Dedicación de la Iglesia parroquial de El Salvador de Castellón
23 de enero de 2011
Domingo tercero del Tiempo Ordinario
(Is 8, 23b-9,3; Sal 26; 1 Pt 2,4-9; Mt 4,12-23)
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¡Hermanos todos amados en el Señor!
Hoy es un día de gran gozo y de alegría compartida para toda nuestra Iglesia diocesana y para mi, vuestro Obispo, pero, de modo especial, lo es para vuestra comunidad parroquial de El Salvador al poder dedicar vuestro templo parroquial de ‘El Salvador’. Después de casi diez años desde que vuestro párroco, Mn. Joan Llidó, recibiera el encargo de comenzar a tejer una comunidad cristiana en un barrio nuevo, colindante a la UJI, y después de casi seis años desde que mi predecesor, Mons. Juan Antonio Reig Plá, erigiera esta parroquia hoy vemos cumplido un deseo largamente anhelado por todos. Este nuevo templo representa un bien para todos y, en particular, para los fieles cristianos de esta parroquia.
Demos gracias a Dios, Uno y Trino, fuente y origen de todo bien por este don. Con el salmista cantamos: “El Señor es mi luz y mi salvación. Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida” (Sal 26). Con su dedicación, este edificio se convierte en casa de Dios, abierta a todos lo que lo buscan con sincero corazón, y en casa de la comunidad parroquial: el lugar donde vuestra comunidad cristiana de El Salvador se reunirá habitualmente para escuchar la Palabra de Dios, para orar a Dios y, principalmente, para celebrar y recibir los sacramentos; será el lugar donde se reservará el Santísimo Sacramento de la Eucaristía para su adoración y para los enfermos. En nuestra acción de gracias a Dios incorporamos nuestro cordial y sentido agradecimiento a todos cuantos de un modo u otro han hecho posible este digno edificio: a personas particulares, a empresas y entidades privadas y públicas, y también a la Basílica de Lledó y a toda nuestra Iglesia diocesana, que tan generosa ha sido con una de sus hijas, vuestra parroquia de El Salvador. No olvidamos tampoco al arquitecto, a empresas y trabajadores, y así como a vuestros sacerdotes, Mn. Joan Llidó y Mn. Recaredo Centelles y al Consejo Parroquial de Pastoral.
Vuestro templo parroquial mismo, los ritos de bendición de los muros del templo y la dedicación del altar, así como la palabra de Dios que acabamos de proclamar centran dirigen nuestra mirada en Cristo Jesús. El es el Mesías, el Salvador, la luz grande, que brilla a los que habitan en tierras y sombras de muerte. Jesús inicia el reino de Dios y llama a la conversión, anuncia el Evangelio del reino, cura las enfermedades y dolencias físicas y espirituales del pueblo. Jesucristo llama a su seguimiento y a estar con él a sus discípulos para enviarlos a predicar; una misión que no es otra sino anunciar y hacer llegar a todos el reino de Dios, es decir el amor de Dios, manifestado, realizado y ofrecido en Cristo mismo, fuera del cual no hay salvación, no hay verdad, ni vida, ni libertad ni felicidad.
El altar que hoy vamos a dedicar a Dios nos recordará a Cristo, centro de la vida de todo cristiano y de toda comunidad parroquial. Este altar se va a convertir por la unción del Crisma en símbolo de Cristo mismo, el Ungido por el Padre en el Espíritu Santo y así constituido en Sumo sacerdote, para que en el altar de su cuerpo ofreciera el sacrificio de su vida por la salvación del mundo. Cristo es a la vez Sacerdote, Víctima y Altar de su propio sacrificio, por el que Dios mismo nos ofrece su comunión de vida y de amor. Este altar dedicado será para vosotros, a la vez, el ara donde se actualice sacramentalmente el sacrificio de la Cruz por todos vosotros y por todos los hombres; pero también será la mesa del Señor en torno al cual os congregaréis como Pueblo de Dios para participar en la Misa, sobre todo comulgando el Cuerpo y la Sangre de Cristo, fuente de comunión con El y con cuantos lo comulgan; y será, finalmente, el centro de la acción de gracias que realiza toda Eucaristía a la que debéis unir vuestra oración de alabanza y vuestra acción de gracias por todos los dones recibidos en vuestra vida. Pero este altar os será también símbolo de vosotros mismos, ya que al estar unidos a Cristo, cabeza del cuerpo de la Iglesia, os convertiréis en verdaderos altares en los que se ofrece el sacrificio de una vida santa: vida de unión con Dios y con los hermanos, fuente de caridad, que os impulsará a hacer de vuestra vida, personal y comunitaria, una existencia eucarística.
