Ordenación de varios diáconos
Segorbe, S.I. Catedral- Basílica, 8 de enero de 2011,
Víspera de la Fiesta del Bautismo del Señor
(Is 24,1-4.6-7; Sal 28; Hech 10, 34-38; Mt 3, 13-17)
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¡Amados hermanos en el Señor Jesús!
El Señor nos ha reunido en asamblea santa en esta Iglesia Catedral diocesana en Segorbe para celebrar la ordenación diaconal de nuestros hermanos Alberto, José Miguel, Manolo, Juan Mario, Pablo y Mauro. Con ellos nos alegramos y por ellos oramos al Señor unidos a toda nuestra Iglesia diocesana, a sus padres y familiares, a sus formadores, compañeros y amigos.
Con todos vosotros, queridos ordenandos, antes de nada damos gracias a Dios por el don de vuestra vocación al ministerio ordenado y por vuestra ordenación de diáconos. Con las palabras del Salmo os invito a todos: “¡Hijos de Dios, aclamad al Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor” (Sal 38, 12, 6). Sí, hermanos: Dios es grande una vez más con nuestra Iglesia. Dios muestra de nuevo su benevolencia para con nosotros, para con esta Iglesia suya de Segorbe-Castellón, y, en ella, para toda la Iglesia universal. Quiero también expresar mi profunda gratitud y felicitación a todos cuantos han cuidado de vuestra formación, así como a vuestros padres y demás familiares y a todos los que os han ayudado a discernir, acoger y madurar la llamada del Señor al sacerdocio ordenado y a responder a esta llamada con alegría, confianza y generosidad. Estoy seguro de que seguirán estando cerca de vosotros, para que perseveréis en la vocación al ministerio sacerdotal y podáis cumplir el orden y la misión de diáconos que el Señor hoy os va a confiar.
La Palabra de Dios, que hemos proclamado, nos anticipa la Fiesta del Bautismo del Señor, que celebramos mañana: con esta Fiesta se cierra el tiempo de la Navidad. En el bautismo de Jesús en el Jordán, culmina la manifestación de Jesús como el Hijo de Dios, el Mesías y el Salvador, que hemos conmemorado y contemplado en estos días. Si la Navidad es la manifestación del Hijo de Dios en la humildad de Belén, y si la Epifanía es la manifestación del Hijo de Dios a todos los pueblos, el Bautismo es la manifestación en plenitud de la divinidad de Jesús.
Jesús, al ser bautizado por Juan en el Jordán, es ungido por el Espíritu Santo y proclamado Hijo de Dios por la voz del Padre desde el cielo. El Dios-Padre nos revela que Jesús es “su Hijo amado, el predilecto” y lo unge con el don del Espíritu para que los hombres reconozcan en Él al Mesías, enviado para la salvación de todos los hombres. Ungido por el Espíritu, Jesús ya puede empezar a llevar a término en medio de los hombres la misión salvadora, encomendada por el Padre. Todo lo que el pueblo de Dios esperaba y todo lo que Jesús hizo y la Iglesia cree y anuncia está incluido en la proclamación del Jordán: Jesús es el hombre lleno del Espíritu de Dios que podrá manifestar y comunicar al Padre, al Dios del amor, ya que él es el Hijo, el amado, “el predilecto». A este Cristo Jesús habéis de conocer y amar, a Él debéis anunciar para propiciar el encuentro personal de los hombres con Él.
La primera lectura de hoy (Is 42, 1-4,6-7) es particular-mente importante para entender la persona misma de Jesús y, en Jesús, el ministerio diaconal que hoy vais a recibir, queridos hijos.
Jesús, el Hijo de Dios, encarna la figura del Siervo de Yahvé, del que habla el profeta Isaías. “Mirad a mi Siervo, mi elegido, a quien prefiero, sobre él he puesto mi Espíritu para que traiga el derecho a las naciones” (Is 42, 1). El Siervo de Yahvé es elegido y enviado a cumplir una misión, y, para que la pueda cumplir, recibe el Espíritu de Dios. La misión del Siervo, la de Jesús y la de vuestro diaconado, hunde sus raíces en la elección o llamada de Dios, quien le y os concede el don del Espíritu, que, como a Él, os capacita para la tarea que Dios os encomienda.
La misión del Siervo de Yahvé es hermosa; consiste en traer “el derecho a las naciones”. Y este reinado de justicia, de salvación, se traduce en obras concretas: abrir los ojos de los ciegos, sacar a los cautivos de la prisión y de la mazmorra a los que habitan en tinieblas. Así se subraya la función salvadora y liberadora del Siervo de Yahvé, de Cristo. «Me refiero – proclama Pedro- a Jesús de Nazaret…, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo» (Hech 10, 37). Esta es la función del Siervo de Yahvé: cargar con el pecado y la miseria de la humanidad, promover la justicia y liberar al hombre de toda esclavitud.
La forma de actuar del Siervo de Yahvé, de Cristo, -y la vuestra, queridos hijos-, queda descrita con las palabras: «no gritará, no clamará» (v. 2). Es así como se hará más patente la gratuidad y la universalidad de su mensaje: como el Siervo de Yahvé habéis de pregonar sin gritar, para que la verdad de la Palabra de Dios se afirme por sí misma y el juicio de Dios salve a todo hombre de buena voluntad. El siervo no hace propaganda de sí mismo, no suplanta la Palabra, no busca compensación alguna. Con frecuencia, su premio será el sufrimiento; pero no importa, ya que no vacilará ni se quebrará. Siempre confiado en Dios, transmitirá la Palabra, la justicia y la salvación incluso a aquellos que están a punto de extinguirse: “la caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará”. El Siervo pasa por este mundo haciendo el bien, da ánimos a la caña cascada, jamás deja de preocuparse por los demás. Llega hasta aquellos hombres y mujeres que están acabados, abatidos, desalentados y desesperanzados; a hombres de quienes la sociedad nada espera, porque, a su juicio, no van a aportar nada al resto: al anciano que se acaba y al que no se considera más que una carga para el entorno, a los desfavorecidos y marginados, a los que dudan en su fe o flaquean en su esperanza, a quienes no encuentran sentido a su vida.
