Jueves Santo, Misa «En la cena del Señor»
Segorbe, S.I. Catedral, 24 de marzo de 2016
(Ex 12,1-8.11-14; Sal 115; 1 Co 11,23-26; Jn 13,1-15)
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En la tarde de Jueves Santo conmemoramos la última Cena de Jesús con sus Apóstoles. Al traer a nuestra memoria y a nuestro corazón las palabras y los gestos de Jesús aquella tarde-noche nuestra mente se traslada al Cenáculo, donde Jesús se ha reunido con los suyos para celebrar la Pascua. Allí, Jesús “habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). Y como signo este amor hasta el extremo, aquella “noche en que iba a ser entregado” (1 Co 11, 23), Jesús nos deja su testamento hasta que él vuelva en cuatro dones: la nueva Pascua, la Eucaristía, el Orden sacerdotal y el mandamiento nuevo del Amor. Trasladémonos en espíritu hasta el Cenáculo.
Allí, Jesús se ha reunido con sus Apóstoles para celebrar con ellos “la Pascua (la fiesta) en honor del Señor” (Ex 12, 11), que conmemora ‘el paso del Señor’ para liberarlo de la esclavitud de Egipto y establecer la Alianza de Dios con su Pueblo. Jesús elige la celebración de la Pascua judía para establecer la nueva y definitiva Alianza. Él es el ‘verdadero cordero sin defecto’, inmolado por la salvación del mundo, para la liberación definitiva de la esclavitud del pecado y de la muerte, mediante su muerte y resurrección, mediante su paso de la muerte a la vida: Jesús instituye la nueva Pascua: Cristo es nuestra Pascua.
En la Cena Jesús anticipa sacramentalmente lo que iba a ocurrir al día siguiente. Jesús toma el pan, lo bendice, lo parte y luego lo distribuye a los Apóstoles, diciendo: “Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros”; lo mismo hace con el cáliz: “Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre” (1 Co 11, 24-25). Aquel pan milagrosamente transformado en el Cuerpo de Cristo y aquel vino convertido en su sangre son ofrecidos aquella noche, como anuncio y anticipo de la muerte del Señor en la Cruz. Es el testimonio de un amor llevado “hasta el extremo” (Jn 13, 1), su «paso» por la muerte a la Vida.
Y acto seguido, Jesús dice a sus Apóstoles:“Haced esto en memoria mía” (1 Co 11, 24-25). Con este mandato, Jesús instituye la Eucaristía, el sacramento que perpetúa su sacrificio y ofrenda en la Cruz por todos los tiempos. Siguiendo el mandato de Jesús, en cada santa Misa actualizamos este mandato del Señor, actualizamos su sacrificio en la cruz y su resurrección, actualizamos su Pascua. El sacerdote se inclina sobre los dones eucarísticos, para pronunciar las mismas palabras de Cristo “la víspera de su pasión”. Con Él repite sobre el pan: “Este es mi cuerpo, que se entrega por vosotros” y luego sobre el cáliz: “Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre” que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados (cfr. 1 Co 11, 24-25).
Desde aquel primer Jueves santo, la Iglesia actualiza sacramental, pero realmente en cada Eucaristía el misterio pascual de la muerte y resurrección de Jesucristo para el perdón de los pecados y la reconciliación de los hombres con Dios y entre sí. La Eucaristía es así manantial permanente de vida y de comunión con Dios y fuente de comunión con los hermanos. Desde aquel Jueves Santo, la Iglesia, que nace del misterio pascual de Cristo, vive de la Eucaristía, se deja revitalizar y fortalecer por ella, y sigue celebrándola hasta que vuelva su Señor. Por ello, después de la consagración nos unimos a la aclamación del sacerdote: ‘Este es el Misterio de nuestra fe’, con las palabras: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor, Jesús!’.
La Eucaristía es el centro y la fuente de la vida de la Iglesia y de todo cristiano. Es el Sacramento por excelencia que constituye a la Iglesia en su realidad más auténtica y profunda: ser signo eficaz de reconciliación y de comunión con Dios y, en él, de todo el género humano. Sin Eucaristía no hay Iglesia; sin Eucaristía tampoco hay verdaderos cristianos. Sin participación en la Eucaristía, la fe y la vida del cristiano languidecen y mueren. Comulgando a Cristo-Eucaristía nos unimos realmente a Él, y en Él con el Padre y el Espíritu, y con quienes igualmente comulgan el Cuerpo y la Sangre del Señor. Todo cristiano, que quiera permanecer vitalmente unido a Cristo, como el sarmiento a la vid, ha de participar con frecuencia en la Eucaristía y ha de hacerlo plenamente acercándose a la comunión. Ahora bien: el mismo San Pablo nos recuerda la dignidad con que debe ser tratado este sacramento por parte de cuantos se acercan a recibirlo. «Examínese cada uno a sí mismo antes de comer el pan y beber el cáliz, porque el que come y bebe sin apreciar el cuerpo, se come y bebe su propia condenación’ (1 Cor 11,28). Antes de comulgar es necesario examinarse y reconciliarse con Dios en el sacramento de la Penitencia, si se tiene conciencia de pecado grave. Tenemos que poner mucho empeño en valorar la Eucaristía, participar en ella y recibir debidamente preparados a Cristo, en la comunión.
