La Inmaculada Concepción de Santa María Virgen
Iglesia Arciprestal – Villareal – 3.12.2006
Hermanos y Hermanas en el Señor.
Un año más, el Señor nos convoca en esta Iglesia Arciprestal para celebrar a María en su Inmaculada Concepción. Os saludo con mi afecto de Obispo, padre y pastor, a todas, vosotras, hijas de María Inmaculada y os felicito de corazón por el 250 Aniversario de vuestra Congregación; agradezco sinceramente a la Sra. Presidenta y a la Directiva su invitación para compartir con vosotras este día.
En este primer domingo de Adviento, nuestra atención se centra en María Inmaculada, preservada de pecado original desde el mismo instante de su concepción. Ella es el fruto primero y maravilloso de la redención realizada por Cristo. La fiesta de hoy nos invita a entonar un canto de alabanza, ante todo, a Dios, porque ha hecho maravillas en Maria: ella es la Hija predilecta del Padre, la Madre virginal del Hijo y la Esposa fiel del Espíritu Santo.
Hoy es un día para contemplar y ensalzar la belleza y santidad de María, un día para cantar y contemplar su fe, su esperanza y su amor a Dios y a los hombres. Mirando a María se aviva nuestra alegría y nuestra esperanza. Ella, la Virgen del Adviento, que acogió en su seno virginal al Hijo de Dios y se preparó de modo singular a su venida, nos enseña a nosotros a preparar y celebrar cristianamente la Navidad y esperar vigilantes la última venida del Señor al final de los tiempos, cuando él llegue para instaurar “un cielo nuevo y una nueva tierra, en que habite la justicia” (2 Pt 3,13).
De un modo sencillo y profundo a la vez la primera lectura (Gen 3,9-15.20) nos ha recordado la experiencia dramática de la caída de nuestros primeros padres. Es la narración del pecado original, verdad esencial de nuestra fe y del dogma de fe en la Inmaculada Concepción de María. El ser humano, creado por Dios por puro amor para la vida, creado en comunión de vida y amistad con Dios, con los hombres y con el resto de la naturaleza, rechaza el amor de Dios haciendo uso de su libertad. Eva, tentada por la serpiente, ofrece el fruto a Adán quien también cae en el engaño. El ser humano quiere ser como Dios, pero sin Dios; se cierra a la trascendencia para construir su mundo al margen del Creador, se erige en centro y en norma de todo, suplanta a Dios en su vida. ¿No es ésta la tentación siempre presente en la historia humana, el deseo último del hombre moderno, la descripción más acertada del hombre posmoderno que en su soberbia declara ‘la muerte de Dios’ o sencillamente prescinde de Dios? Pero, cuando Dios es marginado de la existencia humana, cuando es rechazada la vida y amistad recibidas de Dios, el hombre experimenta su debilidad más profunda. Ahí está: escondido, distanciado, solo, rotas las relaciones consigo mismo, con Dios, con los hermanos, con la creación; el hombre siente miedo, se experimenta desnudo, prueba vergüenza y se esconde de Dios.
Esta es la dramática consecuencia del pecado original, que desde entonces afecta a todo hombre y mujer al nacer. Un drama que alcanza toda su magnitud en la pregunta de Dios: “¿Dónde estás?”. Porque Dios, que ha creado al hombre para el amor y para la vida, para la comunión con El y en El con los demás y con la creación entera, sigue amando al hombre y lo busca. Por ello, tras la caída, Dios no abandona al hombre. En ese mismo momento, Dios anuncia la victoria sobre el mal y el levantamiento de su caída: “Establezco hostilidades entre ti y la mujer, entre la estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza cuando tú la hieras en el talón” (Gn 3, 15). El hombre no está destinado a perecer en su pecado, en la lejanía de Dios, sino que está destinado en la persona de Cristo a ser amado por Dios, a ser santo ante Dios por el amor. “El nos ha destinado en la Persona de Cristo por pura iniciativa suya, a ser sus hijos” (Ef 1,4). Es más: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su único hijo” (Jn 3,16).
Esto no es historia inventada. El fruto primero y el más sublime del amor de Dios, manifestado en la redención realizada por Cristo, es María. El ángel la llama llena de gracia, es decir toda santa e inmaculada en el amor de Dios, que prepara en María una digna morada para su Hijo.
María, la mujer humilde de Nazaret, es la Hija predilecta del Padre. Preservada de toda mancha de pecado es llamada a la existencia llena de gracia y santidad, por pura gratuidad y amor del Padre. En ella se manifiesta de modo perfecto que Dios es amor y amor gratuito; Dios actúa antes ya de la respuesta responsable de la criatura. En la doncella virgen de Nazaret se manifiesta por vez primera el plan divino de Salvación trazado por el amor misericordioso y sabio de Dios “antes de la creación del mundo’.
En María, la Madre virgen del Hijo, se realiza de modo anticipado y perfecto la obra de salvación de Jesucristo, su Hijo. La perfecta santidad de María, su comunión plena con Dios desde el momento mismo de su concepción, se debe al Hijo que concebirá en su seno. El es el Don del Padre en quien se concentran todos los dones. En su Hijo, nacido de María, se produce un admirable intercambio: Dios asume nuestra humanidad para regalarnos su divinidad. María fue preservada del pecado original, llena de gracia y de santidad desde siempre “en vista de los méritos de Jesucristo, salvador del género humano”.
