Ordenación de tres presbíteros en la Solemnidad de la Epifanía del Señor
S.I. Concatedral de Sta. María de Castellón – 6 de enero de 2010
(Is 6,1-6; Sal 71; Ef 3,2-3ª.5-6; Mt 2,1-22)
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Hermanas y hermanos todos en el Señor:
”Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti” (Is 60, 1). Con estas palabras, Isaías invita a la ciudad de Jerusalén a dejarse iluminar por su Señor, luz infinita que hace resplandecer su gloria sobre Israel. El pueblo de Dios está llamado a convertirse él mismo en luz, para orientar el camino de las naciones, envueltas en ‘tinieblas’ y ‘oscuridad’, hacia el Mesías (Is 60, 2).
En la Noche santa de la Navidad apareció la luz esperada; nació Cristo, luz de los pueblos, el ‘sol que nace de lo alto’ (Lc 1, 78), el sol que vino al mundo para disipar las tinieblas del mal e inundarlo con el esplendor del amor divino. El es “la luz verdadera, que viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre” (Jn 1, 9). Al encarnarse, el Hijo de Dios se manifestó como luz que ilumina y da vida. No sólo luz externa, en la historia del mundo, sino también dentro del hombre, en su historia personal. Se hizo uno de nosotros para dar nuevo valor y dignidad a nuestra existencia terrena, para sanarnos y salvarnos, para hacernos partícipes de la gloria de su inmortalidad.
En la solemnidad de la Epifanía, el Mesías, que se manifestó en Belén a humildes pastores de la región, se manifiesta como luz de todos los pueblos, de todos los tiempos y de todos los lugares. Los Magos, que llegan de Oriente a Jerusalén guiados por una estrella (cf. Mt 2, 1-2), representan las primicias de los pueblos atraídos por la luz de Cristo. Reconocen en Jesús al Mesías y demuestran anticipadamente que se está realizando el ‘misterio’ del que habla san Pablo en la segunda lectura: “Que también los gentiles son coherederos (…) y partícipes de la promesa de Jesucristo, por el Evangelio” (Ef 3, 6).
Con la encarnación de su Hijo y con su epifanía a todos los pueblos, Dios muestra su deseo y voluntad de iluminar, salvar y dar vida a toda la humanidad, a todos los pueblos, sin distinción de raza y cultura, porque Dios “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4). La estrella, que guía a los Magos, habla a la mente y al corazón de todos los hombres, también al hombre de hoy. ¿Quién no siente la necesidad de una ‘estrella’ que lo guíe a lo largo de su camino en la tierra? Sienten esta necesidad tanto las personas como las naciones. Para satisfacer este anhelo de salvación universal, el Señor se eligió un pueblo que fuera estrella orientadora para ‘todos los linajes de la tierra” (Gn 12, 3), un pueblo, que fuera signo sacramental de Él, luz de los pueblos.
Así nació la Iglesia, formada por hombres y mujeres que, “reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido el mensaje de la salvación para proponérselo a todos” (Gaudium et spes, 1). Hoy resuenan para nuestra Iglesia resuena las palabras de Isaías: “¡Levántate, brilla (…), que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!” (Is 60, 1. 3).
Elegidos para ser signos de Cristo, luz de los pueblos
Queridos hijos y hermanos, Oriol, Raúl y Alex. De este singular pueblo mesiánico que es la Iglesia, vosotros vais a ser constituidos pastores mediante la ordenación presbiteral.
Hoy llegáis, como los Magos, a la meta después de un largo camino. Imagino el eco que pueden tener en vuestro interior las palabras de los Magos: “Hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo”. Cada uno de vosotros, a su modo, es como los Magos: una persona que ve una estrella, se pone en camino, experimenta también la oscuridad, la inseguridad o la incertidumbre y, bajo la guía de Dios, puede llegar a la meta.
En este pasaje evangélico se condensa de un modo singular todo vuestro proceso vocacional, desde que un día sentisteis la llamada –apareció la estrella en vuestra vida, para cada cual la suya- hasta llegar hoy a la meta con la ordenación presbiteral: entre ambas se sitúa un largo proceso del camino de discernimiento, de comprobación y de maduración de la llamada de Señor al sacerdocio. Cada uno de vosotros conocéis ese camino: quizá haya podido parecer u os haya parecido un camino excesivamente largo, no exento de obscuridades e incertidumbres; pero en cualquier caso era necesario, para no errar en la meta en la medida de lo humanamente posible.
