Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo
S.I. Catedral-Basílica de Segorbe, 10 de junio de 2012
(Ex 24,3-8; Sal 115; Heb 9,11-15; Mc 14,12-16.22-26)
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Amados todos en el Señor:
Con gran gozo celebramos hoy la solemnidad del santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, el «Corpus Christi». Esta Fiesta resalta nuestra fe católica en la presencia real y permanente de Cristo en la Eucaristía, memorial del sacrificio redentor de Jesús en la Cruz y banquete de comunión. En el sacramento eucarístico, el Señor se ha quedado presente para siempre entre nosotros a fin de que, en adoración, contemplemos su amor supremo y participemos de él. Esta es nuestra fe católica de la que hacemos pública profesión y ofrecimiento al mundo en la procesión de este día del Corpus.
La Eucaristía es el signo más fuerte y permanente del amor de Dios hacia todos los hombres, manifestado de una vez para siempre en el sacrificio redentor de Cristo en la Cruz. El Corpus Christi nos descubre el verdadero rostro de Dios: Dios es amor y ama a todos los hombres en desmesura. Tal es su amor por los hombres, que nos ama hasta el extremo de entregar a su propio Hijo en sacrificio “por todos nosotros”, quien nos ofrece su Cuerpo y Sangre como comida y bebida y se queda sacramentalmente para siempre entre nosotros en este sacramento.
La Eucaristía es el sacramento de la Nueva y Eterna alianza de Dios con los hombres en Cristo, prefigurada en la antigua alianza del Sinaí. Esta nueva Alianza es una alianza definitiva. Ya no puede cambiarse, no acabará jamás; sella un amor y una amistad eterna. El mediador único es Jesucristo, que murió y ha resucitado; Cristo Jesús está vivo para siempre, sentado en los cielos a la derecha del Padre. El cuerpo entregado y la sangre derramada de Cristo sellan una nueva y definitiva alianza entre Dios y la humanidad. Esta vez no hará falta la sangre de los animales sacrificados, como en la antigua. Jesús, el Hijo de Dios, entrega su cuerpo al sacrificio y derrama hasta la última gota de su sangre para la remisión de los pecados, de una vez por todas y para todos. El sacrificio de Jesús no se repetirá, sólo se actualizará ininterrumpidamente en la Santa Misa, para que el amor de Dios alcance a todos. La alianza con Dios por mediación de Jesucristo se renovará sacramentalmente, sin necesidad de repetirse. Jesús no volverá a morir. Murió y resucitó y vive para siempre.
La carta a los Hebreos nos presenta hoy a Cristo como “Sumo sacerdote de los bienes definitivos” (9,11), que “ha entrado en el santuario una vez para siempre, consiguiendo la redención eterna” (9,12). El santuario en el que ha entrado Jesús es el cielo. Allí vive sentado para siempre a la derecha de Dios Padre. Allí está presentando ante el trono del Padre su sacrificio por todos los hombres. El es el sacerdote de la nueva y eterna Alianza. Ya no son necesarios otros sacrificios.
La nueva Alianza, sellada con la sangre de Cristo, instaura una novedad radical en las relaciones de Dios con los hombres, porque nueva es la relación de amor y de comunión de vida de Dios con los hombres establecida por Jesucristo. Toda la vida de Jesús no tuvo otro fin que darnos a conocer y comunicarnos el misterio insondable de Dios: Dios, que es amor, comunión de vida y de amor infinito en sí mismo, comunica su amor a los hombres en Cristo. Y el momento culminante de la vida de Jesús, su muerte en la cruz, fue la demostración suprema del amor de Dios. El mismo Jesús lo entendió así: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por su amigos”. Y así lo entendió también el discípulo amado, cuando dice que “Jesús, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1) de entregar su cuerpo en comida y en bebida su sangre.
En la Eucaristía, Cristo Jesús nos ha dejado el memorial de su entrega total por amor en la Cruz. El mismo se nos ofrece como la comida y la bebida que da la Vida. “Tomad y comed, esto es mi cuerpo”. “Tomad y bebed esta es mi sangre, sangre de la Alianza, derramada por todos”, nos dice.
