Jornada de encuentro de Abadesas y Prioras de monasterios y conventos de vida contemplativa
Iglesia del Monasterio de MM. Dominicas de Villarreal, 5 de junio de 2007
Amadas hermanas en el Señor: Os saludo de corazón a todas vosotras, que habéis secundado la invitación de la Delegación Diocesana para la Vida Contemplativa, para celebrar este Encuentro de Abadesas y Prioras. Comenzamos esta Jornada con las Laudes, la oración matutina de la Iglesia, y con la Eucaristía. Bien sabéis que la Eucaristía es la oración por excelencia de la Iglesia: una oración de alabanza y de acción gracias a Dios Padre por el sacrificio liberador y salvador de su Hijo, muestra suprema de su amor por todos.
Hoy unimos a la Eucaristía, nuestra alabanza y acción de gracias a Dios por todas y cada una de vosotras, monjas de Vida de Clausura, por vuestra vocación a la vida consagrada, por vuestras comunidades, por la rica variedad de vuestros carismas: sois verdaderos dones del Espíritu de Dios con los que Dios Padre en su Hijo enriquece de un modo inestimable a nuestra Iglesia. Con las palabras de Juan Pablo II decimos: “Te damos gracias, Padre, por el don de la vida consagrada, que te busca en la fe y, en su misión universal, invita a todos a caminar hacia ti” (VC 16). Nuestra acción de gracias al Padre, fuente de todo bien, por cada una de vosotras es sincera y sentida. Vuestras personas y vuestras existencias dan testimonio del amor de Cristo cuando le seguís en el camino propuesto en el Evangelio y, con íntimo gozo, asumís el mismo estilo de vida que Él eligió para Sí (cf. Caminar desde Cristo, 5).
Oremos esta mañana al Señor para que, contemplando el rostro de Cristo, unidas a Él, configuradas con Él y caminando desde Él por la fuerza del Espíritu, os mantengáis fieles a vuestra consagración siguiendo al Señor obediente, virgen y pobre en vuestra contemplativa y de clausura. Así os convertiréis en “memoria viviente del modo de existir y de actuar de Jesús como Verbo encarnado ante el Padre y ante los hermanos” (VC 22), y más en concreto en “signo de la unión exclusiva de la Iglesia-Esposa con su Señor, profundamente amado” (Verbi Sponsa 59)
Vivimos momentos de indiferencia religiosa: el hombre y la sociedad actuales parecen empeñados en vivir de espaldas a Dios. “La cultura europea da la impresión de ser una apostasía silenciosa por parte del hombre autosuficiente que vive como si Dios no existiera” (Juan Pablo II, Ecclesia in Europa, n. 9). En ese contexto, la vida de nuestras comunidades cristianas se debilita y pierde fuerza evangelizadora, cae en la inercia y en la mediocridad. Vuestras comunidades están envejeciendo, y quizá, tocadas por este ambiente secularizado, envejecen no sólo en edad, sino también en el espíritu. Padecemos una profunda sequía vocacional, que humanamente cuestiona el futuro de vuestras comunidades. Todo ello puede generar en nosotros incertidumbre, preocupación, pesimismo, miedo o falta de esperanza. Como a los discípulos pudiera embargarnos el miedo de que nuestra barca eclesial, se pudiera hundir. Como a los discípulos puede que el Señor nos tenga que reprochar: “¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?” (Mc 4,40).
Cuando no se sabe o no se ve con claridad cómo hay que vivir en una época, es fácil la desorientación, el desconcierto, el pesimismo. Si no vemos con claridad cómo hemos de vivir el carisma de la vida contemplativa en este momento eclesial y social, es fácil caer en el debilitamiento espiritual, en la rutina y en la falta de alegría interior. Pero sin alegría y sin entusiasmo no se puede vivir el seguimiento radical a Cristo, propio de la consagración religiosa.
El fragmento del Evangelio de Marcos (12,13-17), que hemos proclamado nos invita una vez más a contemplar al Señor, que nos enseña “de verdad el camino de Dios” (v. 14). Centrando nuestra mirada en Jesús, aprendemos a ver nuestra propia realidad en profundidad con los ojos de Jesús, a dejar que nuestra forma de pensar, sentir y actuar sea la suya, a dar a ‘Dios lo que es Dios’, a darnos a Dios porque a Él le pertenecemos pues a Él nos hemos consagrado.
