Jornada Mundial de las Migraciones
Castellón, S.I. Concatedral, 16 de enero de 2011
(Is 49, 3.5-6; Sal 39; 1Co 1,1-3; Jn 1, 29-34)
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Hermanos amados todos en el Señor:
Por segundo año consecutivo celebramos esta Eucaristía en la Jornada Mundial de las Migraciones. Gracias por vuestra numerosa presencia, queridos inmigrantes: una vez más podemos experimentar la catolicidad, la universalidad, de nuestra Iglesia católica, sacramento y germen de unidad de todo el género humano (cf. LG 1), para formar una sola familia humana. Os saludo de corazón a todos cuantos habéis acudido esta tarde a esta celebración: sacerdotes, consagrados y seminaristas; saludo cordialmente al párroco de la parroquia ortodoxa rumana de San Nicolás; a las asociaciones de inmigrantes; al Director de nuestro Secretariado Diocesano paras la Migraciones y a todos los trabajadores y voluntarios en este sector pastoral.
La Palabra de Dios, que acabamos de proclamar, centra nuestra mirada en Cristo Jesús: Él es el Hijo de Dios, hecho hombre, el Siervo y el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
Jesucristo es el Salvador precisamente porque ha ido más allá de proyectos y teorías humanas, y ha roto las ataduras del pecado, de la división, de la separación y del odio entre los hombres. Él mismo declara al entrar en este mundo: “Aquí estoy, Señor, para, hacer tu voluntad” (Sal 39). Cristo Jesús, obediente al Padre por amor, se ha hecho uno de nosotros, y por la ofrenda y entrega total de su cuerpo y de su espíritu al Padre, ha restablecido y recuperado la amistad y la comunión con Dios y así entre todos los hombres, nuestros hermanos. Esa es la voluntad original de Dios: que todos vivamos la comunión de vida y amistad con Dios, la unión con y entre todos los hombres –independientemente de origen, raza, lengua o nación- y la armonía con la creación entera, que queda rota por el pecado. Sí; el pecado no sólo es rechazo de la amistad, de la comunión con Dios, sino también la fraternidad con los hombres y la armonía con la creación misma. Así lo vemos reflejado en el relato del pecado original.
Jesús es el Ungido de Dios; él lleva a cabo las promesas de Dios y las expectativas de los hombres de modo inesperado, pero del modo más humano posible: haciéndose uno de nosotros, haciéndose Enmanuel, Dios-con-nosotros, siendo en todo fiel y obediente a la voluntad de Dios hasta su entrega a Él en la Cruz. Jesucristo es la Luz para todos los hombres. El sale a nuestro encuentro y desea encontrarse con cada uno de nosotros para mostrarnos el camino hacia Dios y hacia todos los hombres, para darnos la comunión de vida con Dios, base de la comunión fraterna, de la solidaridad, de la acogida del otro, también del extranjero, del migrante, para hacer de todos los hombres una sola familia humana.
Esta es la vocación y misión de la Iglesia: Ser portadora de la Luz de Cristo, ser presencia suya, de su Evangelio y de su obra redentora entre los hombres y mujeres de todos los tiempos; ser, en una palabra, misterio de comunión y misión, ámbito de unión de los hombres con Dios y de los hombres entre sí. Una misión que corresponde a todo bautizado, siendo, como Jesús, siervo de Dios y de los hombres, siendo apóstol de la Buena Nueva, como Pablo.
En esta Jornada Mundial de Migraciones, el Señor nos llama a abrir nuestros corazones para la acogida cristiana del emigrante. Las palabras de Jesús ‘Como yo os he amado, que también os améis unos a otros’ (Jn 13, 34) nos invitan a ello. Todos los seres humanos formamos una sola familia humana. El Padre-Dios, como nos recuerda Benedicto XVI en su Mensaje para esta Jornada, nos llama a reconocernos todos hermanos en Cristo; formamos ‘una sola familia humana’ de hermanos y hermanas en sociedades, cada vez más multiétnicas e interculturales, donde también las personas de diversas religiones estamos llamados al diálogo, para poder encontrar una convivencia serena y provechosa en el respeto de las legítimas diferencias.
Con el lema de su mensaje para esta Jornada Mundial “Una sola familia humana”, el Santo Padre, Benedicto XVI, nos invita y ofrece un programa para este fin. La migración es una oportunidad para destacar y trabajar por la unidad de la familia humana.
