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Homilía en la Ordenación de Diácono de Fray César de Nazareth Blanco Hernández

30 de octubre de 2022/0 Comentarios/en Noticias destacadas, Homilías, Homilías 2022/por obsegorbecastellon

O. de la Merced

Iglesia parroquial de San José Obrero de Castellón, 29 de octubre de 2022

(Sab  9, 1-18;  Sal 83, 3-12; Stg 3, 13-18; Mt 25, 31-40)

Hermanas y hermanos muy amados todos en el Señor, querido César.

1. “Nada nos separará del amor de Dios” (cf. Rom 8, 35-39). Así hemos cantado en la aclamación al salmo. Hoy damos, ante todo, gracias a Dios la vocación al sacerdocio en la Orden de la Merced y por la ordenación diaconal de nuestro hermano César. Porque tu vocación al sacerdocio, que se verifica hoy por la llamada de la Iglesia, y tu ordenación son un don del amor de Dios, que nunca nos abandona. “Nos me habéis elegido vosotros a mi; soy yo quien os elegido a vosotros”, nos dice Jesús (Jn 15.16). Dios puso un día en tu corazón la semilla de tu vocación: una llamada que descubriste gracias a las convivencias vocacionales en el Seminario Mercedario “San Pedro Nolasco” de Palmira (Venezuela) en 2011, y gracias al acompañamiento de la comunidad de Padres Mercedarios de San Juan de los Morros, y, en especial de Fr. Eduardo Pérez, que, como acólito, te enseñó a servir en la Eucaristía. Fue tu experiencia al participar por primera vez en una ordenación sacerdotal (de Fr. Juan Duque) lo que te decidió a ingresar en el Seminario en 2012, con tan solo dieciséis años. 

Dios, que te dio la vocación, ha ido cuidando también de ti y te ha ido enriqueciendo con sus dones a lo largo de estos años de discernimiento y maduración de la llamada: los años de filosofía, de noviciado, de estudiantado y de teología hasta tu Profesión de Votos solemnes, en abril de este año. Gracias damos a Dios por tu vocación, por tu corazón disponible, generoso y agradecido; gracias le damos por tu fe confiada en el Señor, que te ha ayudado a superar miedos y temores; gracias a Dios damos por tu familia sencilla, pero trabajadora, que ha apoyado tu vocación y no ha obstaculizado tu respuesta; gracias le damos por la ayuda que en el camino de maduración de tu vocación te han prestado las comunidades mercedarias, los amigos y los compañeros y, sobre todo, tus formadores: gracias a todo ello te has convertido en tierra buena donde la semilla va dando sus frutos. Uno de esos frutos es tu ordenación diaconal. 

Por todo ello, nuestra celebración es un motivo de alegría y de esperanza para la Orden de la Merced y para la Iglesia universal. Hoy nos consuela ver que, no obstante la penuria vocacional que padecemos, Dios sigue llamando; pese a las circunstancias adversas, hay todavía tierra buena donde la semilla de la vocación al sacerdocio es acogida, madura y va dando sus frutos.

2. Mediante la imposición de mis manos y la oración consagratoria, el Señor va a derramar sobre ti el Espíritu Santo y te va a consagrar diácono para siempre. Al ser ordenado de diácono participarás de los dones y del ministerio que los Apóstoles recibieron del Señor Resucitado y serás en la Iglesia y en el mundo signo e instrumento de Cristo, Siervo, que vino no “para ser servido sino para servir”. El Señor imprimirá en ti una marca profunda e imborrable, que te conformará para siempre con Cristo Siervo. Él espera que seas en todo momento con tu palabra y con tu forma de vida signo de Cristo Siervo, obediente a la voluntad del Padre hasta la muerte. Sé en todo momento, como Bernabé, hombre de bien, lleno de Espíritu Santo y de fe, para que otros muchos se acerquen y adhieran al Señor (cf. Act 11,24).

Al ser ordenado diácono eres llamado, consagrado y enviado para llevar a cabo un triple servicio, una triple diaconía: la de la Palabra, la de la Eucaristía y la de la caridad. Fortalecido con el don del Espíritu Santo, ayudarás al Obispo y a los sacerdotes en el anuncio de la Palabra, en el servicio del Altar y en el ministerio de la caridad, mostrándote servidor de todos, especialmente de los más pobres y necesitados.