En la tarde del Jueves santo, recordamos y agradecemos también el don del sacerdocio ordenado. La Eucaristía y el sacerdocio ordenado son inseparables. “Haced esto en memoria mía”. Estas palabras de Cristo son dirigidas, como tarea específica, a los Apóstoles y a quienes continúan su ministerio. A ellos, Jesús les entrega la potestad de hacer en su nombre lo que Él acaba de realizar; es decir, la potestad de transformar el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre. Diciendo “haced esto”, instituye el sacerdocio ministerial, sin el cual no puede haber Iglesia. Sin sacerdotes no hay Eucaristía. La Eucaristía, celebrada por los sacerdotes, hace presente siempre y en cualquier rincón de la tierra la obra de Cristo. Pero la escasez de sacerdotes está llevando a que cada vez más comunidades se vean privadas de la Eucaristía dominical. El pueblo creyente comienza a sentir la necesidad de los sacerdotes. Pero sólo una Iglesia verdaderamente agradecida y enamorada de la Eucaristía se preocupará de suscitar, acoger y acompañar las vocaciones sacerdotales. Y lo hará mediante la oración y el testimonio de santidad.
Y, finalmente, en esta tarde de Jueves Santo Jesús nos deja en herencia el mandamiento nuevo de amor. “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros” (Jn 13, 34). A continuación repetiremos el gesto de Jesús hizo al comienzo de la Última Cena: el lavatorio de los pies. Al lavar los pies a los Apóstoles, el Maestro les enseña cómo debe ser el amor de sus discípulos y les propone el servicio como norma de vida: “Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, siendo vuestro Señor y Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn 13, 13-14). Jesús nos invita a imitarle: “Os he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con vosotros, también lo hagáis vosotros” (Jn 13, 15).
Jesús establece una íntima relación entre la Eucaristía y el mandamiento del amor. No se puede separar la participación en la mesa del Señor del deber de servir y amar al prójimo. “También vosotros debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn 13, 14). Cada obra buena hecha en favor del prójimo, especialmente en favor de los que sufren, los necesitados, los desfavorecidos, los indefensos … es servicio de lavar los pies como Jesús. El Señor nos invita a bajar, a aprender la humildad y la valentía de la bondad; y también a estar dispuestos a aceptar el rechazo, actuando a pesar de ello con bondad y perseverando en ella.
Jesús instituye la Eucaristía como manantial inagotable del amor. En ella está escrito el mandamiento nuevo del amor. El amor es la herencia más valiosa que Jesús nos deja a los cristianos. Su amor, compartido por sus discípulos, es lo que esta tarde se ofrece a la humanidad entera. En la hora del Banquete eucarístico, Cristo afirma la necesidad del amor, hecho entrega y servicio desinteresados. “El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos” (Mc 10, 45). El amor alcanza su cima en el don de la propia persona, sin reservas, a Dios y a los hermanos, como el mismo Señor. El Maestro mismo se ha convertido en un siervo, y nos enseña que el verdadero sentido de la existencia es la entrega desinteresada y el servicio por amor. El amor es el secreto del cristiano para edificar un nuevo mundo, cuya razón de ser no nos puede ser revelada sino por Dios mismo.
Jueves Santo es, por ello, el día del Amor fraterno. Después de ver y oír a Jesús, después de haber comulgado el sacramento del amor, después de habernos unido realmente con Él en la comunión, salgamos de esta celebración con el ánimo y las fuerzas renovadas para vivir el mandamiento del amor. Esto comienza con el prójimo y con el necesitado: en nuestra propia familia, entre nuestros vecinos, en el lugar de trabajo, en el pobre, enfermo o necesitado, en el forastero, en el inmigrante o en el refugiado. Eso sí, tendremos que salir de nosotros mismos y traspasar ese círculo en el que nos encierran la comodidad, el egoísmo, la indiferencia o los prejuicios. Si lo hacemos así, seremos discípulos de Cristo, imitaremos al mismo Dios que por amor supo salir de sí mismo para acercarse, entregarse y permanecer con nosotros. .
En la Eucaristía, la Cena que recrea y enamora, encontramos, hermanos, el alimento y la fuerza para salir a los caminos de la vida. Participemos en esta Eucaristía. Seamos signo de unidad y fermento de fraternidad. Amén
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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