50º Aniversario del Monasterio del Sagrado Corazón de Jesús
M.M. CARMELITAS DE ALQUERIAS DEL NIÑO PERDIDO
28 de junio de 2007
“Recordaré los beneficios del Señor, las alabanzas del Señor, todo lo que el Señor ha hecho con nosotros” (Is 63, 7). Estas palabras del profeta Isaías nos invitan y nos mueven a la alabanza y a la acción de gracias a Dios al celebrar el 50 Aniversario de la Fundación de este Monasterio del Sagrado Corazón de Jesús por los muchos beneficios de él recibidos. Cuanto sois y significáis, vuestro pasado y vuestro presente, queridas hermanas, todo es don de Dios, fruto de su gracia benevolente, manifestación de su amor.
Fue el amor de Dios y amor a Dios de Don Jeremías Melchor Esteve, un amor aprendido de su madre y hecho vida en una profunda devoción al Corazón de Jesús, el que le suscitó ya en su niñez la idea de fundar un convento de monjas dedicado a orar de manera particular por las vocaciones sacerdotales. Una idea y un deseo largamente anhelado que se hacía realidad hace hoy exactamente 50 años. Si el 14 de junio de 1957 el entonces Obispo de Solsona, Dr. Don Vicente Enrique Tarancón, consagraba esta Iglesia, el 28 del mismo mes y año, Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, el Obispo de Tortosa, Dr. Don Manuel Moll y Salord, presidía la Santa Misa y, tras el solemne canto del Te Deum, declaraba la clausura papal. Quedaba así formalmente erigido este Monasterio de MM. Carmelitas de Alquerías del Niño Perdido.
El Espíritu de Dios y Teresa de Jesús se sirvieron de Don Jeremías como instrumento elegido e idóneo para poner en marcha este Monasterio carmelitano. Su fundamento, su referencia constante, su manantial de vida inagotable es el Sagrado Corazón de Jesús, expresión palpable del misterio de Dios y de su amor infinito hacia toda la humanidad y fuente de transformación permanente de las personas en el amor divino y fraterno. La frase en las paredes de esta Iglesia nos lo recuerda: “Elegi et sanctificavi locum istum ut ibi permaneat cor meum semper” (“He elegido y santificado esta Casa para que mi corazón habite en ella perpetuamente”).
Durante estos cincuenta años, que hoy conmemoramos y celebramos, el amor de Dios, contemplado en la oración, participado en la Eucaristía y experimentado en la Confesión, vivido con alegría en el amor fraterno y alentado por la intercesión maternal de María, ha sido la fuente de vida de esta comunidad.
“Primero nos bendice a nosotros el Señor, después bendecimos nosotros al Señor. Aquella es la lluvia, éste es el fruto. Así se devuelve el fruto a Dios, que llueve sobre nosotros y nos cultiva”. Así dice San Agustín en su comentario al salmo 66. Nuestra alabanza se basa en la memoria de las bendiciones recibidas a lo largo de estos cincuenta años y se hace bendición y acción de gracias. Esta tarde damos gloria y alabanza a Dios. Damos gracias a Dios por todos los dones recibidos: por la persona de vuestro padre fundador, D. Jeremías; por las 7 hermanas fundadoras, procedentes del Monasterio de Santa Teresa de Jesús en Zaragoza, cuatro de las cuales están presentes entre nosotros; gracias le damos por todas las hermanas que en el pasado y en el presente han pertenecido y pertenecen al Monasterio. Damos gracias a Dios por vuestro Monasterio, verdadero don del Espíritu Santo, que enriquece a la Iglesia y a nuestra Iglesia diocesana. Sí: nuestra Iglesia Diocesana es más rica con vuestra presencia, con vuestra oración y con vuestra entrega generosa. Demos, pues, gracias a Dios.
La bendición, la alabanza y la acción de gracias las dirigimos no a alguien sin rostro o lejano a los hombres, sino al “Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo”. La fuente de todas las gracias que recibimos, es el Dios-Amor, el “Dios de Jesucristo”, el «Amado de Dios» (Ef 1,6), en quien el Padre nos ama. Por Jesucristo y en Él tenemos acceso al Padre; por Él y en Él le tributamos todo honor y toda gloria; por Jesucristo y en Jesucristo, el Padre se ha acercado a nosotros, nos ha salvado, nos ha mostrado su amor. Si el egoísmo y el pecado nos alejan de Dios y de los hombres, la salvación de Dios en Jesucristo restablece la comunión de todos con un mismo Padre y nos acerca los unos a los otros.
