Vigilia Pascual
Segorbe. S.I. Catedral-Basílica, 30 de marzo de 2013
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1. «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive. No está aquí. Ha resucitado» (Lc 24, 5). Este es el anuncio de aquellos dos hombres con vestidos refulgentes a las mujeres que habían acudido al sepulcro con aromas. Y lo mismo nos dice también a nosotros el evangelista en esta noche santa: No busquéis entre los muertos al que vive. Cristo ha resucitado. Cristo vive y, como ser viviente, camina delante de nosotros; nos llama a encontrarnos con Él, a seguirle a Él, el viviente, y a encontrar así también nosotros el camino de la vida.
Si, hermanos. Esta es la gran noticia de cada año en esta Noche Santa de Pascua: Cristo ha resucitado. Hoy es la Pascua del Señor, Cristo ha pasado a través de la muerte a la Vida. Cristo ha pasado a una nueva y definitiva existencia. El Señor vive para siempre.
Esta es la razón de nuestra asamblea litúrgica en esta Vigilia Pascual, la madre de todas las vigilias, la fiesta cristiana por excelencia. ¡Aleluya, hermanos! Alegrémonos y gocemos por la presencia del Señor Resucitado en medio de nosotros. Nunca nos cansaremos de celebrar la Pascua; nunca alabaremos suficientemente a Dios por su nueva y definitiva Alianza en Cristo Jesús, su Hijo: en medio de la oscuridad de la noche, Cristo Jesús ha sido liberado de la muerte y llenado del Espíritu de Dios, el Espíritu de la Vida.
- Sí, hermanos: «Demos gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia» (Sal 117). Las lecturas de la Palabra de Dios de esta Noche Santa lo han traído una vez más a nuestra memoria y a nuestro corazón. Nuestro Dios no es un Dios de la obscuridad y de la muerte, sino un Dios de Luz, de Amor y de Vida.
En la primera creación del mundo, el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas primordiales y las llenó de su vida. Dios creó todas las cosas y eran buenas, y, finalmente creó al hombre a «su imagen»; hombre y mujer los creó, por amor y para la vida. ¡Y vio Dios que todo era muy bueno! Ahora, en la nueva creación, el mismo Espíritu ha actuado poderosamente en el sepulcro de Jesús y ha llenado de Vida nueva el cuerpo de Jesús, el primogénito de la nueva creación. Incluso cuando el hombre en uso de su libertad rechaza la vida de Dios, éste en su infinita misericordia no lo abandonó ni le abandona. En la culpa humana, Dios muestra su infinito amor misericordioso y promete al Salvador. ¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor! Para rescatarnos del pecado de Adán nos dio al Salvador, quien muriendo nos libera del pecado y de la muerte, y resucitando nos devuelve a la Vida.
Dios nunca abandona al ser humano. Dios ama eternamente a su criatura. Dios pasa permanentemente por la vida de los hombres: pasa por la vida de Adán, pasa por la existencia de Abrahán evitando la muerte de su hijo Isaac, pasa por la historia de su Pueblo Israel y lo salva de la esclavitud de Egipto. Y en el paso del Mar Rojo nos prepara para entender el paso de Cristo a la nueva existencia, liberándonos a todos, como un nuevo Moisés que guía a su pueblo a través de las aguas del Bautismo. Dios pasa por la historia de Israel haciéndose oír por la voz de los profetas que recordaban el amor eterno de Dios hacia su pueblo: un amor que se convertirá en alianza eterna que saciará la sed de vida del hombre, un amor que por el camino de los preceptos de la vida conduce a la auténtica sabiduría, un amor que da un corazón nuevo y un espíritu nuevo.
Y, sobre todo, Dios pasa por la existencia entregada de su Hijo: Dios no lo abandona en la muerte, sino que le ‘hace pasar’ de la muerte a la vida. El Viernes Santo, escuchábamos conmovidos la pasión, muerte y sepultura de Jesús. En esta Vigilia Santa escuchamos: ‘No está aquí. Ha resucitado’. Es la Pascua del Señor, es su paso de la muerte a la Vida gloriosa y sin fin. En Pascua nos alegramos porque Cristo no ha quedado en el sepulcro, su cuerpo no ha conocido la corrupción; Cristo pertenece al mundo de los vivos, no al de los muertos; nos alegramos porque Él es –como proclamamos en el rito del cirio pascual– Alfa y al mismo tiempo Omega, y existe por tanto, no sólo ayer, sino también hoy y por la eternidad (cf. Hb 13, 8).
