Jueves Santo. Misa en la Cena del Señor
S.I.Catedral-Basílica de Segorbe, 5 de abril de 2012
(Ex 12,1-8.11-14; Sal 115; 1 Co 11,3-26; Jn 13,1-15)
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¡Amados todos en el Señor!
Con esta Eucaristía ‘en la Cena del Señor’ comenzamos el Triduo Pascual, el centro del año litúrgico. En esta tarde de Jueves Santo traemos a nuestra memoria, las palabras y los gestos de Jesús en la Ultima Cena. Como asamblea reunida por el Señor celebramos el solemne Memorial de la Última Cena. En el canon romano, la plegaria eucarística de hoy, diremos: “El cual, hoy, la víspera de padecer por nuestra salvación y la de todos los hombres, tomó pan en sus santas y venerables manos”. La Liturgia del Jueves Santo introduce la palabra ‘hoy’ en el texto de la plegaria para subrayar la dignidad y el significado particular de este día. Ha sido ‘hoy’ cuando el Señor lo ha hecho, cuando ha lavado los pies y se nos ha entregado para siempre en el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Este ‘hoy’ es sobre todo el memorial de la Pascua de entonces. Pero es más aún. El Señor hace esto ahora. Con la palabra ‘hoy’, la Liturgia de la Iglesia quiere movernos a prestar gran atención interior al misterio de este día, a las palabras y los gestos con que se expresa. Tratemos, pues, de contemplar las lecturas de hoy contemplando al Señor mismo, trasladándonos en espíritu al Cenáculo.
En la primera lectura hemos escuchado la institución de la Pascua de los judíos: es el contexto en que Jesús celebra la última Cena. La segunda lectura y el evangelio nos han relatado la Pascua de los cristianos, que el Señor instituye aquella tarde.
La Pascua de los judíos evoca unas fechas, una elección, una cena, un sacrificio, un paso de Dios y una liberación de la esclavitud de Egipto. Pascua significa “paso”, “salto”, “perdón”. La primera lectura lo aplica al paso o salto o perdón de Dios a los hijos de los hebreos mientras exterminaba a los primogénitos de los egipcios. La contraseña liberadora, será una mancha de sangre en las puertas de los hebreos.
La Pascua de los judíos era imagen, era sombra de lo que había de ser la Pascua cristiana. Jesucristo, el Dios encarnado, es el Cordero Inmolado, que da un paso por la muerte a la vida, que da un salto de la tierra al cielo; y con un fin bien preciso: liberarnos de la esclavitud del pecado pecados y de la muerte. Y lo hace señalándonos no con sangre de animales sino con la suya propia. San Pedro recordará a sus fieles que han sido rescatados no con oro o plata, sino con la sangre del cordero inmaculado, de valor incalculable.
Este es el sentido de la Eucaristía, instituida en aquel primer jueves santo de la historia. San Pablo nos recuerda la tradición que procede del mismo Señor; a saber, “Que el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: “Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros”. Lo mismo hizo con el cáliz después de cenar: “Este cáliz es la nueva Alianza sellada con mi sangre” (cf. 1 Co 11,3-26). El Señor da gracias. Al agradecer, reconoce que el pan y el vino son dones de Dios y que se los restituye a Dios para poder recibirlos nuevamente de Él. Su agradecer se transforma en bendecir. Lo que ha sido puesto en las manos de Dios, vuelve de Él bendecido y transformado, en su Cuerpo y en su Sangre, que anticipan su muerte en la Cruz para el perdón de los pecados: es la Nueva Pascua, su paso por la muerte a la Vida, para el perdón, para la liberación de la esclavitud del pecado. Y Jesús les dice a sus apóstoles y nos dice ahora a nosotros: “Haced esto en memoria mía”.
Y, San Juan, resumiendo maravillosamente el profundo significado de la Eucaristía, afirma: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1): con ello quiere decir que los amó hasta el final de su vida, hasta agotar todas las posibilidades, sin reparar medios para demostrarles su amor. Jesús no pone límites a su amor y a su entrega por los hombres. Los amó hasta el extremo haciéndose siervo, humillándose, lavándoles los pies. Los amó hasta el extremo de entregar su vida por todos los pecados de todos los hombres en la cruz. Los amó hasta el extremo de quedarse para siempre en la Eucaristía, memorial permanente de su misterio pascual, de su entrega y de su amor por el perdón de los pecados.
