Ordenación Sacerdotal de Enrique Martínez y Lucio Rodrigues
S.I. Catedral-Basílica de Segorbe, 24 de mayo de 2009
Solemnidad de La Ascensión del Señor
(Hech 1,1-11; Sal 46, 2-3.6-7.8-9; Ef 1,17-23; Mc 16,15-20)
Amados hermanos y hermanas en el Señor:
“Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo” (Sal 46, 2). Hoy resuenan en nosotros de modo muy particular estas palabras del salmista. A la alegría de celebrar la Eucaristía en este día del Señor, en que con júbilo espiritual celebramos la Solemnidad de su Ascensión a los cielos, se suma el gozo por la ordenación de estos dos nuevos sacerdotes. Cada ordenación sacerdotal es un gran don del amor de Dios a nuestra Iglesia. Vivamos con un profundo sentimiento de fe y de agradecimiento esta celebración. En este clima de acción de gracias y de alegría saludo a los Cabildos Catedral y Concatedral, a los Sres. Vicarios, al Rector y Director espiritual de nuestro Seminario ‘Redemptoris Mater’, y al Rector de nuestro seminario ‘Mater Dei’, a los demás hermanos en el sacerdocio, diáconos y seminaristas y, con especial afecto, a vosotros, queridos candidatos al presbiterado, Enrique y Lucio, juntamente con vuestros familiares, amigos y hermanos de comunidad.
Con las palabras del Salmo nos unimos a vuestro cántico de alabanza y a vuestra alegría, queridos Enrique y Lucio, y con vosotros cantamos al Señor por su gran amor hacia vosotros, y, en vuestras personas, para vuestras familias así como para nuestra Iglesia y presbiterio diocesanos, que se ven agraciados y enriquecidos con dos nuevos sacerdotes. Sí, queridos hijos, hoy entraréis a formar parte de nuestro presbiterio diocesano.
Estamos celebrando el día en que Jesús, ante los ojos de sus discípulos, “ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios” (Mc 16, 19). El Señor Resucitado, llevando consigo su humanidad, vuelve junto al Padre; el Señor Jesús ‘crea’ el cielo, abre las puertas del cielo para los redimidos. Su humanidad glorificada es la primera que alcanza la plenitud y abre la puerta a los hombres. En la oración colecta hemos dado gracias a Dios porque la Ascensión de Jesucristo, su Hijo, es ya nuestra victoria y donde nos ha precedido él, que es nuestra cabeza, la cabeza de la Iglesia, esperamos llegar también nosotros, miembros de su cuerpo.
Por esta razón, hoy resuena en nosotros la pregunta de aquellos “dos hombres vestidos de blanco”: “Galileos, ¿qué hacéis ahí anclados mirando al cielo?” (Hech 1, 11). La respuesta a esta pregunta encierra la verdad fundamental sobre la vida y el destino de todos los hombres (cf. Benedicto XVI, Homilía en Cracovia-Błonia, domingo 28 de mayo de 2006).
Esta pregunta está relacionada con las dos realidades en las que se inscribe nuestra vida: la terrena y la celeste. “¿Qué hacéis ahí anclados (en la tierra?)”; es decir, ¿por qué estáis en la tierra? No somos fruto del azar o de la casualidad, no somos producto de una fabricación. Somos fruto del amor de Dios. Estamos en la tierra porque el Creador nos ha creado y puesto aquí como coronamiento de la obra de la creación. Dios todopoderoso, en su designio de amor, después de crear el cosmos de la nada, llama a la existencia al hombre, y lo crea a su imagen y semejanza (cf. Gn 1, 26-27). Le concede la dignidad de hijo de Dios y la inmortalidad.
Sin embargo, el hombre abusó del don de la libertad y dijo ‘no’ a Dios; de este modo se condenó a sí mismo a una existencia alejada de Dios, en la que entraron el mal, el pecado, el sufrimiento y la muerte. Pero Dios no se resigna a esa situación y entra directamente en la historia del hombre, que se convierte en historia de la salvación. Dios mismo que es amor, nos manifestó el amor que nos tiene enviando al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él (cf 1 Jn 4,9).