- Después de la noche nace el día, en la obscuridad emerge la Luz, del silencio del sepulcro surge la Palabra, en la vida humana se presenta la vida de Dios. Es la Pascua del Señor: Dios mismo, en la plenitud de los tiempos «ha pasado» a Jesús de la muerte a la Vida, y nos ofrece a nosotros «pasar» también a la vida del Resucitado, a la vida nueva de Dios.
Y ¿cómo sucede esto?: Por el Bautismo, hermanos. El Bautismo es nuestra pascua personal. San Pablo, en la carta a los Romanos, nos ha recordado que el día de nuestro Bautismo todos nosotros hemos pasado de la muerte del pecado a la vida nueva de Cristo resucitado; hemos sido sumergidos en la nueva existencia de Cristo y hemos sido incorporados a su vida por la fuerza del mismo Espíritu que le resucitó a él. Por medio del Bautismo, Dios también pasa por nuestra vida y nos permite vivir ya ahora la eternidad de Dios. Considerémonos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús de modo que andemos en una vida nueva.
El Bautismo es más que un baño o una purificación. Es mucho más que un rito para la entrada en la comunidad de la Iglesia. El Bautismo es un nuevo nacimiento, es un renacimiento de lo alto, Es el inicio de una vida nueva: la Vida misma de Dios. Pablo nos ha dicho que en el Bautismo hemos sido “incorporados” en la muerte de Cristo. En el Bautismo nos entregamos a Cristo. Él nos toma consigo para que muramos con Él al alejamiento de Dios por el pecado, para que ya no vivamos para nosotros mismos, sino para que vivamos en Dios y para Dios, y para que así vivamos también para los demás.
En el Bautismo nos abandonamos nosotros mismos a Jesucristo, depositamos nuestra vida en sus manos, de modo que podamos decir con san Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20). Si nos entregamos de este modo a Cristo, aceptando una especie de muerte de nuestro yo, entonces eso significa también que la frontera entre muerte y vida se hace permeable. Tanto antes como después de la muerte estaremos con Cristo; desde el Bautismo en adelante, la muerte ya no es el final. Pablo nos lo dice de un modo muy claro en su Carta a los Filipenses: “Para mí la vida es Cristo. Si puedo estar junto a Él (es decir, si muero) es una ganancia. Pero si quedo en esta vida, todavía puedo llevar fruto. Así me encuentro en este dilema: partir —es decir, ser ejecutado— y estar con Cristo, sería lo mejor; pero, quedarme en esta vida es más necesario para vosotros” (cf. 1,21ss). A un lado y otro de la puerta de la muerte, Pablo está con Cristo; ya no hay una verdadera diferencia. Por ello puede decir Pablo a los Romanos: “Ninguno… vive para sí mismo y ninguno muere por sí mismo… Si vivimos, … si morimos,… somos del Señor” (14,7s).
Esta es la novedad del Bautismo: nuestra vida pertenece ya a Cristo, ya no pertenece más a nosotros mismos. Pero precisamente por esto ya no estamos solos nunca ni siquiera en la muerte, sino que estamos con Aquél que vive para siempre. En el Bautismo, junto con Cristo, ya hemos hecho el viaje hasta las profundidades de la muerte. Acompañados por Él, más aún, acogidos por Él en su amor, somos liberados del miedo ante la muerte, que nos tienta en poner nuestra confianza en falsas seguridades. Él nos abraza y nos lleva, dondequiera que vayamos. Él que es la Vida misma.
- Nos dice San Pablo:“Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con él de la muerte, para que así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva…”(Rom 6,3-5).
