Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María Virgen
Basílica de San Pascual de Villarreal – 9 de diciembre de 2007
(Gn 3. 9-15.20; Sal 97; Ef 1, 3-6.11.12; Lc 1, 26-28)
Amados hermanos y hermanas en el Señor!
El Señor nos ha convocado en torno a la mesa de su Palabra y de su Eucaristía para honrar a María, la Purísima, en este segundo domingo de la Fiesta de la Congregación de la Hijas de María. Os saludo cordialmente a vosotras Hijas de María, en especial a las no casadas, y a cuantos participáis en esta Santa Misa aquí, en la Basílica de San Pascual de Villareal, y desde vuestras casas por radio o por TV.
Hoy sentimos de un modo especial la cercanía maternal y la presencia amorosa de la Inmaculada, la criatura amada y llena de gracia, la aurora de la salvación y la madre en la fe y en la esperanza. Con intenso gozo espiritual contemplamos a la Virgen María, “la más humilde y a la vez la más alta de todas las criaturas, término fijo de la voluntad eterna», como canta el poeta Dante (Paraíso, XXXIII, 3). En ella resplandece la eterna bondad del Creador que, en su plan de salvación, la escogió de antemano para ser madre de su Hijo Unigénito y, en previsión de la muerte de él, la preservó de toda mancha de pecado (cf. Oración colecta). María no sólo no cometió pecado alguno, sino que fue preservada incluso de la herencia común del género humano que es la culpa original, por la misión a la que Dios la destinó desde siempre: ser la Madre del Redentor.
Todo esto está contenido en la verdad de fe de la “Inmaculada Concepción”. Su fundamento bíblico lo encontramos en las palabras del ángel Gabriel a la joven de Nazaret: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1, 28). “Llena de gracia” es el nombre más hermoso de María, un nombre que le dio Dios mismo para indicar que desde siempre y para siempre es la amada, la elegida, la escogida para acoger el don más precioso, Jesús, “el amor encarnado de Dios” (Deus caritas est, 12).
María es “la llena de gracia”. Dios obra en María maravillas, la colma de su amor y de su gracia, y la preserva así de toda mancha de pecado desde el mismo momento su concepción. María es llamada a la existencia llena de gracia por puro amor de Dios Padre. La Inmaculada nos remite, por ello y en primer lugar, a Dios; nos muestra el verdadero rostro de Dios Padre: Dios es amor, y crea por amor y llamada a la vida en el amor. La perfecta santidad de María, su comunión plena con Dios desde el momento mismo de su concepción, se debe al Hijo que concebirá en su seno. En María, la Madre virgen del Hijo, se realiza de modo anticipado y perfecto la obra de salvación de Jesucristo. María fue preservada del pecado original, y creada llena de gracia y de santidad desde siempre “en vista de los méritos de Jesucristo, salvador del género humano”. En la doncella virgen de Nazaret se manifiesta por vez primera el plan divino de Salvación trazado por el amor misericordioso de Dios “antes de la creación del mundo”.
María es la llena de gracia desde el momento mismo de su Concepción. Y tenía que ser así, porque la gracia de María tenía que corresponder a la misión y dignidad para la que Dios le había elegido. María es la verdadera y propia Madre del Hijo de Dios, el Salvador. Y a esta misión y dignidad incomparables debía corresponder una santidad sin igual, la plenitud de la gracia. Por su intima comunión de vida y de destino con Cristo, la Virgen María se ha visto rodeada desde el primer momento de su existencia por el amor del Padre, por la gracia del Hijo y por los esplendores del Espíritu. María ha sido preservada de toda sumisión al mal o connivencia con él: ella es la Purísima.
El don que María recibe de Dios no permanece inactivo en ella. María acoge el amor de Dios, y le corresponde con la entrega de todo su ser, con la adhesión total de su persona al designio de Dios sobre ella, con disponibilidad plena y en obediencia fiel a la voluntad de Dios. ‘He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu Palabra’ (Lc 1,38)
Con la concepción inmaculada de María se inicia el capítulo culminante de la historia de la salvación: la Encarnación del Hijo Unigénito de Dios, que redime y salva. En la concepción purísima de María tiene lugar un acontecimiento sin igual en la historia del hombre. En la persona de esta mujer, elegida entre los sencillos de Israel, el ser humano recupera toda su verdad, su ser imagen de Dios, empañada por el pecado: Todo ser humano es creado por un acto amoroso de Dios como imagen suya y está destinado desde el principio a la vida de comunión con Dios para siempre y para alabanza de su gloria (cf. Ef 1, 4.11). María es así “la aurora de la salvación”, en quien empiezan ya a florecer, por la previsión de la obra redentora de su Hijo, los más espléndidos frutos de santidad y de vida nueva.
