Apertura Diocesana del Jubileo de la Misericordia
Segorbe, S.I. Catedral-Basílica, 12.12.2015
(Sof 3,14-18a; Sal Is 12,2-3. 4bcd. 5-6; Filp 4,4-7; Lc 3,10-18)
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Hermanas y hermanos muy amados todos en el Señor!
En la Víspera del III Domingo del Adviento, el Señor nos ha convocado para la Apertura del Año santo extraordinario, del Jubileo de la Misericordia. La Palabra de Dios de este Domingo nos llama insistentemente a la alegría. «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos» (Filp 4,4), nos ha dicho san Pablo. Y el profeta Sofonías nos invita a vivir la alegría por la presencia del Señor en medio de nosotros, y nos repite palabras de consuelo: «Regocíjate, grita de júbilo, alégrate y gózate… el Señor ha expulsado a tus enemigos… No temas, no desfallezcan tus manos: el Señor, en medio de ti, es un guerrero que salva» (cf. Sof 3,14-17). El profeta nos invita a recordar siempre aquello que se encuentra en el corazón de nuestra fe: que Dios está con nosotros, que el mal, el pecado y la muerte han sido vencidos, que la vida ha triunfado, que estamos salvados, que podemos confiar en Dios, que Dios nunca nos fallará: porque es eterna su misericordia. Por su misericordia, Dios nos quiere hacer partícipes de su perdón, de su vida, de su paz, de su alegría y de su amor.
Con verdadera alegría hemos abierto y traspasado la Puerta Santa de la Misericordia. Con este gesto, a la vez sencillo y fuertemente simbólico, hemos iniciado el Año Santo. La Puerta Santa es signo de Cristo, encarnación de la Misericordia de Dios. Entrar por la puerta significa entrar en la misericordia de Dios para descubrir la profundidad de la misericordia del Padre que acoge a todos y sale personalmente al encuentro de cada uno. Es Él quien nos busca. Es Él el que sale a nuestro encuentro. Este será un año para crecer en la convicción de la misericordia. «Cuánto se ofende a Dios y a su gracia -nos dice el papa Francisco- cuando se afirma sobre todo que los pecados son castigados por su juicio, en vez de destacar que son perdonados por su misericordia (cf. san Agustín, De praedestinatione sanctorum 12, 24). Sí, así es precisamente. Debemos anteponer la misericordia al juicio y, en cualquier caso, el juicio de Dios tendrá lugar siempre a la luz de su misericordia. Que el atravesar la Puerta Santa haga que nos sintamos partícipes de este misterio de amor. Abandonemos toda forma de miedo y temor, porque no es propio de quien es amado; vivamos, más bien, la alegría del encuentro con la gracia que lo transforma todo» (Homilía en la Misa y Apertura de la Puerta Santa, 8.12.2015).
Dios es misericordia. Antes de nuestra procesión hacia la Catedral hemos escuchado: «El misterio de la fe cristiana parece encontrar su síntesis en esta palabra (misericordia). Ella se ha vuelto viva, visible y ha alcanzado su culmen en Jesús de Nazaret. El Padre, ‘rico de misericordia’ (Ef 2,4), después de haber revelado su nombre a Moisés como ‘Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira, y pródigo en amor y fidelidad’ (Ex 34,6) no ha cesado de dar a conocer en varios modos y en tantos momentos de la historia su naturaleza divina. En la ‘plenitud del tiempo’ (Gal 4,4), cuando todo estaba dispuesto según su plan de salvación, Él envió a su Hijo nacido de la Virgen María para revelarnos de manera definitiva su amor. Quien lo ve a Él ve al Padre (cfr Jn 14,9). Jesús de Nazaret con su palabra, con sus gestos y con toda su persona revela la misericordia de Dios» (Papa Francisco, Bula Misericordiae vultus, 1).
Dios es misericordia: no se trata de una idea abstracta y fría, sino de las acciones de Dios con su Pueblo a lo largo de la Historia de la Salvación de Dios, en las que Él va revelando su amor. Es como el amor de un padre o de una madre, que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por su propio hijo. Es un amor que sale de lo más profundo de su ser, de sus entrañas; un amor “visceral” que sale de lo más íntimo como un sentimiento profundo, hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón» (MV 6).
El amor de Dios es «paciente y misericordioso». Dios no se cansa nunca de esperar, Dios no se cansa nunca de perdonar. El amor de Dios es eternamente fiel; su ‘misericordia es eterna’ es el estribillo que acompaña cada verso del Salmo 136 mientras se narra la historia de la revelación de Dios; no solo en la historia, sino por toda la eternidad estaremos siempre bajo la mirada misericordiosa del Padre. La misericordia divina no es un signo de debilidad, sino más bien la cualidad de la omnipotencia de Dios. Por ello von una de las colectas más antiguas podemos orar diciendo: «Oh Dios que revelas tu omnipotencia sobre todo en la misericordia y el perdón». Dios será siempre para la humanidad como Aquel que está presente, cercano, providente, santo, compasivo y misericordioso.
El papa Francisco nos invita a vivir este Año Santo como un momento extraordinario de gracia y de renovación espiritual. ¿Cómo hacerlo? nos preguntaremos, como también la gente preguntaba a Juan el Bautista: «¿Qué debemos hacer?» (Lc 3, 10).