El viaje de los Magos estaba motivado por una fuerte esperanza, que les lleva hacia el “Rey de los judíos”, hacia la realeza de Dios mismo. Porque este es el sentido de nuestro camino: servir a la realeza de Dios en el mundo. Los Magos tenían un deseo enorme de Cristo, que les indujo a dejarlo todo y a ponerse en camino. Era como si todo aquello hubiera estado siempre inscrito en su destino, que ahora finalmente se cumplía.
Queridos amigos: este es el misterio de vuestra llamada al sacerdocio y del orden, que hoy vais a recibir; misterio que afecta a la vida de todo cristiano, pero que se manifiesta con mayor relieve en los que Cristo invita a dejarlo todo para seguirlo más de cerca. Vuestra llamada y el ministerio es un don totalmente gratuito por parte del Señor e inmerecido por vuestra parte, cuya única razón es el amor de quien llama, al que sólo se puede responder con la entrega de sí mismo. Vivid la belleza de vuestra llamada y de vuestra ordenación cada día con el amor primero, con la alegría y con la gratitud que hoy sentís. No seremos buenos y felices sacerdotes, si en el origen y en la base de todo no situamos el don misterioso y amoroso de la llamada y elección del Señor, del don del ministerio. No somos sacerdotes ni se llega a ser sacerdote, porque lo elijamos como un camino de autorealización, de honor o incluso de mera santificación personal. “No me habéis elegido vosotros a mí, si no yo os he elegido a vosotros” (cf. Jn 15, 16) nos dice el Señor.
“Y cayendo de rodillas lo adoraron (…); le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra” (Mt 2, 11-12). Con esto culmina todo el itinerario de los Magos: el encuentro se convierte en adoración, dando lugar a un acto de fe y de amor que reconoce en Jesús, nacido de María, al Hijo de Dios hecho hombre.
¿Cómo no ver prefigurado en el gesto de los Magos el gesto de vuestra postración durante el canto de las letanías previa a la ordenación? Con vuestra postración mostraréis vuestra adoración, vuestra humildad, vuestra disponibilidad para entregar totalmente vuestras personas al Señor en el orden que vais a recibir. Es la disposición necesaria para que el Señor actúe en vosotros.
La fe en Cristo, luz del mundo, ha guiado vuestros pasos hasta aquí y ahora os lleva hasta la entrega de vosotros mismos en la consagración presbiteral. Ser sacerdote en la Iglesia significa entrar en la entrega de Cristo, mediante el sacramento del Orden, y entrar con todo vuestro ser. Ahora Cristo os pide que mostréis esta oblación humilde y total de vuestra persona, para desempeñar en la Iglesia el ministerio presbiteral. El secreto de la santidad es la amistad con Cristo y la adhesión fiel a su voluntad, y a su forma de ser y de vida. “Cristo es todo para nosotros”, decía san Ambrosio. Que Cristo sea todo para vosotros. Ofrecedle vuestra persona, lo más precioso que tenéis; como decía Juan Pablo II, ofrecedle “el oro de vuestra libertad, el incienso de vuestra oración fervorosa, la mirra de vuestro afecto más profundo”.
Consagrados por la imposición de manos y la oración
Acoged en adoración, con humildad y con la disponibilidad para vuestra entrega la acción de Señor sobre vosotros. Él, a través de mis manos, queridos hijos, os va a consagrar para siempre para ser pastores y guías al servicio del pueblo de Dios, en su nombre y en su persona, como Cabeza de su cuerpo, que es la Iglesia.
Según la Tradición apostólica, este sacramento se confiere mediante la imposición de manos y la oración. La imposición de manos la realizaremos en silencio. Nosotros callaremos para que Dios actúe. Dios alarga su mano hacia vosotros, os toma para sí y, a la vez, os cubre para protegeros, a fin de que seáis totalmente propiedad de Dios, le pertenezcáis del todo e introduzcáis a los hombres en las manos de Dios. Con la imposición de las manos, Jesucristo os dice a cada uno: “Tú me perteneces”; pero también os dice: “Tú estás bajo la protección de mis manos. Tú estás bajo la protección de mi corazón, dentro de la inmensidad de mi amor”.
