Lecturas y evangelio del Viernes Santo en la Pasión del Señor. Ayuno y abstinencia.
PRIMERA LECTURA. Isaías 52, 13-53, 12
Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho.
Como muchos se espantaron de él, porque desfigurado no parecía hombre, ni tenía aspecto humano, así asombrará a muchos pueblos, ante él los reyes cerrarán la boca, al ver algo inenarrable y contemplar algo inaudito.
¿Quién creyó nuestro anuncio?, ¿a quién se reveló el brazo del Señor?
Creció en su presencia como brote, como raíz en tierra árida, sin figura, sin belleza.
Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros, despreciado y desestimado.
Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes.
Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron.
Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino; y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes.
Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca; como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca.
Sin defensa, sin justicia, se lo llevaron, ¿quién se preocupará de su estirpe?
Lo arrancaron de la tierra de los vivos, por los pecados de mi pueblo lo hirieron.
Le dieron sepultura con los malvados, y una tumba con los malhechores, aunque no había cometido crímenes ni hubo engaño en su boca.
El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento, y entregar su vida como expiación; verá su descendencia, prolongará sus años, lo que el Señor quiere prosperará por su mano.
Por los trabajos de su alma verá la luz, el justo se saciará de conocimiento.
Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos.
Le daré una multitud como parte, y tendrá como despojo una muchedumbre.
Porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores, él tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores.
Sal 30, 2 y 6. 12-13. 15-16. 17 y 25
R. Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu.
A ti, Señor, me acojo:
no quede yo nunca defraudado;
tú, que eres justo, ponme a salvo.
A tus manos encomiendo mi espíritu:
tú, el Dios leal, me librarás. R.
Soy la burla de todos mis enemigos,
la irrisión de mis vecinos,
el espanto de mis conocidos;
me ven por la calle, y escapan de mi.
Me han olvidado como a un muerto,
me han desechado como a un cacharro inútil. R
Pero yo confío en ti, Señor,
te digo: «Tú eres mi Dios.»
En tu mano están mis azares;
líbrame de los enemigos que me persiguen. R.
Haz brillar tu rostro sobre tu siervo,
sálvame por tu misericordia.
Sed fuertes y valientes de corazón,
los que esperáis en el Señor. R.
SEGUNDA LECTURA. Hebreos 4, 14-16; 5, 7-9
Hermanos:
Ya que tenemos un sumo sacerdote grande que ha atravesado el cielo, Hijo de Dios, mantengamos firme la confesión de la fe.
No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo como nosotros, menos en el pecado. Por eso, comparezcamos confiados ante el trono de la gracia, para alcanzar misericordia y encontrar gracia para un auxilio oportuno.
Cristo, en efecto, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presento oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado por su piedad filial. Y, aún siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que lo obedecen en autor de salvación eterna.
Versículo Cf. Flp 2, 8-9
V: Cristo se ha hecho por nosotros obediente
hasta la muerte, y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo exalto sobre todo
y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre.
EVANGELIO
Pasión de nuestro Señor Jesucristo
Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 18, 1-19, 42
¿A quién buscáis? A Jesús, el Nazareno
Cronista:
En aquel tiempo, salió Jesús con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, y entraron allí él y sus discípulos. Judas, el que lo iba a entregar, conocía también el sitio, porque Jesús se reunía a menudo allí con sus discípulos. Judas entonces, tomando una cohorte y unos guardias de los sumos sacerdotes y de los fariseos, entró allá con faroles, antorchas y armas. Jesús, sabiendo todo lo que venía sobre él, se adelantó y les dijo:
+ – «¿A quién buscáis?»
C. Le contestaron:
S. – «A Jesús, el Nazareno».
C. Les dijo Jesús:
+ – «Yo soy».
C. Estaba también con ellos Judas, el que lo iba a entregar. Al decirles:«Yo soy», retrocedieron y cayeron a tierra. Les preguntó otra vez:
+ – «¿A quién buscáis?»
C. Ellos dijeron:
S. – «A Jesús, el Nazareno».
C. Jesús contestó:
+ – «Os he dicho que soy yo. Si me buscáis a mi, dejad marchar a estos».
C. Y así se cumplió lo que había dicho: «No he perdido a ninguno de los que me diste».
Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al criado del sumo sacerdote, cortándole la oreja derecha. Este criado se llamaba Malco. Dijo entonces Jesús a Pedro:
+ – «Mete la espada en la vaina. El cáliz que me ha dado mi Padre, ¿no lo voy a beber?».
