Inauguración de la Adoración Eucarística Perpetua en Nules
Iglesia Parroquial de Nules, 24 de septiembre de 2009
(Ex 24, 3-8; Sal 115; Heb 9, 11-15; Mc 14, 12-16. 22-26)
Muy amados hermanos y hermanas en el Señor:
El Señor nos convoca esta tarde para inaugurar la Adoración Eucarística Perpetua en esta vuestra Parroquia de San Bartolomé y San Jaime de Nules. A partir de ahora, la Capilla de la Adoración de esta iglesia parroquial quedará abierta día y noche y todos los días del año para la adoración continuada de la Eucaristía. La Capilla estará abierta no sólo para los adoradores sino también para los niños y los adolescentes, los jóvenes y los adultos, y -¡cómo no!- también para aquellos que en búsqueda de la felicidad hacen de la noche día. Aquí, en el Señor, podemos encontrar lo que tantas veces buscamos en fuentes contagiadas y efímeras. Por ello cantemos con el salmista: “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?” (Sal 115, 12). Sí: La Adoración Eucarística Perpetua que inauguramos es un gran don de Dios a esta parroquia, a nuestra Iglesia diocesana, a toda la Iglesia, a nuestra sociedad. Demos gracias a Dios por este nuevo gran don suyo, hecho posible gracias a los muchos adoradores que os habéis comprometido a ofrecer una hora semanal para la adoración eucarística.
Acabamos de proclamar las palabras de Jesús en la última cena: “Mientras comían, Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo: – ‘Tomad, esto es mi cuerpo’. Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio, y todos bebieron. Y les dijo: – ‘Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos. Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios” (Mc 14, 22-26). “Haced esto en memoria mía” (Lc 22, 19), les dirá también, de modo que cada vez que aquellos, a quienes Jesús se lo encomienda y sus sucesores, pronuncien las palabras de Jesús, el pan se convierte en su cuerpo entregado y el vino en su sangre derramada
En la Eucaristía está Jesucristo, Dios y hombre verdadero; es más: la Eucaristía es Jesucristo mismo. En palabras del Concilio de Trento, “en el augusto sacramento de la Eucaristía, después de la consagración del pan y del vino, se contiene verdadera, real y substancialmente nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo la apariencia de aquellas cosas sensibles” (Dz 874/1636). En la Eucaristía está Dios mismo que sale a nuestro encuentro, que nos llama y nos espera, que se nos ofrece en comida para unirse con nosotros, que pide y merece nuestra adoración.
La adoración eucarística no es puro sentimiento vacío ni intimismo espiritual, sino expresión viva y vivida de la fe en el ‘misterio de la fe’, en la presencia real y permanente del Señor en la Eucaristía. Existe un lazo intrínseco entre la celebración de la Eucaristía, la comunión y la adoración, nos ha recordado Benedicto XVI, que cita la enseñanza de san Agustín: “Nadie come de esta carne sin antes adorarla …, pecaríamos si no la adoráramos” (Exhortación Ap. Sacramentum Caritatis, n. 66). Jesús se queda en la Eucaristía no sólo para ser llevado a los enfermos, sino para estar y hablar con nosotros, para seguir derramando su amor y su vida. La Eucaristía contiene de un modo estable y admirable al mismo Dios, al Autor de la gracia, de la vida y de la salvación. El Costado abierto de Jesús es un manantial inagotable de amor, del amor de Dios.
Sí, hermanos adoradores: En la Eucaristía es está real y permanentemente presente el Señor. En ella, Dios nos comunica su gracia, como en el resto de los sacramentos; pero además –y esto es lo distintivo de la Eucaristía- encierra de un modo estable y admirable al mismo Autor de la gracia. “Cuando la Iglesia nos manda adorar a Cristo, escondido bajo los velos eucarísticos, y pedirle los dones espirituales y temporales que en todo tiempo necesitamos, manifiesta la viva fe con que cree que su divino Esposo está bajo dichos velos, le expresa su gratitud y goza de su íntima familiaridad”, decía Pío XII en su Encíclica Mediator Dei, n. 164.
Para llevar a cabo y promover rectamente nuestra piedad hacia el santísimo sacramento de la Eucaristía hemos de “considerar el misterio eucarístico en toda su amplitud, tanto en la celebración de la Misa, como en el culto a las sagradas especies” (Ritual de la sagrada comunión y del culto a la Eucaristía fuera de la misa, de 21.06.1973, Introducción n. 4). El Siervo de Dios, Juan Pablo II, nos lo recordó con toda claridad: “No es lícito ni en el pensamiento, ni en la vida, ni en la acción quitar a este Sacramento, verdaderamente santísimo, su dimensión plena y su significado esencial. Es al mismo tiempo Sacramento-Sacrificio, Sacramento-Comunión, Sacramento-Presencia” (Encíclica, Redemptor hominis de 4.03.1979, n. 20).