El amor de Dios nos despierta esta Noche Santa. Nos recuerda el misterio de nuestra propia vida, de nuestro propio Bautismo, que se ilumina con nuevo resplandor en su presencia. Puestos en pie, unidos en la fe, la esperanza y el amor de nuestro Señor Jesucristo, renovaremos nuestras promesas bautismales. Especial resonancia tiene esta renovación para vosotros, hermanos y hermanas de la cuarta Comunidad del Camino Neocatecumenal de Burriana, que así concluís vuestro camino catecumenal. En las convivencias os habéis venido preparando para renovarlas solemnemente en esta S.I. Catedral-Basílica ante mí, sucesor de los Apóstoles, e indigno representante principal del Señor en nuestra Iglesia diocesana. Vuestras túnicas blancas de lino son signo de la nueva vida bautismal de un cristiano, limpia y purificada por la gracia de Dios. En vuestros escrutinios habréis visto de dónde procedías: quizá de un mundo de destrucción, alejados del amor de Cristo por el pecado; pero también habéis experimentado el amor misericordioso de Dios en Cristo, que os ha recreado haciendo de vuestra propia historia una historia de salvación.
En una sociedad olvidada de Dios, en un tiempo en que sólo cuentan la eficacia inmediata, la utilidad, el dinero y el disfrute a toda costa, en un tiempo en que el demonio, sus obras y seducciones es lo que tantas veces cuenta, en un tiempo con inclinaciones tantas veces inconfesables, la Iglesia de Jesucristo sigue siendo ‘sacramento universal de salvación’, ‘signo levantado en lo alto’. Así lo habéis experimentado vosotros. Manteneos y mantengámonos todos fieles a la vida nueva que hemos recibido en el Bautismo y firmes en la fe que vamos a profesar, para que sólo Dios sea el centro de nuestro corazón y de nuestra vida.
Y no olvidemos, hermanos, que Jesús sigue amando a todos: hombres, mujeres y niños de todos los tiempos. Su sacrificio sigue ofreciéndose al Padre por todos, en todas las latitudes y en todo tiempo. Con Él nosotros debemos entregarnos a la fecunda tarea del anuncio del kerigma, del anuncio del amor de Dios manifestado y ofrecido a todos en Cristo muerto y resucitado para la vida del mundo. Hemos de estar siempre dispuestos a trabajar, a luchar, a sufrir por la causa de nuestros hermanos, para que el Evangelio llegue a todos.
- Al comienzo de la Vigilia, como Iglesia hacíamos la ofrenda del cirio encendido, signo de la alegría pascual. En el pregón hemos elevado nuestra oración humilde: “Te rogamos, Señor, que este cirio consagrado a tu nombre arda sin apagarse para destruir la obscuridad de esta noche… Que el lucero matinal lo encuentre ardiendo; ese lucero matinal que no conoce ocaso y es Cristo, tu Hijo Resucitado que, al salir del sepulcro, brilla sereno para el género humano”.
Brille así, hermanos, nuestro amor al Señor, sin interrupción, sin titubeos, sin descanso. Que el encuentro de esta noche con Cristo glorioso inunde nuestras almas serenas de gozo y de paz, de alegría y esperanza, de fe y de amor.
Alegrémonos, hermanos y hermanas. El mismo amor de Dios que creó el mundo y que resucitó a Jesús de Nazaret, que se había entregado por nosotros, es el que hoy nos congrega en esta Eucaristía, para comunicarnos su Vida, su alegría y su amor. Esto es lo que celebramos y esto lo que da sentido a nuestra existencia. Por eso creemos, esperamos y queremos vivir como cristianos en Cristo: no estamos celebrando el aniversario de un hecho pasado, no seguimos una doctrina fría. No: Celebramos y seguimos a Cristo Jesús, invisible pero presente en medio de nosotros como el Señor Resucitado.
Unidos a la Iglesia entera dejémonos llenar por la alegría pascual. La Pascua de Jesús quiere ser también nuestra pascua. Recordemos nuestro Bautismo y participemos una vez más del Cuerpo y Sangre del Señor Resucitado. Dios quiere renovar sus dones de gracia con los que nos llenó el día del Bautismo y comunicarnos su fuerza. Dejémonos llenar de vida por el mismo Espíritu de Dios que resucitó a Jesús. Él nos comunica fuerza, alegría, energía, esperanza, para que toda nuestra vida sea signo vivo del Resucitado. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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