Llevaron a Jesús primero a Anás
C. La cohorte, el tribuno y los guardias de los judíos prendieron a Jesús, lo ataron y lo llevaron primero a Anás, porque era suegro de Caifás, sumo sacerdote aquel año; Caifás era el que había dado a los judíos este consejo: «Conviene que muera un solo hombre por el pueblo».
Simón Pedro y otro discípulo seguían a Jesús. Este discípulo era conocido del sumo sacerdote y entró con Jesús en el palacio del sumo sacerdote, mientras Pedro se quedó fuera a la puerta. Salió el otro discípulo, el conocido del sumo sacerdote, habló a la portera e hizo entrar a Pedro. La criada portera dijo entonces a Pedro:
S. – «¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre?».
C. Él dijo:
S. – «No lo soy».
C. Los criados y los guardias habían encendido un brasero, porque hacia frío, y se calentaban. También Pedro estaba con ellos de pie, calentándose.
El sumo sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de su doctrina.
Jesús le contestó:
+ – «Yo he hablado abiertamente al mundo; yo he enseñado continuamente en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho nada a escondidas. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregunta a los que me han oído de qué les he hablado. Ellos saben lo que yo he dicho».
C. Apenas dijo esto, uno de los guardias que estaba allí le dio una bofetada a Jesús, diciendo:
S. – «¿Así contestas al sumo sacerdote?».
C. Jesús respondió:
+ – «Si he faltado al hablar, muestra en qué he faltado; pero si he hablado como se debe, ¿por qué me pegas?»
C. Entonces Anás lo envió atado a Caifás, sumo sacerdote.
¿No eres tú también de sus discípulos? No lo soy
C. Simón Pedro estaba en pie, calentándose, y le dijeron:
S. – «¿No eres tú también de sus discípulos?»
C. Él lo negó, diciendo:
S. – «No lo soy».
C. Uno de los criados del sumo sacerdote, pariente de aquel a quien Pedro le cortó la oreja, le dijo:
S. – «¿No te he visto yo en el huerto con él?»
C. Pedro volvió a negar, y enseguida cantó un gallo.
Mi reino no es de este mundo
C. Llevaron a Jesús de casa de Caifás al pretorio. Era el amanecer, y ellos no entraron en el pretorio para no incurrir en impureza y poder así comer la Pascua. Salió Pilato afuera, adonde estaban ellos, y dijo:
S. – «¿Qué acusación presentáis contra este hombre?»
C. Le contestaron:
S. – «Si éste no fuera un malhechor, no te lo entregaríamos».
C. Pilato les dijo:
S. – «Lleváoslo vosotros y juzgadIo según vuestra ley».
C. Los judíos le dijeron:
S. – «No estamos autorizados para dar muerte a nadie».
C. Y así se cumplió lo que había dicho Jesús, indicando de qué muerte iba a morir.
Entró otra vez Pilato en el pretorio, llamó a Jesús y le dijo:
S. – «¿Eres tú el rey de los judíos?».
C. Jesús le contestó:
+ – «¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mi?».
C. Pilato replicó:
S. – «¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?».
C. Jesús le contestó:
+ – «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí».
C. Pilato le dijo:
S. – «Entonces, ¿tú eres rey?»
C. Jesús le contestó:
+ – «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz».
C. Pilato le dijo:
«Y, ¿qué es la verdad?»
C. Dicho esto, salió otra vez adonde estaban los judíos y les dijo:
S. – «Yo no encuentro en él ninguna culpa. Es costumbre entre vosotros que por Pascua ponga a uno en libertad. ¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?».
C. Volvieron a gritar:
S. – «A ése no, a Barrabás».
C. El tal Barrabás era un bandido.
¡Salve, rey de los judíos!
C. Entonces Pilato tomó a Jesús y lo mandó azotar. Y los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le echaron por encima un manto color púrpura; y, acercándose a él, le decían:
S. – «¡Salve, rey de los judíos!».
C. Y le daban bofetadas.
Pilato salió otra vez afuera y les dijo:
S. – «Mirad, os lo saco afuera, para que sepáis que no encuentro en él ninguna culpa».
C. Y salió Jesús afuera, llevando la corona de espinas y el manto color púrpura. Pilato les dijo:
S. – «He aquí al hombre».
C. Cuando lo vieron los sumos sacerdotes y los guardias, gritaron:
S. – «¡Crucifícalo, crucifícalo!»
C. Pilato les dijo:
S. – «Lleváoslo vosotros y crucificadlo, porque yo no encuentro culpa en él».
C. Los judíos le contestaron:
S. – «Nosotros tenemos una ley, y según esa ley tiene que morir, porque se ha hecho Hijo de Dios».
C. Cuando Pilato oyó estas palabras, se asusto aún más. Entró otra vez en el pretorio y dijo a Jesús:
S. – «¿De dónde eres tú?».
C. Pero Jesús no le dio respuesta.
Y Pilato le dijo:
S. – «¿A mi no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte y autoridad para crucificarte?».
C. Jesús le contestó:
+ – «No tendrías ninguna autoridad sobre mi, si no te la hubieran dado de lo alto. Por eso el que me ha entregado a ti tiene un pecado mayor».