En la escuela de Jesús son inseparables la gloria del Padre y el servicio a los hermanos. Por eso les lava los pies, señal inequívoca de humildad, de extremado servicio, de amor entregado hasta el extremo. Cuanto más se humilla, más se complace el Padre porque más gloria recibe, esta es su ‘hora’.
San Pablo recoge aquellas palabras de Jesús: «Haced esto en conmemoración mía». Estas palabras las dirige a los apóstoles queriendo perpetuar, a través de ellos, el sacrificio del calvario para la remisión de las culpas. Será necesario, por ello, que en esta tarde agradezcamos al Señor el don del sacerdocio que perpetúa la presencia de Cristo y su acción favorable entre nosotros. Será también necesario que nuestro agradecimiento se haga oración por las vocaciones al sacerdocio paraqué nunca nos falten ministros de la Eucaristía
Pero además las palabras de Jesús –“Haced esto en conmemoración mía»- Lo que Cristo hace es proyección de nuestra vida hacia el futuro. El cristiano que se acerca a la mesa del Señor, el cristiano que comulga sabe que es atraído por el Señor, unido al Señor, y como el pan es transformado por Él para vivir, servir, amar, perdonar, trabajar, sufrir y morir como Cristo.
Por ello, tras la institución de la Eucaristía, San Pablo da unas normas muy serias sobre la dignidad con que debe ser tratado este sacramento por parte de cuantos se acercan a recibirlo. Recordemos que Cristo lavó los pies a sus discípulos como anuncio de la limpieza de alma con la que hay que hay que acercarse a la cena, a la comunión: «Examínese cada uno a sí mismo antes de comer el pan y beber el cáliz, porque el que come y bebe sin apreciar el cuerpo, se come y bebe su propia condenación” (1 Cor 1 1,28).
Antes de comulgar es necesario examinarse. La Iglesia, como Madre, sigue pidiendo la reconciliación sacramental si esta fuere necesaria antes de comulgar. Tenemos que poner mucho empeño en recibir la Eucaristía en estado de gracia, de unión vital con Cristo. De lo contrarío, la vida, como en el caso de Judas, se tornará muerte. Se nos propone comer el Cuerpo de Cristo y beber su sangre. Pero se nos prohíbe hacerlo indignamente.
Recibir a Cristo-Eucaristía es no sólo “estar con El”, sino “dejarse llevar” por Él y con Él, y “darse” como Él. Tan nocivo es no creer en la presencia real de Cristo en la Eucaristía como no entregar con nuestra vida la Vida de Cristo que se nos ha dado.
Así como es Viernes Santo siempre y dondequiera que sufre un hombre, porque en él se actualiza la pasión del Señor, así también será jueves santo siempre y dondequiera que un hombre o una mujer amen a un hermano pobre, enfermo, anciano, en paro, emigrante, gitano, negro o mendigo. En este día del amor fraterno no podemos olvidar el mandamiento nuevo del amor: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15,12).
¡Tarde de Jueves Santo! ¡Muchos sentimientos se agolparon entonces en el corazón de los apóstoles e invaden ahora nuestro corazón! Demos gracias a Dios que, en su Hijo Jesucristo, nos legó el amor más grande que pensarse pueda. Jesús se va, pero se queda. Se va por el amor que profesaba al Padre, tras cumplir su voluntad sobre la tierra. Pero se queda por amor a los hombres hecho Eucaristía, hecho presencia sacerdotal y hecho presencia entre los que se aman. Por eso, participar en la Eucaristía y recibirla debidamente dispuestos, reconocerle en los sacerdotes y amar sin reservas a nuestros semejantes serán el mejor modo de agradecer a Dios su don, su amor inefable en Jueves Santo.
Que María, primera custodia viviente de Cristo Eucaristía, nos ayude a valorar esta presencia de Dios entre nosotros y a amarla con intensidad. Amén
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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