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Homilía en la fiesta de San Juan de Ávila

10 de mayo de 2024/1 Comentario/en Noticias destacadas, Homilías, Homilías 2024/por obsegorbecastellon

Castellón de la Plana, Capilla del Seminario Diocesano Mater Dei
10 de mayo de 2024

(Hech 13,46-49; Sal 22; Mt 5,13-19)

Queridos sacerdotes, diáconos y seminaristas, hermanos todos en el Señor!

1. Con la alegría propia del tiempo pascual celebramos un año más a nuestro santo Patrono, San Juan de Ávila. La Jornada Sacerdotal de hoy nos invita, en primer rlugar, a la acción de gracias. Damos gracias a Dios por el don de San Juan de Ávila, “maestro ejemplar por la santidad de su vida y por su celo apostólico, como hemos rezado en la oración colecta.

Y damos gracias a Dios por vuestro ministerio, queridos sacerdotes, que celebráis este año bodas sacerdotales: de diamante: José A. Gaya Ballester, Nicolás Pesudo Llácer,  Vicent Gimeno Estornell, Vicente Agut Beltrán, Víctor Artero Barberá y David Solsona Montón; de oro: Guillem J, Badenes Franch, Miguel Díaz Pla y Francisco Viciano Flors; y de plata: Vicente Borja Dosdá, Luis Oliver Xuclá, Juan Ángel Tapiador Navas y Rafael Martínez Navarro. Muchísimas felicidades y gracias de corazón a todos. ¡Cuántos años de entrega admirable y abnegada! Si cada uno pudiera contar estos años de intimidad con el Buen Pastor y el bien que habéis hecho a tantas personas de las comunidades por las que habéis pasado… Sí: habéis sido y sois sal que ha dado sabor y alegría a la vida de muchas personas, familias, parroquias, comunidades y movimientos; habéis sido y sois la luz que ha iluminado con la luz de Cristo tantas situaciones de oscuridad en las personas que el Señor ha puesto en vuestro camino.

Si cada día, hemos de dar gracias a Dios por nuestro ministerio o por nuestra vocación sacerdotal, hoy todos sentimos más vivamente esta necesidad. Demos gracias a Dios por el don de nuestra vocación sacerdotal y de nuestro ministerio. Cantemos una vez más la misericordia del Señor para con cada uno de nosotros. En los años de formación y en los de ministerio sacerdotal todos hemos experimentado que el Señor nos enriquece en nuestra pobreza y fortalece nuestra fragilidad. No olvidemos nunca que nuestra vocación y nuestro ministerio son un don gratuito y amoroso del Señor. El nos precede siempre con su amor y su gracia. “Soy yo quien os ha elegido” (Jn 15,16). Semejante a las palabras del Primer anuncio, cada uno puede escuchar hoy de nuevo interiorizar las palabras: Jesús te ama, te cura, te sana, te ha elegido, consagrado y enviado a ser su sacerdote, según su corazón. Cantemos con el salmista: “El Señor es mi pastor, nada me falta” (Sal 22). Hoy es un día para redescubrir el amor de Dios en nuestra existencia, para saborear la belleza de nuestra vocación y ministerio. A pesar de las dificultades, conflictos, sufrimientos y cruces en nuestro ministerio, sabemos muy bien de Quien nos hemos fiado y en Quien confiamos. El Señor resucitado camina con nosotros con la fuerza de su Espíritu. Unidos en la oración suplicamos a Dios Padre que nos conceda la gracia de la santidad a todos siguiendo las huellas de su Hijo, el Buen Pastor, y el ejemplo de nuestro Patrono, San Juan de Ávila.

2. Sí, hermanos: La fiesta de San Juan de Ávila nos invita a dejar que el Espíritu de Dios reavive en nosotros la frescura de nuestra unción sacerdotal y la alegría por el don recibido; que el mismo Espíritu infunda en nosotros el deseo de imitar a nuestro Patrono en nuestra existencia sacerdotal y en nuestro ministerio pastoral.

Juan de Ávila es “maestro ejemplar por la santidad de su vida y por su celo apostólico”. Él fue un hombre de estilo austero y de oración sosegada; son proverbiales la sabiduría de sus escritos y la prudencia de sus consejos, tanto a los principiantes como a los más adelantados en los caminos del Espíritu, como lo fueron Teresa de Jesús o Juan de Dios. La recia personalidad del Maestro de Ávila, su amor entrañable a Jesucristo, su pasión por la Iglesia del Señor, su ardor pastoral y su entrega apostólica son estímulos permanentes para nosotros: para vivir con ardor creciente y fidelidad evangélica nuestro ministerio, y para ser discípulos misioneros de Jesucristo y pastores santos del pueblo de Dios.

También a nosotros, los sacerdotes de hoy, Jesucristo nos llama a seguirle con la fidelidad de Juan de Ávila. En los momentos recios y convulsos, que nos toca vivir, “son menester amigos fuertes de Dios para sustentar a los flacos” (Santa Teresa de Jesús, Libro de la Vida 15,5). Hoy como entonces, hemos de mantener vivo el fuego del don del Espíritu de nuestra ordenación para ser amigos fuertes y hombres de Dios; así nos iremos configurando cada día más con Jesucristo, el Buen Pastor y creciendo en nuestra caridad pastoral, en el servitium amoris. Nuestra sociedad está necesitada de maestros del espíritu, de testigos gozosos de su experiencia de fe en el Señor Resucitado. Nuestro mundo está falto de amor, del amor que es Dios y viene de Dios. Los sacerdotes jóvenes, los seminaristas, las futuras vocaciones, los niños y los jóvenes necesitan tener en nosotros, los sacerdotes mayores, referentes claros de personas enamoradas de Cristo y de pastores entregados, necesitan del acompañamiento de sacerdotes santos. Nuestra Iglesia, esta porción del Pueblo de Dios en Segorbe-Castellón, está llamada a una conversión pastoral y misionera; nuestra Iglesia está llamada a dejarse renovar por el Espíritu del Señor para seguir con nuevo ardor en la tarea de la evangelización: y para ello es necesario el acompañamiento de sacerdotes santos.

“Para conseguir sus fines pastorales de renovación interna de la Iglesia, de difusión del evangelio en todo el mundo y de diálogo con el mundo moderno”, el Concilio Vaticano II nos “exhorta vehementemente a todos los sacerdotes a que, empleando los medios recomendados por la Iglesia”, nos esforcemos “por alcanzar una santidad cada día mayor, que (nos) haga instrumentos cada vez más aptos al servicio de todo el Pueblo  de Dios” (PO 12).

También a Juan de Ávila le tocó vivir tiempos difíciles, incluso dramáticos: por todas partes se respiraba un ambiente de reforma, y las nuevas corrientes humanistas y de espiritualidad o la apertura a nuevos mundos interpelaban y cuestionaban a la Iglesia y su misión salvadora. El sabía que de la reforma de los sacerdotes y demás clérigos, dependía en gran medida la necesaria renovación de la Iglesia. En su memorial al Concilio de Trento decía: “Éste es el punto principal del negocio y que toca en lo interior de él; sin lo cual todo trabajo que se tome cerca de la reformación será de muy poco provecho, porque será o cerca de cosas exteriores o, no habiendo virtud para cumplir las interiores, no dura la dicha reformación por no tener fundamento”.

Pido a Dios en este día que nos conceda ese espíritu de entrega gozosa del Maestro Ávila que, en los tiempos recios del siglo XVI, supo vivir firme en la fe, alegre en la esperanza y apasionado en su caridad pastoral, sin arredrarse ante las dificultades. Que valoremos como un tesoro y vivamos con gozo nuestro sacerdocio, tantas veces atormentado por la indiferencia religiosa, el alejamiento progresivo de nuestros cristianos, la cancelación del cristianismo y el relativismo. Nuestro tiempo, tan necesitado de una nueva y renovada evangelización, nos pide una fe adhesión total y confiada a Cristo, un amor apasionado por nuestra Iglesia, el testimonio de una existencia entregada al ministerio, una fraternidad sacerdotal viva y sincera, y una comunión en la fe, en la disciplina y en la misión. No valen solo los maestros; se necesitan ante todo testigos. O mejor, maestros porque son testigos de una vida entregada a Cristo en el servicio a los hermanos en el seno de la comunión de la Iglesia.

3. Nuestro ministerio sacerdotal tiene su fuente permanente en el amor de Cristo hacia nosotros, que se traduce en un amor entregado totalmente a Él y, en Él, a quienes nos han sido confiados. El corazón de nuestra existencia sacerdotal es amar al Buen Pastor de las ovejas y a las ovejas del Buen Pastor, hasta entregar la vida como El. Este amor se basa en la iniciativa misteriosa y gratuita del Señor, que llamó a los discípulos antes de nada “para que estuvieran con él” (Mc 3,14). Él los hizo sus amigos amándolos con el amor que recibe del Padre (cf. Jn 15,9-15), que les capacita para amar. Amar a Jesucristo es corresponder a su amor.

En medio de su trabajo apostólico, Juan de Ávila era un hombre de estudio de la Sagrada Escritura, de los Padres de la Iglesia, de los teólogos y de los autores de su tiempo. Su Biblioteca era abundante, actualizada y selecta; dedicaba al estudio, con proyección pastoral, varias horas al día. Sin embargo, la fuente principal de su ciencia era la oración y contemplación del misterio de Cristo, el encuentro personal con el Señor. Su libro más leído y mejor asimilado era la cruz del Señor, vivida como la gran señal de amor de Dios al hombre. Y la Eucaristía era el horno donde se encendía el celo ardiente de su corazón.

La intimidad del sacerdote con Jesucristo se manifiesta y se alimenta en la oración y particularmente en la Eucaristía. La oración es para Juan de Ávila, condición imprescindible para ser sacerdote, porque ella en sí misma es apostólica: “que no tome oficio de abogar si no sabe hablar”, decía (Plática 2ª). Y en relación con la Eucaristía recordaba: “el trato familiar de su sacratísimo Cuerpo es sobre toda manera amigable… al cual ha de corresponder, de parte de Cristo con el sacerdote y del sacerdote con Cristo, una amistad interior tan estrecha y una semejanza de costumbres y un amar y aborrecer de la misma manera y, en fin, un amor tan entrañable, que de dos haga uno” (Tratado del Sacerdocio, 12).

Instados por tantas demandas y preocupados por tantas cosas, queridos sacerdotes, necesitamos cuidar nuestra vida de oración y de contemplación, donde vayamos adquiriendo los mismos sentimientos de Cristo, donde vayamos aprendiendo a amar como el Señor. Junto al apoyo fraterno mutuo y la amistad sacerdotal, tenemos necesidad, hermanos, de entrar “en la escuela de la Eucaristía” y encontrar en ella el secreto contra la soledad, el apoyo contra el desaliento y la energía interior para nuestra fidelidad.

El santo Maestro de Ávila nos ha dejado ejemplo de ello. Hizo de su vida una ofrenda eucarística, signo de la caridad de Cristo que se da a los demás, siempre en comunión con la Iglesia y pendiente de las necesidades de los hombres. Su afán evangelizador, sus sermones caldeados de fuego apostólico, sus muchas horas de confesionario, su tiempo programado dedicado al estudio, su preocupación por la vida espiritual y la formación permanente de los sacerdotes, la fundación y mantenimiento de colegios, sus iniciativas catequéticas, la dirección espiritual, su cartas: todo ello son muestras de esa entrega hasta el final de su vida, ya lleno de achaques. Una vida gastada y desgastada por el Evangelio. Todo ello hizo de él “luz del mundo y sal de la tierra” de que habla el Evangelio.

4. Que el Señor nos conceda la gracia, queridos amigos, de ser pastores según su corazón siguiendo el ejemplo de Juan de Ávila: pastores que conocen muy bien a sus fieles y se desviven por ellos, que conviven con ellos en sus penas y en sus alegrías, que oran con intensidad y dedican un tiempo adecuado al estudio. Por lo demás, pido a Dios que esta fiesta tan nuestra, tan sacerdotal, nos sirva para ganar en confianza de unos con otros, en trato sencillo y fraterno, en ser apoyo los unos de los otros y consuelo de los que más lo puedan necesitar. Así se lo pido al Señor por intercesión de la Virgen María, madre de la Iglesia y Madre de los sacerdotes. Amén.

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Homilía en la Fiesta de la Mare de Déu del Lledó

5 de mayo de 2024/0 Comentarios/en Noticias destacadas, Año Jubilar del Lledó, Homilías, Homilías 2024/por obsegorbecastellon

Concatedral de Santa Maria de Castellón, 5 de mayo de 2024

VI Domingo de Pascua

(Hech 10,25-26. 34-35.44-48; 1Jn 4,7-10; Jn 15,9-17)

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

1. Como cada primer Domingo de Mayo estamos reunidos en torno al Altar del Señor para honrar a la Mare de Déu del Lledó, la patrona de nuestra Ciudad de Castellón. Hoy nos acogemos de nuevo a su especial protección de Madre: en su regazo podemos acallar nuestras penas, encontrar su consuelo maternal y recobrar su aliento para caminas firmes en la fe y en la esperanza, y activos en la caridad.

Os saludo de corazón a todos cuantos habéis acudido a esta Eucaristía celebración: al Sr. Obispo emérito de Alcalá de Henares, otrora de esta Diócesis, a los sacerdotes concelebrantes, y en especial, al Cabildo Concatedral y su Deán-Presidente y Párroco de Santa María, a los Sres. Priores de la Real Cofradía y al Prior de la Basílica. Saludo con afecto y respeto a la a la Ilma. Sra. Alcaldesa de Castellón y al Concejal de Agricultura, Clavaria y Perot respectivamente en este Centenario del coronación de la imagen de la Virgen de de Lidón, asñi como a la Procuradora de Ermitas. Queridos Sr. Presidente, Directiva y Cofrades de la Real Cofradía y Sra. Presidenta y Camareras de la Virgen. Saludo también con respeto y afecto a las autoridades, que nos acompañan, en particular a la Sra. Presidenta de la Cortes Valencianas, al Sr. Subdelegado de Defensa, a la Sra. Consejera de Medio Ambiente, Agua, Infraestructuras y Territorio, a los Miembros de la Corporación Municipal de Castellón, y a la Reina Mayor y a la Reina infantil. Mi saludo cordial también a cuantos a través de la TV estáis unidos a nosotros para seguir esta celebración, especialmente a los enfermos, en la Pascua del Enfermo, y a los impedidos.

2. Vuestra presencia numerosa es un signo bien elocuente de la viva devoción de la Ciudad de Castellón a la Mare de Déu, como lo fue también la masiva y emotiva participación en los actos de ayer en el Centenario de su coronación; una devoción ya secular y llena de amor a nuestra Mareta.

Sabemos que María, la Madre del Hijo de Dios y Madre nuestra, es mediadora de todas las gracias. Por ello, la Virgen dirige nuestra mirada y nos lleva a Dios y a su Hijo, la fuente del amor y de la gracia. “Proclama mi alma grandeza del Señor”: es la respuesta de María a Isabel que le llama bienaventurada por haber creído y confiado en todo momento en Dios y en su amor. Maria es “la llena de gracia”,  la llena del amor de Dios. Gracias a su humildad, María sabe que sin Dios nada es. La Virgen es grande, porque ha dejado a Dios ser grande en su persona y en su existencia. La humildad es vivir en la verdad, nos dice Teresa de Jesús. Y, Maria nos enseña que nuestra verdad, la verdad del ser humano es que sin Dios y su amor nada somos ni podemos. Miremos y acudamos a María para recuperar a Dios y su amor en nuestros corazones, en nuestras familias, en nuestra sociedad. A ella la llena de gracia y del amor de Dios le pedimos que nos ayude a abrir nuestra mente y nuestro corazón a la Palabra de Dios de este VI Domingo de Pascua.

3. Dios es amor, nos ha dicho san Juan en su primera carta (1 Jn 4,8). El amor de Dios es, como Él, infinito y necesariamente difusivo y expansivo. Dios mismo es el origen y la fuente del auténtico amor. Quien nace de esta fuente y permanece unido a ella, vive del amor y difunde amor. Por ello el amor a Dios y el amor fraterno van siempre unidos. Por el contrario, no puede decir que conoce a Dios y que es de Dios, quien no ama. El amor de Dios va siempre por delante. Dios nos ha amado a nosotros primero y “nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4,10). Antes de nada y ante todo, hemos de abrirnos al amor de Dios y dejarnos amar por Dios, como María. Con frecuencia acentuamos nuestro esfuerzo en la búsqueda de Dios y de amarlo. En realidad, Dios es quien nos busca porque nos ama. “No te hubiera encontrado yo si Tú no me hubieras buscado primero”, dice S. Agustín. Dios quiere entrar en comunión  con nosotros y toma la iniciativa. Para que lo veamos y sintamos cercano, envía a su Hijo que se encarna, se hace hombre en el seno virginal de María, entra en nuestra historia, viene a nuestro encuentro, está a nuestra puerta y llama para que le dejemos entrar y nos dejemos amar. Es Dios quien nos ama primero con un amor totalmente gratuito e inmerecido por nuestra parte. Pero ser amado por Dios significa dejarse transformar por el amor que uno recibe, e involucrarse en su lógica de gratuidad.

La mejor prueba del amor de Dios la tenemos precisamente en la Pascua que estamos celebrando: Dios ha resucitado a Jesús para que todo el que cree en él tenga vida, una vida eterna, plena y feliz: es la vida y el amor mismo de Dios y para siempre. De Dios podemos resaltar su inmenso poder, su sabiduría, su santidad. Pero, sobre todo, Dios es amor. Ahí está el punto de partida de todo. La creación entera, nuestra existencia en este mundo y nuestra condición de cristianos son fruto del amor de Dios. Es el amor de Dios el que nos ha creado, el que nos ha recreado en el Bautismo, el que nos va conduciendo y guiando por la fuerza del Espíritu Santo. En nuestra vida hemos de reconocer ese amor primero que Dios nos tiene y empaparnos de él, como lo hizo la santísima Virgen María.

Jesús mismo es el amor encarnado de Dios: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo” (Jn 15, 9). En Jesús Cristo vemos y experimentamos el amor de Dios en la historia y en nuestro presente. Cristo nos ama personalmente: “Ya no os llamo siervos, os llamo amigos” (Jn 15, 15), nos dice. Y “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). En la cena de despedida con sus discípulos donde les dice estas palabras, hará un adelanto simbólico de su amor entregado en la cruz: se ciñe la toalla y les lava los pies. Porque amar es servir, es entregarse.

4. Por ello, Jesús puede pedir de sus discípulos. “Amaos unos a otros, como yo os he amado” (Jn 15, 12). El mandamiento nuevo del amor no es una norma más, sino el camino para permanecer en el amor que Jesús nos tiene, que nos vincula a la vez al amor del Padre. Cumplir los mandamientos es permanecer en el amor de Jesus. El amor de Dios en nosotros nos capacita y lleva a amar también a los demás como hermanos.

Cristo Jesús nos llama amigos y nos destina a dar fruto. El fruto es el mismo amor con que Jesús nos ha amado. Por ello el amor cristiano es activo, servicial, entregado, desinteresado y universal: busca amar de la misma manera que Jesus nos ha amado. De la experiencia personal del amor de Dios por cada uno de nosotros brota nuestra capacidad y energía para amar a los que nos rodean. Al amar como Jesús nos ha amado participamos de su alegría. “Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud” (Jn 15, 11). El gozo de Jesús consiste en ser amado infinitamente por el Padre y en amar a los suyos hasta el final. Esta misma plenitud de alegría quiere comunicarla a los discípulos.

Pero ¿de qué amor se trata cuando Jesús nos pide amar como él nos ha amado? Se trata de un amor diferente del que normalmente queremos expresar con este término. El amor para nosotros suele ser un complejo de sentimientos, hecho de atracción física, deseo, pasión, satisfacción… En general, amamos algo o a alguien porque es bueno para nosotros. Dios, en cambio, no ama para recibir algo sino para dar y para darse. Así es como lo vivió Jesús y lo vivió su Madre y Madre nuestra, la Mare de Déu del Lledó.

El amor de que nos habla Jesús no tiene su origen en nosotros sino en Dios. Es un amor que proviene de la unión con Dios, como nos muestra la Virgen Maria. Sólo unidos a Dios, sólo unidos a Cristo y abiertos a la gracia seremos capaces de vivir y difundir este amor a los demás. Un amor que es, ante todo, servicio entregado, que busca siempre el bien del otro. La voluntad de servicio hacia los hermanos debe animar nuestra vida cristiana, sea cual sea el lugar o la vocación en la que Dios nos llama. Es en los hermanos donde Dios quiere que descubramos su imagen, tantas veces desfigurada.

En nuestra sociedad los lazos de afecto y amistad son frágiles. Pese a tantos medios para comunicarse hay mucha soledad; vivimos preocupados por la defensa de nuestro bienestar personal y del propio ego. Los lazos de afecto entre las personas basados solamente en el amor humano no son estables y fácilmente se deterioran y rompen. Cada vez es más difícil vincularse de por vida con relaciones permanentes. Sólo el amor desinteresado que viene de Dios por medio de Jesús resucitado puede ayudarnos a romper el muro de egoísmo que tiende a separarnos unos de otros. Si acogemos las palabras del Evangelio podremos experimentar la fuerza que regenera y sana nuestras relaciones. Este amor es el sello distintivo de quien ha nacido de Dios y conoce a Dios. Pero no es algo adquirido de una vez para siempre. Hemos de cuidarlo día a día; en la oración, en los sacramentos del perdón y de la Eucaristía. El amor de Dios no conoce límites de ningún tipo, rompe todas las barreras de raza, cultura, nación, ideologías e incluso de fe, como leemos en los Hechos de los Apóstoles cuando el Espíritu también llenó la casa del pagano Cornelio.

5. La Palabra de Dios de este domingo nos exhorta a volver nuestra mirada y nuestro corazón a Dios que es amor, a abrirnos a su gracia. Convertidos de corazón al amor de Dios en Cristo, daremos testimonio del amor de Dios en el amor fraterno. Nada ni nadie está más cerca del hombre y de la mujer, de toda creatura que Dios mismo. Dios no es enemigo del hombre. Es su Padre y Creador amoroso, que en Cristo llama al amor y a la vida, la ofrece y la hace posible: una vida eterna y plena, la única salvación posible y razón de nuestra esperanza. No se trata de elegir entre Dios y el hombre, sino de elegir a Dios y al hombre, a Dios a causa del hombre. Quien elige a Dios auténticamente, elige al Padre del hombre y el que elige auténticamente al hombre, está eligiendo a Dios, principio y fin del hombre, fundamento último de su vida, de su dignidad y de su libertad.

María, la Mare de Déu del Lledó, nos muestra el camino: ella es la llena de gracia, la elegida por puro amor divino para ser la Madre del Salvador. Y ella supo responder a este amor de Dios con su amor entregado, con un ejercicio activo y constante de caridad. Ella entrega su persona totalmente a Dios. “He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra”. El amor y la gracia de Dios, de que María estaba llena, la llevaba a darse, con un mismo acto de amor a Cristo y a los hombres. El mismo amor que la une al Hijo le impulsa a amar y servir a los hombres.

De manos de María, la Mare de Dèu del Lledó, sus devotos estamos llamados a ser testigos del amor de Dios en el amor al prójimo. Contemplando a María, nuestras comunidades cristianas están llamadas a ser el lugar donde todos puedan encontrar y experimentar el amor cercano y personal de Jesucristo. Sólo el Señor resucitado es capaz de vivificarnos plenamente y hacer de nosotros testigos de su amor mediante nuestro amor fraterno y comprometido.

A la Mare de Déu del Lledó nos encomendamos y le rezamos: “Tu, Madre santa, eres la llena de gracia y del amor de Dios. Esta es la fuente de tu bondad. Tu poder es el amor y el servicio. Enséñanos a nosotros, grandes y pequeños, gobernantes y servidores, a vivir como tú. Ayúdanos a creer en Dios y a confiar en su amor, para que vivamos alegres en la esperanza y fuertes en el amor. Ayúdanos a ser humildes. ¡Protégenos y protege nuestra Ciudad! ¡Muéstranos a Jesús, fruto bendito de su vientre! Amén.

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-.Castellón

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Acto conmemorativo del Centenario de la Coronación de la Mare de Déu del Lledó

5 de mayo de 2024/0 Comentarios/en Noticias destacadas, Año Jubilar del Lledó, Homilías, Homilías 2024/por obsegorbecastellon

Castellón de la Plana, Plaza de la Independencia o de la “La Farola” 4 de mayo de 2024

Con profunda alegría y emoción estamos celebrando el Centenario de la coronación canónica y pontificia de la Mare de Déu del Lledó tal día como hoy en esta plaza.

Con sus mismas palabras en el Magníficat proclamamos y cantamos la grandeza del Señor porque ha hecho obras grandes en María y, a través de ella, en favor de nuestro pueblo: tú, Virgen Santa, eres la Madre de Dios y Madre nuestra, tú eres nuestra Reina y Señora, tú eres la Patrona de Castellón.

Damos gracias a Dios, Mare de Déu, porque dejaste a Dios ser grande en tu persona y en tu vida, tú la humilde esclava del Señor. Damos gracias a Dios porque nos ha dado a tan buena y tierna madre; una madre que conoce nuestras alegrías y nuestras penas, una madre que atiende siempre nuestras súplicas. Contigo, Virgen María, damos gracias a Dios por poder tenerte como Patrona, que dirige nuestros pasos hacia tu Hijo Jesús, el Camino, la Verdad y la Vida. Gracias damos a Dios por poder aclamarte como nuestra Reina.

Desde aquel 1366, año de la feliz “Troballa” de tu imagen por el labrador Perot de Granyana, tú, Virgen de Lidón, formas parte de la historia de nuestro pueblo. Castellón es tierra de María. Generación tras generación, los castellonenses han sentido tu presencia y tu protección maternal en su vida: en la vida de las personas, de las familias, de las parroquias y de nuestro pueblo entero. Como signo de su gratitud y devoción hacia ti, Madre, este pueblo quiso que fueras su Reina. Hoy recordamos con gratitud especialmente al Obispo de Tortosa, al Alcalde la Ciudad, al Prior de la Basílica y al Presidente de la Real Cofradía, que en 1923 solicitaron del Santo Padre que pudieras ser coronada; hoy recordamos a quienes hace cien años te coronaron en esta misma plaza.

¡Virgen santa de Lidón! El pasado 13 de abril dejaste por unos días tu santuario para venir a la Ciudad, para que te sintiéramos más cerca, si cabe, y pudiéramos venerarte y cantarte, contemplarte y suplicar tu protección. La numerosa y devota acogida de tu imagen coronada en las parroquias de la Ciudad, en colegios, en el albergue, en el centro penitenciario y en la Concatedral, o en los conciertos y en la ofrenda floral nos ha mostrado que la devoción hacia ti, Mare de Déu del Lledó, sigue muy viva en nuestro pueblo. Niños y jóvenes, adultos y mayores, ancianos y enfermos, matrimonios y familias te han acogido con alegría, emoción y devoción. Bastaba contemplar sus rostros, ver sus lágrimas y mirar sus labios. Gracias Mare de Déu por tu visita y gracias también a todos aquellos que han posibilitado tu recorrido por la Ciudad.

Mare de Déu del Lledó. Eres nuestra Reina y queremos que lo sigas siendo hoy y siempre. Te reconocemos como Reina porque eres la Madre de Jesús, el Rey mesiánico, cuyo reino no tendrá fin. Te proclamamos Reina, porque eres la llena de gracia y del amor de Dios y nos llevas a la fuente de la gracia y del amor, que es Dios mismo. Te aclamamos Reina porque participas ya plenamente de la gloria de tu Hijo en cuerpo y alma en el cielo; tú has recibido ya la corona de gloria que no se marchita. Tú, María, eres nuestra alegría,  esperanza y consuelo.

Sabes, Madre, que nos toca vivir tiempos recios. En estos tiempos de secularización e indiferencia religiosa, de alejamiento de la fe y vida cristianas, llévanos, Madre, al encuentro personal con Cristo vivo, el fruto bendito de tu vientre, para que se afiancen y aviven la fe y vida cristiana en todos los bautizados (niños y jóvenes, adultos y mayores, matrimonios y familias) y seamos de verdad creyentes en tu Hijo y sus discípulos misioneros en nuestra sociedad.

En un contexto en que se expande la “cultura de la muerte” enséñanos, Madre, a acoger y cuidar toda vida humana desde su concepción hasta su muerte natural; y que, reconociendo a Dios como Creador, trabajemos por una ‘ecología integral’, por el respeto y cuidado de toda la creación, cuyo centro es el ser humano y su dignidad sagrada en toda circunstancia.

En este cambio de época, en que tantas veces andamos desorientados, ayúdanos, Madre, a no perder la brújula en nuestro peregrinaje por este mundo y confiemos siempre en ti y en tu Hijo: que no olvidemos nunca que de Dios venimos y hacia Él caminamos. Tú eres Madre de la esperanza, que nos has dado al Hijo de Dios, la esperanza que no defrauda.

En estos tiempos de dificultad económica de tantas familias y empresas y de dificultad para encontrar trabajo, especialmente los más jóvenes, enséñanos, Virgen santa, a todos y en particular a los gobernantes y responsables de la actividad económica y laboral a trabajar por el bien común: que todos puedan encontrar las condiciones sociales y laborales necesarias para lograr su propia perfección y desarrollo humano y espiritual.

Tú, Virgen María, eres la reina de la paz. Enséñanos y ayúdanos a acoger la paz de Dios en nuestro corazón para ser constructores de la paz en nuestros matrimonios y familias, en la sociedad y en el mundo. Por tu intercesión pedimos a Dios por el cese de la crispación social reinante en España y por el cese de las guerras en el mundo, especialmente en Ucrania, Tierra Santa y Oriente próximo.

Tú, Mare de Déu, eres la salud de los enfermos. A ti te pedimos por nuestros enfermos y ancianos, por quienes los cuidan y por todos los que trabajan en el mundo de la salud.

Te pedimos, Madre, que sigas reinando en nuestros corazones, en nuestras familias, en nuestras comunidades parroquiales y en nuestra Ciudad de Castellón. Que de tus manos volvamos nuestra mirada a Dios en tu Hijo, el único que tiene palabras de vida eterna. Acudamos a María porque ella alumbra nuestro camino terrenal hacia la casa del Padre.

Como la Virgen María abramos de par en par nuestro corazón a Cristo Jesús. La Virgen de Lledó será de verdad Reina nuestra, si su Hijo y su Evangelio reinan en nuestro corazón. Ella ha sido en el pasado signo y medio permanente de la bondad de Dios para con todos. Esta experiencia secular de la cercanía maternal de la Mare de Déu de Lledó fue la que condujo a pedir su patrocinio y su coronación. Esta misma experiencia nos mueve hoy al celebrar el centenario de la coronación de su imagen. A ella le cantamos “de l’amor nostre, Senyora, Mare de Deú del Lledó”.

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Homilía en el Domingo de Pascua de Resurrección

31 de marzo de 2024/0 Comentarios/en Noticias destacadas, Homilías, Homilías 2024/por obsegorbecastellon

Segorbe, S.I. Catedral-Basílica, 31 de marzo de 2024

(Hch 10,34a.37-43; Sal 117; Col 3,1-4; Jn 20,1-9)

Amados todos en el Señor!

¡Jesús, el Cristo, ha resucitado!

1. “No está aquí. Ha resucitado” (Mc 16,1-7).  Así lo escuchamos anoche en la Vigilia Pascual. Con estas palabras, aquel joven vestido de blanco sorprende a las mujeres, que al alba del primer día de la semana habían ido al sepulcro para embalsamar el cuerpo de Jesús, y encuentran vacío sepulcro. Sí, hermanos, ¡Cristo ha resucitado! Es la Pascua de resurrección: “el día en que actuó el Señor; sea nuestra alegría y nuestro gozo”. Hoy es el día que hizo el Señor, la fiesta de todas las fiestas. Por eso cantamos con toda la Iglesia el aleluya pascual. Hoy es el día en que el Señor nos llama a abandonar nuestros miedos y dudas, a salir de las tinieblas y a entrar en su luz maravillosa. El mismo Señor resucitado, vencedor de la muerte, nos invita a la acción de gracias y a la alabanza.

Jesús, el Nazareno, el Crucificado y sepultado, vive porque ha resucitado. Jesús no es una figura del pasado, que vivió y murió, dejándonos su recuerdo, su doctrina y su ejemplo. No, hermanos: Aquel, a quien acompañábamos en su dolor, en su muerte y en su entierro el Viernes Santo, vive porque ha resucitado. No te trata de una vuelta a esta vida terrena para volver a morir. No: Jesús ha pasado en cuerpo y alma, a la vida gloriosa e inmortal: a la Vida misma de Dios. Esta es la gran Noticia de este Domingo de Resurrección.

La resurrección de Jesús es la prueba de que Dios ha aceptado su sacrificio en la Cruz por nosotros y por nuestros pecados. En él hemos sido salvados: “Muriendo destruyo nuestra muerte, y resucitando restauró la vida” (SC 6). La resurrección de Jesús es la manifestación suprema del amor misericordioso de Dios para con su creatura, para toda la humanidad y la creación entera. La resurrección de Jesús revela el verdadero rostro de Dios: Dios es amor, y crea por amor y para el amor y la vida. Su misma Vida es nuestro destino final.

Del sepulcro vacío a la fe en la resurrección  

2. Según la sagrada Escritura ni los apóstoles ni los demás discípulos del Señor espera­ban la resurrección de Jesús. Las mujeres fueron en la madrugada del primer día de la semana a embalsamar con aromas el cuerpo de Jesús. Sintieron miedo al ver la piedra retirada, el sepulcro vacío y ante la presencia de aquel joven. “No tengáis miedo”, les dice el joven (cf. Mc 16, 8). María Magdalena, por su parte, quedó sorprendida al ver retirada la losa del sepulcro, y corrió enseguida a comunicar la noticia a Pedro y a Juan: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto” (Jn 20,1-2). Los dos van corriendo hacia el sepulcro; y Pedro, entrando en la tumba vio “las vendas en el suelo y el sudario…  en un sitio aparte”; después entró Juan, y sólo él “vio y creyó” (Jn 20, 6-7). Es el primer acto de fe de la Iglesia naciente en Cristo resucitado, provocado por la solicitud de una mujer y por la señal de las vendas encontradas en el sepulcro vacío.

Dios se sirve de personas y de cosas sencillas para iluminar a los discípulos, “pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: qué él había de resucitar de entre los muertos” (Jn 6,9). Pedro, cabeza de la Iglesia, y Juan “el discípulo a quien Jesús amaba” tuvieron el mérito de recoger las ‘señales’ del resucitado: la noticia traída por la mujer, el sepulcro vacío y los lienzos depuestos en él.

Superados el miedo, la sorpresa y las dudas iniciales, todos los discípulos acabaron creyendo. El hecho mismo de la resurrección –el paso de la muerte a la vida gloriosa de Jesús- no tuvo testigos. Pero la resurrección del Señor es un hecho real, sucedido en nuestra historia, que supera las coordenadas del tiempo y del espacio; no es invención de unas pobres mujeres ni es fruto del fracaso de los discípulos de Jesús. Para creer, todos, salvo el discípulo amado, tuvieron que encontrarse con el Resucitado. Una vez resucitado, Jesús salió al encuentro de sus discípulos: se les apareció, se dejó ver y tocar por ellos, caminó, comió y bebió con ellos. A Tomás, que dudaba de lo que le decían sus compañeros, Jesús le invitó a tocar las llagas de sus manos y meter su mano en la hendidura de su costado. Y Tomás creyó que el Resucitado era el mismo que el Crucificado: «Señor mío, y Dios mío», exclamó (Jn 20,28).

El encuentro de los apóstoles con Jesús resucitado fue un encuentro real con una persona viva, y no una fantasía. Fue un encuentro que tocó lo más profundo de su ser; ypasaron de la tristeza a la alegría, de la decepción a la esperanza, del miedo a los judíos a mostrarse ante ellos como los discípulos de Jesús. Toda su vida quedó transformada; todas las dimensiones de su existencia cambiaron de raíz: su pensar, su sentir y su actuar. Este encuentro los movilizó y los impulsó a contar lo que habían visto y experimentado; y lo hicieron con valentía, sin miedo a las amenazas, a la cárcel e incluso a la muerte. Este encuentro con el Señor resucitado fue tan fuerte que hizo de ellos la comunidad de discípulos misioneros del Señor, y puso en marcha un movimiento que nada ni nadie podrá ya parar. Los apóstoles serán, ante todo, testigos de la resurrección del Señor (cf. Hech 10,39-41).

Dejarse encontrar y creer personalmente en el Señor resucitado

3. ¡Cristo ha resucitado! Esta gran y buena Noticia resuena hoy en medio de nosotros con nueva fuerza; no pertenece al pasado, sino que es tremendamente actual. Cristo vive. Él sale como entonces a nuestro encuentro y nos ofrece la posibilidad de dejarnos encontrar y transformar por Él, como antaño sucedió con sus discípulos. Jesús ha muerto y ha resucitado para que todo el que crea en él tenga vida eterna (cf. Jn 3, 15). Este es el contenido del Primer Anuncio, al que nos estamos dedicando de modo especial en la Iglesia diocesana en este curso pastoral. Se trata de unas palabras dirigidas a cada uno de nosotros: “Jesucristo te ama, dio su vida para salvarte, y ahora está vivo a tu lado cada día, para iluminarte, para fortalecerte, para liberarte” y para salvarte (EG 164). Cada uno ha sentirse interpelado por estas palabras, escucharlas e interiorizarlas hasta saberse y sentirse amado para siempre por Cristo vivo y creer en Él.

¿Cómo sucede esto, hermanos? Acogiendo con fe la Palabra de Dios, que hemos proclamado. La Palabra de Dios de este día nos invita a creer en Dios y nos llama a fiarnos de su Palabra, a confiar en el testimonio de quienes fueron ante todo testigos de la resurrección del Señor hasta derramar su sangre: un testimonio que nos llega en la cadena ininterrumpida de la fe de la Iglesia. Esta Palabra de Dios nos invita y nos exhorta a aceptar con fe personal y a confesar que Jesús de Nazaret, el hijo de Santa María Virgen, ha muerto y resucitado para darnos el amor y la vida de Dios. En esta misma Eucaristía, el Señor resucitado se hace presente y sale a nuestro encuentro: Él mismo nos habla, celebra con nosotros el misterio pascual y nos invita al banquete de su amor. Dejémonos encontrar y amar por él. Porque solo así, nuestra alegría pascual será verdadera y completa; es la alegría de saberse personalmente y siempre amados por Dios en Cristo vivo.   