Fijemos la mirada en Jesús, para crecer en fe y confianza, sabiendo que Él está ahí, nos cuida y alimenta, que Él navega con nosotros en medio de la tempestad que nos rodea. Lo decisivo ante la dificultad es la fe gozosa y la adhesión apasionada a Jesucristo. Lo decisivo en estos momentos de especial dificultad es confiar plenamente en el Señor y vivir con radicalidad vuestra consagración al Señor. Por vuestra vocación y especial consagración estáis llamadas a caminar con Cristo y desde Él. El Señor os llama a vivir unidas a Él para ser, caminando con Él y desde Él, luz que alumbre las tinieblas de nuestro mundo, que parece empecinado en vivir de espaldas a Dios; luz puesta en lo alto del monte para que alumbre las tinieblas de nuestro mundo; luz puesta en lo alto del monte para que alumbre a todos y sea faro y norte a donde dirigir los pasos del hombre de hoy. Estáis llamadas a vivir sencillamente lo que sois: signo perenne de la vocación más íntima de la Iglesia, misterio de comunión para la misión, recuerdo permanente de que todos estamos llamados a la santidad.
Esto tiene una especial significación en estos momentos: Dios es santo y nos llama a la santidad. El alma de la vida consagrada es la percepción de Cristo como plenitud de la propia vida, de forma que toda la existencia sea entrega sin reservas a Él. En la vida consagrada se manifiesta con transparencia aquello que san Pablo nos dice: “Murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para Aquél que murió y resucitó por ellos”. Dejad que Cristo viva en vosotras, seguidlo dejándolo todo, seguid sin condiciones al Maestro, fiaros en todo momento de Él, dedicad toda vuestra vida, vuestro afecto, vuestro tiempo, a Jesucristo, y, en Él, al Dios y Padre de todos. Vivid esa entrega sin dejar que ninguna duda ni ambigüedad sobre el sentido y la identidad de vuestra consagración os perturbe.
Esta es la sustancia de la vida consagrada, sea cual sea su Regla o su estado de vida concreto. A esta sustancia habréis de volver una y otra vez, para que vuestra vocación, vuestra consagración, sea una fuente de gozo radiante y completo. Cuando queremos definirnos por lo que hacemos y no por lo que somos olvidamos esto que es sustancial; la propia vida no es capaz de mantenemos en la alegría de Cristo, y la misma consagración, expresada en los votos, se desvirtúa y termina perdiendo sentido. En los tiempos de cambios profundos y, a veces, de desconcierto en que vivimos, recordad que ni sois extrañas o inútiles en la ciudad terrena.
Desde vuestra vida de castidad, estáis anunciando y testificando el amor y la entrega al Reino de Dios como valor absoluto y definitivo. Pero para que este valor evangelizador de la castidad sea percibido socialmente, es necesario que se pueda ver que vuestra vida célibe no es aislamiento egoísta o comodidad estéril, sino capacidad para un amor más amplio, para una disponibilidad más ágil y gratuita para el Señor y, en Él, para estar cerca de los más necesitados del amor de Dios.
Desde vuestra vida de pobreza, anunciáis a Dios, Padre de todos, nuestra única riqueza, y apuntáis hacia una comunidad humana más fraterna, al servicio de la dignidad y la dicha de todos, donde el poder y el acaparar sean sustituidos por el compartir. Pero este valor evangelizador de la pobreza sólo será percibido si se puede ver que vuestra pobreza no es simplemente una manera diferente de organizarse la vida, sino un modo real de desprenderse de todo para ponerlo al servicio de los demás.
Desde vuestra vida de obediencia, anunciáis que la vida del ser humano encuentra su realización plena en el cumplimiento de la voluntad de Dios. Pero este valor evangelizador de la obediencia sólo será percibido si se puede ver que la obediencia no es infantilismo e irresponsabilidad, sino búsqueda sincera y exigente de la voluntad de Dios, que no es otra sino una vida digna y dichosa para todos.
Centradas en el Señor, vivid diariamente desde Cristo-Eucaristía. En la fuente de vuestra vida ha de estar la Eucaristía, misterio de luz, fuente de comunión y principio de misión. En el Sacramento eucarístico, el ‘mysterium fidei’ por antonomasia, a través de la total ocultación del Señor, bajo las especies de pan y de vino, la religiosa contemplativa se ve introducida en las profundidades de la vida divina. Vuestra plena iluminación se realiza cuando os veis inmersas en una plenitud de vida teologal centrada en la adoración eucarística tan necesaria para la total comunión con Cristo “Camino, Verdad y Vida”, es decir Luz y Resurrección nuestra (Jn, 14,6; 12,46; 1,45).
