbra a las naciones, la Luz de Dios para toda la humanidad. Cristo manifiesta a los hombres el verdadero rostro de Dios. Dios es Amor. San Agustín lo dirá muy hermosamente respecto de la Trinidad: la historia amorosa de un eterno Amante (el Padre), hacia un eterno amado (el Hijo), en un terno Amor (el Espíritu). Dios es amor misericordioso, que crea al hombre por amor y para el amor; Dios es vida y quiere hacernos partícipes de su misma vida divina intratrinitaria, comunión de vida y de amor.
De este modo, Cristo nos revela el verdadero rostro del hombre: Él nos revela nuestro origen, nuestra meta y el camino para lograr la verdadera humanidad. Y estos no son otros sino Dios, su amor, manantial de amor para los hombres y fuerza para el amor humano y fraterno.
Como Simeón o Ana hemos de tener la mirada y el corazón bien abiertos, para ver en Jesús y en su amor total, fiel y obediente hasta la muerte, la respuesta de Dios a la milenaria búsqueda de los hombres: a su búsqueda de sentido, de amor, de vida y de felicidad. La carta a los Hebreos lo expresa con toda claridad: Cristo por su oblación amorosa y obediente al Padre hasta la muerte, nos libera del terror del pecado y de la muerte que nos esclavizan. En nuestros intentos de buscar la felicidad, la vida y la propia realización, los humanos vivimos con miedo al fracaso. En la raíz de todos nuestros miedos está una falsa imagen de Dios y el temor a no alcanzar la vida y la felicidad. Eso nos lleva tantas veces a mendigar seguridades fuera de Dios y a buscar la vida fuera de El. Así acabamos esclavos de todo lo que pretende darnos una seguridad imposible. Nos cerramos a Dios y a su amor, y ello nos lleva a cerrarnos al otro: así nos aferramos a nuestros horizontes limitados y a nuestros egoísmos, a nuestro afán desordenado de autonomía personal al margen del designio de Dios, al goce efímero de nuestro cuerpo o a la posesión insaciable de bienes materiales. A partir de esta esclavitud se comprenden las demás esclavitudes humanas. Los intentos de liberación que no vayan a esta raíz no harán sino cambiar el sentido de la esclavitud.
Jesucristo es nuestro Salvador; y lo es precisamente porque ha ido más allá de proyectos humanos al margen de Dios. Él mismo, se ofrece en obediencia al Padre por amor a Él y a los hombres, y no rehuye pasar por el sufrimiento y la muerte para recuperarnos el Amor y la Vida de Dios. Muriendo y resucitando nos libera del pecado y de la muerte. Liberados del pecado y de la muerte, en Cristo todos podemos ser libres, podemos vivir la libertad de los Hijos de Dios, en obediencia al designio de Dios, en el amor gratuito y oblativo, en el abandono a su providencia. En Él podemos amar a Dios y a los hombres, vivir en la comunión de vida trinitaria y en la comunión fraterna con los hermanos, siendo desde ahí generadores de comunión entre los hombres. En Cristo podemos esperar sin miedos y sin necesidad de buscar seguridades humanas, que serán siempre limitadas.
En la oración colecta hemos pedido la gracia de presentarnos también nosotros al Señor “plenamente renovados en el espíritu”, conforme al modelo de Jesús. De modo particular vosotros, religiosos, religiosas y miembros de institutos seculares, estáis llamados a participar en este misterio del Salvador. Es misterio de oblación, en el que se funden indisolublemente la gloria y la cruz. Hoy celebramos en toda la Iglesia una singular presentación, un singular “ofertorio”, en el que vosotros, hombres y mujeres consagrados, renováis espiritualmente vuestra oblación a Dios en bien de la humanidad. Al hacerlo, nos ayudáis a los cristianos y a las comunidades eclesiales a crecer en la dimensión oblativa que nos constituye, edifica e impulsa por los caminos del mundo.