Partícipes ya de la Pascua por el Bautismo

4. Pero es más: hermanos. La Pascua de Jesús nos recuerda nuestra propia pascua, nuestro bautismo. “Ya habéis resucitado con Cristo” (Col 3, l), nos recuerda San Pablo en su carta a los Colosenses. Por el Bautismo participamos ya de la Pascua del Señor, hemos pasado con Cristo de la muerte del pecado a la vida de Dios (cf. Rom 6, 3-4). Por el bautismo fuimos lavados de todo vínculo de pecado, Dios Padre nos acogió amorosamente como a su Hijo y nos hizo partícipes de la nueva vida resucitada de Jesús. Así quedamos vitalmente y para siempre unidos al Padre Dios en su Hijo Jesús por el don del Espíritu Santo, y, a la vez, unidos a la familia de los creyentes, es decir, a la Iglesia. Por ello, unidos a Cristo por nuestro bautismo debemos vivir las realidades de arriba (Col 3, l), donde Cristo está sentado a la derecha del Padre.

Para el cristiano, la vida no puede ser un deambular sin rumbo por este mundo; el cristiano ha de plantear su vida desde la resurrección, con los criterios propios de la vida futura. Somos ciudadanos del cielo (Ef 2, 6), y caminamos hacia el cielo, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre (cf. Ef 1, 20; Heb 1,3). Por ello celebraremos en verdad la Pascua si nos abandonamos en el Señor, que nos ha dado “una identidad nueva”: la identidad de nuestro ser de bautizados. Seamos agradecidos a Dios por el don que Él nos ha dado. Ante la indiferencia religiosa que nos circunda, ante las mofas y hostigamientos cada vez más frecuentes hacia los cristianos necesitamos vivir con verdadero gozo y fidelidad nuestra condición de hijos de de Dios, de discípulos de Cristo y de hijos de nuestra madre Iglesia.

La alegría de este día nos invita reavivar nuestra condición de cristianos mediante el encuentro o reencuentro con el Resucitado. Los apóstoles recobraron la alegría y el ánimo cuando se encontraron con el Señor resucitado. Sí, hermanos: ¡Cristo ha resucitado! Por eso es bello, es hermoso ser cristiano en el seno de la comunidad de los creyentes. Ninguna tristeza, ningún dolor, ninguna contrariedad pueden quitarnos esta certeza: Cristo vive y con Él todo es nuevo en mí, en nuestra Iglesia y en el mundo.

Testigos de la Resurrección

5. Confesar y celebrar de verdad la Pascua del Señor y nuestra propia Pascua en el bautismo piden vivir como Jesús vivió, que “pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo”(Hech 10, 38); piden vivir como Jesús nos mandó. “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros como yo os he amado”. Por eso Pablo nos exhorta: “Ya que habéis resucitado con Cristo (por el Bautismo),… aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra” (Col 3,1-2). De la fe en la resurrección surge un hombre nuevo, que ya no se pertenece a sí mismo, sino que pertenece a su Señor y vive para él. Sólo el encuentro y la unión con el Señor resucitado transformarán nuestra vida, como ocurrió con los Doce. Este encuentro nos hará sus testigos para vivir y proclamar con valentía, con firmeza y con perseverancia la Buena Noticia de la resurrección del Señor. Nada ni nadie podrán impedir al verdadero creyente el anuncio de Cristo resucitado, Vida para el mundo y la creación entera: ni los intentos de recluir la fe cristiana al ámbito privado o de la conciencia, ni las amenazas o castigos de las autoridades, ni la increencia o la indiferencia ambiental, ni la incomprensión de muchos, ni la vergüenza de tantos bautizados de confesarse cristianos.

6. Celebremos con fe y alegría la Pascua del Señor. Acojamos con alegría a Cristo resucitado. Vivamos con gozo la resurrección de Jesús en nuestra vida. Dejémonos transformar por Cristo resucitado. Seamos testigos de su Paz en nuestra vida. ¡Feliz Pascua de Resurrección a todos¡ Amén.

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Homilía en la Vigilia Pascual

31 de marzo de 2024/0 Comentarios/en Homilías, Homilías 2024, Noticias destacadas/por obsegorbecastellon

Segorbe, S.I. Catedral-Basílica, 30 de marzo de 2024

(Gn 1,1-2,2;Gn 22,1-18; Ex14,15-15,1ª; Is 55,1-11; Rom 6,3-11; Lc 16,1-7)

1. “¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el Crucificado? No está aquí. Ha resucitado” (Mc 16,1-7). Con estas palabras sorprende aquel joven vestido de blanco a las mujeres, que, al alba del primer día de la semana habían ido al sepulcro para embalsamar el cuerpo de Jesús, y encuentran vacío sepulcro. “No está aquí. Ha resucitado”.

Esta noticia, destinada a cambiar el rumbo de la historia, resuena desde entonces de generación en generación. Esta buena Noticia, antigua y siempre nueva, resuena hoy una vez más en esta Vigilia pascual, la madre de todas las vigilias, aquí y por toda la tierra. ¡Cristo vive! Aquel, a quien creían muerto, está vivo. La muerte ha dado paso a la vida; a una vida gloriosa para no morir más. La luz de Cristo irradia sobre la faz de la tierra y disipa las tinieblas de la noche, las tinieblas del pecado y de la muerte. Esta es “la noche clara como el día, la noche iluminada por el gozo de Dios”.

¡Cristo vive, porque ha resucitado verdaderamente! Este es el centro de nuestra fe, este es el centro de la fe de la Iglesia, que hoy anunciamos con renovada alegría. Dios ha resucitado al Señor de entre los muertos y le ha constituido Señor de cielos y tierra (Hech 2, 24).


2. En esta Noche Santa revivimos el extraordinario acontecimiento de la resurrección del Señor. Si Cristo no hubiera resucitado, la humanidad y toda la creación habrían perdido su sentido. Pero no; ¡Cristo ha resucitado verdaderamente!

En esta Noche Santa se cumplen las Escrituras, que hemos proclamado en la liturgia de la Palabra, recorriendo las etapas de toda la Historia de la Salvación, manifestación de la voluntad salvífica y universal de Dios. En esta Noche Santa todo vuelve a comenzar desde el “principio”; la creación recupera su auténtico significado, su orden y su fin en el plan de Dios. El hombre, creado por Dios por amor, a su imagen y semejanza, en comunión con Dios y con sus semejantes, está llamado a esa comunión en Cristo. Es como un nuevo comienzo de la historia y del cosmos, porque “Cristo ha resucitado, primicia de todos los que han muerto” (1 Co 15,20). Él, “el último Adán”, se ha convertido en “un espíritu que da vida” (1 Co 15,45). El mismo pecado de nuestros primeros padres es cantado en el Pregón pascual como “¡feliz culpa que mereció tal Redentor!”. Donde abundó el pecado, ahora sobreabunda la gracia y “la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular” de un edificio espiritual indestructible.

En esta Noche Santa ha nacido el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, con el cual Dios ha sellado una alianza eterna con la sangre de su Hijo encarnado, crucificado y resucitado. Toda la tierra exulta y glorifica al Señor. Ante los ojos de una humanidad alejada de Dios brilla la luz de Cristo Resucitado. La muerte ha sido vencida, el pecado ha sido borrado, la humanidad ha quedado reconciliada. Por la Resurrección de Jesucristo todo está revestido de una nueva vida. En Cristo la humanidad es rescatada por Dios, recobra la confianza y queda restaurado el sentido de la creación. Este es el día de la revelación de nuestro Dios. Es el día de la manifestación de los hijos de Dios.

3. Dentro de unos instantes renovaremos las promesas de nuestro bautismo, volveremos a renunciar a Satanás y a todas sus obras para seguir firmemente a Dios y sus planes de salvación. “Por el bautismo -nos recuerda el apóstol Pablo- fuimos sepultados con Él en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva” (Rm 6,4).

Ese modo nuevo de vida es don de Dios. Esta vida nueva no es temporal, sino inmortal y eterna. Es vida en libertad: libertad de la esclavitud del pecado para ser libres y vivir en servicio constante del Dios vivo y de los hermanos. El don de la vida inmortal debe prolongarse en nosotros en una vida de gracia y de verdad. Ser cristiano es participar de la misma vida de Cristo. El don inicial se nos concede a través del bautismo. El crecimiento y madurez, a través de los otros sacramentos, de la oración y de nuestro compromiso de caridad en el seno de la Iglesia.

La vida nueva del bautismo es una vida en Dios y para Dios. No se trata de una vida temporal, más o menos larga. Se trata de una participación de la misma vida de Dios, comenzada ya en el bautismo y destinada a su plenitud en la eternidad. Quien vive la vida divina, no vive para sí mismo porque egoísmo y Dios se excluyen; quien vive la vida divina vive para los demás ya que en los ellos descubre la presencia de Dios. Quien vive para Dios, por vivir la vida divina, transpira amor y perdón, alegría y paz, felicidad y esperanza; se convierte así en verdadero apóstol, testigo de la resurrección, despertando en cuantos encuentra a su paso el deseo de Dios.

Renunciemos –digamos no- a Satanás y a todas sus obras y seducciones para seguir firmemente a Cristo y su camino de salvación. Quitémonos las ‘viejas vestiduras’ de pecado y de muerte, impropias de todo bautizado y con las que no se puede estar ante Dios. Revistámonos de la ‘vestiduras’ de Cristo.

Confesemos de verdad nuestra fe en el Padre Dios, en su Hijo Jesucristo, en el Espíritu Santo y en nuestra madre la Iglesia. Rechacemos una vez más y sin componenda toda clase de mal en nuestras vidas. Que este compromiso no quede en nosotros mismos, en la esfera de nuestra vida privada. Que de palabra y sobre todo con nuestro testimonio de vida ayudemos a que cuantos nos son cercanos se sientan estimulados al encuentro con el Resucitado.

4. Que María, testigo gozosa del acontecimiento de la Resurrección, ayude a todos a caminar “en una vida nueva”; que haga a cada uno consciente de que, estando nuestro hombre viejo crucificado con Cristo, debemos comportarnos como hombres nuevos, personas que “viven para Dios, en Jesucristo” (Rm 6, 4.11). Que María, Madre de la Iglesia, nos enseñe a salir al encuentro del Hijo Resucitado por quien todos los hombres y mujeres están invitados a la nueva vida en Dios. Cristo ha resucitado, resucitemos nosotros con El. ¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya!

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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HOMILIA EN LA CELEBRACION LITÚRGICA DEL VIERNES SANTO

30 de marzo de 2024/0 Comentarios/en Noticias destacadas, Homilías, Homilías 2024/por obsegorbecastellon

S.I. Catedral-Basílica de Segorbe, 29 de marzo de 2024

(Is 52,13 – 53,12; Sal 30; Hb 4,14-16; 5,7-9; Jn 18,1 – 19,42)

1. En Viernes Santo fijamos nuestra mirada en la Cruz, porque en ella estuvo y está clavada  la salvación del mundo. En nuestro tiempo el mensaje de la Cruz es difícil de comprender, y más aún de aceptar. ¿A quién le puede interesar un Dios que se deja maltratar de esta manera? ¿Es esa su respuesta al mal que hay en el mundo? ¿Y qué tiene que ver la crucifixión y muerte de Jesús con nosotros y conmigo?

Para los creyentes, en palabras del papa Francisco, “la Cruz es el sentido más grande del amor más grande, el amor con el que el Señor quiere abrazar nuestra vida”. También  Benedicto XVI animaba a contemplar a Jesús crucificado con una mirada profunda para, decía él, descubrir que la Cruz es “el signo luminoso del amor, más aún, de la inmensidad del amor de Dios, de aquello que jamás habríamos podido pedir, imaginar o esperar”. Y san Juan Pablo II declaraba: “Muchos de nuestros contemporáneos quisiera silenciar la cruz, pera nada es más elocuente que la cruz silenciada. El verdadero mensaje del dolor es una lección de amor. El amor hace fecundo al dolor y el dolor hace profundo al amor”. Pongamos de nuevo nuestra mirada en la Cruz y descubramos el amor inmenso y luminoso, fecundo y profundo de Dios por nosotros.

En el relato de la pasión hemos recordado y acompañado a Jesús en los pasos de su vía dolorosa hasta la Cruz. El Señor es traicionado por Judas; asaltado, prendido y maltratado por los guardias; es negado por Pedro y abandonado por sus apóstoles, menos por Juan; una vez que es condenado por pontífices y sacerdotes indignos, juzgado por los poderosos, soberbios y escépticos, es azotado, coronado de espinas e injuriado por la soldadesca; luego es conducido como reo que porta su cruz hasta el lugar de la ejecución; y, por fin, crucificado, levantado en alto, muerto y sepultado.