Lo mismo que este altar, que simboliza a Cristo, está en el centro de vuestro templo así Cristo mismo deberá ser el centro de vuestra vida y misión, de vuestra comunidad, de cada uno de sus miembros y de las familias. Un cristiano que no viva interiormente desde el amor de Dios ofrecido en Cristo no es un cristiano auténtico; una comunidad cristiana que no viva desde Cristo, desde su Evangelio y de su misterio Pascual, actualizado en cada Eucaristía, y que, por tanto, no muestre frutos de comunión y de misión, de paz y de amor, de justicia y de misericordia, de gozo y de alegría, no es una verdadera comunidad cristiana. El cristiano y la comunidad que no están anclados en el quicio que es Cristo, languidecen, se secan y extinguen. La vida cristiana o se renueva o fenece en el contexto materialista, cientifista, relativista, racionalista y hedonista reinante. Sin Dios, manifestado en Cristo Jesús, Vida para el mundo, el hombre pierde el norte. Sin Dios desaparece la frescura y la felicidad de nuestra tierra. Si el hombre abdica de Dios, abdica también de su dignidad, porque el hombre sólo es digno de Dios.
Edificado el templo material, edificad desde Cristo como “piedras vivas”, que sois los fieles, el templo espiritual de vuestra comunidad parroquial. Sólo así vuestra comunidad seguirá siendo una comunidad misionera en el barrio. Pido al Señor por todos vosotros: para que, anclados en Cristo y vivificados por él, aumente vuestra fraternidad entre todos, para que nunca os dejéis llevar por la tentación de la apatía hacia lo religioso, para que nunca dejéis al margen a esta vuestra familia parroquial, que es la Iglesia de Jesucristo en este barrio.
“Acercaos a Él, piedra viva, rechazada por los hombres, pero escogida y apreciada por Dios. Disponeos como piedras vivas a ser edificados en casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer víctimas espirituales agradables a Dios por mediación de Jesucristo” (1 Pt 2, 5), así nos exhorta San Pedro. Vuestra parroquia será viva en la medida en que viva fundamentada y ensamblada en Cristo, piedra angular; vuestra comunidad parroquial será iglesia viva si por sus miembros corre la savia de la Vid que es Cristo, que genera comunión de vida y de amor con Dios y con los hermanos, y lanza al anuncio a todos del Evangelio del Reino de Dios.
En esta parroquia, -la Iglesia en el barrio de la UJI-, Cristo se hace presente y su Espíritu actúa especialmente a través de los signos de la nueva alianza, que ella conserva y ofrece: la Palabra de Dios, los sacramentos, especialmente la Eucaristía, y la caridad: son los tres pilares que nunca pueden faltar en la vida y misión de una comunidad parroquial (Benedicto XVI, Deus caritas est, n. ).
La Palabra de Dios, proclamada y explicada con fidelidad a la fe de la Iglesia, y acogida con fe y con corazón bien dipuesto, os llevará al encuentro gozoso con el Señor, la Palabra de Dios hecha carne, el Camino, Verdad y Vida. Cristo Jesús y su Palabra son la luz, que nos ilumina en el camino de nuestra existencia, que nos fortalece, nos consuela y nos une. La proclamación y explicación de la Palabra en la tradición viva de la fe de la Iglesia y en comunión con el magisterio de nuestros pastores, la catequesis y la formación que se imparte en los distintos grupos no sólo os deben conducir a conocer más y mejor a Cristo y su Evangelio así como las verdades de la fe y de la moral cristianas, algo muy urgente y necesario; os han de llevar y ayudar a todos y a cada uno, en primer lugar y antes de nada, al encuentro y a la adhesión personal a Cristo, a la conversión de mente y corazón a Él y su Palabra, y a su seguimiento gozoso en el seno de la comunidad eclesial.