La fiesta de la Presentación os invita a los consagrados a fijar de nuevo la mirada en Jesús, para convertiros a Él, para crecer en fe y confianza, sabiendo que Él navega con nosotros en medio de las vicisitudes de la vida. Lo decisivo ante la dificultad es la fe gozosa y la adhesión apasionada a Jesucristo. Lo decisivo en todo momento es confiar plenamente en el Señor y vivir con radicalidad la consagración al Señor. Por vuestra vocación y especial consagración estáis llamados a caminar con Cristo y desde Cristo en la familia de vuestra comunidad siendo “huellas de la Trinidad en la historia”, como reza el lema de este año.
El Señor os llama a vivir unidos a Él y caminar como hermanos con Él, para ser luz que alumbre las tinieblas de nuestro mundo; estáis llamados a ser testigos vivos de Dios Amor para un mundo que parece empecinado en vivir de espaldas a Dios; sois la luz puesta en lo alto del monte para que alumbre las tinieblas de nuestro mundo y sea faro y norte a donde dirigir los pasos del hombre de hoy. Estáis llamados a vivir, sencillamente, lo que sois: signo perenne de la vocación más íntima de la Iglesia, recuerdo permanente de que todos estamos llamados a la santidad, a la unión con Dios en la perfección del amor a Dios y a los hermanos.
El alma de la vida religiosa es tener a Cristo como plenitud de la propia vida, de forma que toda la existencia sea entrega sin reservas a Él. Dejad que Cristo viva en vosotros y vosotras, seguidlo dejándolo todo, seguid sin condiciones al Maestro, fiaros en todo momento de Él, dedicad toda vuestra vida, vuestro afecto, vuestras energías, vuestro tiempo, a Jesucristo, y en Él, al Dios y Padre de todos. Vivid esa entrega sin dejar que ninguna duda ni ambigüedad sobre el sentido y la identidad de vuestra consagración os perturbe.
Esta es la sustancia de la vida consagrada. A ella habréis de volver una y otra vez, para que vuestra vocación, vuestra consagración, sea una fuente de gozo radiante y completo. Cuando queremos definirnos sólo por lo que hacemos y olvidamos esto que es sustancial, la propia vida no es capaz de mantenemos en la alegría de Cristo; y la misma consagración, expresada en diversas formas en los votos, se desvirtúa y termina perdiendo sentido. En los tiempos de cambios profundos y, a veces, de desconcierto en que vivimos, recordad que ni sois extraños ni inútiles en la ciudad terrena.
Con vuestra vida de castidad, estáis anunciando y testificando el amor y la entrega al Reino de Dios como valor absoluto y definitivo. Con vuestra vida de pobreza, anunciáis a Dios, Padre de todos, y apuntáis hacia una comunidad humana más fraterna, al servicio de la dignidad y la dicha de todos, donde el poder y acaparar sean sustituidos por el compartir. Con vuestra vida de obediencia, anunciáis que la vida del ser humano encuentra su realización plena en el cumplimiento de la voluntad de Dios.
Por todo ello, junto con todos vosotros y vosotras, pido al Señor que os dé la fuerza para permanecer fieles al don y al carisma que habéis recibido de vuestros fundadores o fundadoras; para que sigáis siendo testigos vivos de Dios-Amor en medio de nuestro mundo; para que, a través de vuestro ser más íntimo, viváis en el corazón de la Iglesia diocesana. Es en la comunión de la Iglesia diocesana y con su Pastor, el Obispo, donde se concreta y vive vuestra comunión con la Iglesia universal; de lo contrario, vuestra comunión eclesial se vuelve abstracta y se difumina. Si de todo fiel se pide un obsequio religioso al Magisterio eclesial, cuanto más de los consagrados. ¡No os dejéis perturbar por muestras de desafección hacia los Pastores de la Iglesia! Éstas además de herir la unidad de la Iglesia, debilitan vuestra consagración, vuestra comunión y vuestra misión. Encarnad en la Iglesia el radicalismo de los consejos evangélicos, para que seducidos por Jesús, os entreguéis al servicio de los hombres. ¡Que la Virgen Maria, fiel y obediente esclava del Señor, os ayude, os proteja y os lleve a Cristo! Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón