Ordenación diaconal de Alipio Bibang
S.I. Catedral-Basílica de Segorbe, 9 de febrero de 2014
V Domingo del Tiempo ordinario
(Is 58, 7-10; Sal 111; 1Cor 2,1-5; Mt 5, 13-16)
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¡Hermanas y hermanos, muy amados en el Señor!
Alegría y acción de gracias
- “Yo soy la luz del mundo -dice el Señor-; el que me sigue tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). Estas palabras de Jesús, previas al Evangelio de este domingo, adquieren esta tarde una especial resonancia. Porque, ¿cómo no ver, queridos hermanos y hermanas en el Señor Jesús en esta ordenación de diácono una realización concreta de la llamada del Señor a seguirle? Dentro de breves momentos, querido Alipio, vas a ser llamado por la Iglesia para recibir el orden del diaconado en tu camino hacia el sacerdocio ordenado.
Bien sabes que en tu proceso vocacional no hay nada excepcional, salvo una cosa: la presencia del amor del Señor en tu vida que comenzó el día de tu bautismo. Ya de pequeño sentiste la vocación al sacerdocio a través de aquel sacerdote, cuya entrega te hizo sentir que querías ser como él. Las circunstancias te impidieron responder entonces a la llamada del Señor. Pero has sabido dejarte llevar por la mano de Dios hasta poder decir hoy, a tus 43 años, que lo más importante en tu vida es seguir a Jesucristo. Sí, queridos hermanos: quien descubre que el Señor se ha fijado en Él, quien le escucha y le sigue, encuentra en su seguimiento la razón de su existencia, que sólo puede generar una gran alegría. Contigo quiero en esta tarde decir: Señor, gracias por el don de la vocación de nuestro hermano Alipio. Gracias porque supiste vencer tus resistencias y dejarte llevar de su mano.
Tu alegría, querido Alipio, es nuestra alegría y es motivo para la acción de gracias: una acción de gracias, llena de gozo, por tu vocación, por tu familia que supo educarte en la fe cristiana, por los responsables de tu formación en el Seminario y por tus compañeros y amigos, por tus párrocos y por la comunidad parroquial de Alquerías del Niño Perdido. Lo peor que nos puede ocurrir como Iglesia y como presbiterio es caer en la incapacidad de alegrarnos por el bien, la indiferencia ante los continuos dones del Señor en medio de nuestra Iglesia, aunque estos nos vengan de una tierra a la que nuestros antepasados llevaron la fe cristiana. Alegrémonos y demos gracias, hermanos, por esta ordenación diaconal.
Sí, esta celebración es un motivo de alegría y de esperanza para nuestra Iglesia, que se consuela hoy al ver que Dios sigue llamando y nos sigue enviando vocaciones, no obstante la enorme penuria vocacional que hay entre nosotros; nuestra Iglesia se consuela al constatar que, pese a las circunstancias adversas, hay todavía tierra buena donde la semilla de la vocación al sacerdocio es acogida y va dando sus frutos; nuestra Iglesia se consuela y se alegra al ver que, gracias al don de Dios y su acogida generosa, sigue creciendo en su vitalidad, se refuerza en su fidelidad y se dilata en su capacidad de servir.
Al ser ordenado diácono
- Tu ordenación de diácono es una ocasión muy propicia para recordar el significado del diaconado. Como nos dice el Concilio Vaticano II eres ordenado diácono “para realizar un servicio y no para ejercer el sacerdocio” (LG 29). Mediante la imposición de mis manos y la oración consagratoria, el Señor derramará sobre ti su Espíritu Santo y te consagrará diácono. Participarás así de los dones y del ministerio que los Apóstoles recibieron del Señor y serás en la Iglesia y en el mundo signo e instrumento de Cristo, que vino “no para ser servido sino para servir”. Por una marca imborrable, quedarás conformado en tu ser y para siempre diácono, servidor a imagen y tras huellas de Cristo Siervo; la ordenación sacerdotal no borrará esta marca; también como sacerdote deberás seguir siendo servidor; no te sientas nunca dueño, sino servidor; no ocupes el centro como ocurre con cierta frecuencia, el centro le corresponde sólo a Jesucristo; con tu palabra y con tu vida deberás ser para siempre signo de Cristo Siervo, obediente hasta la muerte y muerte de Cruz para la salvación de todos.