Por ello cuando veneramos a Cristo presente en el Sacramento, recordamos que esta presencia proviene del Sacrificio y se ordena al mismo tiempo a la comunión sacramental y espiritual (cf. Ritual, n. 80). El Cuerpo de Cristo expuesto en la custodia es el mismo cuerpo ofrecido por nosotros y por todos los hombres en el sacrificio de la redención: el mismo cuerpo que ahora está resucitado y glorioso.
Por ello nuestra adoración eucarística siempre ha de ordenarse a la comunión sacramental y espiritual con el Señor (Ritual, n. 80); como sacramento, la Eucaristía está orientada hacia la comunión; es su meta natural. Las mismas palabras, que Cristo pronuncia en la institución de la Eucaristía y que el sacerdote repite en su nombre en la consagración, lo dan a entender: “Tomad y comed; esto es mi cuerpo, entregado por vosotros”. Y en el sagrario, como en la Misa, Cristo sigue siendo “el Pan vivo bajado del cielo”. En la celebración de la Eucaristía y en el Tabernáculo, Cristo está dándose, está entregándose como Pan vivo que el Padre celestial da a los hombres. Y a Él sólo podemos recibirlo en la fe y en el amor. Así es como, ante el sagrario, nos unimos a Él en comunión espiritual. En la adoración eucarística, Él sigue entregándose a nosotros y nosotros hemos de entregamos a Él. Y en la medida en que nos damos a Él, nos damos también a los hermanos. “En la sagrada Eucaristía –nos recuerda el Concilio Vaticano II- se contiene todo el tesoro espiritual de la Iglesia, es decir, el mismo Cristo, nuestra Pascua y Pan vivo, que, mediante su carne vivificada y vivificante por el Espíritu Santo, da vida a los hombres, invitándolos así y estimulándolos a ofrecer sus trabajos, la creación entera y a sí mismos en unión con él” (Decreto Presbiterorum ordinis, n. 5).
Nuestra adoración eucarística ha de tener siempre forma de comunión espiritual, del deseo de unirnos al Señor; en ella hemos de prolongar por medio de la oración ante Cristo, el Señor, presente en el Sacramento, la unión con Él, obtenida en la Comunión, y renovar la alianza que nos impulsa a mantener en las costumbres y en la vida lo que hemos recibido en la celebración eucarística por la fe y el Sacramento (cf. Ritual, n. 81).
Correctamente entendida y vivida, la adoración eucarística marcará y configurará nuestro espíritu y nuestro compromiso cotidiano. Hará de nuestra vida una existencia eucarística. La verdadera adoración eucarística nos lleva a participar más plenamente en el Misterio pascual y a responder con agradecimiento al don de Aquel que, por medio de su humanidad, infunde continuamente la vida en los miembros de su Cuerpo. Ofreciendo con Cristo toda nuestra vida al Padre en el Espíritu Santo sacaremos de este trato admirable un aumento de nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad. Así nos dispondremos debidamente a celebrar con verdadera devoción el Memorial del Señor y a recibir con frecuencia el Pan que nos ha dado el Padre (cf. Ritual, n. 80).
Toda la vida ordinaria del adorador debe estar sellada por el espíritu de la Eucaristía, ha de estar marcada por el intento de ser una existencia eucarística. Los adoradores han de procurar “que su vida discurra con alegría en la fortaleza de este alimento del cielo, participando en la muerte y resurrección del Señor. Así, cada uno procure hacer buenas obras, agradar a Dios, trabajando por impregnar al mundo del espíritu cristiano, y también proponiéndose llegar a ser testigo de Cristo en todo momento en medio de la sociedad humana” (Ritual, n. 81; Dominicæ Coenæ, n. 7; Sacramentum caritatis, nn. 70-71).
La adoración de la Eucaristía pide hacer de nuestra vida “una ofrenda permanente”, es decir ofrecer “con Cristo toda su vida al Padre en el Espíritu Santo” (Ritual, 80).
El Evangelio nos narra una y otra vez cómo quienes se acercan a Cristo, reconociéndole como el Salvador de los hombres, se postran primero ante Él en adoración y, desde una humilde actitud, le piden gracias para sí mismos o para los demás. Acercándose a Jesús la mujer cananea –refiere Mateo-, se postró ante él, diciendo: ¡Señor, ayúdame! (cf. Mt 15,25). Y obtuvo la gracia pedida.