El plan amoroso de Dios se ha manifestado en la persona de Cristo; en Él nos ha bendecido con “con toda clase de bienes espirituales y celestiales”, que son santidad, gracia, filiación, participación divina, gloria. Es el triunfo del amor misericordioso de Dios. La fe y la unión con el Resucitado transforma la persona del creyente y le abre a una nueva relación con Dios y con el prójimo: es el amor a Dios y al hermano.
El Amor cristiano nace en Dios. En su origen, el amor es cosa de Dios y no del hombre; la iniciativa es suya. Dios es amor, origen y manantial del amor. El Hijo se origina del Padre en un proceso de Amor, y el fruto del amor mutuo es el Espíritu. Este amor en Dios Trino es comunión perfecta de vida y de amor, es comunidad de personas. Y este amor se va manifestando en la creación, en la encarnación, en la filiación divina de los hombres, en la amistad con Dios, en la alegría definitiva del encuentro final. Pero siempre, el origen y el término es Dios.
El signo más claro del amor de Dios, su encarnación humana, es Cristo Jesús. Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio Hijo. Tanto nos amó Jesús que entregó su vida hasta la muerte por amor por nosotros. Jesús es la medida del amor de Dios y el camino a seguir. Las palabras de Jesús, sus acciones, su vida entera, su muerte y resurrección tienen este sentido. Jesús es el amor de Dios hecho rostro humano.
Este amor, que nace en el Padre y se encarna en Jesús, termina necesariamente en los hermanos, como nos recuerda el Evangelio de hoy (Jn 15, 9-17). El amor cristiano tiene siempre dos polos: Dios y los hermanos. Quien no ama al hermano no conoce a Dios, no conoce a Cristo, no ha entendido lo que es la fe y vida cristiana. Sin amor a Dios y a los hermanos no hay fe ni vida cristiana, no hay verdadera comunidad cristiana. Y es éste un amor que tiene que concretarse en frutos, en obras de amor a Dios en el amor al hermano.
Los cristianos, “como elegidos de Dios, santos y amados” (Col 3, 12) estamos llamados a vivir y a ser testigos de1 amor de Dios, manifestado en Cristo. «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor» (Jn 15, 9), escuchábamos en el Evangelio. Cristo, la víspera de su muerte, abre su corazón a los discípulos reunidos en el Cenáculo y les deja su testamento espiritual. Como Iglesia hemos de volver sin cesar espiritualmente al Cenáculo, a fin de escuchar de nuevo las palabras del Señor y obtener luz para avanzar en nuestro peregrinaje en la fe.
“Esto os mando: que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 15,12), nos dice Jesús. El amor de que habla no es mera simpatía superficial o un sentimiento pasajero. No se trata meramente de buenas palabras. Tampoco se trata de la caridad de meras limosnas. El amor que Jesús nos manda es un amor afectivo y fraterno, de amistad y de acogida; pero también un amor de entrega, efectivo y operativo. Es el amor que arraiga en el corazón y produce la acogida, la aceptación y el perdón mutuos, el respeto y la estima recíproca, al tiempo que da frutos de fraternidad y de unidad. Porque lo que Jesús nos propone es que nos amemos los unos a los otros como él nos ha amado. De ahí las palabras de san Pablo a los Colosenses: “Vestíos de la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos… Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad” (Col 3, 12-17).
Y no olvidemos que “nadie tiene mayor amor que el que da la vida” (Jn 15, 13). Ese es el límite del amor cristiano; a este amor oblativo debemos tender y aspirar; no podemos conformarnos con un amor menor; no seríamos buenos discípulos del Señor. Al día siguiente de darnos el mandamiento del amor, Él moría en la cruz víctima del amor a los hermanos. Así quedaba patente el modo del amor de Dios, manifestado en su Hijo. Así quedaba claro el modo del amor cristiano.
«Como el Padre me ha amado, así os he amado yo… Amaos unos a tros como yo he amado«(Jn 15, 9.12). Somos cristianos, amamos de verdad a Dios en Cristo, sólo si amamos al prójimo como Dios nos ama en su Hijo Jesucristo. Esa es la medida, la única capaz de acreditar nuestra fe, que no puede ser rebajada por los discípulos de Jesús.