3. Es tarea del Diácono el servicio de la Palabra, la proclamación del Evangelio como también la de ayudar a los presbíteros en la explicación de la Palabra de Dios. En la ceremonia de ordenación te entregaré el Evangelio con estas palabras: «Recibe el Evangelio de Cristo, del cual has sido constituido mensajero: convierte en fe viva lo que lees y lo que has hecho fe viva enséñalo, y cumple aquello que has enseñado».

Como servidor de la Palabra eres a la vez destinatario y mensajero la Palabra. Para que tu enseñanza de la Palabra de Dios sea creíble, habrás de acoger con fe y hacer vida el Evangelio que anuncias. Antes de nada, el mensajero del Evangelio ha de escuchar, estudiar, comprender, contemplar, asimilar y hacer vida propia la Palabra de Dios: el buen mensajero se deja configurar, guiar y conducir por la Palabra, de modo que ésta sea la luz para su vida, transforme sus propios criterios y lo lleve a un estilo de vida según el Evangelio. Esto pide delicadeza espiritual y valentía para dejar las cosas que creemos de valor y en realidad no lo tienen. La cerrazón de corazón, el egoísmo, la envidia, la vanidad, el afán de poseer, la comodidad o la tibieza hacen infecunda la buena sementera de la Palabra de Dios.

Por la ordenación diaconal, vas a ser constituido en mensajero de la Palabra de Dios. La Palabra de Dios no es nuestra palabra. En último término, la Palabra de Dios es el mismo Jesucristo quien pasará a otros por medio de tus labios y de tu vida, para que se encuentren con Él, se conviertan y adhieran a Él, se hagan discípulos misioneros suyos. Como a los Apóstoles, el Señor te envía y te dice hoy: “Id y haced discípulos a todos los pueblos” (Mt 28, 19).

La Palabra de Dios es viva y eficaz, es incisiva, inquieta la falsa paz de muchas conciencias, corta cualquier ambigüedad y cura los corazones más endurecidos. Serás mensajero de la Palabra de Dios tal como ésta nos llega en la tradición viva de la Iglesia, y no con interpretaciones personales que miren halagar los oídos o adaptarse a un mundo alejado de Dios. La Palabra de Dios pide ser proclamada y enseñada sin reduccionismos, sin miedos, sin complejos y sin fisuras ante la cultura dominante o lo políticamente correcto. No olvides nunca que la Palabra no se impone, sino que se propone. ¡Cuánto respeto, cuánta oración, cuánto sentido del temor y del amor debe anidar en el interior de aquel, que hace resonar la Palabra de Dios y que debe explicar su sentido para la vida de las personas, de la comunidad eclesial y de la misma sociedad!.

Confiados en la fuerza inherente de la Palabra de Dios no tengamos miedo de ofrecerla como el único camino que ilumina los caminos de todo hombre y lleva a la Vida plena y feliz. La Palabra de Dios es la única es capaz de derribar los ídolos y las falsedades mundanas, y de liberar al hombre de las diversas formas de esclavitud y de pecado, que truncan su verdadera dignidad y su vocación más alta. Como heraldo del Evangelio estás destinado a ser profeta de un mundo nuevo, de la nueva creación instaurada por la muerte y resurrección del Señor; eres portador de un mensaje que arroja la luz sobre los problemas claves del hombre y que no se cierra en los pobres horizontes de este mundo.

4. Como diácono serás también colaborador del Obispo y del sacerdote en la celebración de la Eucaristía, el gran “misterio de la fe”. Tendrás también el honor y el gozo de ser su servidor. Se te entregará el Cuerpo y la Sangre del Salvador para que lo reciban y se alimenten los fieles. Trata siempre los santos misterios con íntima adoración, con recogimiento exterior y con devoción de espíritu, consciente de la alta dignidad de su tarea.

Al diácono se confía de modo particular el ministerio de la caridad, que se encuentra en el origen de la institución de la diaconía. El ministerio de la caridad dimana de la Eucaristía, fuente y cima de la vida de la Iglesia. Cuando la Eucaristía es efectivamente el centro de la vida del diácono no sólo lleva a los creyentes al encuentro de la comunión con Cristo, sino que también le lleva y le da la fuerza para el encuentro en la comunión con los hermanos. Atender a los pobres y necesitados, tener en cuenta las penas y los sufrimientos de los hermanos, ser capaz de entregarse en bien del prójimo: estos son los signos distintivos del diácono, discípulo del Señor, que se alimenta con el Pan Eucarístico. El amor al prójimo no se debe solamente proclamar, sino que se debe ante todo practicar.