2. En la Cruz contemplamos el ‘rostro doliente’ del Señor. El es ‘siervo paciente’, el ‘varón de dolores’, humillado y rechazado por su pueblo. En la pasión y en la cruz contemplamos al mismo Dios, que asumió el rostro del hombre, y ahora se muestra cargado de dolor. En la cruz se nos manifiesta el verdadero rostro de Dios.

También cuando lleva la cruz y cuando muere en ella, Jesús sigue siendo el Hijo de Dios. Mirando su rostro desfigurado por los golpes, la fatiga, el sufrimiento interior, vemos el rostro de Dios. Más aún, precisamente en ese momento, la gloria de Dios, se hace más visible en el rostro de Jesús. Aquí, en ese pobre ser que Pilatos ha mostrado a los judíos, esperando despertar en ellos piedad, con las palabras “He aquí a vuestro rey” (Jn 19, 5), se manifiesta la verdadera grandeza de Dios, la grandeza misteriosa que ningún hombre podía imaginar.

Dios sufre en su Hijo Jesús. Es el dolor provocado por el pecado, por el desprecio de su amor. Jesús no sufre por su pecado personal, pues es absolutamente inocente; sino por la tragedia de mentiras y envidias, traiciones y maldades que se echaron sobre él, para condenarlo a una muerte injusta y horrible. El carga hasta el final con el peso de los pecados de todos los hombres y de todo sufrimiento humano. Con su muerte redime al mundo. Jesús mismo había anunciado: “El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por la multitud” (Mc 10,45).

3. En Jesús crucificado se revela no sólo la grandeza de Dios; también se muestra la  grandeza del ser humano; la grandeza que pertenece a todo hombre y mujer por el hecho serlo. Sí. Jesús, el Hijo de Dios, ha muerto por ti y por mí, por cada uno de nosotros. De este modo nos ha dado la prueba concreta de cuán grandes y cuán valiosos somos a los ojos de Dios; sus ojos son los únicos que, superando todas las apariencias, son capaces de ver en profundidad la realidad de las cosas y de nuestra propia realidad. Somos creaturas de Dios, hechos a su imagen, creados por amor y para el amor pleno; el amor que sólo Dios nos puede dar. 

Jesús sufre y muere en la cruz no por otra razón sino “por nuestros pecados” (1Co, 15,3),  “por nosotros”: a causa de nosotros, en favor nuestro y en lugar de nosotros. Contemplando este ‘rostro doliente’, nuestro dolor se hace más fuerte. Porque el rostro de Jesús padeciendo en la cruz, asume y expresa el dolor de muchos hombres y mujeres, que también hoy padecen angustia y desconcierto; en parte por sus pecados, pero mucho más aún por los pecados de los demás, por las violencias y los egoísmos humanos, que los aprisionan y esclavizan.

4. Pero en la oscuridad de la cruz rompe la luz de la esperanza. “Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho” (Is 52,13).  El Siervo de Dios, aceptando su papel de víctima expiatoria, trae la salvación y la justificación de muchos. Porque en la cruz, “Dios estaba reconciliando consigo al mundo” (2 Cor 5, 19). La cruz, a la vez, que descubre la gravedad del pecado, nos manifiesta la grandeza del amor de Dios y la grandeza del ser humano para Dios: Él mismo quiere librarnos de cualquier pecado y de la muerte. Desde aquella cruz, padeciendo el castigo que no merecía, el Hijo de Dios mostró la grandeza del corazón de Dios, y su gran  misericordia; y exclama: “¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!” (Lc 23, 34).

La salvación es la liberación del hombre de sus pecados, de sus males y de sus miserias, y la reconciliación con Dios. La salvación es fruto del amor infinito y eterno de Dios. Porque sólo el amor infinito de Dios hacia los hombres pecadores es lo que salva; el amor de Dios es la única fuerza capaz de liberar, justificar, reconciliar y santificar.

Pero el amor de Dios requiere ser acogido; el amor del Amante espera de la respuesta del amado, para entregarse y darse totalmente a sí mismo con todo cuanto tiene. Sin esa respuesta, no se produce, la obra del amor. Por eso, para vivir con esperanza y como hombres nuevos, es necesario mirar, contemplar y acoger en nuestro corazón a Jesús en la cruz; seguirle en aquellas horas amargas, que son las más decisivas de la historia de la humanidad. Ha llegado su hora, la hora de la verdad. Y las últimas palabras que Jesús dice y nos deja en la Cruz son expresión de su última y única voluntad, la que siempre tuvo y animó su existencia terre­na: hacer lo que Dios quiere, hacer la voluntad de Dios Padre. Esto es, amar hasta el extremo de morir en la cruz para rescatar a los hombres de los poderes del pecado y de la muerte. Mirémoslo ahí, clava­do y suspendido del leño; mirémoslo como cordero degollado; mirémoslo ensangrenta­do y exangüe. Y todo ello por nosotros, por todos.  ¿Hay acaso un amor más grande?

5. Contemplemos y adoremos con fe la cruz de Cristo. Miremos al que atravesaron, y al que atravesamos. Miremos a Cristo: contemplemos su sufrimiento causado por el pecado, por la crueldad e injusticia humana. Contemplemos en la Cruz a los que hoy están crucificados, a todas la victimas de la maldad humana, a los que sufren y tienen que cargar con su cruz. Miremos el pecado del mundo, reconozcamos nuestros propios pecados, con los que Cristo tiene hoy que cargar.

Contemplemos y adoremos la Cruz: Es la manifestación del amor misericordioso de Dios, la expresión del amor más grande, que da su vida para librarnos de muerte. Si abrimos nuestro corazón a la Cruz, sinceramente convertidos y con verdadera fe, el amor de Dios nos alcanzará. El Espíritu de Dios derramará en nosotros su amor y podremos alcanzar la salvación de Dios. 

Al pie de la cruz la Virgen María, unida a su Hijo, pudo compartir de modo singular la profundidad de su dolor y de su amor. Nadie mejor que ella nos puede enseñar a amar la Cruz. A ella encomendamos en especial a los que avergüenzan de la Cruz y de su condición de cristianos, a los quieren silenciarla y apartarla de nuestra vista, a los pecadores y a los que sufren a causa del pecado, del egoísmo, de la injusticia o de la violencia humana. A ella encomendados a los enfermos y a los cristianos perseguidos a causa de su fe en la Cruz. Porque, los cristianos “no podemos gloriarnos sino en la Cruz de Cristo”. ¡Salve, Oh Cruz bendita, nuestra única esperanza! Amén.

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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HOMILÍA DE JUEVES SANTO EN LA MISA «IN COENA DOMINI»

30 de marzo de 2024/0 Comentarios/en Noticias destacadas, Homilías, Homilías 2024/por obsegorbecastellon

Segorbe, S.I.Catedral-Basílica, 28 de marzo de 2024

(Ex 12,1-8.11-14; Sal 115; 1 Co 11,23-26; Jn 13,1-15).

Hermanos y hermanas en el Señor:

1. En esta tarde de Jueves Santo traemos a nuestra memoria y a nuestro corazón las palabras y los gestos de Jesús en la Ultima Cena con los Apóstoles en el Cenáculo. Y lo hacemos de una manera gozosa como asamblea reunida por el Señor. Trasladémonos espiritualmente al Cenáculo y contemplemos a Jesús, el Hijo de Dios, que vino a nosotros no para ser servido, sino para servir, que tomó sobre sí los dramas y las esperanzas de los hombres de todos los tiempos, y ofreció su vida al Padre para la salvación de toda la humanidad. 

            Esta Misa en la Cena del Señor tiene un significado muy denso. Cuatro palabras sintetizan su gran riqueza: pascua, eucaristía, sacerdocio y mandamiento nuevo.

Comienza la Pascua de Jesús

2. En la tarde de Jueves Santo entramos en la celebración de la Pascua de Jesús. Jesús se ha reunido con sus Apóstoles para celebrar con ellos la Pascua “la fiesta en honor del Señor” (Ex 12, 11), que conmemora ‘el paso del Señor’ para liberar a su Pueblo de la esclavitud de Egipto y para establecer la antigua Alianza. Y Jesús “sabiendo que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). Jesús elige la celebración de la Pascua judía para anticipar su Pascua, su paso de este mundo al Padre a través de la muerte para liberar a la humanidad de la esclavitud del pecado, destruir la muerte y establecer la nueva y definitiva Alianza. Jesús es el ‘verdadero cordero sin defecto’, inmolado para la salvación del mundo, para la liberación definitiva del pecado y de la muerte mediante su muerte y resurrección, mediante su paso de la muerte a la vida: Cristo es nuestra Pascua.

            En la Última Cena, Jesús anticipa sacramentalmente lo que iba a ocurrir al día siguiente. Toma el pan, lo bendice, lo parte y luego lo distribuye a los Apóstoles, diciendo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros”; lo mismo hace con el cáliz: “Este cáliz es la nueva alianza sellada en mi sangre” (1 Co 11, 24-25). Aquel pan milagrosamente transformado en el Cuerpo de Cristo y aquel vino convertido en su Sangre son ofrecidos aquella noche, como anuncio y anticipo de la muerte del Señor en la Cruz. Es el testimonio de un amor llevado “hasta el extremo” (Jn 13, 1).

Institución de la Eucaristía

3. Al darles a comer el pan y a beber del cáliz, Jesús dice a sus Apóstoles: “Haced esto en memoria mía” y “haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía” (1 Co 11, 24-25). Con este mandato, Jesús instituye la Eucaristía, el sacramento que perpetúa su ofrenda y sacrificio en la Cruz por todos los tiempos. Siguiendo el mandato de Jesús, en cada santa Misa actualizamos su sacrificio en la cruz y su resurrección, actualizamos su Pascua. El sacerdote se inclina sobre los dones eucarísticos, para pronunciar las mismas palabras de Jesús “la víspera de su pasión”. Con Él repite sobre el pan: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros” y luego sobre el cáliz: “Este cáliz es la nueva alianza con mi sangre” que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados (cfr. 1 Co 11, 24-25).

Para resaltar que es Jesús mismo quien pronuncia estas palabras a través del sacerdote, en la plegaria eucarística de hoy, el Canon Romano, diremos: “El cual, hoy, la víspera de padecer por nuestra salvación y la de todos los hombres”. La Liturgia del Jueves Santo incluye la palabra ‘hoy’ en el texto de la plegaria para subrayar la dignidad particular de este día. Ha sido ‘hoy’ cuando Jesús lo ha hecho: se nos ha entregado para siempre en el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Este ‘hoy’ es sobre todo el memorial de la Pascua de entonces. Pero es más aún. Con este ‘hoy’ expresamos que Jesús lo hace ahora. Prestemos gran atención interior al misterio de este día, contemplando al Señor mismo en medio de nosotros (cf. Benedicto XVI, Homilía en la Misa en la Cena del Señor, 2009).

Desde aquel primer Jueves Santo, la Iglesia actualiza en cada Eucaristía sacramental, pero realmente el misterio pascual de la muerte y resurrección de Jesucristo para el perdón de los pecados y la reconciliación de los hombres con Dios y entre sí. La Eucaristía es así manantial permanente de comunión con Dios y fuente de comunión con los hermanos. Desde aquel Jueves Santo, la Iglesia, que nace del misterio pascual de Cristo, vive de la Eucaristía y sigue celebrándola hasta que vuelva su Señor. Por ello, después de la consagración nos unimos a la aclamación del sacerdote: ‘Este es el Misterio de nuestra fe’, con las palabras: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor, Jesús!’.

La Eucaristía es el centro y la fuente de la vida de la Iglesia y de todo cristiano. Es el Sacramento por excelencia que constituye a la Iglesia en su realidad más auténtica: ser signo eficaz de reconciliación y de comunión con Dios y, en él, de todo el género humano (cf. LG 1). Sin Eucaristía no hay Iglesia; sin Eucaristía tampoco hay verdaderos cristianos. “Tomad y comed, tomad y bebed”, nos dice hoy Jesús. Sin participación en la Eucaristía, la fe y la vida del cristiano languidecen y mueren. Comulgando a Cristo-Eucaristía, Jesús nos atrae a sí, nos unimos realmente con Él y, a la vez, con quienes igualmente comulgan el Cuerpo y la Sangre del Señor. Todo cristiano, que quiera permanecer vitalmente unido a Cristo, como el sarmiento a la vid, ha de participar con frecuencia en la Eucaristía y ha de hacerlo plenamente acercándose a la comunión con fe y debidamente preparado, como nos recuerda san Pablo(cf. 1 Cor 11,28). Antes de comulgar es necesario examinarse y reconciliarse con Dios en el sacramento de la Penitencia, si se tiene conciencia de pecado grave. Tenemos que poner mucho empeño en valorar la Eucaristía, participar en ella recibiendo debidamente preparados a Cristo en la comunión.