¡Fuera, fuera; crucifícalo!
C. Desde este momento Pilato trataba de soltarlo, pero los judíos gritaban:
S. – «Si sueltas a ése, no eres amigo del César. Todo el que se hace rey está contra el César».
C. Pilato entonces, al oír estas palabras, sacó afuera a Jesús y se sentó en el tribunal, en el sitio que llaman «el Enlosado» (en hebreo Gábbata). Era el día de la Preparación de la Pascua, hacia el mediodía.
Y dijo Pilato a los judíos:
S. – « He aquí a vuestro rey».
C. Ellos gritaron:
S. – «¡Fuera, fuera; crucifícalo!».
C. Pilato les dijo:
S. – «¿A vuestro rey voy a crucificar?».
C. Contestaron los sumos sacerdotes:
S. – «No tenemos más rey que al César».
C. Entonces se lo entregó para que lo crucificaran.
Lo crucificaron, y con él a otros dos
C. Tomaron a Jesús, y cargando él mismo con la cruz, salió al sitio llamado «de la Calavera» (que en hebreo se dice Gólgota), donde lo crucificaron; y con él a otros dos, uno a cada lado, y en medio, Jesús. Y Pilato escribió un letrero y lo puso encima de la cruz; en él estaba escrito: «Jesús, el Nazareno, el rey de los judíos».
Leyeron el letrero muchos judíos, porque estaba cerca el lugar donde crucificaron a Jesús, y estaba escrito en hebreo, latín y griego.
Entonces los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato:
S. – «No escribas: “El rey de los judíos”, sino: “Este ha dicho: Soy el rey de los judíos”».
C. Pilato les contestó:
S. – «Lo escrito, escrito está».
Se repartieron mis ropas
C. Los soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron su ropa, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y apartaron la túnica. Era una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo. Y se dijeron:
S. – «No la rasguemos, sino echémosla a suerte, a ver a quién le toca».
C. Así se cumplió la Escritura: «Se repartieron mis ropas y echaron a suerte mi túnica». Esto hicieron los soldados.
Ahí tienes a tu hijo. Ahí tienes a tu madre
C. Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre:
+ – «Mujer, ahí tienes a tu hijo».
C. Luego, dijo al discípulo:
+ – «Ahí tienes a tu madre».
C. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa.
Está cumplido
C. Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura dijo:
+ – «Tengo sed».
C. Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca. Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo:
+ – «Está cumplido».
C. E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu.
Todos se arrodillan, y se hace una pausa.
Y al punto salió sangre y agua
C. Los judíos entonces, como era el día de la Preparación, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día grande, pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y que los quitaran, Fueron los soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua. El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: «No le quebrarán un hueso»; y en otro lugar la Escritura dice: «Mirarán al que traspasaron».
Envolvieron el cuerpo de Jesús en los lienzos con los aromas
C. Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús aunque oculto por miedo a los judíos, pidió a Pilato que le dejara llevarse el cuerpo de Jesús. Y Pilato lo autorizó. Él fue entonces y se llevó el cuerpo. Llegó también Nícodemo, el que había ido a verlo de noche, y trajo unas cien libras de una mixtura de mirra y áloe.
Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en los lienzos con los aromas, según se acostumbra a enterrar entre los judíos. Había un huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto, un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado todavía. Y como para los judíos era el día de la Preparación, y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús.
COMENTARIO DE BENEDICTO XVI:
En la exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini hice referencia al papel que asume el silencio en la vida de Jesús, sobre todo en el Gólgota: «Aquí nos encontramos ante el “Mensaje de la cruz” (1 Co 1, 18). El Verbo enmudece, se hace silencio mortal, porque se ha “dicho” hasta quedar sin palabras, al haber hablado todo lo que tenía que comunicar, sin guardarse nada para sí» (n. 12). Ante este silencio de la cruz, san Máximo el Confesor pone en labios de la Madre de Dios la siguiente expresión: «Está sin palabra la Palabra del Padre, que hizo a toda criatura que habla; sin vida están los ojos apagados de aquel a cuya palabra y ademán se mueve todo lo que tiene vida» (La vida de María, n. 89: Testi mariani del primo millennio, 2, Roma 1989, p. 253).