5. El Señor nos ha dado ejemplo de siervo y servidor. En tu condición de diácono, es decir, de servidor de Jesucristo, sirve con amor y con alegría a Cristo presente en los hermanos: en los hambrientos y sedientos, en los forasteros y desnudos, en los enfermos y en los encarcelados (cf. Mt 25, 31-40), Sé compasivo y misericordioso, acogedor y benigno; dedica a los demás, en especial a los encarcelados, tu persona, tus intereses, tu tiempo, tus fuerzas y tu vida; sé servidor de la Misericordia. El diácono debe ser la viva y operante expresión de la caridad de la Iglesia: pan para el hambriento, luz para el ciego, consuelo para el triste y apoyo para el necesitado.

Para ser fiel a este triple servicio vive día a día enraizado en lo más profundo del misterio eclesial, de la comunión de los santos y de la vida sobrenatural; vive sumergido en la plegaria de modo que tu trabajo diario esté lleno de oración. Sé fiel a la celebración de la Liturgia de las Horas; es la oración incesante de la Iglesia por el mundo entero, que te está encomendada de modo directo. Esfuérzate en fijar tu mirada y tu corazón en Dios con la oración personal diaria. La oración te ayudará a superar el ruido exterior, las prisas de la jornada y los impulsos de tu propio yo, y así a purificar tu mirada y tu corazón: la mirada para ver el mundo con los ojos de Dios y el corazón para amar a los hermanos con el corazón de Cristo. Así encontrarás en la oración el humus necesario para vivir tu promesa de disponibilidad y obediencia a Dios, a tus Superiores y así a los hermanos.

El celibato que acoges libre, responsable y conscientemente, y que prometes observar durante toda la vida por el reino de los cielos y para servicio de Dios y de los hermanos sea para ti símbolo y, al mismo tiempo, estímulo de tu servicio y fuente de fecundidad apostólica. No olvides que el celibato es un don de Cristo que tanto mejor vivimos, cuanto más centrada está nuestra vida en Él. Movido por un amor sincero a Jesucristo, tu consagración se renovará día a día. Por tu celibato te resultará más fácil consagrarte con corazón indiviso al servicio de Dios y de los hombres.

6. Queridos hermanos todos: Dentro de pocos momentos suplicaré al Señor para que derrame el Espíritu Santo sobre este hermano, con el fin de que le “fortalezca con los siete dones de su gracia y cumplan fielmente la obra del ministerio”. Unámonos todos en esta suplica. Que la Virgen María, Nuestra Señora de la Meced, sierva y esclava del Señor, interceda para que este hermano nuestros reciba una nueva efusión del Espíritu Santo. Y oremos a Dios, fuente y origen de todo don, que nos conceda semillas de nuevas vocaciones al ministerio ordenado, en la Orden de la Merced y en nuestra Iglesia diocesana. A Él se lo pedimos por Jesucristo Nuestro Señor.

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Homilía con motivo de la visita de la Virgen Peregrina a Moncofa

12 de julio de 2022/1 Comentario/en Noticias destacadas, Homilías, Homilías 2022/por obsegorbecastellon

Moncofa, Ermita de Santa María Magdalena, 9 de julio de 2022

***

(Ap 21, 1-5a; Rom 12, 9-13; Jn 19, 25-27)

Amados todos en el Señor.

Queridos D. Jesús Vilar, Párroco de Moncofa,  Sr. Vicerrector de la Basílica de Ntra. Sra. de los Desamparados, hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente. Saludo con afecto al Consejo parroquial de pastoral y a la Comisión organizadora de la visita de la Peregrina. Saludo con respeto a Sr. Alcalde de Moncofa y a los miembros de la Corporación municipal, al Sr. Capitán de la Guardia Civil, a la Reina de las fiestas y sus damas de honor. Saludo con agradecimiento al Presidente de la Archicofradía y de la Hermandad de seguidores, a la Sra. Camarera y a los portadores de la Virgen.

1. La parroquia y el pueblo de Moncofa, y todos los devotos de la Virgen María estamos muy alegres, porque ha venido a visitarnos la ‘Peregrina’, la Mare de Déu dels Desamparats. Esta tarde estamos convocados por su Hijo, el Señor resucitado, para honrar, contemplar y rezar una vez más a su Madre y Madre nuestra. Al Señor Jesús queremos darle gracias porque nos ha dado a su Madre como nuestra Madre. Sintamos su presencia en nuestra vida para que nunca nos sintamos desamparados en nuestros desvalimientos y dificultades.