Seguir a Jesucristo os impulsará a vivir unidos en su persona y su mensaje evangélico en la tradición viva de la Iglesia. La Palabra de Dios, además de ser escuchada y acogida con docilidad, ha de ser celebrada y, lo celebrado, ha de ser puesto en práctica (cf. Sant 1, 21-ss). La Palabra y la Eucaristía hacen posible, por la acción de Dios, hombres nuevos con valentía y entrega generosa, que viven hacia todos el amor de Dios recibido.
En la comunidad parroquial, Cristo Jesús se hace presente y se nos da también a través de los Sacramentos; al celebrar y recibir los sacramentos participamos de la vida de Dios; por los Sacramentos se inicia, se confirma y fortalece, se alimenta y reaviva nuestra existencia cristiana, personal y comunitaria. Por los Sacramentos se crea o se acrecienta y se fortalece la comunión con la parroquia, con la Iglesia diocesana y con la Iglesia Universal.
Entre los sacramentos destaca la Eucaristía, el centro y el corazón de toda la vida de la comunidad cristiana. Sin la participación en la Eucaristía es muy difícil permanecer fiel en la vida cristiana y edificar el templo espiritual de la comunidad parroquial. El domingo es el día del Señor, la pascua semanal, el momento más hermoso para venir, en familia, a celebrar la Eucaristía unidos en el Señor con la comunidad parroquial. Los frutos serán muy abundantes: de paz y de unión familiar, de alegría y de fortaleza en la fe, de comunidad viva y misionera. La participación sincera, activa y fructuosa en la Eucaristía nos lleva necesariamente a vivir la fraternidad. Los pobres y los enfermos, los marginados y los desfavorecidos han de tener un lugar privilegiado en vuestra Parroquia, como ya lo venís haciendo. A ellos se ha de atender con gestos que demuestren, por parte de la comunidad parroquial, la fe y el amor en Cristo.
El Sacramento de la Penitencia será aliento y esperanza en vuestra experiencia cristiana. Sólo cuando sabemos ponernos de rodillas ante Dios por el sacramento de la confesión y reconocemos nuestras debilidades y pecados podemos decir que estamos en sintonía con el Padre ‘rico en misericordia’ (Ef 2,4). En el sacramento de la Penitencia se recupera y se fortalece la comunión con Dios y con la comunidad eclesial; la experiencia del perdón de Dios, fruto de su amor misericordioso, nos da fuerza para la misión, nos empuja a ser testigos de su amor y del perdón.
Alimentados y regenerados por la Palabra y los Sacramentos os convertiréis en ‘piedras vivas’ del edificio espiritual, que forma una familia entroncada en Cristo: vuestra comunidad cristiana. Es decir: una comunidad que acoge y vive a Cristo y su Evangelio; una comunidad que proclama y celebra la alianza amorosa de Dios; una comunidad que aprende y ayuda a vivir la fraternidad cristiana conforme al espíritu de las bienaventuranzas; una comunidad que ora y ayuda a la oración; una comunidad en la que todos sus miembros se sienten y son corresponsables en su vida y su misión al servicio de la evangelización en una sociedad cada vez más paganizada; una comunidad que es fermento de nueva humanidad, de transformación del mundo, de una cultura de la vida y del amor, de la justicia y de la paz.
Cristo Jesús, El Salvador, está en medio de nosotros. ¡Acerquémonos, hermanos, con corazón bien dispuesto a la mesa de la Eucaristía, que por vez primera celebraremos sobre este altar dedicado! ¡Acojamos a Cristo, alimento de vida cristiana y fuente de comunión con Dios y con los hermanos! Él nos fortalece y nos envía a ser testigos de su amor, constructores de fraternidad, de justicia y de paz en nuestro mundo. Que María, la Mare de Déu del Lledó, os proteja y os aliente hoy y siempre. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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