La Eucaristía es central para la Iglesia y para cada cristiano; es la cima hacia la que caminan y la fuente de la que se nutren. La Iglesia vive de la Eucaristía. Sin la celebración eucarística no habría Iglesia, pues ella, sacramento de la unidad de Dios con los hombres y de éstos entre sí, nace y se renueva en la Eucaristía. Sin la participación plena en la Eucaristía, la vida del cristiano languidece, se apaga y muere. En ella, el Señor mismo nos invita a su mesa y nos sirve, y sobre todo, nos da su amor, hasta el extremo de ser Él mismo quien se nos da en el pan partido y repartido, y el vino derramado y entregado.
Para mantener y acrecentar la vida cristiana es imprescindible participar de manera activa y plena en la Eucaristía; existe una relación muy estrecha entre la participación plena en la Eucaristía y la perseverancia en la vida y costumbres cristianas. Nada justifica la mentalidad cada vez más extendida entre nuestros cristianos de que para ser cristiano no hace falta ir a Misa o, menos, comulgar.
Cuando recibimos a Jesús en la comunión de su Cuerpo, Jesús se une a nosotros, nos da su amor y su vida, que son el amor y la vida de Dios. Si Jesús se une a cada uno de los que comulgamos, todos quedamos unidos en su amor y en su vida. Ambas cosas no se pueden separar. La participación en la Eucaristía crea y recrea los lazos de amor y de fraternidad entre los que comulgan, sin distinción de personas, por encima de fronteras, las razas y condición social. Por todo ello, comulgar tiene unas exigencias concretas para nuestra vida cotidiana, tanto de la comunidad eclesial como de cada uno de los cristianos. Cada cristiano que comulga está llamado a ser testigo del amor que Jesús le ha dado, para que llegue a todos, pues a todos está destinado.
Por eso en el día del Corpus Christi, celebramos el Día de la Caridad: para que el Amor de Dios llegue a través de nosotros a todos, en especial a todos los excluidos de nuestra sociedad y del mundo entero, para que todos formen parte de la nueva fraternidad creada por el Jesús. Quien en la comunión comparte el amor de Cristo es enviado a ser su testigo compartiendo su pan, su dinero y su vida con el que está a su lado, con el que está necesitado no sólo de pan sino también de amor, con los enfermos, los pobres, los mayores abandonados, etc. en nuestras comunidades; y también por los marginados y excluidos entre nosotros: drogadictos, alcohólicos, indomiciliados, reclusos, emigrantes o parados.
Ante la profunda crisis económica y laboral, que padecemos, Cáritas nos llama con urgencia a rescatar la pobreza, que siempre y antes de nada, tiene rostro humano. Es el rostro de aquellos que en número creciente se quedan sin trabajo, el rostro de quienes se quedan sin el subsidio de desempleo, el rostro de las familias enteras sin trabajo ni subsidio, sin medios para comida, medicina o artículos de higiene, sin posibilidad de pagar el alquiler de la vivienda o los gastos corrientes de luz y agua.
No olvidemos tampoco la crisis y pobreza de valores morales y espirituales, que están en la base de la crisis económica. No podemos reducir la crisis a su dimensión financiera y económica. Sería un peligroso engaño. Detrás de la crisis financiera hay otras más hondas que la generan. Esta crisis pone en evidencia una profunda quiebra antropológica, una crisis de valores morales y la marginación de Dios y de su Ley de nuestras vidas.
La dignidad del ser humano es el valor que ha entrado en crisis cuando no es la persona el centro de la vida social, económica y empresarial; cuando el dinero se convierte en fin en sí mismo y no en un medio al servicio de la persona, del desarrollo de las personas, de las familias y de la sociedad.
En esta situación el amor de Cristo nos apremia a ser testigos de la verdad del hombre, de la fraternidad entre todos y del amor solidario para con todos. Los pobres no nos pueden dejar indiferentes a los cristianos. Nuestras Cáritas, las congregaciones religiosas y las asociaciones de cristianos están desbordadas por la fuerte demanda de ayuda, que crece día a día, pero seguirá atendiendo a los necesitados. El Mandamiento Nuevo del amor nos urge a redoblar nuestro compromiso personal y nuestra generosidad económica. El Señor Jesús nos llama a reconocerle, acogerle y amarle en el hermano necesitado hasta compartir nuestro pan, nuestra vida y nuestra fe con él.
No lo olvidemos: quien en la comunión comparte el amor de Cristo es enviado a ser su testigo; es enviado a compartir su pan y su vida con el hermano necesitado; nadie puede quedar excluido de nuestro amor, porque nadie está excluido del amor de Dios, manifestado en Cristo. Amén
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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