La cruz de Cristo no sólo muestra el silencio de Jesús como su última palabra al Padre, sino que revela también que Dios habla a través del silencio: «El silencio de Dios, la experiencia de la lejanía del Omnipotente y Padre, es una etapa decisiva en el camino terreno del Hijo de Dios, Palabra encarnada. Colgado del leño de la cruz, se quejó del dolor causado por este silencio: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34; Mt 27, 46). Jesús, prosiguiendo hasta el último aliento de vida en la obediencia, invocó al Padre en la oscuridad de la muerte. En el momento de pasar a través de la muerte a la vida eterna, se confió a él: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”(Lc 23, 46)» (Exhort. ap. postsin. Verbum Domini, 21). La experiencia de Jesús en la cruz es profundamente reveladora de la situación del hombre que ora y del culmen de la oración: después de haber escuchado y reconocido la Palabra de Dios, debemos considerar también el silencio de Dios, expresión importante de la misma Palabra divina.
La dinámica de palabra y silencio, que marca la oración de Jesús en toda su existencia terrena, sobre todo en la cruz, toca también nuestra vida de oración en dos direcciones.
La primera es la que se refiere a la acogida de la Palabra de Dios. Es necesario el silencio interior y exterior para poder escuchar esa Palabra. Se trata de un punto particularmente difícil para nosotros en nuestro tiempo. En efecto, en nuestra época no se favorece el recogimiento; es más, a veces da la impresión de que se siente miedo de apartarse, incluso por un instante, del río de palabras y de imágenes que marcan y llenan las jornadas. Por ello, en la ya mencionada exhortación Verbum Domini recordé la necesidad de educarnos en el valor del silencio: «Redescubrir el puesto central de la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia quiere decir también redescubrir el sentido del recogimiento y del sosiego interior.
La gran tradición patrística nos enseña que los misterios de Cristo están unidos al silencio, y sólo en él la Palabra puede encontrar morada en nosotros, como ocurrió en María, mujer de la Palabra y del silencio inseparablemente» (n. 66). Este principio —que sin silencio no se oye, no se escucha, no se recibe una palabra— es válido sobre todo para la oración personal, pero también para nuestras liturgias: para facilitar una escucha auténtica, las liturgias deben tener también momentos de silencio y de acogida no verbal. Nunca pierde valor la observación de san Agustín: Verbo crescente, verba deficiunt – «Cuando el Verbo de Dios crece, las palabras del hombre disminuyen» (cf. Sermo 288, 5: pl 38, 1307; Sermo 120, 2: pl 38, 677). Los Evangelios muestran cómo con frecuencia Jesús, sobre todo en las decisiones decisivas, se retiraba completamente solo a un lugar apartado de la multitud, e incluso de los discípulos, para orar en el silencio y vivir su relación filial con Dios. El silencio es capaz de abrir un espacio interior en lo más íntimo de nosotros mismos, para hacer que allí habite Dios, para que su Palabra permanezca en nosotros, para que el amor a él arraigue en nuestra mente y en nuestro corazón, y anime nuestra vida. Por lo tanto, la primera dirección es: volver a aprender el silencio, la apertura a la escucha, que nos abre al otro, a la Palabra de Dios.
Además, hay también una segunda relación importante del silencio con la oración. En efecto, no sólo existe nuestro silencio para disponernos a la escucha de la Palabra de Dios. A menudo, en nuestra oración, nos encontramos ante el silencio de Dios, experimentamos una especie de abandono, nos parece que Dios no escucha y no responde. Pero este silencio de Dios, como le sucedió también a Jesús, no indica su ausencia. El cristiano sabe bien que el Señor está presente y escucha, incluso en la oscuridad del dolor, del rechazo y de la soledad.