Con María ha dado comienzo la historia de la humanidad salvada, la historia de la nueva humanidad. Ella es el contrapunto a la experiencia dramática de nuestros primeros padres, del pecado original, narrada en la primera lectura de hoy (Gn 3,9-15.20). Adán y Eva, creados por Dios por puro amor para la vida, creados en estado de amistad con Dios, con los hombres y con el resto de la creación, haciendo uso de su libertad, rehúsan el amor de Dios. No se fían de Dios. Tentados por las palabras de la serpiente, abrigan la sospecha de que Dios, les quita algo de su vida, que limita su libertad, y que sólo serán plenamente seres humanos cuando lo dejen de lado. Y así se apartan de Dios, se cierran a Dios para construir su propio mundo al margen de su Creador, se erigen en centro y en norma de todo, suplantan a Dios en su vida. Desde entonces, es ésta la tentación siempre presente en la historia humana –personal y colectiva-, ese es también el deseo último del hombre moderno cuando declara ‘la muerte de Dios’ o prescinde de El en su vida.
El hombre no quiere recibir de Dios su existencia y la plenitud de su vida. No le parece fiable el amor. Más que el amor, busca el poder mediante el conocimiento, con el que quiere dirigir de modo autónomo su vida. Rechazada la vida y el amor de Dios, el hombre experimenta su vaciedad más profunda: rota su relación con Dios, el hombre se experimenta desnudo, vacío, siente miedo y se esconde. Esta es la dramática consecuencia del pecado original, que desde entonces afecta a todo hombre y mujer al nacer.
Pero Dios, Amor misericordioso, sigue amando al hombre, y sale en su busca. “¿Dónde estás?” (Gn 3,9), pregunta Dios a Adán. Porque Dios, que ha creado al hombre por amor y para el amor y para la vida, sigue amando al hombre a pesar de su pecado, a pesar de su rechazo. Tras la caída, Dios no lo abandona. En ese mismo momento, Dios anuncia la victoria sobre el mal y el levantamiento de su caída. El hombre no está destinado a perecer en su pecado, o disolverse en la nada. “Dios (El) nos ha destinado en la Persona de Cristo por pura iniciativa suya, a ser sus hijos” (Ef 1,4). Y “tanto amó Dios al mundo que dio a su único hijo” (Jn 3,16). El fruto primero y más sublime del amor de Dios, manifestado en la redención realizada por Cristo, es María Inmaculada.
Las palabras del saludo del ángel “llena de gracia” encierran, ciertamente, el singular destino de María; pero también indican el designio de Dios para todo ser humano. Dios nos ha creado ‘para que seamos santos e inmaculados ante él por el amor’ (Ef 1, 4). Por eso, Dios nos ha ‘bendecido’ antes de nuestra existencia terrena y ha enviado a su Hijo al mundo para rescatarnos del pecado y hacernos partícipes de su propia vida.
Los cristianos, por el bautismo, ya participamos de la nueva vida de los hijos de Dios. La Palabra de Dios nos exhorta a acoger este don con fe y con una vida conforme al designio divino, como María, un designio que pide la perfección en el amor. El Concilio Vaticano II nos recuerda: «… todos los fieles, de cualquier estado o condición están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (cf LG 40b).
Todo fiel cristiano está llamado a la santidad, que no es otra cosa que vivir en el amor de Dios y, desde él, amar a los hermanos. Puede sonar trasnochado, fuera de lugar, ilusorio, pero sólo en la santidad encontraremos la verdadera libertad, que es libertad para hacer el bien, y la felicidad. Es el deseo de Dios para nosotros. Sólo desde la santidad de sus miembros, serán nuestras comunidades y nuestras familias ámbitos de comunión y de misión, y nuestra Iglesia diocesana realmente viva y evangelizadora; sólo desde ahí, puede nuestra Iglesia seguir prestando el servicio, que le es propio, al hombre y a la sociedad, en cumplimiento del mandato de su Señor: ser signo eficaz de unidad, de fraternidad y de paz.