“Los derechos de los emigrantes a vivir como miembros de la familia humana y la obligación correspondiente hacia ellos de acogida, ayuda, solidaridad y fraternidad tienen su fundamento en la condición de todos los seres humanos de hijos del mismo Padre Dios: de ella deriva la común vocación de hermanos. Tenemos un origen común, el mismo fin, el mismo hábitat, la tierra creada por Dios y puesta al servicio de todos los hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares. Tenemos un camino común, aunque vivamos diferentes situaciones”, afirman los Obispos de la Comisión Episcopal de Migraciones en su Mensaje para este año. Todos, tanto los emigrantes como las poblaciones que los acogemos, formamos parte de una sola familia, y todos tenemos el mismo derecho a gozar de los bienes de la tierra, cuyo destino es universal, como enseña la doctrina social de la Iglesia. Aquí encuentran fundamento la solidaridad y el compartir. (Benedicto XVI, Mensaje 2011).
Frente a este cuadro ideal tenemos la dura realidad; una realidad agravada por la crisis económica, que afecta a todos y, en especial, a los emigrantes. En esta situación, junto a prejuicios de siempre, surgen el miedo al extraño, el rechazo, la merma en la cordial acogida y en la hospitalidad. En esta situación se hace de nuevo necesario poner en el centro de todo a la persona humana y su dignidad inalienable, que tiene su origen en ser creatura de Dios, con sus correspondientes e inalienables derechos y deberes.
La tarea de constituir una sola familia de personas, pueblos, culturas, religiones tan numerosas y diversas, nos urge a todos, emigrantes y autóctonos. El camino es arduo y tiene aún un largo recorrido. No es superfluo volver a recordar, como punto de partida el derecho fundamental de toda persona a salir de su tierra y a ir a otro país que le ofrezca mejores posibilidades, sin tener que desprenderse de su familia, de su religión, de su cultura.
Tampoco podemos olvidar el derecho propio de los Estados a regular los flujos migratorios con justicia, con solidaridad y con sentido del bien común. En esa regulación justa entra también el establecer condiciones dignas para la acogida y la gradual y armónica integración de emigrantes y refugiados en la nueva sociedad, en la normal interacción entre la población autóctona y la emigrante.
El instrumento clave en este proceso es el diálogo en todas sus variantes, empezando por el diálogo de la vida, en el trabajo, en la escuela, en el tiempo libre, en la vecindad, en la convivencia, en la defensa común de los derechos, en las acciones comunes, en el servicio al bien común. Fundamental es el diálogo intercultural y, en el campo religioso, el diálogo ecuménico y el interreligioso.
La Iglesia, que ha recibido el mandato del Señor de hacer de todos los pueblos una sola familia, ha de ser pionera en la tarea de acoger a los diferentes, de ayudarles en su proceso de incorporación a la nueva sociedad, y a la comunidad creyente a los cristianos católicos y a los que voluntariamente lo pidan. Los emigrantes católicos son miembros de pleno derecho en la comunidad parroquial, a la que por su domicilio pertenecen: en ella, en su vida y en su misión han de incorporarse y han de ser acogidos. Serán una riqueza para esa comunidad parroquial.
Asimismo, la Iglesia debe ser ejemplar en su ayuda para que los emigrantes a la asuman sus responsabilidades, su papel y sus tareas en la sociedad y en la comunidad creyente, respetando siempre la identidad de cada uno, dentro de la única familia. En su condición de “católica”, nuestra Iglesia y los católicos hemos de ser signos e instrumentos en la generación de la única familia de Dios, en la que caben hombres y mujeres diferentes en procedencia, raza, cultura o clase social. La Iglesia es la “casa común”, en la que todos tienen cabida.
Oremos para que nuestra sociedad vea a los inmigrantes y a sus familias no como una carga o un peligro, sino como una riqueza para nuestra sociedad y para que los acoja cordialmente, los trate como hermanos y les facilite su pacífica y enriquecedora integración. Oremos para que los inmigrantes se encuentren en su casa en nuestra Iglesia diocesana y en sus respectivas parroquias.
¡Que María la Virgen nos proteja en este nuestro caminar y nos enseñe a ser sensibles como ella ante las necesidades de los emigrantes, y a poner nuestra mirada en su Hijo, el Salvador, que con su muerte y resurrección ha restablecido la comunión con Dios, base de la fraternidad universal! Amén
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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