Don del sacerdocio ordenado

4.  En la tarde del Jueves Santo, recordamos y agradecemos también el don del sacerdocio ordenado. La Eucaristía y el sacerdocio ordenado son inseparables. “Haced esto en memoria mía”. Estas palabras de Cristo son dirigidas, como tarea específica, a los Apóstoles y a quienes continúan su ministerio. A ellos, Jesús les entrega la potestad de hacer en su nombre lo que Él acaba de realizar; es decir, pronunciar en su nombre las palabras que transforman el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre. Diciendo “haced esto”, instituye el sacerdocio ministerial, sin el cual no puede haber Iglesia. Sin sacerdotes no hay Eucaristía. La Eucaristía, celebrada por los sacerdotes, hace presente siempre y en cualquier rincón de la tierra la Pascua de Jesús. Por desgracia, la escasez de sacerdotes está llevando a que cada vez más comunidades se vean privadas de la Eucaristía dominical. El pueblo creyente comienza a sentir la necesidad de los sacerdotes. Pero sólo una Iglesia verdaderamente agradecida y enamorada de la Eucaristíase preocupará de suscitar, acoger y acompañar las vocaciones sacerdotales. Y lo hará mediante la oración y el testimonio de santidad.

El mandamiento nuevo del amor fraterno

5. Y, finalmente, en esta tarde de Jueves Santo Jesús nos deja en herencia el mandamiento nuevo de amor. “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros, como yo os he amado” (Jn 13, 34). A continuación vamos a recordar el gesto que Jesús hizo al comienzo de la Última Cena: el lavatorio de los pies. Al lavar los pies a los Apóstoles, el Maestro les enseña cómo debe ser el amor de sus discípulos y les propone el servicio y el perdón como norma de vida. Lavar los pies era una tarea reservada los esclavos, a los siervos; lavaban los píes para que los comensales quedaran limpios para el banquete. Jesús sirve a sus Apóstoles y les limpia para hacerles dignos de su mesa. “Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, siendo vuestro Señor y Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn 13, 13-14). Jesús nos invita a imitarle: “Os he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con vosotros, también lo hagáis vosotros” (Jn 13, 15).

Jesús establece una íntima relación entre la Eucaristía y el mandamiento del amor. No se puede separar la participación en la mesa del Señor del deber de servir, amar y perdonar al prójimo. “También vosotros debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn 13, 14). El Señor nos invita a abajarnos, a ser humildes, a la valentía del servicio y del perdón de unos a otros.

Jesús instituye la Eucaristía como manantial inagotable del amor. En ella está escrito el mandamiento nuevo del amor. Es la herencia más hermosa que Jesús nos deja a los cristianos. Su amor hasta el extremo de su entrega en la Cruz, de su servicio humilde y de su perdón, compartido por sus discípulos, es lo que esta tarde se ofrece a la humanidad entera. Jesús nos pide un amor, hecho entrega y servicio desinteresados. “El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos”  (Mc 10, 45). El amor alcanza su cima en el don de la propia persona, sin reservas, a Dios y a los hermanos, como el mismo Señor. El Maestro mismo se ha convertido en un siervo, y nos enseña que el verdadero sentido de la existencia de un cristiano es la entrega desinteresada y el servicio por amor. El amor es el secreto del cristiano para edificar un nuevo mundo, cuya razón de ser no nos puede ser revelada sino por Dios mismo.

Jueves Santo es, por ello, el día del Amor fraterno. Después de ver y oír a Jesús, después de haber comulgado el sacramento del amor, después de habernos unido realmente con Jesús en la comunión, salgamos de esta celebración con el ánimo y las fuerzas renovadas para trabajar por un mundo más fraterno. Esto comienza con el prójimo y con el necesitado, que está nuestro lado. Nuestro mundo está necesitado de amor, del amor que nos viene de Dios por Cristo en la Eucaristía. Necesitamos derrumbar las barreras de la exclusión y de la crispación, del egoísmo y del odio para que triunfe el amor en nuestro mundo. Hoy Jesús nos dice a nosotros como dijo a sus discípulos: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?” “Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis” (Jn 13 12.15). Vivamos el mandamiento nuevo del amor, amemos como Jesús nos ha amado. Amén.

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

           
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Homilía en la Misa Crismal

25 de marzo de 2024/0 Comentarios/en Noticias destacadas, Homilías 2024/por obsegorbecastellon

Segorbe, S. I. Catedral-Basílica, 25 de marzo de 2024

(Is 61,1-3ª.6ª.8b-9; Sal 88; Apo 1,5-8; Lc 4,16-21)

Hermanas y hermanos en el Señor.

1. “Gracia y paz de parte de Jesucristo, el testigo fiel” (Ap 1,5), Con estas palabras de Apocalipsis os saludo a todos vosotros, amados sacerdotes, diáconos, seminaristas, religiosos y fieles laicos, venidos hasta la iglesia Madre de nuestra Iglesia diocesana para la Misa Crismal. Un saludo especial a mi hermano en el episcopado, Mons. Rutilio, obispo auxiliar emérito de San Bernardino (California), al Cabildo catedral, que nos acoge este año en la Catedral-Basílica diocesana de Segorbe, al Cabildo concatedral y a los Sres. Vicarios.

Cercana la celebración de los misterios centrales de nuestra fe y de nuestra salvación, la pasión, muerte y resurrección del Señor, Jesús nos reúne como su Iglesia para bendecir los óleos de los catecúmenos y de los enfermos y para consagrar el santo Crisma. Jesucristo “que nos amó, nos ha librado por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de nuestro Dios” (Ap 1,6). Él mismo Jesús nos convoca para actualizar su sacrificio redentor, el misterio pascual, en este día, en que celebramos una fiesta singular. Es la fiesta de todo nuestro pueblo de Dios de Segorbe-Castellón al contemplar hoy el misterio de la unción con el Espíritu Santo de nuestra Iglesia y de todo cristiano en su bautismo. Es la fiesta, también y de manera especial, de todos nosotros, hermanos en el sacerdocio, ordenados presbíteros por la imposición de las manos y la unción del Espíritu Santo para el servicio del Pueblo santo de Dios.

2. “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido” hemos proclamado en la primera lectura y en el evangelio (Is 61, 1; Lc 4,18). “Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír”, dice Jesús al terminar de leer aquel sábado las palabras de Isaías en la sinagoga de Nazaret. Estas palabras valen en primer lugar y de manera única y singular para Jesús mismo. Jesús es el Ungido del Señor, lleno del Espíritu Santo (cf. Lc 4, 21). La primera “unción” tuvo lugar en el vientre de María, que concibió por obra del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35). El Espíritu descendió sobre Jesús en el Jordán, y después “toda acción  de Cristo se iba realizando con la copresencia del Espíritu Santo”, dice san Basilio. Por el poder de esa unción, Jesús predicaba y realizaba signos; en virtud de ella “salía de Él una fuerza que sanaba a todos” (Lc 6,19).

“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido”. Estas palabras valen también para todo bautizado y confirmado, y valen de un modo especial y por título particular para cada uno de nosotros, sacerdotes y obispos. El Crisma, que vamos a consagrar, nos recuerda el misterio de la unción sagrada de nuestro bautismo y nuestra confirmación, así como la unción en nuestra ordenación; una unción, que marca para siempre la persona y la vida de todo cristiano, y que marca para siempre especialmente nuestra persona y nuestra vida de presbíteros y de obispos. Cada uno de nosotros puede decir de sí en verdad: “el Espíritu del Señor está sobre mí”.Y no es presunción, es una realidad, pues todo cristiano, especialmente todo sacerdote y obispo, puede decir el Señor me ha ungido. Sin méritos por nuestra parte, por pura gracia de Dios, somos los bautizados templos del Espíritu Santo; por pura gracia hemos recibido los sacerdotes y obispos una unción que nos ha hecho pastores del Pueblo santo de Dios.

Queridos sacerdotes: Por la unción singular de nuestra ordenación hemos quedado configurados con Cristo, Pastor de su Iglesia. El Espíritu del Señor está en nosotros y con nosotros: con su aliento y con su fuerza podemos y debemos contar siempre y en todo momento y, sobre todo, en nuestra debilidad y dificultad. Gracias al don del Espíritu en nosotros somos pastores y maestros en nombre del Señor en su Iglesia, renovamos el sacrificio de la redención, preparamos para el banquete pascual, presidimos al pueblo santo en el amor, lo alimentamos con la Palabra y lo fortalecemos con los sacramentos (cf. Prefacio de la Misa Crismal); gracias al Espíritu podemos superar nuestros miedos y encontrar nuevos caminos para nuestra misión; gracias al Espíritu tendremos la fuerza para salir al encuentro de nuestros contemporáneos para anunciarles la buena Noticia y llevarles al encuentro con Cristo. ¡Fiémonos de la acción silenciosa, pero real y eficaz del Espíritu Santo en nosotros y a través de nosotros!

Al recordar hoy nuestra ordenación presbiteral renovemos juntos y con el frescor y la alegría del primer día, nuestras promesas sacerdotales. Hagamos memoria agradecida del don recibido de Cristo y de la presencia permanente del Espíritu en nosotros. Renovemos nuestro compromiso de amor contraído con Jesucristo y con los hermanos. Reconozcamos la inigualable novedad de nuestro ministerio y la insuperable misión a la que servimos. Somos ministros de la gracia del Espíritu Santo que Cristo ha enviado al mundo para sanar, liberar y salvar a todos. Esta es la fuente de la que surgirá una renovada alegría y un renovado impulso apostólico, el bálsamo que sanará nuestras heridas y pecados, y la luz que nos guiará en la renovación pastoral y misionera. Dios es fiel a su don y a sus promesas. Su Espíritu Santo es la fuerza que nos sustenta y alienta en nuestras luchas y dificultades, ante la tentación de la tibieza, de la mediocridad y del desaliento.

El papa Francisco nos alerta ante “tres tentaciones peligrosas: la del compromiso, por la que uno se conforma con lo que puede hacer; la de los sucedáneos, por la que uno intenta “llenarse” con algo distinto a nuestra unción; la del desánimo -que es lo más común-, por la que, insatisfecho, uno sigue adelante por pura inercia. Y aquí está el gran riesgo: mientras las apariencias permanecen intactas -“Yo soy sacerdote, yo soy cura”-, nos replegamos sobre nosotros mismos y seguimos adelante desmotivados; la fragancia de la unción ya no perfuma la vida y el corazón; y el corazón ya no se ensancha, sino que se encoge, envuelto en el desencanto” (Homilía la Misa Crismal de 2023).

3. La presencia del Espíritu y nuestra unción están íntimamente unidos a nuestra misión. Hemos sido ungidos para ser enviados. El Señor nos “ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; proclamar el año de gracia del Señor” (Lc 4,18-19). En el servicio fiel y entregado a nuestro ministerio encontraremos el camino de la alegría y de nuestro ardor, y también de nuestra santificación.

La primera misión que Dios nos ha confiado, queridos sacerdotes, es la de anunciar el Evangelio. Los pastores somos ministros, servidores, de la Palabra, el Verbo de Dios hecho carne, y de su Evangelio. Sí, queridos sacerdotes: Hemos sido ungidos para entregar nuestra vida al anuncio de la Palabra de Dios a los pobres, a los que sufren, siguiendo el ejemplo de Cristo, que dedicó toda su vida “a enseñar” (Act 1,1). San Pablo nos recuerda que “no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor” (2 Co 4,5). “Nosotros predicamos a Cristo crucificado” (1 Co 1,23). Y hemos de hacerlo en todo momento, a tiempo y a destiempo, con ocasión y sin ella, con cercanía y humildad, con respeto y con paciencia, buscando y transitando juntos los nuevos caminos de la evangelización, sin avergonzarnos nunca de Cristo, sabiendo que Dios tiene sus tiempos. Y sabiendo también que, como Jesús, no estamos solos en el anuncio de la Palabra. Dejémonos llevar por la fuerza y la sabiduría del Espíritu; fiémonos de la eficacia inherente a la Palabra de Dios, que es viva y eficaz.

Nuestro anuncio de la Palabra ha de ir refrendada por nuestro actuar sincero y coherente. A Jesús le escuchaban con admiración no porque dijera palabras deslumbrantes, sino porque era la Palabra encarnada y hablaba con unción. El hacía vida lo que predicaba. Ese debe ser nuestro estilo. La Palabra tiene fuerza de convicción cuando anida en nuestro interior mediante la oración y brilla con pulcritud en nuestra vida. Seamos dóciles a la unción del Espíritu Santo.

4. El Espíritu nos ha enviado a proclamar el año de gracia del Señor. Somos ministros de la gracia del Señor, que es vida divina y llega a nosotros a través de los sacramentos gracias a la presencia eficaz del Espíritu Santo. A los viandantes, la gracia nos llega, sobre todo, a través de la Eucaristía y de la Penitencia. El sacerdote, cuando administra los sacramentos, lo hace ‘in persona Christi capitis’. Por eso, cuando celebramos la Eucaristía es Cristo quien se ofrece al Padre por la salvación de los hombres. Cuando administramos el Sacramento de la Penitencia, es Cristo quien perdona los pecados. Para que nuestros fieles aprecien y acudan a los sacramentos, han de percibir en nosotros a Cristo, y que valoramos y vivimos lo que celebramos.