Si todo cristiano está llamado a vivir el amor cristiano, la comunión con Dios y la comunión fraterna, el recinto de una comunidad monástica es un lugar privilegiado y una llamada constante a vivir la fraternidad desde el amor trinitario. “Lo primero por lo que os habéis congregado en comunidad es para que viváis en comunión, teniendo un alma sola en Dios y un solo corazón hacia Dios» (San Agustín, Regla I). Esta debe ser la esencia de toda comunidad monástica. Sin este talante de vida teologal y fraterna nada tiene sentido porque «cuando se atrofia el amor se paraliza la vida” (San Agustín, In ps. 85,24).
Vuestra vida fraterna en comunidad está llamada a ser un ‘espacio humano habitado por la Trinidad’; participando de la comunión trinitaria se transforman las relaciones humanas, surge la fraternidad. Viviendo de Dios y desde Dios se experimenta el poder reconciliador de la gracia que destruye disgregadoras que se encuentran en el corazón humano y en las relaciones sociales (cf. VC 41)
Si entendéis vuestra vida comunitaria y fraterna así, si la vivís como vida compartida en el amor seréis un signo luminoso y elocuente de la comunión eclesial. En vuestra vida de comunidad, “debe hacerse tangible de algún modo que la comunión fraterna, antes de ser instrumento para una determinada misión, es espacio teologal en el que se puede experimentar la presencia mística del Señor resucitado, ‘porque donde, dos o más, están unidos en mí nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18,20)” (VC 42).
El encuentro con Cristo cambia radicalmente la vida de una persona. Nada hace ensanchar el corazón humano tanto como la consideración de que Dios es el «único bien’ (Sal 16, 2). La vida humana tiene sentido cuando Dios es reconocido como dueño y como bien. Decid al Señor siempre en vuestras vidas y proclamad en todo momento: “Tu eres mí dueño, mi único bien; nada hay comparable a ti” (Sal 16, 2). Este es un testimonio que conviene que, como consagradas contemplativas, deis en todo momento a nuestra Iglesia y a nuestra sociedad. La vida contemplativa tiene mucho que decir a nuestra Iglesia y a la humanidad. Vuestra vida de contemplativas dirige nuestra mirada al manantial del ser, de la vida y de la misión de la Iglesia. Centrada en la contemplación de Dios en el rostro de Cristo, crucificado y resucitado, vuestra vida nos recuerda que Él y solo Él es fundamento y el centro de nuestra fe, la fuente de nuestra comunión y la meta de la misión de la Iglesia.
Y, así, la vida contemplativa al comunicar la verdad contemplada y la experiencia de la contemplación, ayuda a la misma comunidad humana a descubrir cuál es su propia identidad, cual es su origen y cual es su destino: Dios mismo y su amor, que la ha recreado por la muerte y resurrección de Cristo.
Dios Padre os ha elegido para que seáis santas e irreprochables ante sus ojos (cf. Ef 1, 4). Vuestro Monasterio debe ser ‘reclamo a la santidad’, a la perfección en el amor, para que quiénes os vean reconozcan a Dios y conviertan su corazón a él. ¡Una gran vocación y una gran responsabilidad! Vosotras que vivís con ilusión y alegría la vida consagrada sois nuestra mejor garantía para que con vuestra entrega y oración asidua nos animéis a ser santos.
Contemplad con asiduidad el Sagrado Corazón de Jesús, el costado traspasado del Redentor. Ahí esta la fuente para alcanzar el verdadero conocimiento de Jesucristo y experimentar más a fondo su amor. Ahí podréis comprender mejor lo que significa conocer en Jesucristo el amor de Dios, experimentarlo teniendo puesta la mirada en él, hasta vivir completamente de la experiencia de su amor en la vida fraterna, y así poderlo testimoniar después a los demás.
Seguid siendo fieles al deseo de vuestro Fundador, D. Jeremías. Orad al Señor, para que nos envíe nuevas vocaciones sacerdotales, orad para que nuestros sacerdotes sean pastores según su corazón. Que la Virgen del Carmen os aliente y proteja y que vuestra Madre, Teresa de Jesús, interceda por todas vosotras y por vuestro Monasterio. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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