Estamos en la tierra y en ella crecemos. Y vivimos con la profunda conciencia de que antes o después este camino llegará a su término. Pero ¿es la tierra, en la que nos encontramos, nuestro destino definitivo? Aquí surge de nuevo la pregunta de hoy en los Hechos: “¿Qué hacéis ahí anclados mirando al cielo?”. Jesús “fue elevado en presencia de ellos, y una nube lo ocultó a sus ojos”; y ellos “estaban mirando fijamente al cielo mientras se iba” (Hch 1, 9-10), acompañando con su mirada a Jesucristo, crucificado y resucitado, que era elevado. Ante ellos se estaba abriendo un horizonte infinito, el punto de llegada definitivo de la peregrinación terrena del hombre. Estamos llamados, permaneciendo en la tierra, a mirar fijamente al cielo, a orientar la atención, el pensamiento y el corazón hacia el misterio inefable de Dios. Estamos llamados a mirar hacia la realidad divina, a la que el hombre está orientado desde la creación. En ella se encierra el sentido definitivo de nuestra vida.
Con su Ascensión, Cristo nos ha abierto las puertas del cielo. El fin de nuestra vida, el motor que ha de moverla, no es algo mortal como nosotros, sino que es algo trascendente que está más allá de lo caduco de esta tierra. Tenemos un destino trascendente, un destino que no se puede cambiar, que no se puede descafeinar. No hay ningún cielo en la tierra. El cielo es el cielo y para conseguirlo deberemos acoger a Cristo y su Evangelio, renacer a la nueva vida de redimidos y resucitados, dejarnos transformar por Cristo y trabajar por transformar este mundo. El cielo es ‘estar con Cristo’, en la ‘plena posesión de los frutos de la redención’, a saber: la victoria sobre el pecado y la vida de Cristo en nosotros por el Espíritu. En esta forma de vida en otra dimensión ya no hay pecado y, por tanto, no están sus consecuencias: la enfermedad, la injusticia, el odio o la guerra. El cielo es una forma de vida en comunión con Dios y los santos.
El cielo es una forma de vida a la que nosotros podemos aspirar y de la que podremos gozar. Dios ha sido quien la ha diseñado y quien nos ha dado en Cristo Jesús la posibilidad de alcanzarla. Las personas humanas no podemos crear la felicidad absoluta. Es incitativa de Dios que la ha manifestado en Jesús y que en El mismo ha hecho posible que la alcancemos.
Es necesario aceptar lo que Dios nos revela sobre sí mismo, sobre nosotros mismos y sobre la realidad que nos rodea, incluida la invisible, inefable, inimaginable. Nos resistimos a aceptar la limitación de nuestra razón. Y precisamente aquí es donde la fe se manifiesta en su dimensión más profunda: la de fiarse de una persona, no de una persona cualquiera, sino de Cristo. Es importante aquello en lo que creemos, pero más importante aún es aquel en quien creemos.
San Pablo nos habla de ello en la carta a los Efesios. Dios nos ha dado un espíritu de sabiduría y “ha iluminado los ojos de nuestro corazón para que conozcamos cuál es la esperanza a que hemos sido llamados por él; cuál la riqueza de la gloria otorgada por él en herencia a los santos; y cuál la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, conforme a la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo» (cf. Ef 1, 17-20).
Con su Ascensión al cielo, el Señor no abandona su obra en la tierra, no abandona a su ‘pequeño rebaño’, no deja sola a su Iglesia. Le promete su presencia, la encomienda a sus Apóstoles “que él había escogido movido por el Espíritu Santo” y les da el mandato misionero.
El día mismo de su Ascensión, Jesús dijo a los que había constituido Apóstoles, a los que había elegido para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar en su nombre: “Id por todo el mundo y proclamad la buena nueva a toda la creación. El que crea y su bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado” (Mc 16, 15). El les da el poder de salvar en su nombre a la humanidad. Y a ellos les hace la promesa: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8).
Vosotros, queridos hijos, también habéis sido elegidos por el Señor, para ser presbíteros de su Iglesia, no por vuestros méritos, sino por pura gracia suya. Vosotros también habéis escuchado la llamada del Señor a su seguimiento; ha ocurrido en el momento oportuno, en las circunstancias elegidas por él, de forma inesperada por vuestra parte, pero una llamada certera por la suya. Habéis acogido su llamada con generosidad; la habéis madurado no sin esfuerzo y lucha para dejaros liberar por su misericordia de todo aquello que os impedía una entrega total a él y a su Iglesia que peregrina en Segorbe-Castellón y, desde ella, abiertos a la misión universal de la Iglesia.