En la adoración eucarística tenemos la dicha de disfrutar de la cercanía del Señor, y de un trato íntimo con Él. Es éste uno de los aspectos más preciosos de la adoración eucarística, uno de los más acentuados por los santos y los maestros espirituales, que citan las palabras del Apocalipsis: “mira que estoy a la puerta y llamo -dice el Señor-; si alguno escucha mi voz y abre la puerta, yo entraré a él, cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20).
Permaneciendo con absoluta fe y confianza ante Cristo, el Señor y Salvador, presente en la Eucaristía disfrutamos de su trato íntimo, le abrimos el corazón por nosotros mismos y por todos los nuestros, por nuestra Iglesia, por nuestro pueblo, por las vocaciones. En la presencia real del Señor de la gloria, le confiamos nuestras peticiones, sabiendo con certeza que “tenemos un abogado ante el Padre, Jesucristo, el Justo. Él es la víctima propiciatoria por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero” (1 Jn 2,1-2).
Jesús Eucaristía es Jesús el Mediador. “Hay un solo Dios, y también un solo Mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a Sí mismo como rescate por todos” (1 Tim 2,5-6). Su Sacerdocio es eterno, y por eso “es perfecto su poder de salvar a los que por Él se acercan a Dios, y vive siempre para interceder por ellos” (Heb 7, 24-25)
La secularización, es decir, la pérdida del sentido de Dios y la disminución o la pérdida de la esperanza en la vida eterna, es sin duda la tentación principal del hombre actual; y también de los cristianos. Sí; al hombre y mujer de hoy les cuesta adorar. Por eso precisamente “la Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico” (Dominicæ Cenæ, n. 3), porque ésa es, sin duda, la devoción que con más fuerza levanta el corazón de los fieles hacia Dios a través de su Hijo, presente en el sacramento eucarístico, y hacia la patria celestial definitiva.
La animación y el fortalecimiento del culto eucarístico son una prueba de la auténtica renovación que el Concilio Vaticano II quería y de la que el mismo es el punto central. Porque la Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las faltas y los pecados del mundo. ¡Que no cese nunca nuestra adoración! Con un poco del tiempo de cada uno de los adoradores ofrecéis un gran servicio al hombre de hoy, a nuestra Iglesia y a nuestra sociedad. También el hombre de hoy, insatisfecho de lo temporal, sigue buscando poder saciar su sed de eternidad. Creyentes y no creyentes podrán encontrar un remanso donde descansar “el corazón humano que esta inquieto hasta que descanse en Ti”, decía San Agustin.
Adoremos, pues, al mismo Cristo, presente en la Eucaristía, ‘el misterio de nuestra fe’. Adorémosle de todo corazón. Adoremos a Cristo en el Sacrificio y en el Sacramento. ¡Que la adoración eucarística fuera de la Misa sea preparación y prolongación de la adoración de Cristo en la misma celebración de la Eucaristía!
Hagamos nuestras las palabras del canto: “Dios está aquí. Venid adoradores, adoremos al Señor”. Permaneciendo ante el Señor en adoración y contemplación dejémonos empapar y modelar por su amor, abrámosle nuestro corazón por nosotros mismos y por todos los nuestros. Pidámosle por nuestra Iglesia, por su unidad, su vida y su misión, por la santificación de los sacerdotes y por nuevas vocaciones al sacerdocio. Pidámosle por la paz, por la justicia y por la salvación del mundo.
¡Quiera el Dios que la adoración eucarística se extienda cada día más en nuestra Iglesia Diocesana! La Eucaristía es su centro, su fuente y su cima. La Eucaristía es lo que hace la Iglesia. Solamente una Iglesia que adore al Señor, que tenga verdaderamente adoradores, será una Iglesia con vida, capaz de ofrecer a Dios a este mundo tan necesitado de Dios. Sin Dios no hay posibilidad de edificar una humanidad con cimientos sólidos.
¡Pido a Dios que la Adoración Eucarística Perpetua se extienda a otras parroquias, y que dediquemos espacios y tiempos a la adoración al Santísimo!
¡Que María, la Virgen, la ‘mujer eucarística’, os enseñe a todos los adoradores y adoradoras a adorar en ‘espíritu y verdad’ y os aliente para perseverar en esta obra, que hoy comenzáis con gran alegría y disponibilidad! Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!