Un signo peculiar en el Año Santo es la peregrinación, porque es imagen del camino que cada uno realizamos en nuestra existencia. Nuestra vida es una peregrinación hacia la casa del Padre; somos ‘viatores’, somos peregrinos en la vida hasta alcanzar la meta anhelada. También para llegar a la Puerta Santa, cada uno hemos realizado una peregrinación; es un signo de que también la misericordia es una meta por alcanzar, una meta que requiere compromiso y sacrificio. La peregrinación se convierte así en un estímulo para la conversión: atravesando la Puerta Santa y debidamente convertidos nos dejamos abrazar por la misericordia de Dios y nos comprometemos a ser misericordiosos con los demás como el Padre lo es con nosotros.
Junto con la peregrinación y el paso por la Puerta Santa así como el resto de condiciones para ganar la indulgencia jubilar, para vivir debidamente este Jubileo hemos de tener en cuenta tres momentos; los podríamos resumir en tres palabras: contemplar, experimentar y vivir la misericordia de Dios.
En primer lugar, este Año santo estamos llamados a contemplar la misericordia de Dios a lo largo de la Historia de la Salvación mediante la lectura orante de la Sagrada Escritura; y, sobre todo, podemos contemplar la misericordia de Dios en su Hijo, Jesucristo, que es el rostro de la misericordia del Padre. Jesús de Nazaret con su palabra, con sus gestos y con toda su persona revela la misericordia de Dios. La persona misma de Jesús es un amor que se dona y ofrece gratuitamente; los signos que realiza, sobre todo hacia los pecadores, hacia las personas pobres, excluidas, enfermas y sufrientes llevan consigo el distintivo de la compasión y de la misericordia. Las lecturas para los domingos del tiempo ordinario de este año están tomadas del Evangelio de Lucas, el Evangelista de la misericordia. Son bien conocidas las parábolas de la oveja perdida, la moneda extraviada, el padre misericordioso o del hijo pródigo. Meditémoslas como de nosotros mismos se tratara.
De la contemplación hemos de pasar a celebrar y experimentar personalmente la misericordia de Dios. Él nos espera y nos acoge en el sacramento de la Confesión para perdonar y olvidar nuestros pecados. Su misericordia va incluso más allá del perdón de los pecados; su misericordia se transforma en indulgencia que, a través de la Iglesia, alcanza al pecador perdonado y lo libera de todo residuo del pecado, capacitándolo para obrar con caridad, para crecer en el amor y no recaer en el pecado; Dios cura nuestras heridas, Dios sana las huellas negativas que los pecados dejan en nuestros comportamientos y pensamientos, que nos empujan al pecado; la misericordia transforma así nuestros corazones para poder ser misericordiosos como el Padre. El Jubileo es un tiempo de gracia para acercarse al Sacramento de la confesión, que será ofrecido con mayor tiempo y disponibilidad por los sacerdotes; el Año Santo es un tiempo para acoger la indulgencia jubilar peregrinando a uno de los lugares establecidos, confesando y comulgando en la Misa, haciendo la profesión del Credo y orando por el Papa y sus intenciones.
Y, finalmente, el Jubileo nos llama a ser portadores de la misericordia de Dios que hemos experimentado y que nos impulsa a vivir la misericordia para con los demás en las obras de misericordia corporales y espirituales. Conociéndolas y viviéndolas en el día a día podremos realizar la experiencia de abrir el corazón a cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales, que nuestro mundo moderno crea con frecuencia y de un modo dramático: tantas personas abandonadas y en soledad, tantas personas heridas en lo más profundo de su corazón, tantas familias rotas por el egoísmo, el rencor y el odio, los grupos enfrentados, los pueblos que viven en la más absoluta miseria…
Vivir la misericordia no es sólo algo personal. También como Iglesia diocesana tenemos la misión de vivir, de testimoniar y de anunciar la misericordia de Dios. A través de nuestra Iglesia diocesana y de todos cuantos la integramos -personas, comunidades eclesiales, movimientos, asociaciones y cofradías- la misericordia de Dios debe alcanzar la mente y el corazón de toda persona. Estamos llamados a salir para que la misericordia alcance a todos, sin excluir a nadie. Para que nuestro anuncio sea creíble, hemos de vivir y testimoniar en primera persona la misericordia. Es hora de dejar los chismes, las maledicencias, las envidias, las críticas corrosivas, los rencores, las exclusiones internas para que reine la misericordia y la fraternidad. Nuestro lenguaje, nuestros gestos y nuestra forma de vida deben transmitir misericordia para penetrar en el corazón de las personas y motivarlas a reencontrar el camino de vuelta al Padre.
Nuestra primera verdad como Iglesia y como cristianos es el amor de Cristo. De este amor, que llega hasta el perdón del enemigo y al don de sí, la Iglesia es sierva y mediadora ante los hombres. Por tanto, donde la Iglesia esté presente, allí debe ser evidente la misericordia del Padre. En nuestras parroquias, en las comunidades, en las asociaciones y movimientos, en fin, dondequiera que haya cristianos, cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia.
Vivamos este Año Jubilar a la luz de la palabra del Señor, para ser Misericordiosos como el Padre. «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36), nos dice Jesús. Es un programa de vida tan comprometedor como rico de alegría y de paz. El imperativo de Jesús se dirige a cuantos escuchan su voz (cfr Lc 6,27).
Que Maria, Madre de la misericordia, no acompañe y ayude a contemplar, experimentar, vivir y anunciar a todos el misterio de la Misericordia de Dios en este año Jubilar y siempre. Amén.
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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