Como segundo elemento fundamental de la consagración, seguirá después la oración. La ordenación presbiteral es un acontecimiento de oración. Ningún hombre puede hacer a otro sacerdote. Es el Señor mismo quien, a través de la palabra de la oración y del gesto de la imposición de manos, os asume totalmente a su servicio, os atrae a su propio sacerdocio. Él mismo consagra a sus elegidos. Él mismo, el único Sumo Sacerdote, que ofreció el único sacrificio por todos nosotros, os concede la participación en su sacerdocio, para que su Palabra y su obra estén presentes en todos los tiempos.
Además, vuestras manos serán ungidas con el óleo del Santo Crisma, que es el signo del Espíritu Santo y de su fuerza. La mano del hombre es el instrumento de su acción, es el símbolo de su capacidad de afrontar el mundo. El Señor os impone las manos y ahora quiere las vuestras para que, en el mundo, se transformen en las suyas. Quiere que ya no sean instrumentos para tomar las cosas, los hombres o el mundo para vosotros, sino para que se pongan al servicio de su amor. Quiere que sean instrumentos para servir y, por tanto, expresión de la misión de toda la persona al servicio de Cristo para llevarlo a los hombres.
El Señor os dice esta tarde: “Ya no os llamo siervos…, a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15, 15). El Señor os hace sus amigos: os encomienda todo; se os encomienda a sí mismo, de forma que podáis hablar con su ‘yo’, «in persona Christi capitis«. Qué confianza se pone en vuestras manos. Todos los signos esenciales de la ordenación sacerdotal son, en el fondo, manifestaciones de esas palabras: la imposición de las manos; la entrega del libro, de su Palabra, que él nos encomienda; la entrega de la patena y del cáliz, con el que os transmite su misterio más profundo y personal. De todo ello forma parte también el poder de absolver: os hace participar también en su conciencia de la miseria del pecado y de toda la oscuridad del mundo, y pone en nuestras manos la llave para abrir la puerta de la casa del Padre.
Los Magos “se marcharon a su tierra”, y ciertamente dieron testimonio del encuentro con el Rey de los judíos. También vosotros, queridos hermanos, una vez ordenados seréis enviados para ser los ministros de Cristo; cada uno de vosotros volverá entre la gente como alter Christus.
En el viaje de retorno, los Magos tuvieron que afrontar seguramente peligros, sacrificios, desorientación y dudas. ¡Ya no tenían la estrella para guiarlos! Ahora la luz estaba dentro de ellos. Ahora tenían que custodiarla y alimentarla con el recuerdo constante de Cristo, de su rostro santo, de su amor inefable. También vosotros, consagrados por el Espíritu Santo, vais a iniciar vuestra misión. Recordad siempre este día tan hermoso de vuestra ordenación, recordad siempre las palabras de Jesús: “Ya no os llamo siervos, a vosotros os llamo amigos” Jn 15, 9). Si permanecéis en la amistad de Cristo, daréis mucho fruto, como él prometió. ¡He aquí el secreto de vuestro sacerdocio y de vuestra misión!
Este es el significado profundo del ser sacerdote: llegar a ser amigo de Jesucristo. Por esta amistad deberéis comprometeros cada día de nuevo. Amistad significa comunión de pensamiento y de voluntad, en la que debemos ejercitarnos, como nos dice san Pablo (Cf. Flp 2, 2-5). Para lograrlo debemos conocer a Jesús de un modo cada vez más personal, escuchándolo, viviendo con él, estando con él: en la oración personal y en la oración de la Liturgia de la Horas, en la celebración y contemplación y diaria de la Eucarista. El núcleo del sacerdocio es ser amigos de Jesucristo. Algo que tenemos que cultivar siempre y especialmente en este Año Sacerdotal. Solo siendo amigos del Señor, podemos hablar verdaderamente in persona Christi. Ser sacerdote significa convertirse en amigo de Jesucristo, y esto cada vez más con toda nuestra existencia. Esta es nuestra vocación sacerdotal: sólo así nuestro ministerio sacerdotal puede dar fruto.
Nuestra Diócesis de Segorbe-Castellón necesita sacerdotes santos que sean anunciadores valientes de Cristo, la Luz de los Pueblos, y del Evangelio. Demos gracias a Dios por el regalo de estos tres nuevos sacerdotes, manifestación de su gloria; oremos por ellos y pidamos el don de nuevas vocaciones. Jóvenes no tengáis miedo de responder con el don completo de la propia existencia a la llamada del Señor para seguirle en la vida del sacerdocio.
Que el corazón inmaculado de María, vele con amor materno sobre cada uno de vosotros. Recurrid frecuentemente a la Virgen con confianza hoy y todos de los días de vuestra vida. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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