Pero así es como Jesús es proclamado por Pedro: “Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo porque Dios estaba con él…”. Jesús pasó haciendo el bien. Es el estilo que caracterizó a Jesús; una forma de vida que os ha de caracterizar a vosotros: como Él, siempre comprensivos y serviciales, sobre todo con los débiles, con los marginados, los publicanos, los leprosos, con los que la sociedad tachaba y tacha de indeseables.
Con el Siervo de Yahvé, con Cristo, comienza una Nueva Creación, un nuevo orden de cosas a través de la Nueva Alianza realizada con su pueblo. A partir de Él, todo será nuevo. “Los ciegos”, quienes no conocen o están cerrados a Dios abrirán sus ojos a la revelación; “los presos” en el error, en la esclavitud del pecado, de su propio egoísmo y de la insolidaridad serán liberados de las tinieblas del error, del pecado y de la muerte en que viven desterrados. El Siervo de Yahvé será el encargado de brindar el “derecho y la justicia”, es decir, la doctrina revelada y la salvación a todos los pueblos
A luz de esta Palabra podemos ahondar en el significado de vuestra identidad diaconal. Sois ordenados diáconos “para realizar un servicio y no para ejercer el sacerdocio” (LG 29). Mediante la imposición de mis manos y la oración consagratoria, el Señor derramará sobre vosotros su Espíritu Santo y os consagrará diáconos. Participaréis así de los dones y del ministerio que los Apóstoles recibieron del Señor y seréis en la Iglesia y en el mundo signo e instrumento de Cristo, que no vino “no para ser servido sino para servir”. Por una marca imborrable, quedaréis conformados en vuestro ser y para siempre con Cristo Siervo; habréis de ser por ello también con vuestra palabra y con vuestra vida signo de ese Cristo Siervo, obediente hasta la muerte y muerte de Cruz para la salvación de todos.
El Concilio Vaticano II nos recuerda que vuestras funciones de diácono serán “administrar solemnemente el bautismo, conservar y distribuir la Eucaristía, en nombre de la Iglesia asistir y bendecir el matrimonio, llevar el viático a los moribundos, leer la Sagrada Escritura a los fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el rito del funeral y de la sepultura”, y prodigaros en las “obras de caridad y de asistencia” (LG 29). Todas estas funciones se sintetizan en una palabra “servicio”: ‘diaconía’ en “el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad” (LG 29).
Recibid pues el diaconado para servir a los hombres, haciéndoos portadores de la salvación de Cristo. Para ello debéis descubrir aún más la belleza de la Cruz de Cristo, Jesús mismo resume su propia misión en el mundo con las palabras: “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida para la salvación de todos” (Mt 20, 28).
El diácono participa de modo especial en esta misión de servicio incondicional, hasta el extremo, de Jesús; está llamado a servir a Cristo, a su Iglesia y a los hermanos, sin poner condiciones de tiempo, de lugar o de tarea a la propia dedicación, en plena disponibilidad a Dios y a los hermanos, en total obediencia a la Iglesia y al Obispo. Un servicio que, cuando recibáis la ordenación sacerdotal, se hará aún más exigente y necesitará que toda vuestra vida -energías, tiempo y deseos- sea puesta al servicio de la salvación del mundo. Pero ya desde ahora deberéis poneros enteramente al servicio de todos: ir muriendo a vosotros mismos, este es el camino indicado por Cristo y que se simboliza plásticamente en el rito de la postración, que haréis a continuación.
Con el Siervo de Dios, Juan Pablo II, podemos decir que: “El que se prepara para recibir la sagrada Ordenación se postra con todo el cuerpo y apoya la frente sobre el pavimento del templo, manifestando con esto su completa disponibilidad para tomar el ministerio que se le confía (…). En ese yacer por tierra en forma de cruz antes de la Ordenación, acogiendo en la propia vida -como Pablo- la cruz de Cristo y haciéndose con el Apóstol ‘pavimento’ para los hermanos está el sentido más profundo de toda espiritualidad sacerdotal”.
La gracia divina, que recibiréis con el sacramento, es la que os hará posible esta absoluta dedicación a los otros por amor de Cristo; y además os ayudará a amarla y a buscarla con toda la fuerza. Esto será el mejor modo de prepararos para recibir la ordenación sacerdotal: servir, en efecto, es un ejercicio infatigable y fecundo de caridad. Hoy, todos nosotros pediremos al Señor la gracia que os ayude a transformaros en fiel espejo de su Caridad, de modo que todos aquellos que encontréis en el camino de vuestro ministerio sagrado, vean en vosotros la misericordia infinita de Cristo Salvador.
Que os sostenga en esta misión la santísima Virgen María, la Virgen de la Cueva Santa, la esclava del Señor. Acompañemos todos con nuestra oración a estos hermanos nuestros, para que, por intercesión de María, la sierva del Señor, puedan de verdad servir a todos, en la alegría y en la libertad de los hijos de Dios. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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