Recibe pues, Alipio, el orden del diaconado para servir a los hombres, haciéndote portador de la salvación de Cristo. Para ello debes descubrir aún más la belleza de la cruz de Cristo. Pablo nos recuerda hoy (cf. 1 Cor 2,1-5) que el núcleo de nuestra misión está en anunciar el misterio del amor de Dios hacia todos, manifestado en la cruz de Cristo, para dejarse transformar por este amor. Frente a todas las doctrinas de salvación, Pablo sabe que lo único que salva es la cruz de Jesucristo, que ofrece el amor sanador y salvador de Dios. La cruz es para Pablo el único sentido de su vida; la cruz le ha transformado, al igual que transforma a quien se deja tocar por ella.
Jesús mismo resume su propia misión en el mundo: “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida para la salvación de todos” (Mt 20, 28). Encarnándose, asumiendo la condición humana, Cristo no pone límites al propio abajamiento, “sino que se despojó a sí mismo (…), se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2, 7-8) para elevar a los hombres a la dignidad de hijos de Dios.
Como diácono te pones al servicio incondicional de Jesús, para ser sal de la tierra y luz del mundo, como nos recuerda el Evangelio (Mt 5, 13-16). Estas palabras, que valen para todo discípulo del Señor, son válidas también para el diácono por este nuevo título: estás llamado a servir a Cristo y, en él, a su Iglesia y a los hermanos, siguiendo los pasos de Cristo Siervo, para dar sabor al mundo y preservarlo de la corrupción del pecado, y para ser luz que refleje la Luz, que es Cristo, que ilumina la existencia de las personas: como Jesús no puedes poner condiciones de tiempo, de lugar o de tarea, y has de estar siempre disponible para Dios y para los hermanos en total obediencia a la Iglesia y al Obispo. Como Cristo lo hizo, estás llamado a poner toda tu persona y toda tu vida –tus capacidades, tus energías, tu tiempo y tus deseos- al servicio de Cristo, de su Evangelio y de la Iglesia para la salvación del mundo.
Morir a sí mismos para dar mucho fruto como el grano trigo ha de morir en la tierra para desplegar toda su fecundidad: este es el camino indicado por Cristo y que se simboliza plásticamente en el rito de la postración. Al postrarte con todo tu cuerpo y apoyar la frente sobre el suelo, manifiestas tu completa disponibilidad para tomar el ministerio que se te confía. En ese yacer en tierra en forma de cruz antes de la Ordenación muestras que acoges en tu propia vida la cruz de Cristo, que es entrega total por amor. No se genera vida sin entregar la propia. Amar como Cristo es darse sin escatimar, hasta desaparecer. El amor entregado genera vida, el apego a sí mismo, por contra, lleva a la autodestrucción. Se trata de una verdad que el mundo actual rechaza y desprecia, porque hace del amor hacia sí mismo el criterio supremo de la existencia. El discípulo de Cristo no considera su interés personal, su bienestar o la propia supervivencia; al contrario, sabe que despreciar la propia vida por amor a Cristo y a los hermanos es conservarse para una vida definitiva y eterna. Ser discípulo de Cristo significa encontrarse con Él, la Luz del Mundo, para dejarse transformar por él, acoger la luz que de él procede, para vivir como Él, aun en medio de la oscuridad, de la hostilidad y de la persecución; quien así vive se encuentra, como Jesús, en la esfera del Espíritu, en el hogar del Padre, y es sal de la tierra y luz del mundo.
La gracia divina, que recibirás con el sacramento, te hará posible esta entrega total y dedicación plena a los otros por amor de Cristo; y además te ayudará a buscarla con toda la fuerza. Esto será el mejor modo de prepararte para recibir la ordenación sacerdotal: servir es un ejercicio fecundo de caridad. Hoy, todos nosotros pediremos al Señor la gracia que te ayude a transformarte en fiel espejo de su caridad, hecha servicio.
Y ejercer la triple diaconía
- Al ser ordenado de diácono serás consagrado y enviado para ejercitar un triple servicio, una triple diaconía: la de la Palabra, la de la Eucaristía y la de la caridad. Es tarea del Diácono, entre otras, la proclamación del Evangelio como también la de ayudar a los Presbíteros en la explicación de la Palabra de Dios. Más tarde te entregaré el Evangelio con estas palabras: “Recibe el Evangelio de Cristo, del cual has sido constituido mensajero: convierte en fe viva lo que lees y lo que has hecho fe viva enséñalo, y cumple aquello que has enseñado”.