Vuestra presencia es testimonio de vuestra devoción a la Mare de Déu dels Desamparats. Las palabras del Evangelio, “y desde aquella hora el discípulo la recibió como algo propio”, tiene un significado muy hondo para todos nosotros. En Juan estamos representados todos los discípulos de Jesús; y como él la recibimos como algo propio.  María es nuestra Madre y forma parte de nuestra vida. La Mare de Déu es y la sentimos como Madre nuestra: es la madre que nunca nos abandona. ¿No es éste el significado profundo de nuestra alegría y de la manifestación de devoción y cariño a la Virgen Peregrina en estos días? Nuestra presencia aquí, no es algo postizo: es expresión sentida de nuestro amor a la Madre. La hemos recibido en vuestra vida con todas las consecuencias. Juan “la recibió como algo propio”, es decir, como su propia madre. No se trata sólo de acogerla por unos días. Los discípulos de Jesús recibimos un verdadero tesoro, justamente para que no sintamos nunca desamparados, y, sobre todo, para que vivamos como auténticos discípulos de Cristo. Porque la Virgen María es la Madre de Dios: ella nos da a Dios y quiere llevarnos a su Hijo, el Hijo de Dios, para que creamos en Él, le sigamos y seamos sus testigos allá donde nos encontremos.  

¡Qué bendición tan grande tiene vuestra parroquia y vuestro pueblo de Moncofa al ser visitados de esta manera tan singular por la Virgen Santísima! Vuestra acogida es signo de vuestro amor de hijos a la Madre. Lo muestra vuestra numerosa participación en esta celebración; lo expresan vuestros cantos y piropos a la Mare, y lo muestra la ofrenda de flores de ayer tarde; lo expresa la procesión por las calles del pueblo entre lágrimas y aplausos. Moncofa, ¡qué grande eres y que auténtica te manifiestas cuando abres tu corazón a la Virgen!

2. Y, si recibimos así a María, podríamos preguntarnos, ¿qué nos trae la Virgen con su visita para cada uno de nosotros? La Palabra de Dios que hemos proclamado nos señala algunas especialmente importantes. Es bueno recordarlas.

En primer lugar de la Mare de Déu podemos decir: “Ésta es la morada de Dios con los hombres”. Así lo hemos escuchado en la primera lectura, tomada del libro del Apocalipsis. Sí, hermanos: la Virgen María fue la primera morada del Dios en este mundo: en ella el mismo Dios se hizo Hombre entre nosotros. Desde los primeros siglos a la fe en Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, está unida una veneración particular a su Madre: ella tuvo la dicha de concebir en su seno virginal al Hijo de Dios, compartiendo con ella incluso el latido de su corazón. 

¡Qué maravilla si somos capaces de unir nuestro corazón al latido del corazón de María! En su latido de corazón de Madre sentiremos la presencia y cercanía de Dios; en su latido acogeremos el amor de Dios hacia nosotros y le responderemos con el nuestro, como María; en este latido viviremos el amor fraterno con todos con cuantos nos encontremos en nuestro camino; y este amor fraterno será donación de si, entrega desinteresada, misericordia, perdón, renuncia, ayuda al hermano; buscaremos siempre el bien que elimina hambres, injusticias, discriminaciones, que va siempre orientado hacia la verdad y el bien del otro. ¡Qué belleza adquiere la vida humana, cuando nuestro corazón late con la fuerza que el corazón de nuestra Madre pone en nuestras vidas!

En un segundo lugar la Mare de Déu nos enseña a vivir siempre animados por la caridad a Dios y al prójimo: por una caridad franca y verdadera, sin fingimiento ni farsas, siendo capaces de aborrecer lo malo y de apegarnos a lo bueno (Rom 12, 9), para vivir siempre con esperanza y en la alegría de saberse amados por Dios. Esta es la caridad que impulsó a María a aceptar ser Madre de Dios y Madre nuestra. Este es el amor que la llevó a olvidarse de sí misma para ponerse en manos de Dios, para acoger y cuidar la vida, para pasar los primeros meses de su embarazo al servicio de su prima Isabel, para unirse al ofrecimiento de la vida a su Hijo en la Cruz por la salvación de todos los hombres.