Cuidemos con esmero nuestra unión y relación con Cristo; nos ayudará a vivir con alegría y pasión nuestro ministerio sacerdotal. Este cambio de época nos urge a centrar nuestra vida en Cristo. Llevemos a los niños y jóvenes. y a las familias al encuentro de amor, personal y transformador con Cristo; es el fundamento de toda buena iniciación cristiana y la base de todo matrimonio cristiano.

Os pido a todos que facilitéis lo más posible a los fieles el acercarse a recibir el perdón y la gracia de Dios en el Sacramento de la Penitencia. Seamos ministros de la misericordia. Pero seremos mejores ministros de la misericordia de Dios si nosotros mismos somos asiduos receptores de la misma. Acudamos con frecuencia a recibir el abrazo del perdón misericordioso del Padre en el sacramento de la Penitencia.

El Espíritu del Señor nos ha enviado a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos. Los sacerdotes, como Jesús, hemos de reconocer que nuestra vida es don y entrega a los hermanos, en especial a los más pobres: a los desheredados y más desfavorecidos, a los afligidos y a los abatidos. Hemos de ejercer nuestro ministerio siempre desde el servicio de amor que libera y levanta, que sana y da consuelo, que aporta motivos para vivir y esperar, que reconforta y alegra el espíritu. Seremos guías auténticos de la comunidad cristiana si servimos con generosidad a todos los miembros del Pueblo de Dios, ayudándoles a crecer en la fe y vida cristiana, saliendo a buscar las ovejas perdidas y desorientadas, llevando a todos a Cristo.

5. Ese es el sentido de las promesas que hoy vamos a renovar. Es necesario recordar y testimoniar de modo creíble que sólo Dios en Cristo es la verdadera riqueza que llena de alegría el corazón y de sentido a la existencia. En Él está la alegría profunda que las promesas del mundo no pueden dar. El amor entregado a Cristo y la caridad pastoral apasionada por quienes nos han sido confiados es nuestra respuesta agradecida al don permanente del Espíritu Santo en nosotros. No nos dejemos llevar por el desaliento. Dejémonos encontrar y renovar por la gracia misericordiosa de Dios. Hoy queremos recordar y testimoniar ante el Pueblo de Dios que sólo Dios, su don y nuestro ministerio, son la verdadera riqueza que llena de sentido nuestra existencia. En Dios está la alegría profunda que las promesas del mundo no pueden dar.

En esta mañana brilla con especial intensidad nuestra condición de miembros de un único presbiterio. Esta concelebración es una llamada a vivir la comunión, la armonía, la unidad, la fraternidad, la misericordia de unos para con otros, la ayuda y la colaboración entre nosotros. Y también con los consagrados y los laicos, a los que agradezco su presencia, al tiempo que les ruego que recen por nosotros. Pedid al Señor que seamos fieles al don recibido; que seamos santos. Una oración especial os pido a todos por mí en el 23º aniversario de mi consagración episcopal: que sea vuestro pastor según el corazón de Cristo y mantenga fresca la unción del Espíritu de mi consagración episcopal.

No quiero terminar sin recordar en nuestra oración a nuestros sacerdotes ancianos y enfermos, a los que no nos pueden acompañar y a los que padecen algún tipo de dificultad o desafección. Al mismo tiempo encomendamos a la misericordia de Dios a los hermanos fallecidos en el último año: D. Serafín Tena Torner, D. Guillermo Sanchis Coscollá y D. Francisco Martí Gasulla.

Que a todos nos sostenga la santísima Virgen María, Madre del Señor y Madre de los sacerdotes. Que Ella nos obtenga a nosotros, frágiles vasijas de barro, la gracia de llenarnos de la unción divina. Dóciles al Espíritu del Señor, seremos ministros fieles de su Evangelio y del Pueblo santo de Dios. Amén

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Homilía en el Domingo de Ramos, en la Pasión del Señor

24 de marzo de 2024/0 Comentarios/en Noticias destacadas, Homilías, Homilías 2024/por obsegorbecastellon

25 de marzo de 2024

(Is 50,4-7; Sal 21; Filp 2,6-11;Mc 14, 1-15,47)

Comienza la Semana Santa

1. Con el Domingo de Ramos en la Pasión del Señor comienza la Semana Santa. La llamamos ‘santa’ porque en ella recordamos, celebramos y actualizamos los misterios santos que la han santificado: la pasión, muerte y resurrección del Señor. Ellos son fuente de vida y de salvación para todos.

“!Hosanna, el Hijo de David¡” y “!Crucifícalo¡ !Crucifícalo!” son las dos frases, que sintetizan la celebración de este Domingo. En la procesión hemos salido al encuentro del Señor con cantos y con palmas en nuestras manos. Hemos revivido lo que sucedió aquel día, en que Jesús, en medio de la multitud que le aclama como Mesías y Rey, entra en Jerusalén montado en un pollino. Tras la procesión de palmas nos hemos adentrado en la celebración de la Eucaristía, en que se actualiza la pasión y muerte en cruz de Cristo, que hemos proclamado en el relato de la Pasión, este año según San Marcos. 

La Palabra de Dios fija nuestra atención en Aquel que va a ser el centro de cuanto vamos a celebrar en estos días santos. Cristo Jesús, el Mesías, el Hijo de Dios, fiel y obediente a la voluntad del Padre y por un amor infinito hacia la humanidad, sigue el camino que le llevará a la cruz con el fin de abrirnos las puertas del Amor de Dios y de la Vida.

Entrega de Jesús por amor a la humanidad

2. Jesús se entrega voluntariamente a su pasión; no va a la cruz obligado por fuerzas superiores a él, sino por amor obediente a la voluntad del Padre y amor hecho entrega total a la humanidad. “Cristo se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2, 8). Jesús sabe que ha llegado su hora, y la acepta con la obediencia libre del Hijo y con infinito amor a los hombres. Jesús va a la cruz por nosotros; él lleva nuestros pecados a la cruz, y nuestros pecados le llevan a la cruz: fue triturado por nuestras culpas, nos dice Isaías (cf. Is 53, 5).

Al contemplar a Jesús en su pasión, vemos en él los sufrimientos y pecados de toda la humanidad. Cristo, aunque no tenía pecado alguno, tomó sobre sí lo que el hombre no podía soportar: la injusticia, las mentiras, las violencias, los adulterios, el odio, el sufrimiento y, por último, la muerte. En Cristo, el Hijo del hombre humillado y sufriente, Dios acoge, perdona y ama a todos. En la cruz, Dios restablece la comunión con los hombres y de los hombres entre sí, y da de este modo el sentido último a la existencia humana. Somos creaturas del amor de Dios y estamos llamados a su amor. La cruz es el abrazo definitivo de Dios a los hombres. Desde ese abrazo de Cristo en la cruz lo más hondo del misterio del hombre ya no es su muerte, sino la Vida sin fin en el amor de Dios. La cruz ha roto las cadenas de nuestra soledad y de nuestro pecado; la cruz ha destruido el poderío del pecado y de la muerte. Desde la pasión del Hijo de Dios, la pasión del hombre ya no es la hora de la derrota, sino la hora del triunfo: el triunfo del amor infinito de Dios sobre el pecado y sobre la muerte.

La Semana Santa nos invita a acoger este mensaje de la cruz. Al contemplar a Jesús, el Padre quiere que aceptemos seguirlo en su pasión, para que, reconciliados con Dios en Cristo, compartamos con El la resurrección.

La Semana Santa: expresión de fe

3. “Cristo por nosotros se sometió incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el nombre que está sobre todo nombre” (Flp 2,9). Estas palabras del apóstol san Pablo expresan nuestra fe: la fe de la Iglesia. La Semana Santa nos sitúa de nuevo ante Cristo, vivo en su Iglesia. El misterio pascual – la pasión, muerte y resurrección del Señor-, que revivimos durante estos días, es siempre actual. Todos los años, durante la Semana santa, se renueva la gran escena en la que se decide el drama definitivo para toda la humanidad y para cada persona. Nosotros somos hoy contemporáneos del Señor. Y, como la gente de Jerusalén, como los discípulos y las mujeres, estamos llamados a decidir si lo acogemos y creemos en él o no, si estamos con él o contra él, si somos simples espectadores de su pasión y muerte o, incluso, si le negamos con nuestras palabras, actitudes y comportamientos.

Como cada año, estos días santos quieren conducirnos a la celebración del centro de nuestra fe: Cristo Jesús y su misterio Pascual. Este es el centro de todas las celebraciones de esta Semana Santa, de las litúrgicas, de las procesionales y de las representaciones de la pasión. Pero ¿creemos de verdad en Cristo Jesús y que sólo en Él está la Salvación? Y, si es así, ¿ayudamos a otros a acercarse a Jesús para que se encuentren o reencuentren con Él y crean en Él?

Llamada a vivir con fidelidad nuestro ser cristiano

4. En la pasión se pone de relieve la fidelidad de Jesús a Dios Padre y a la humanidad; una fidelidad que está en contraste con la infidelidad humana. En la hora de la prueba, mientras todos, también los discípulos, incluido Pedro, abandonan a Jesús (cf. Mt 26, 56), él permanece fiel, dispuesto a derramar su sangre para cumplir la misión que le confió el Padre. Junto a él permanece María, silenciosa y dolorosa. Aprendamos de Jesús y de su Madre y Madre nuestra. La verdadera fuerza del cristiano está en vivir fiel a su condición de cristiano y en su testimonio de la verdad del Evangelio, resistiendo a las corrientes contrarias o a las incomprensiones. Es el camino que vivió el Nazareno; es el camino de sus discípulos, los cristianos, de hoy y de siempre.

En su pasión y muerte, Jesús, el Hijo de Dios, nos ha abierto el camino para que todos podamos seguirle, con la certeza de que, por difícil y duro que nos parezca el camino, quien le siga encontrará en Él la Vida y la Salvación. Os invito a vivir estos días acercándonos al Sacramento de la Confesión, para que, purificado nuestro pasado, dejemos que Cristo brille en nosotros.

Exhortación final

5. En estos días santos se hace presente todo lo más grande y profundo que tenemos y creemos los cristianos. ¡Abramos las puertas de nuestro corazón a Cristo que nos ama! Que nuestra participación en las celebraciones nos adentren en un renovado despertar de nuestra fe, de nuestra esperanza y de nuestro amor.

Así se lo pido a María que supo estar al lado de su Hijo Jesucristo. Que Ella, como buena Madre, nos ayude a ser fieles seguidores de su Hijo. Amén.

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Homilía en el 750º aniversario de la fundación de la parroquia de San Jaime de Vila-real

25 de febrero de 2024/0 Comentarios/en Homilías, Homilías 2024, Noticias destacadas/por obsegorbecastellon

II Domingo de Cuaresma – 24 de febrero de 2024

(Gn 22, 1-2. 9-13. 15-18;  Sal 115; Rom 8, 31b-34; Mc 9, 2-10 22)

Hermanas y hermanos, muy amados todos en el Señor

1. Hoy es un día grande para vuestra parroquia de San Jaime Apóstol, para la Ciudad de Vila-real, para nuestra Iglesia diocesana. Hoy es un día de alegria y de acción de gracias a Dios. Celebramos el 750º Aniversario de vuestra Parroquia de San Jaime Apóstol de Vila-real. Recordemos. El 22 de febrero del año del Señor de 1274, dos días después de haber extendido la Carta Pobla de Vila-real, el Rey D. Jaime I concede la Rectoría de la iglesia de Vila-real a Juan Gutiérrez, tío de Bartolomé Tomás, secretario del rey. Queda así también fundada vuestra parroquia y Juan Gutiérrez es su Primer Rector o Cura. El rey le concede la parroquia “con todos sus derechos y obligaciones, para que la sirva día y noche y a cada hora, y la posea en paz”. El rey manda “a los Alcaldes, Justicias y a todos los vecinos de este lugar, para el presente y el futuro, que tengan esta donación suya y concesión por firme e inviolable y no la contradigan ni permitan que nadie la contradiga de alguna manera ni por ninguna razón”.

Los vecinos de la Villa y primeros feligreses de la parroquia, proceden de Lérida y la Seo de Urgel, de Morella y parte de Aragón. La parroquia va consolidándose con la religiosidad de todos ellos, que promueven las devociones a San Jaime Apóstol, a San Lorenzo mártir, a los Santos Abdón y Senén, patronos de los agricultores valencianos, con sus respectivas cofradías. También la devoción a la Virgen de Gracia viene de los primeros pobladores, originarios de pueblos de la Seo de Urgel, que traen consigo una Imagen de su Patrona; la entronizan en la iglesia y, en una romería a “Las Ermitas del Mijares” la dejan al cuidado de un ermitaño en su “Cuevecita”. La devoción al Cristo, llamado del Hospital o del rey D. Jaime, se origina con la fundación del Hospital por el mismo rey, el 19 de abril de 1275, que manda levantar un hospital en el Barranquet. Mas tarde, los Franciscanos alcantarinos fundaron su convento, donde vivió y murió Pascual Bailón, patrono de la ciudad. 