Como diácono serás mensajero del Evangelio de Jesús. Te has de poner en camino, dócil a la moción del Espíritu, para anunciar el Evangelio de Jesús a todos, guiar en su comprensión y acompañar hasta el encuentro personal con el mismo Señor y su salvación. Para que puedas proclamar y anunciar a Jesucristo y su Evangelio has de saber acoger y saborear tú mismo con fe viva el Evangelio que anuncias. El mensajero del Evangelio ha de leer y escuchar, contemplar y asimilar la Palabra de Dios, saborearla y dejarse iluminar, para dejarse él mismo guiar y conducir por la Palabra de Dios. Una de las tareas más urgentes de nuestra Iglesia y el mejor servicio que puede prestar hoy es la diaconía a la Verdad de la Palabra de Dios, la verdad del hombre, del matrimonio y de la familia, de la sociedad y de la historia.
Como Diácono serás también el primer colaborador del Obispo y del Sacerdote en la celebración de la Eucaristía, el gran «misterio de la fe». Tendrás también el honor y el gozo de ser el servidor del «Mysterium». A ti se te entregará el Cuerpo y la Sangre del Salvador para que lo reciban y se alimenten los fieles. Trata siempre los santos misterios con íntima adoración, con recogimiento exterior y con devoción de espíritu que sean expresión de un alma que cree y que es consciente de la alta dignidad de su tarea.
Como Diácono se te confía, finalmente y de modo particular, el ministerio de la caridad, que se encuentra en el origen de la institución de la diaconía. Si la Eucaristía es efectivamente el centro de nuestra vida, ésta no sólo nos lleva al encuentro de comunión con Cristo, sino que también nos lleva y da la fuerza para el encuentro de comunión con los hermanos. Atender a las necesidades de los otros, tener en cuenta las penas y sufrimientos de los hermanos, ser capaces de entregarse en bien del prójimo: estos son los signos distintivos del discípulo del Señor, que se alimenta con el Pan Eucarístico. Entonces «romperá la luz como la aurora», cuando partas «el pan con el hambriento», hospedes «a los pobres sin techo», vistas «al que ves desnudo» y no te cierres en tu propia carne» (Is 58, 7-8)
Por la ordenación de diácono ya no se perteneces a tí mismo. El Señor te dio ejemplo para que lo que él hizo también tú lo hagas. En tu condición de diácono, es decir, de servidor de Jesucristo, que se mostró servidor de los discípulos, siguiendo gustosamente la voluntad de Dios, sirve con amor y alegría tanto a Dios como a los hombres y así serás sal de la tierra y luz del mundo. Sé compasivo, solidario, acogedor y benigno para con los demás; dedica a los otros tu persona, tus intereses, tu tiempo, tu trabajo y tu vida. El Diácono, colaborador del Obispo y de los Presbíteros, debe ser juntamente con ellos, la viva y operante expresión de la caridad de Cristo y de la Iglesia: es, a la vez, pan para el hambriento, sal de la tierra, luz para el mundo, el desarrollo y el progreso humano y social, palabra y acción para la justicia
El don del celibato que acoges libre responsable y conscientemente y que prometes observar durante toda la vida por causa del reino de los cielos, ha de ser para ti símbolo y, al mismo tiempo, estímulo de tu amor servicial y fuente de fecundidad apostólica. Movido por un amor sincero a Jesucristo y viviendo este estado con total entrega, te resultará más fácil consagrarte con corazón indiviso al servicio de Dios y de los hombres.
- Queridos todos: Dentro de unos momentos suplicaré al Señor para que derrame el Espíritu Santo sobre nuestro hermano, con el fin de que le “fortalezca con los siete dones de su gracia y cumpla fielmente la obra del ministerio”. Unámonos todos en esta oración para que Alipio obtenga esta nueva efusión del Espíritu Santo. Y oremos a Dios, fuente y origen de todo don, que nos conceda nuevas vocaciones al ministerio ordenado. A Él se lo pedimos de las manos de María por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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