María, esposa amada del Espíritu Santo, es creada en la gracia por obra del mismo Espíritu. Pues en el Espíritu se realiza la comunión con el Padre y la nueva vida en Cristo (Jn 6,63; 7,39; 16,7; 2 Cor 5,15.19). La plenitud de inocencia y de santidad de María es obra del Espíritu Santo en ella. El Espíritu Santo habita en María desde el comienzo de su existencia.
El amor y la gracia de Dios hacia María no permanecen inertes en ella, sino que provocan una respuesta de fe total en el Dios que la ha agraciado. María vive su existencia desde la verdad de su persona, que sólo la descubre en Dios. María es consciente de que es criatura, María sabe bien que ella es nada sin el amor de Dios y que su vida, como toda vida humana, sin Dios produce vacío existencial. María sabe que está hecha para acoger y para dar, para hacerse ‘donante del don donado”. María sabe que la raíz de su existencia no está en sí misma, sino en Dios, y por ello vivirá siempre en Dios y para Dios. Ella no es sino la hija y esclava de Dios, signo de la gratuidad y de la ternura de Dios.
El Evangelio de hoy es el contrapunto de la página del primer pecado, narrado en la primera lectura. Frente al ‘no’ de Eva a la vida de comunión con Dios, que encarna el origen del pecado y la muerte en el mundo, en el pasaje de la Anunciación, Dios muestra de nuevo su voluntad salvadora y la mujer real, de carne y hueso. Y María de Nazaret, da una respuesta de entrega de su persona a Dios. Dios dice Sí al hombre y la mujer dijo Sí a Dios. Y entonces Dios se hizo hombre. Misterio de amor incompresible por parte de Dios, misterio de fe admirable por María. Misterio que nos abre a nosotros el camino hacia Dios y hacia los hermanos
María, aceptando su condición de criatura de Dios, se abre a Dios; acogiendo en humildad su pequeñez, se llena de Dios: de este modo María se convierte en madre de la libertad y de la dicha. Movida por la fe y el amor, María acepta y acoge a la Palabra de Dios, acoge al Verbo de Dios. No confía simplemente en el mensaje del Ángel, sino que acoge a Dios en su vida para poner enteramente su vida en Dios, a su servicio y el de la salvación del género humano. “Hágase en mi según tu Palabra”, es su respuesta. María dice sí a la vida, dice sí al amor, a la gratuidad, a la esperanza, a la fortaleza, al riesgo, a la fe, a la paciencia, a lo eterno.
La Inmaculada no sólo es la fiesta María, es la fiesta de los creyentes. Por su fe en Dios, María es la madre y modelo de todos los creyentes. Dichosa por haber creído, nos muestra que la fe es nuestra dicha y nuestra victoria, porque “todo es posible al que cree” (Mc 9, 23; cf 1 Jn 5, 4). En María la Iglesia tiene su imagen más santa y su inicio después de Cristo. La humanidad, representada en ella, comienza a decir sí a la salvación que Dios le ofrece con la llegada del Mesías.
María es la madre de la esperanza, ejemplo y esperanza para la comunidad cristiana, cada uno de nosotros y para la humanidad entera. En ella ha quedado bendecida toda la humanidad. María se hizo mujer y madre en la escucha confiada de la Palabra de Dios. Desde la Palabra ella es comunicadora de vida y esperanza. María es buena noticia de Dios para la humanidad. En ella, Dios, dador de vida, irrumpe en la historia humana, no deja aislada y en el temor a la humanidad, Dios ama a los hombres y mujeres, Dios nos llama, nos bendice y nos ofrece salvación.
El mundo actual vive un periodo convulso y crispado, en el que los problemas y los miedos parecen aflorar por doquier. También entre nosotros se percibe un sentimiento de pesimismo ante el futuro, que genera desaliento, pasividad y huída en lo inmediato, en lo material, en lo placentero, en lo temporal y caduco. El Adviento y la celebración de la Inmaculada, nos llaman abrirnos a Dios y a su amor, a crear un mundo con Dios y desde Dios, a recuperar la esperanza, un tiempo para mirar el futuro con optimismo, que nos lleve al compromiso.
Éste es el mensaje de este Día de la Inmaculada: Es un mensaje de amor, de fe y de esperanza para una sociedad que debe despertar para no abandonar sus valores, basados en Dios o en la naturaleza humana, creada por Dios, y para una sociedad que ha de apostar por un futuro de reconciliación, de convivencia y de paz, basados en Dios. En María se ha mostrado y en su Hijo se realizado el designio de Dios sobre la humanidad: las relaciones del hombre consigo mismo, con Dios, con los hermanos, con la creación han quedado restablecidas. En Cristo Jesús es posible el amor, la comunión con Dios, entre los hombres y entre los pueblos, con la creación entera.
Es Adviento, llamada a acoger en nuestras vidas al Salvador que ha venido, viene y vendrá. Ella, la Madre, fue la que mejor vivió en sí misma el Adviento, la Navidad y la Manifestación de Jesús como el Salvador de Dios. Mirándole a ella, y gozándonos hoy con ella, nos animaremos a vivir mejor este Adviento y esta Navidad. Que nuestra Eucaristía de hoy, sea, por todos estos motivos, una entrañable acción de gracias a Dios, porque ha tomado gratuitamente la iniciativa con su plan de salvación, porque lo ha empezado a realizar ya en la Virgen María, y porque nos da la esperanza de que también para nosotros su amor nos está cercano y nos quiere colmar de sus bendiciones. Con María vivamos desde el amor gracioso y universal de Dios Padre, sabiéndonos Hijos en el Hijo y alentados por la acción permanente del Espíritu Santo. Amén
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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