Por vuestra ordenación presbiteral, el Señor os hará partícipes del ministerio apostólico; un ministerio que se continúa en plenitud en el Obispo, como sucesor de los Apóstoles, en cuya comunión y obediencia deberéis acogerlo y ejercerlo todos los días de vuestra vida. Vosotros, queridos hijos, vais a ser así ungidos, consagrados, fortalecidos por el Espíritu para ser enviados a ser testigos de Cristo Jesús. Por el sacramento del orden quedáis constituidos en pastores y guías al servicio del pueblo de Dios, en nombre y en representación de Cristo Jesús, el Buen Pastor.
Deberéis ser testigos de Jesucristo, muerto, resucitado y ascendido a los cielos, que vive en la Iglesia, de la que es su cabeza.
Queridos hijos: ‘No tengáis miedo! Tenemos la certeza de que Cristo no nos abandona y de que ningún obstáculo podrá impedir la realización de su designio universal de salvación. Que esta certeza sea para vosotros motivo de constante consuelo -incluso en las dificultades- y de inquebrantable esperanza. La bondad del Señor está siempre con vosotros, y él es fuerte.
El sacramento del Orden os hará partícipes de la misma misión de Cristo; estáis llamados a proclamar el Evangelio al mundo entero, a los cercanos y a los alejados, a los bautizados y a quienes aún no han oído hablar de Cristo; estáis llamados a sembrar la semilla de la Palabra, a distribuir la misericordia divina y a alimentar a los fieles en la mesa de su Cuerpo y de su Sangre, a guiar al pueblo de Dios “para perfeccionamiento de los santos y para la edificación del cuerpo de Cristo”, que es la Iglesia (Ef 4, 12).
Llevad el Evangelio a todos, para que todos experimenten el amor y salvación de Cristo, para que todos descubran el sentido de su vida, y su destino en Dios. ¿Puede haber algo más hermoso que esto? ¿Hay algo más grande que cooperar a la difusión de la Palabra de vida en el mundo, que comunicar la misericordia Dios y el agua viva del Espíritu Santo?
Para ser colaboradores en la difusión del Evangelio y de la esperanza que no defrauda, en un mundo a menudo triste, negativo, desesperanzado y nihilista, es necesario que el fuego del Evangelio arda en vuestro corazón. Sólo así podréis ser mensajeros de esta buena Nueva y llevarla a todos, especialmente a cuantos están tristes y afligidos.
Configurados con Cristo por el sacramento, dejaos configurar existencialmente con Él en la oración. Los presbíteros tenemos una vocación particular a la oración: estamos llamados a ‘permanecer’ en Cristo (cf. Jn 1, 35-39; 15, 4-10). Y este permanecer en Cristo se realiza de modo especial en la oración. De ahí deriva su eficacia (cf. Benedicto XVI).
En la vida del sacerdote hay diversas formas de oración, ante todo en la santa Misa diaria. La celebración eucarística es el acto de oración más grande; constituye el centro y la fuente de la que reciben su ‘savia’ también las otras formas de oración: la liturgia de las Horas, la adoración eucarística, el escrute de la Palabra, la lectio divina, el santo rosario y la meditación. Todas estas formas de oración, que tienen su centro en la Eucaristía, hacen que en vuestra jornada de sacerdotes y en toda vuestra vida se realicen las palabras de Jesús: “Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre y doy mi vida por las ovejas” (Jn 10, 14-15).
El sacerdote que ora mucho, y que ora bien, se va desprendiendo progresivamente de sí mismo y se une cada vez más a Jesús, buen Pastor y Servidor de los hermanos. Así, la misma vida de Cristo, Cordero y Pastor, se comunica a toda la grey mediante los ministros consagrados.
Al acercaros al altar, si escucháis dócilmente al Buen Pastor, si lo seguís fielmente, aprenderéis a traducir a la vida y al ministerio pastoral su amor y su pasión por la salvación de las almas. Cada uno de vosotros llegará a ser con la ayuda de Jesús un buen pastor, dispuesto a dar también la vida por él, si fuera necesario.
¡Que María, la Virgen, la ‘Redemptoris Mater’, que os ha acompañado en vuestro proceso vocacional os aliente y proteja en la nueva etapa que hoy comenzáis con alegría y esperanza como presbíteros de la Iglesia del Señor! Amén
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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