La santidad es conformarse con Aquel que es Maestro y Modelo de santidad, Cristo Jesús. Y hacerlo siguiendo la estela de María, Madre de la Iglesia y modelo de los creyentes. Nadie que quiera ser realmente cristiano, que quiera ser en verdad hijo e hija de María, puede considerarse exento de la llamada de Dios a la santidad. Ninguna excusa, como la dificultad de ese camino, el ambiente hostil, las atracciones del mundo o lo complejo de la vida moderna, puede aducirse para escamotear el destino de felicidad al que Dios llama al hombre. Existe la libertad de decir ‘no’. Pero al decir ‘no’, la persona se está cerrando al designio que Dios le tiene preparado, es decir, está renunciando al amor, a la felicidad, a la vida. Decir ‘no’ es optar por una vida al margen de Dios, es optar por la muerte.
La santidad en la Iglesia es la misma para todos, pero cada uno ha de santificarse en la vocación específica y en el género de vida al cual ha sido llamado, siguiendo en él al Señor Jesús tras la huellas de la Inmaculada, modelo de santidad. Cada uno, en su estado de vida y en su ocupación, ha de avanzar por el camino de una fe viva, que se traduce en obras de amor. El cristiano ha de vivir según la fe en todos los momentos de su vida, nutriéndose de la gracia, conociendo y celebrando la fe común de la Iglesia, participando en los sacramentos de la Eucaristía y del perdón. No existe el cristiano en cómodas cuotas horarias, diarias, ni mucho menos semanales o anuales.
La santidad es el gran regalo de Dios para el ser humano. Por la Encarnación, del Hijo de Dios en el seno virginal de María Inmaculada, el amor de Dios se abre a la humanidad y hace posible restablecer, a niveles impensados, la amistad con Dios en la comunión de la Iglesia. Esta santidad es decisiva para la felicidad del ser humano. Es meta fundamental a la que se debe tender para alcanzar la plenitud. Se debe siempre a la iniciativa y al don de Dios, pero requiere de una colaboración entusiasta y eficaz. Dejémonos invadir por un deseo intenso de santidad, del amor de Dios y del amor a Dios en los hermanos. Vivamos con gozo y con gratitud el don de la fe y la vida cristiana. No tengamos miedo a ser cristianos, a acoger a Dios y su amor en nuestra vida.
María Inmaculada nos enseña a acoger el designio divino para llegar a ser santos, para llegar a ser felices. María, la llena de gracia, la amada por Dios, es la primicia de la humanidad redimida. Ella acoge el amor de Dios con gratitud y gozo: “Proclama mi alma la grandeza del Señor”. María acoge a Dios y su amor con fe y confianza plena y con la entrega total de su persona a Dios y a su plan sobre ella. “He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según palabra” (Lc 1,38).
María vive su existencia así desde la verdad de su persona, que es el de toda persona humana. Y esta verdad sólo se descubre en Dios y en su amor. María es consciente de que ella es nada sin el amor de Dios, que la vida humana sin Dios solo produce vacío en la existencia. Ella sabe que el fundamento de su existencia no está en sí misma, sino en Dios, que ella está hecha para acoger el amor de Dios y para darse por amor. Por ello vivirá siempre en Dios y para Dios. María, la mujer humilde, aceptando su pequeñez ante Dios, dejando que Dios sea grande, se llena de Dios y queda engrandecida, y se convierte así en madre de la libertad y de la dicha. María es nuestra madre en la fe y nuestro modelo como creyentes. Dichosa por haber creído, María nos muestra que la fe en Dios es nuestra dicha y nuestra victoria, porque “todo es posible al que cree” (Mc 9, 23).
Miremos a la Virgen, la Inmaculada, para que se avive hoy en nosotros, sus hijos e hijas, la fe y el amor, la aspiración a la belleza, a la bondad y a la pureza de corazón. Su candor celestial nos atrae hacia Dios, ayudándonos a superar la tentación de una vida mediocre, hecha de componendas con el mal, para orientarnos con determinación hacia el auténtico bien, que es fuente de alegría. ¡Que de manos de María sepamos acoger en nuestras vidas al Dios que nos ama hasta el extremo en Cristo Jesús, hoy y todos los días de nuestra vida¡ Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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