Domingo de Ramos en la Pasión del Señor
Catedral de Segorbe y Concatedral de Castellón – 28 de marzo de 2010
(Is 50,4-7; Sal 21; Flp 2,6-11; Lc 22,14-23.56)
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Hermanas y hermanos amados en el Señor:
Con toda la Iglesia celebramos hoy el Domingo de Ramos: como por una puerta entramos en la Semana Santa. Nuestro itinerario cuaresmal iniciado el Miércoles de Ceniza llega a su meta: durante cuarenta días mediante la oración, el ayuno corporal y espiritual, y las obras de caridad nos hemos venido preparando para la celebración de la Semana Santa, la Semana más importante del año para los cristianos.
A esta Semana la llamamos Santa y es la más importante del año, porque en estos días –en especial en el Triduo Sacro, del Jueves Santo al Domingo de Resurrección- no sólo recordamos, sino que celebramos y actualizamos los acontecimientos más santos y centrales de nuestra fe: la pasión, la muerte y la resurrección del Señor. Entramos así en el corazón del plan de Salvación de Dios para toda la humanidad: Cristo padece, muere y resucita por todos y cada uno de los hombres, por nosotros, por nuestros pecados, por nuestra salvación.
Por eso, los acontecimientos que celebramos esta Semana son el centro de la historia de la humanidad entera. Dios mismo, el Dios creador no abandona al hombre en su pecado, sino que en su Hijo se abaja hasta la humanidad, carga con todos sus pecados, la redime y reconcilia, y le da vida y salvación.
El Domingo de Ramos comprende, a la vez, el presagio del triunfo real de Cristo y el anuncio de la Pasión. La procesión y la misa de este día son dos elementos de un todo. En la procesión hemos rendido homenaje a Cristo, el Mesías y Rey, imitando a quienes lo aclamaron aquel día como Redentor de la humanidad. Nuestra procesión quedaría incompleta, si no desembocara en la Misa, porque en la Misa actualizamos el sacrificio redentor de Cristo, proclamado en la Pasión. La entrada de Cristo en Jerusalén tenía la finalidad de consumar su misterio Pascual.
La entrada de Jesús en Jerusalén es una entrada jubilosa, triunfal, pero con matices. Jesús, que huyó siempre cuando el pueblo quiso proclamarlo rey, hoy se deja llamar Rey. Sólo ahora, próximo el día en será llevado a la muerte, acepta ser aclamado como Mesías, precisamente porque muriendo en la Cruz será en sentido pleno el Mesías, el Redentor, el Rey y el Vencedor. Acepta ser reconocido como Rey, pero como un Rey humilde y manso, compasivo y misericordioso. Entra en la ciudad santa montado en una borriquilla con la paz en sus manos y ofreciendo a todos la salvación. Para ser rey, Cristo no necesita de las fuerzas humanas, sino sólo de la fuerza del Espíritu. El proclamará su realeza sólo ante los tribunales y aceptará que se ponga la inscripción de su título de rey solamente en la Cruz. La Cruz, la expresión de su entrega hasta el final por amor, es y será su trono.
La entrada jubilosa en Jerusalén es el homenaje espontáneo del pueblo llano y humilde a Jesús, que se encamina, a través de la pasión y de la muerte, a la plena manifestación de su Realeza divina. Aquella muchedumbre no podía abarcar todo el alcance de su gesto, pero nosotros sí podemos comprender todo el alcance de este gesto. “Tú eres el Rey de Israel y el noble hijo de David, tú, que vienes, Rey bendito, en nombre del Señor. Ellos te aclamaban jubilosamente cuando ibas a morir, nosotros celebramos tu gloria, ¡oh Rey eterno!” (MS).
Fijemos la mirada en la gloria de Cristo, Rey eterno, para comprender mejor el valor de su pasión, camino necesario para la exaltación suprema. No se trata, por tanto, de acompañar a Cristo en el triunfo de una hora, sino de seguirle al Calvario, donde, muriendo en la Cruz, triunfará para siempre del pecado y de la muerte. No hay modo más bello de honrar la pasión de Cristo que conformándose a ella para triunfar con Cristo del enemigo que es el pecado.
La lectura del profeta Isaías y el Salmo de hoy anticipan algunos de los detalles de la Pasión: “Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté mi rostro a insultos y salibazos” (Is 50,6). ¿Por qué tanta sumisión? Porque Cristo, anunciado en el Siervo de Dios del profeta, está totalmente orientado hacia la voluntad del Padre y con él acepta el sacrificio de sí mismo por la salvación de los hombres. Por esta misma razón lo vemos llevado a los tribunales y al Calvario, y allí tendido sobre la Cruz: “me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos” (Sal 22, 17-18). A todo ello se somete el Hijo de Dios por un solo motivo: por el amor, por su amor al Padre, cuya gloria quiere resarcir, y por amor a los hombres, a los que quiere reconciliar con el Padre.
Sólo un amor infinito, el amor de Dios, puede explicar las desconcertantes humillaciones del Hijo de Dios. “Cristo a pesar de su condición divina, no hizo alarde su categoría de Dios: al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo” (Flp 2,6-7). Cristo lleva hasta el límite extremo la renuncia a su divinidad; no sólo la esconde bajo las apariencias de la naturaleza humana, sino que se despoja de ella hasta el suplicio de la cruz, hasta exponerse a los más amargos insultos. “A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido” (Lc 22, 35).
La Iglesia pone ante nuestros ojos la pasión de Cristo en toda su cruda realidad, para mostrarnos que Cristo, siendo verdadero Dios, es también verdadero hombre, y como tal sufrió; y anonadando en su humanidad doliente todo vestigio de su naturaleza divina, se hizo hermano de los hombres hasta compartir con ellos la muerte, vencerla y así hacernos partícipes de su divinidad. Del mayor anonadamiento se deriva la máxima exaltación; hasta como hombre, Cristo es nombrado Señor de todas las criaturas y ejerce su señorío reconciliándonos con Dios, rescatándonos del pecado y comunicándonos la vida divina.
El ramo que hoy hemos llevado en nuestras manos y que después llevaremos a nuestras casas es el signo exterior de que queremos seguir a Jesús en el camino hacia el Padre. La presencia de los ramos en nuestros hogares es un recordatorio de que hemos vitoreado a Jesús, como nuestro Rey, y le hemos seguido hasta la Cruz: Seamos consecuentes con nuestra fe, y sigamos y aclamemos al Salvador durante toda nuestra vida. La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén nos pide a cada uno de nosotros fidelidad, coherencia y perseverancia a nuestra fe y vida cristiana, para que nuestros propósitos no sean luces fugaces que pronto se apagan.
Celebremos la Semana Santa con devoción y fervor. Vivamos la Semana Santa con fe profunda. Acompañemos a Jesús desde la entrada a Jerusalén hasta la resurrección. Cristo muere por nosotros, por nuestros pecados y por nuestra salvación. Descubramos qué pecados hay en nuestra vida y busquemos el perdón generoso de Dios en el Sacramento de la Reconciliación. Propongamos estar junto a Jesús no sólo en estos días propicios, sino seguirle todos los días del año, practicando la oración, los sacramentos, la caridad. Abramos el corazón a Dios, que nos sigue esperando; y abramos el corazón a los hermanos, especialmente a los más necesitados. Muramos con Cristo y resucitemos con Él, muramos a nuestro egoísmo y resucitemos al amor. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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