Las Actas de Visitas Pastorales, desde la del Obispo de Tortosa Paholac en 1315 (a los 40 años de la fundación), hasta la última de 2012, nos hablan de una rica y fecunda vida parroquial. Desde aquel 22 de febrero de 1274, vuestra parroquia de San Jaime ha sido presencia palpable del amor de Dios para los hombres y mujeres de esta Ciudad. En ella y a través de ella, numerosos han sido quienes han recibido la fe cristiana, han sido engendrados a la vida de los hijos Dios, han sido incorporados a Cristo y a la comunidad de la Iglesia por el Bautismo; muchos han sido también quienes en ella y por medio de ella han conocido a Jesús, se han encontrado con Él y han madurado en la fe mediante la escucha y la acogida de la Palabra de Dios y han alimentado su vida cristiana en la oración y en los sacramentos; otros muchos han descubierto y seguido aquí el camino de su vocación cristiana, sacerdotal, religiosa, matrimonial o laical, han encontrado en ella fuerza para la misión y el testimonio de fe, motivos para la esperanza, consuelo en la aflicción y ayuda en la necesidad.

Nuestra alegría se hace esta tarde acción de gracias a Dios. Sin su permanente presencia misericordiosa, nada hubiera sido posible. A Dios damos gracias por todos los dones recibidos a lo largo de estos largos años. Gracias le damos por vuestra comunidad parroquial y por cuantos la han formado en el pasado y la integráis en el presente; gracias damos a Dios por la entrega generosa de los 45 párrocos que la han pastoreado y por la labor de vicarios parroquiales y otros sacerdotes que la han servido.

Y ¿cómo no dar gracias al Señor por todos los que han colaborado activa y generosamente en la vida litúrgica, en la catequesis, en el trabajo pastoral con los niños, los adolescentes y los adultos, con los enfermos y los más desfavorecidos? Gracias, Señor, también por todos aquellos que de un modo callado y sin notoriedad, han contribuido a la vida de esta comunidad mediante su oración fervorosa, su vida y obras de santidad, el ofrecimiento de su dolor hasta el martirio o su contribución económica. Gracias damos a Dios por la rica vida asociativa en el pasado y en el presente: cofradías, asociaciones y congregaciones.

2. Sí; el trabajo realizado ha sido mucho; pero siempre queda mucho por hacer para que el amor misericordioso de Dios llegue a todos, máxime en estos tiempos recios: tiempos de enfriamiento de la fe, de alejamiento de la comunidad cristiana, de indiferencia religiosa y descristianización. ¿Desde donde hemos de vivir y acometer el presente? Desde la fe y la confianza en la presencia del Señor Resucitado en medio de nosotros. La palabra de Dios de este Domingo nos recuerda que Dios está con nosotros, en su hijo muerto en cruz y resucitado para que todo el crea en Él tenga vida eterna. Dios “no perdonó a su propio Hijo, antes le entregó por todos nosotros” (Rom 8, 32). Y “si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?” (Rom 8, 31b). Dios Padre nos pide escuchar a su Hijo: “Este es mi Hijo amado; escuchadlo» (Mc 9, 7). Siempre y, sobre todo, en el tiempo de Cuaresma estamos llamados de un modo particular a escuchar, seguir y anunciar al Señor, Vivo, presente entre nosotros.

Como Iglesia hemos de caminar siempre desde la fe en el Señor Resucitado con esperanza y en la caridad, sabiendo que el Señor Jesús camina con nosotros y cooperando todos para que esta vuestra parroquia sea una comunidad viva en sus miembros y misionera hacia los alejados y hacia los que aún no conocen a Jesucristo.

 El Papa Francisco nos recuerda que “la parroquia  ha de ser “capaz de reformarse y adaptarse continuamente” para seguir siendo “la misma Iglesia que vive entre las casas de sus hijos y de sus hijas” (Evangelii gaudium, n. 28). El Santo Padre nos llama constantemente a una conversión personal y comunitaria, y a una conversión o renovación pastoral de la parroquia para estar “todavía más cerca de la gente, ser ámbito de viva comunión y participación y orientada completamente a la misión” (ibíd.).

No lo olvidéis; vuestra parroquia está llama a ser en el barrio signo de la presencia amorosa de Dios, espacio donde Dios sale al encuentro de los hombres, para comunicarles su amor que crea lazos de comunión fraterna. Es Dios Padre quien, habitando entre los suyos y en su corazón, hace de ellos su santuario vivo por la acción del Espíritu Santo. Vuestra parroquia será viva en la medida en que todos vosotros, sus miembros, viváis fundamentados y ensamblados en Cristo, piedra angular; vuestra comunidad parroquial será iglesia viva si por vosotros corre la savia de la Vid y de la misericordia que es Cristo, que transforma nuestro corazón nos hace misericordiosos como el Padre y nos envía a anunciar las obras de misericordia.

Vuestra parroquia de San Jaime está llamada una a ser una comunidad de hermanos y hermanas en la fe, una familia de familias, donde todos sean y se sientan acogidos, valorados, acompañados, donde todos y cada uno se sienta en su propia casa, en su propia familia; una comunidad donde se viva y se fortalezca la comunión entre todos y se comparta la vida y la misión de la parroquia; una comunión, que ha de basarse en la comunión con Dios, que hace de todos hermanos y nos llama a vivir la fraternidad; y una comunidad misionera, una comunidad siempre en salida para que Cristo y su Evangelio salvador llegue a todos, a los más cercanos y a los más lejanos, donde la alegría del evangelio llegue a todas las periferias existenciales.

3. En vuestra parroquia, el Espíritu de Dios actúa especialmente a través de los signos de la nueva alianza, que ella ofrece a todos: la Palabra de Dios, los sacramentos y la caridad.

La Palabra de Dios, anunciada y acogida con corazón bien dispuesto, os llevará al encuentro gozoso con el Señor. La Palabra de Dios es luz, que os iluminará en el camino de vuestra existencia, que os fortalecerá, os consolará y os unirá. La proclamación y explicación de la Palabra en la fe de la Iglesia, la catequesis de iniciación cristiana y la formación de todos no sólo deben conduciros a conocer más y mejor a Cristo y su Evangelio así como las verdades de la fe y de la moral cristianas; os han de llevar y ayudar a todos y a cada uno a la adhesión personal a Cristo y a su seguimiento gozoso en el seno de la comunidad eclesial.

En la comunidad parroquial,Dios se nos da también a través de los Sacramentos. Al celebrar y recibir los sacramentos participamos de la vida de Dios; por los Sacramentos se alimenta y reaviva nuestra existencia cristiana, personal y comunitaria; por los Sacramentos se crea, se acrecienta o se fortalece la comunión con la parroquia, con la Iglesia diocesana y con la Iglesia Universal.

Entre los sacramentos destaca la Eucaristía. Es preciso recordar una y otra vez que la Eucaristía es el centro de la vida de todo cristiano, el centro y el corazón de toda la vida de la comunidad parroquial. Toda parroquia ha de estar centrada en la Eucaristía Además “la Eucaristía da al cristiano más fuerza para vivir las exigencias del evangelio…” (Juan Pablo II). Sin la participación en la Eucaristía es imposible permanecer fiel en la vida cristiana. Como un peregrino necesita la comida para resistir hasta la meta, de la misma forma quien pretenda ser cristiano necesita el alimento de la Eucaristía. El domingo es el momento más hermoso para venir, en familia, a celebrar la Eucaristía unidos en el Señor con la comunidad parroquial. Los frutos serán muy abundantes: de paz y de unión familiar, de alegría y de fortaleza en la fe, de comunidad viva y evangelizadora.

La participación sincera, activa y fructuosa en la Eucaristía os llevará necesariamente a vivir la fraternidad, os llevará a practicar la caridad, os remitirá a la misión, os impulsará a la transformación del mundo. Los pobres y los enfermos, los marginados y los desfavorecidos han de seguir teniendo un lugar privilegiado en vuestra parroquia. Ellos han de ser atendidos con gestos que demuestren, por parte de la comunidad parroquial, el amor y la misericordia de Cristo Jesús. Ellos, su vez, os evangelizarán, os ayudarán a descubrir a Cristo Jesús. Como nos recuerda el Evangelio, Jesús mismo se identifica con los hambrientos y sedientos, con los enfermos y encarcelados o con los forasteros: “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40).

La celebración frecuente del Sacramento de la Penitencia será aliento y esperanza en vuestra experiencia cristiana. La humildad y la fe van muy unidas. Sólo cuando sabemos ponernos de rodillas ante Dios por el sacramento de la confesión y reconocemos nuestras debilidades y pecados podemos decir que estamos en sintonía con el Padre Dios “rico en misericordia” (Ef 2,4). En el sacramento de la Penitencia se recupera y se fortalece nuestra comunión con Dios y con la comunidad eclesial; la experiencia del perdón de Dios nos da fuerza para la misión, nos empuja a ser testigos de su misericordia, testigos del perdón y de la reconciliación.

La vida cristiana, personal y comunitaria, se debilita cuando estos dos sacramentos decaen. Y en nuestra época, si queréis vivir como cristianos, si queréis superar los miedos a serlo y confesarlo ante la indiferencia o los ataques, si queréis ser evangelizadores auténticos no podréis hacerlo sin la experiencia profunda de estos dos sacramentos. Un creyente que no se confiesa con cierta frecuencia y no participa en la Misa dominical, termina en poco tiempo apartándose de Cristo y se convierte en un cristiano amorfo. Su fe se esfuma, deja de tener consistencia.

Regenerados por la Palabra y los Sacramentos os convertiréis en ‘piedras vivas’ del edificio espiritual,  de la comunidad parroquial, de la vuestra gran familia de familias. Es decir: una comunidad que acoge y vive a Cristo y su Evangelio; una comunidad que proclama y celebra la alianza amorosa de Dios; una comunidad que aprende y ayuda a vivir la fraternidad cristiana conforme al espíritu de las bienaventuranzas; una comunidad que ora y ayuda a la oración; una comunidad en la que todos sus miembros se sienten y son corresponsables en su vida y su misión al servicio de la evangelización en una sociedad cada vez más descristianizada; una comunidad que vive la caridad hacia adentro y hacia afuera, que es fermento de nueva humanidad, de transformación del mundo, de una cultura de la vida y del amor, de la misericordia y el encuentro, de la justicia y de la paz.

4. Al celebrar el 750º Aniversario de vuestra parroquia miramos, rezamos y contemplamos a la Santísima Virgen María, Nuestra Señora de Gracia. Ella es nuestra madre espiritual porque nos da a Cristo, el Hijo de Dios, fuente de vida y salvación; ella orienta nuestra mirada hacia su Hijo: ella nos muestra y nos lleva a su Hijo, ella nos lleva a Dios. Jesús nos invita a acogerla “en nuestra casa”: es decir, en nosotros mismos, en nuestras familias, en nuestra sociedad. María es nuestra madre, os protege, nos alienta y no deja de decirnos: “Haced lo que Él os diga” (Jn. 2,5). Amén.

+ Casimiro López Llorente

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Toda la información de la Iglesia de Segorbe-Castellón en la semana del cónclave y de la elección de León XIV como Papa
Castellón ha vivido un fin de semana repleto de fervor y tradición en honor a su patrona, la Mare de Déu del Lledó, con motivo de su fiesta principal. Los actos litúrgicos y festivos han contado con una alta participación de fieles, entidades sociales, culturales y representantes institucionales de la ciudad, en un ambiente marcado por la devoción mariana y la alegría pascual.
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#JornadaMundialdelasComunicacionesSociales

📄✍️ Hoy se celebra la 58º Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales. «#InteligenciaArtificial y sabiduría del corazón: para una comunicación plenamente humana» es el tema que propone @Pontifex_es 💻❤️

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12 May 2024

#CartaDelObispo #MayoMesDeMaria

💐🙏 El Obispo nos exhorta, en su carta semanal, a contemplar a la Virgen e imitarla en su fe, esperanza y caridad, porque ella dirige siempre nuestra mirada hacia Jesús; y nos ofrece y nos lleva a Cristo ✝️

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📬 El Papa Francisco felicitó a D. Casimiro por sus bodas de oro sacerdotales en una carta fechada el 31 de marzo y recibida el 6 de mayo. En ella, el Santo Padre expresaba su gratitud por “su ministerio de servicio a la comunión en el pueblo santo de Dios” y le impartía su bendición⛪🙏 ... Ver másVer menos

El Papa Francisco felicitó a D. Casimiro por sus bodas de oro sacerdotales: "Con gratitud por su ministerio de servicio a la comunión" - Obispado Segorbe-Castellón

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El Papa Francisco felicitó al Obispo de Segorbe-Castellón, Mons. Casimiro López Llorente, con motivo de sus bodas de oro sacerdotales, que celebró el pasado 6
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