¡Qué hondura tiene la vida de nuestra Madre! El Espíritu Santo que hizo presente al Hijo de Dios en la carne de María, ensanchó su corazón hasta la dimensión del corazón de Dios y la impulsó por la senda de la caridad. El mismo Espíritu Santo que la cubrió con su sombra, hizo que se pusiera al servicio de su prima Isabel, de los sirvientes en las bodas de Caná, de los discípulos del Señor, de todos nosotros. El Espíritu Santo la impulsa a salir a la misión para ir al encuentro del prójimo necesitado, quien le da la fuerza para afrontar las dificultades y los peligros para su vida. Todo gesto de amor genuino de María, contiene en sí un destello del misterio infinito del amor de Dios: la mirada de atención al hermano, estar cerca de él, compartir su necesidad, curar sus heridas, responsabilizarse de su futuro, todo, hasta los más mínimos detalles, está animado por el Espíritu de Cristo.

Ojalá que también nosotros sepamos como María tener esa mirada misericordiosa para saber ver y atender las necesidades de nuestros hermanos. Hay muchas personas que sufren en su cuerpo y en su espíritu; los enfermos, las personas que sufren soledad, los matrimonios y las familias rotas y sus hijos, o los mayores aparcados en residencias. Muchos otros sufren el paro, la precariedad económica o la angustia por no llegar a fin de mes. También hay injusticias, guerras, violencia y amenazas, la esclavitud del alcohol y las drogas.

Ante este panorama no podemos cerrar los ojos. Tampoco podemos quedarnos con los brazos cruzados. Hoy la Virgen nos anima a todos a tener su misma mirada. Por eso hoy, me atrevo a deciros: No tengáis miedo, no os dejéis llevar por el desanimo, no perdáis nunca la esperanza. Salid a las periferias, sed testigos del amor de Dios y dadlo a conocer a todos. Como María, los cristianos sabemos muy bien, que sin Dios y su amor no somos nada. Sin Dios, el hombre pierde el norte en su vida y en la historia. Sin Dios desaparece la frescura y la felicidad de nuestra tierra. Si el hombre abdica de Dios abdica también de su dignidad, porque el hombre sólo es digno de Dios. La mayor violencia contra el hombre y su dignidad, su mayor tragedia, es la supresión de Dios del horizonte de su vida. Pertenecemos a Dios puesto que Él nos ha creado y nos llama a la Vida, y vida en plenitud: en Él está nuestro origen y en Él esta nuestro fin. Las cosas mueren; sólo Dios permanece para siempre.

En todos los momentos de nuestra vida, incluso en los momentos difíciles y preocupantes, podemos contar con el consuelo y la protección de la Mare de Déu. Tengamos la certeza de que la Virgen nos acompaña siempre. Sabemos bien que ella nos mira y nos acoge con verdadero amor de Madre; cada uno de nosotros, nuestras familias y nuestro pueblo estamos en su corazón; ella cuida de nuestras personas y de nuestras vidas; ella camina con nosotros en nuestras alegrías y esperanzas, en nuestros sufrimientos y dificultades.

Que María nos obtenga el don de saber creer y amar como Ella supo creer y amar. A María, a la Mare de Déu dels Desamparats, le pedimos que nos de un corazón como el suyo. Con María tenemos que decir que el primer capital que se ha de salvaguardar y valorar es la persona humana, su vida, su naturaleza, su dignidad, su libertad y su conciencia ante las ideologías del pensamiento único. No hay verdadero desarrollo y progreso sin este respeto a la persona que pasa por garantizar que pueda vivir según la dignidad que Dios le ha dado, desde su concepción hasta su muerte natural. María nos enseña que solamente Dios es el garante de la dignidad del ser humano, creado a su imagen; sólo Dios fundamenta su dignidad y alimenta su anhelo de ser más.

Que la Mare de Déu dels Desamparats, nos guíe y proteja en todos los momentos y situaciones de la vida. A Ntra. Señora la Virgen de los Desamparados encomendamos especialmente a nuestros niños y jóvenes, a nuestros matrimonios y familias, a nuestros mayores y enfermos, a todos los que sufren y todo el pueblo de Moncofa. Amén.

