Jueves Santo: Misa «In Cena Domini»
Segorbe, S.I.Catedral-Basílica, 21 de abril de 2011
(Ex 12,1-8.11-14; Sal 115; 1 Co 11,23-26; Jn 13,1-15).
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Es Jueves Santo. Para los cristianos este día, esta Misa en la Cena del Señor tiene resonancias muy especiales, con una gran riqueza y un significado muy denso. Jueves Santo es el día del Amor: un Amor que se hace entrega hasta el extremo y lleva a Jesús a dejarnos el mayor y mejor tesoro que posee la comunidad de los creyentes: la Eucaristía e indisolublemente unido a ella, el don del ministerio sacerdotal, que hace posible que se perpetúe en la historia la celebración de la Eucaristía. Jueves Santo nos habla del Amor, que se hace servicio, en el ejemplo inigualable del Lavatorio de los Pies. Jueves Santo nos habla del Amor, que se hace testamento para quienes siguen a Jesús.
En la tarde de Jueves Santo entramos en la celebración de la Pascua de Cristo, que constituye el momento dramático y conclusivo de su existencia terrenal. Nos trasladamos espiritualmente al Cenáculo y contemplamos a Jesús, el Hijo de Dios, que vino a nosotros no para ser servido, sino para servir, y tomó sobre sí los dramas y las esperanzas de los hombres de todos los tiempos.
Jesús se ha reunido con sus Apóstoles para celebrar con ellos “la Pascua (la fiesta) en honor del Señor” (Ex 12, 11), que conmemora ‘el paso del Señor’ para liberarlo de la esclavitud de Egipto y establecer su Alianza con su Pueblo. Jesús elige la celebración de la Pascua judía para liberar a la humanidad de la esclavitud del pecado y para establecer la nueva y definitiva Alianza. Él es el ‘verdadero cordero sin defecto’, inmolado y consumado por la salvación del mundo, para la liberación definitiva del pecado y de la muerte, mediante su muerte y resurrección, mediante su paso de la muerte a la vida: El es nuestra Pascua.
Y Jesús “sabiendo que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). Durante la Cena, Jesús bendice y parte el pan, luego lo distribuye a los Apóstoles, diciendo: “Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros”; lo mismo hace con el cáliz: “Esta es mi sangre”. Aquel pan es transformado milagrosamente en el Cuerpo de Cristo, y aquel vino es convertido en la sangre de Cristo: ambos son ofrecidos por Jesús en aquella noche, como anuncio y anticipo de la entrega de su cuerpo y del derramamiento de su sangre en la Cruz. Es el testimonio de un amor llevado “hasta el extremo” (Jn 13, 1). Es Cristo-Víctima que se entrega libremente por el hombre caído, para que éste adquiera la verdadera libertad, la verdadera vida, la vida en Dios
Pero más hermoso aún es el motivo: el amor. Él mismo cumple el mandamiento del amor más grande: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). De Dios sabemos que es Amor porque Cristo nos lo ha dicho y mostrado. Pero es necesario mirar al Hijo de Dios para saber cómo es el amor de Dios. Porque no todo lo que se dice amor es amor de Dios ni todo que se vende como amor es lícito; no todo amor construye ni todo amor salva. El amor que salva es el de la Cruz: la donación total de sí mismo, el amor que da la propia vida.
“Haced esto en conmemoración mía”, dice Jesús a los Apóstoles (1 Co 11, 24-25). Con este mandato, Jesús instituye la Eucaristía, el sacramento que perpetúa su ofrenda por todos los tiempos. Siguiendo el mandato de Jesús, en cada santa Misa actualizamos este mandato del Señor, actualizamos su sacrificio en la cruz y su resurrección, actualizamos su Pascua. El sacerdote se inclina sobre los dones eucarísticos, para pronunciar las mismas palabras de Cristo “la víspera de su pasión”. Con Él repite sobre el pan: “Este es mi cuerpo, que se entrega por vosotros” y luego sobre el cáliz: “Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre” que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados (cfr. 1 Co 11, 24-25).
Desde aquel primer Jueves santo, la Iglesia actualiza sacramental, pero realmente en cada Eucaristía el misterio pascual de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo para el perdón de los pecados y la reconciliación con Dios. La Eucaristía es así manantial de vida y de comunión con Dios y fuente de comunión con los hermanos. Desde aquel jueves Santo, la Iglesia, que nace del misterio pascual de Cristo, vive de la Eucaristía; se deja revitalizar y fortalecer por ella, y sigue celebrándola hasta que vuelva su Señor. Por ello, después de la consagración nos unimos a la aclamación del sacerdote: ‘Este es el Misterio de nuestra fe’, con las palabras: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor, Jesús!’.