Jesús asegura a los discípulos y a cada uno de nosotros que Dios conoce bien nuestras necesidades en cualquier momento de nuestra vida. Él enseña a los discípulos: «Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis» (Mt 6, 7-8): un corazón atento, silencioso, abierto es más importante que muchas palabras. Dios nos conoce en la intimidad, más que nosotros mismos, y nos ama: y saber esto debe ser suficiente. En la Biblia, la experiencia de Job es especialmente significativa a este respecto. Este hombre en poco tiempo lo pierde todo: familiares, bienes, amigos, salud. Parece que Dios tiene hacia él una actitud de abandono, de silencio total. Sin embargo Job, en su relación con Dios, habla con Dios, grita a Dios; en su oración, no obstante todo, conserva intacta su fe y, al final, descubre el valor de su experiencia y del silencio de Dios. Y así, al final, dirigiéndose al Creador, puede concluir: «Te conocía sólo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos» (Jb 42, 5): todos nosotros casi conocemos a Dios sólo de oídas y cuanto más abiertos estamos a su silencio y a nuestro silencio, más comenzamos a conocerlo realmente. Esta confianza extrema que se abre al encuentro profundo con Dios maduró en el silencio. San Francisco Javier rezaba diciendo al Señor: yo te amo no porque puedes darme el paraíso o condenarme al infierno, sino porque eres mi Dios. Te amo porque Tú eres Tú.
Encaminándonos a la conclusión de las reflexiones sobre la oración de Jesús, vuelven a la mente algunas enseñanzas del Catecismo de la Iglesia católica: «El drama de la oración se nos revela plenamente en el Verbo que se ha hecho carne y que habita entre nosotros. Intentar comprender su oración, a través de lo que sus testigos nos dicen en el Evangelio, es aproximarnos a la santidad de Jesús nuestro Señor como a la zarza ardiendo: primero contemplándolo a él mismo en oración y después escuchando cómo nos enseña a orar, para conocer finalmente cómo acoge nuestra plegaria» (n. 2598). ¿Cómo nos enseña Jesús a rezar? En el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica encontramos una respuesta clara: «Jesús nos enseña a orar no sólo con la oración del Padre nuestro» —ciertamente el acto central de la enseñanza de cómo rezar—, «sino también cuando él mismo ora. Así, además del contenido, nos enseña las disposiciones requeridas por una verdadera oración: la pureza del corazón, que busca el Reino y perdona a los enemigos; la confianza audaz y filial, que va más allá de lo que sentimos y comprendemos; la vigilancia, que protege al discípulo de la tentación» (n. 544).
Recorriendo los Evangelios hemos visto cómo el Señor, en nuestra oración, es interlocutor, amigo, testigo y maestro. En Jesús se revela la novedad de nuestro diálogo con Dios: la oración filial que el Padre espera de sus hijos. Y de Jesús aprendemos cómo la oración constante nos ayuda a interpretar nuestra vida, a tomar nuestras decisiones, a reconocer y acoger nuestra vocación, a descubrir los talentos que Dios nos ha dado, a cumplir cada día su voluntad, único camino para realizar nuestra existencia.
A nosotros, con frecuencia preocupados por la eficacia operativa y por los resultados concretos que conseguimos, la oración de Jesús nos indica que necesitamos detenernos, vivir momentos de intimidad con Dios, «apartándonos» del bullicio de cada día, para escuchar, para ir a la «raíz» que sostiene y alimenta la vida. Uno de los momentos más bellos de la oración de Jesús es precisamente cuando él, para afrontar enfermedades, malestares y límites de sus interlocutores, se dirige a su Padre en oración y, de este modo, enseña a quien está a su alrededor dónde es necesario buscar la fuente para tener esperanza y salvación. Ya recordé, como ejemplo conmovedor, la oración de Jesús ante la tumba de Lázaro. El evangelista san Juan relata: «Entonces quitaron la losa. Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: “Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado”. Y dicho esto, gritó con voz potente: “Lázaro, sal afuera”» (Jn 11, 41-43). Pero Jesús alcanza el punto más alto de profundidad en la oración al Padre en el momento de la pasión y de la muerte, cuando pronuncia el «sí» extremo al proyecto de Dios y muestra cómo la voluntad humana encuentra su realización precisamente en la adhesión plena a la voluntad divina y no en la contraposición. En la oración de Jesús, en su grito al Padre en la cruz, confluyen «todas las angustias de la humanidad de todos los tiempos, esclava del pecado y de la muerte, todas las súplicas y las intercesiones de la historia de la salvación… He aquí que el Padre las acoge y, por encima de toda esperanza, las escucha al resucitar a su Hijo. Así se realiza y se consuma el drama de la oración en la economía de la creación y de la salvación» (Catecismo de la Iglesia católica, 2606).
Queridos hermanos y hermanas, pidamos con confianza al Señor vivir el camino de nuestra oración filial, aprendiendo cada día del Hijo Unigénito, que se hizo hombre por nosotros, cómo debe ser nuestro modo de dirigirnos a Dios. Las palabras de san Pablo sobre la vida cristiana en general, valen también para nuestra oración: «Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 38-39). (Audiencia General, 7 de marzo de 2012).