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Homilía en la fiesta de San Pascual Bailón

17 de mayo de 2022/0 Comentarios/en Noticias destacadas, Homilías, Homilías 2022/por obsegorbecastellon

Patrono de la Diócesis y de la Ciudad de Vila-real

***

Basílica de San Pascual, Vila-real – 17.05.2022

(Ecco 2, 7-13; Sal 33: 1 Cor 1, 26-31; Mt 11, 25-30)

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor.

Saludo de corazón a los sacerdotes concelebrantes, a los diáconos y seminaristas. Un saludo agradecido a las Hnas. Clarisas que nos acogen en esta Basílica, al Sr. Alcalde y Miembros de la Corporación municipal de Vila-real, a la Reina Mayor e Infantil de las Fiestas y a sus damas, a los representantes de Asociaciones y entidades de la Ciudad.  Sed bienvenidos cuantos os habéis unido a esta celebración de la Eucaristía en la fiesta de San Pascual, aquí en la Basílica o desde vuestros hogares a través de la televisión. Un recuerdo y saludo muy especial para vosotros, las personas mayores, los  enfermos y los impedidos para salir de casa.

1. El Señor Jesús nos convoca en torno a la mesa de su Palabra y de su Eucaristía para recordar y honrar a San Pascual Bailón, patrono de Vila-real y patrono también de nuestra Iglesia diocesana de Segorbe-Castellón. Este año nuestra fiesta tiene un cariz especial porque estamos celebrando un Año jubilar para conmemorar el 775 Aniversario de la creación real de la sede episcopal en Segorbe y así el origen de nuestra Iglesia diocesana, hoy de Segorbe-Castellón. Un año de gracia de Dios para crecer en comunión con Dios y con los hermanos y salir a la misión. Hoy damos gracias a Dios por san Pascual y por su santidad de vida. Esta mañana lo honramos como nuestro patrono, es decir, que nos guía siempre y en este Jubileo en el que el Señor nos llama a la conversión personal y comunitaria, y a la renovación pastoral y misionera de nuestra Iglesia diocesana en sus miembros y comunidades.

2. Al celebrar la Fiesta de san Pascual vienen a nuestra memoria su vida sencilla de pastor y de hermano lego, sus virtudes de humildad y de confianza en Dios, su entrega al servicio de los hermanos y su caridad hacia los más pobres y necesitados; recordamos también su gran amor a la Eucaristía y su profunda devoción a la Virgen Santísima. De san Pascual se ha destacado siempre un rasgo de extraordinario valor evangélico: su amor al prójimo y, en especial, a los más pobres, un amor que alimentaba en su profunda devoción a la Eucaristía, fuente inagotable de la caridad. Pascual servía a todos con alegría. Sus hermanos de comunidad no sabían qué admirar más, si su austeridad o su caridad. Pascual “tenía especial don de Dios para consolar a los afligidos y ablandar los ánimos más endurecidos”, dicen muchos testigos. Su deseo era ajustar su vida al Evangelio según la Regla de San Francisco, desgastándose por Dios y por sus hermanos. Y todo ello con el espíritu de pobreza, austeridad y oración, propio de la orden franciscana. Sus oficios de portero, cocinero, hortelano y limosnero favorecieron el ejercicio de su caridad, impregnada siempre de humildad y de sencillez. Para los pobres se privaba hasta de la propia comida. Decía que no podía despedir de vacío a ninguno, pues sería despe­dir a Jesucristo. 

Los santos como Pascual son siempre actuales. Sus biografías reflejan modelos de vida, conformados según el Evangelio y a la medida del Corazón de Cristo, y, a la vez, cercanos al hombre de su tiempo y, en último término, al hombre de todos los tiempos. Son modelos extraordinariamente humanos, precisamente porque son cristianos, surgidos del seguimiento de Cristo. A través de ellos, Jesucristo se hace presente en el corazón de la Iglesia y en medio del mundo, y muestra la extraordinaria fuerza que brota del Amor de Dios: un amor que es capaz de renovar y transformar todo: las personas, las comunidades, la Iglesia, los matrimonios y las familias, y toda la sociedad.

Los santos son grandes figuras de renovación espiritual en su entorno eclesial y social. Su forma de ser, de estar y de actuar en el mundo no suele ser espectacular. Con frecuencia pasan desapercibidos. Rehúyen los halagos y aplausos. Son humildes y sencillos. Su alimento es la oración, la escucha de Dios, la unión y la amistad con Cristo. En la entrega de sus vidas a Dios y a los hermanos cifran el sentido de su vida. San Pascual Bailón, nuestro Patrono, es uno de esos santos; y de enorme actualidad para toda nuestra Iglesia diocesana. Pascual nos muestra la vía inequívoca por la que ha de caminar nuestra Iglesia diocesana para su renovación personal y comunitaria, pastoral y misionera. 