La Eucaristía es el centro y la fuente de la vida de la Iglesia y de todo cristiano. Sin la Eucaristía no podemos vivir, ni como Iglesia ni como cristianos. Es el Sacramento por excelencia que constituye a la Iglesia en su realidad más auténtica y profunda: ser signo eficaz de comunión con Dios y, en él, de la unidad de todo el género humano. No hay Iglesia sin Eucaristía, como tampoco hay cristianos, que quieran vivir la nueva vida bautismal, sin participar frecuente y fructuosa en la Eucaristía. Comulgando a Cristo-Eucaristía nos unimos realmente a Él, y en Él con el Padre y el Espíritu y con quienes igualmente comulgan el Cuerpo y la Sangre del Señor. Todo cristiano, que quiera permanecer vitalmente unido a Cristo, como el sarmiento a la vid, ha de participar con frecuencia en la Eucaristía y ha de hacerlo plenamente acercándose a la comunión.
Ahora bien: el mismo San Pablo nos recuerda la dignidad con que debe ser tratado este sacramento por parte de cuantos se acercan a recibirlo. «Examínese cada uno a sí mismo antes de comer el pan y beber el cáliz, porque el que come y bebe sin apreciar el cuerpo, se come y bebe su propia condenación’ (1 Cor. 11,28). Antes de comulgar es necesario examinarse y reconciliarse con Dios en el sacramento de la Penitencia antes de comulgar, si se tiene conciencia de pecado grave. Tenemos que poner mucho empeño en recibir la Eucaristía, y hacerlo en estado de gracia. De lo contrarío, la vida se tornará en muerte.
Al recordar y agradecer la tarde del Jueves santo el don de la Eucaristía, recordamos y agradecemos también el don del sacerdocio ordenado. “Haced esto en conmemoración mía”. Estas palabras de Cristo, aunque dirigidas a toda la Iglesia, son confiadas, como tarea específica, a los Apóstoles y a quienes continúan su ministerio. A ellos, Jesús les entrega la potestad de hacer en su nombre lo que Él acaba de realizar, es decir de transformar el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre. Cristo quiere que, desde este momento en adelante, su acción sea sacramentalmente también acción de la Iglesia por las manos de los sacerdotes. Diciendo “haced esto” instituye el sacerdocio ministerial, esencial y necesario para la misma Iglesia. “No hay Eucaristía sin sacerdocio”. La Eucaristía, celebrada por los sacerdotes, hace presente en toda generación y en cualquier rincón de la tierra la obra de Cristo. Hoy se vuelve a sentir, entre el pueblo creyente, la necesidad de sacerdotes. Pero sólo una Iglesia enamorada de la Eucaristía engendra, a su vez, santas y numerosas vocaciones sacerdotales. Y lo hace mediante la oración y el testimonio de santidad de vida, dado a las nuevas generaciones.
En esta celebración repetiremos el gesto de Jesús hizo al comienzo de la Última Cena: el lavatorio de los pies. Al lavar los pies a los Apóstoles, el Maestro les propone una actitud de servicio como norma de vida: “Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, siendo vuestro Señor y Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn 13, 13-14). Jesús nos invita a imitarle: “Os he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con vosotros, también lo hagáis vosotros” (Jn 13, 15). De este modo establece una íntima relación entre la Eucaristía y el mandamiento del amor. No se puede separar la participación en la mesa del Señor del deber de amar al prójimo. Cada vez que participamos en la Eucaristía, nos comprometemos a hacer lo que Cristo hizo, ‘lavar los pies’ de nuestros hermanos, transformándonos en imagen concreta de Aquel que “se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo” (Flp 2, 7).
El mandamiento del amor es la herencia más valiosa que Jesús nos deja a los cristianos. Su amor, compartido por sus discípulos, es lo que esta tarde se ofrece a la humanidad entera. Jesús instituye la Eucaristía como manantial inagotable del amor. En ella está escrito el mandamiento nuevo: el mandamiento del amor: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros, como yo he amado” (Jn 13, 34). En la hora del Banquete eucarístico, Cristo afirma la necesidad del amor, hecho entrega y servicio desinteresados. “El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos” (Mc 10, 45). El amor alcanza su cima en el don de la propia persona, sin reservas, a Dios y a los hermanos, como el mismo Señor. El Maestro mismo se ha convertido en un siervo, y nos enseña que el verdadero sentido de la existencia es la entrega desinteresada y el servicio por amor. El amor es el secreto del cristiano para edificar un nuevo mundo, cuya razón de ser no nos puede ser revelada sino por Dios mismo.
Jueves Santo es, por ello, el día del Amor fraterno. Después de ver y oír a Jesús, después de haber comulgado el sacramento del amor, después de habernos unido realmente con Él en la comunión, salgamos de esta celebración con el ánimo y las fuerzas renovadas para trabajar por unas relaciones humanas más fraternas. Esto comienza con el prójimo y con el necesitado, que está nuestro lado. Nuestro mundo esta necesitado de amor, del amor que nos viene de Dios por Cristo en la Eucaristía. Necesitamos derrumbar las barreras de la exclusión y de la crispación, del egoísmo y del odio para que triunfe el amor en nuestro mundo. Hoy Jesús nos dice a nosotros como dijo a sus discípulos: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?”. Merece acoger su palabra, seguirle y trabajar por el amor fraterno, servicial y entregado. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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