Dejaos saciar en la fuente de la comunión eucarística. “Permaneced en mí y yo en vosotros”, nos dice Jesús (Jn 15,4). El sentido más enriquecedor de la recepción de la Eucaristía estriba en una unión y relación íntima y recíproca con Jesucristo que nos permite anticipar, de alguna manera, el cielo en la tierra. La comunión eucarística se nos da para ‘saciarnos’ de Dios en la tierra mientras llega la eterna bienaventuranza. Pero el hambre y la sed aumentan en la medida en que nos alimentamos del divino banquete y bebemos en esta fuente inagotable.
La Eucaristía es fuente de unidad eclesial, de comunión fraterna y jerárquica. Habéis de tomar cada vez mayor conciencia de cuán exigente es la comunión que Jesús nos pide. Se trata de construir una ‘espiritualidad de comunión’, que os lleve con fuerza a cultivar sentimientos de apertura, de afecto, de compromiso y perdón recíproco hacia vuestras hermanas y así hacia todos (NMI, 43).
Desde vuestra comunión y contemplación de la Eucaristía estáis comprometidas con la misión de la Iglesia. Esta misión no es otra que el encuentro con Cristo continuamente ahondado con la intimidad de una creciente vivencia eucarística, que suscita en la Iglesia y en cada cristiano la urgencia de testimoniar, de evangelizar y de amar. Se trata de un deber ineludible, apremiante, personal y apostólico. Para comprender esta evangélica consigna potenciada en la recepción del Sacramento es preciso que cada cual asimile, en la meditación y contemplación personal, los valores que la Eucaristía encierra, las actitudes que inspira, los propósitos de vida que suscita.
La Eucaristía es principio y proyecto de misión. Esto vale para todos los estados de vida y adquiere en la vida contemplativa claustral, unos perfiles muy concretos. Esta ‘misión’ aunque no incluya directamente un apostolado específico determinado, exige sin embargo la más absoluta y radical fidelidad a la profesión de ‘la parte mejor’ (Jn 10,42).
Sed adoradoras en contemplación perenne. Juan Pablo II nos decía: “Postrémonos largo rato ante Jesús presente en la Eucaristía, reparando con nuestra fe y nuestro amor los descuidos, los olvidos e incluso los ultrajes que nuestro Salvador padece en tantas partes del mundo. Profundicemos nuestra contemplación personal y comunitaria en la adoración, con la ayuda de reflexiones y plegarias centradas siempre en la Palabra de Dios y en la experiencia de tantos místicos antiguos y recientes” (Carta Mane nobiscum Dominen, 18).
Vivid vuestra consagración en la escuela eucarística de María. “Haced lo que Él os diga”, nos susurra la Virgen (Jn 2,5). Contemplad la Eucaristía, realizada según la Escuela de María y en su compañía.
Queridas hermanas: Vivid lo que sois: consagradas contemplativas. Una Iglesia en la que fallara esto, en la que fallara o palideciera el testimonio de vuestra vida consagrada contemplativa, estaría gravemente amenazada en su vocación y misión. Procurad con empeño perseverar y progresar en la vocación a que Dios os ha llamado.
Vivid en todo la comunión. No hay oposición entre carisma e institución. El camino de la renovación de la vida religiosa y de su fecundidad apostólica es el de la comunión: el que traza la participación en la misma y única Eucaristía. En este tiempo nuestro, en que todas las fuerzas vivas de la Iglesia se han de unir en una misma pasión por evangelizar, por vivir la comunión y la misión, debemos buscar siempre la mutua colaboración y el reconocimiento humilde y gozoso de que el Espíritu del Señor sopla donde quiere con tal de llevar la barca de la Iglesia a buen puerto.
Por todo ello, junto con todas vosotras, pido al Señor que os dé la fuerza para permanecer fieles al don y al carisma que habéis profesado y que habéis recibido de vuestras fundadoras; para que sigáis siendo medio privilegiado de evangelización eficaz; para que, a través de vuestro ser más íntimo, viváis en el corazón de la Iglesia diocesana; para que encarnéis en la Iglesia el radicalismo de las bienaventuranzas.
Perseverad y manteneos asiduas en la oración; sed, por vuestra vida, signos de total disponibilidad para Dios, la Iglesia y los hermanos. Que la santísima Virgen Maria, fiel y obediente esclava del Señor, os ayude en vuestro caminar. Amén
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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