El don de la reconciliación
En mi carta anterior decía que, si somos sinceros, reconoceremos que hemos pecado y que estamos necesitados de perdón y de reconciliación. Ello nos llevará a ponernos en camino para pedir perdón y dejarnos reconciliar con Dios y con su Iglesia en el sacramento de la Penitencia. Para dar este paso son necesarias la luz y la gracia de Dios, que iluminan nuestro alejamiento de Dios y sus caminos por nuestros pecados, y la fuerza para volver a la casa del Padre; pero también es necesaria mucha humildad por nuestra parte para reconocer nuestros pecados y abrirnos a la misericordia de Dios y al don de su perdón y de su reconciliación.
Dios, Padre Santo, que hizo todas las cosas con sabiduría y amor, y admirablemente creó al hombre, cuando éste por desobediencia perdió su amistad, no lo abandonó al poder de la muerte, sino que compadecido, tendió la mano a todos para que le encuentre el que le busca, como rezamos en la Plegaria Eucarística IV.
La Sagrada Biblia nos muestra que Dios es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en piedad; Dios siempre está dispuesto a perdonarnos. El salmo 102 es una bella meditación sapiencial de la bendición de Dios, que perdona a su pueblo y protege a sus fieles. Así aparece también en numerosos encuentros salvadores de la vida de Jesús: desde el encuentro con la samaritana (cf. Jn 4,1-42) a la curación del paralítico (cf. Jn 5,1-18) o el perdón de la mujer adúltera (cfr Jn 8,1-11). Pero, sobre todo, se muestra la misericordia de Dios en las conocidas parábolas de la misericordia, que recoge el Evangelio de San Lucas: la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo pródigo (cfr. Lc 15, 1- 31).
Todos y cada uno de nosotros tenemos necesidad de Dios, que se acerca a nuestra propia debilidad, que se hace presente en nuestra enfermedad, que, como buen Samaritano, cura nuestras heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza (cfr. Lc 10, 25-36). Dios en su infinita misericordia nos espera para darnos el abrazo del perdón como al hijo pródigo perdón, y se alegra cuando volvemos a casa.
Aunque deseemos sinceramente hacer el bien, la fragilidad humana nos lleva a caer en la tentación y en el pecado. Esta situación dramática la describe con todo realismo San Pablo: “Pues sé que lo bueno no habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer está a mi alcance, pero hacer lo bueno, no. Pues no hago lo bueno que deseo, sino que obro lo malo que no deseo” (Rom 7, 18-20). Es la lucha interior de la que nace la exclamación y la pregunta: «¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? ¡Gracias a Dios, por Jesucristo nuestro Señor!» (Rom 7, 24).
A esta pregunta responde de manera clara el sacramento de la Penitencia, que viene en ayuda de nuestra debilidad y de nuestro pecado, alcanzándonos con la fuerza salvadora de la gracia de Dios y transformando nuestro corazón y los comportamientos de nuestra vida. En el sacramento de la Penitencia, Dios nos ofrece su misericordia y su perdón en Cristo Jesús mediante el ministerio de la Iglesia. En este sacramento, signo eficaz de la gracia, se nos ofrece el rostro de un Dios, que conoce nuestra condición humana sujeta a la fragilidad y al pecado, y se hace cercano con su amor tierno, entrañable y compasivo. En el sacramento de la Penitencia Dios mismos nos ofrece el abrazo de su perdón y el don de la reconciliación.
Por designio de Dios, la Iglesia continúa la labor de curación de los hombres de todos los tiempos. Dios se convierte en prójimo en Jesucristo; cura nuestras heridas y nos lleva a la posada, la Iglesia, en la que dispone que nos cuiden y donde anticipa lo necesario para costear los cuidados como en la parábola del samaritano. Cristo encomendó a su Iglesia el cuidado de sus hijos. Por ello, se nos dice en Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica: “Cristo, médico del alma y del cuerpo, instituyó los sacramentos de la Penitencia y de la Unción de los enfermos, porque la vida nueva que nos fue dada por El en los sacramentos de la iniciación cristiana, puede debilitarse y perderse para siempre a causa del pecado. Por ello, Cristo ha querido que la Iglesia continuase su obra de curación y de salvación mediante estos dos sacramentos» (295).
Con mi afecto y bendición
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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