3. Fijémonos en este Año Jubilar diocesano en la santidad y el testimonio de caridad de Pascual.

Nuestro Patrono destaca por su santidad, vivida en su caridad hacia Dios y hacia el prójimo. De él pudieron decir que se mantuvo íntimamente unido a la verdadera vid que es Cristo, que alimentaba en su profunda devoción a la Eucaristía y a la Virgen María. Sí: Pascual es santo y puede ser llamado dichoso, bienaventurado y feliz, porque temió a Dios, porque confió y esperó en Dios (Sal 33). Hombre sencillo y humilde, Pascual supo abrir su corazón a Dios y centrar su vida en Él, supo dejarse amar por Dios y dejarse transformar progresivamente por la gracia de Dios; nuestro santo supo amar a Dios sobre todas las cosas, darle gracias, buscar su gloria, y descubrir la grandeza de sus obras y la profundidad de sus designios. Porque se dejó amar por Dios y llenar de su gracia, porque vivía en comunión con Dios, Pascual pudo y supo amar al hermano siendo misericordioso para con todos. Dios escoge siempre a “la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor” (1 Cor 1,30). Sí, hermanos: sólo desde la humildad, que es vivir en la verdad, se descubre la presencia de Dios en la existencia diaria y se ve a Cristo en el rostro del hermano a nuestro lado.

La santidad no está pasada de moda. La llamada a la santidad es siempre actual, también en nuestros días. Porque la santidad no es otra cosa que caminar hacia la perfección del amor, que lleva a la vida verdadera y eterna y a la felicidad completa. Santo es quien acoge el amor de Dios y se va dejando transformar por el Espíritu Santo; santo es quien vive unido a Dios y a los hermanos, viviendo el mandamiento nuevo del amor. Quien así vive, desborda amor desinteresado a su alrededor, hacia el prójimo, hacia el pobre, hacia el necesitado, hacia la Iglesia, hacia la familia y hacia la sociedad. Santo es aquél que con perseverancia va madurando en la perfección del amor. En este camino, el cristiano sigue a un modelo único e irrepetible, Jesucristo. Y el Señor Jesús no sólo llama a seguirle sino que, además, lo hace  posible, viniendo a nuestro encuentro cada día con su amor más grande.

“Por la comunión de los santos”, Pascual sigue unido a nosotros; él nos alienta a no detenernos en el camino y nos estimula a seguir caminando hacia la meta, hacia la santidad. Él nos dice hoy, aquí y ahora, que todos estamos llamados a la santidad, que es posible ser santos, que no nos conformemos con una existencia cristiana mediocre, tibia, aburrida, aburguesada, egoísta, indiferente hacia Dios y hacia los hermanos. La semilla de la santidad fue plantada en nosotros el día en que fuimos bautizados; si la regamos con la gracia de Dios en la oración y los sacramentos, en especial en la Penitencia y en la Eucaristía, y si la vivimos en las tareas ordinarias y sencillas del día a día amando a Dios y al prójimo, esa semilla irá creciendo. Por este sendero vamos peregrinando en todas las etapas de nuestra vida hasta llegar a su final que es la eternidad, que es la dicha eterna con Dios. 

4. Pascual es un testigo del amor de Dios, es un evangelizador y misionero siendo misericordioso con los hermanos. Precisamente porque fue humilde, porque se dejó amar y transformar por Jesucristo en la Eucaristía, y le amó con toda su alma, pudo entregarse al servicio de los pobres y a las tareas más humildes del convento. Cuando un corazón es humilde se hace generoso; cuando un corazón está cerca de Jesucristo, que ha amado hasta entregar su vida en la Cruz, se hace caridad con los demás. La alegría de Pascual era saberse amado por Jesucristo. Y esa alegría se desbordaba para que la cercanía y el amor de Cristo llegaran a los más pobres y necesitados.

Pascual nos enseña en este Año Jubilar, que experimentar el amor de Dios en la Eucaristía, nos pide salir a la misión que está en la puerta de al lado, nos pide ir a las periferias para que por nuestras palabras y obras el Evangelio llegue a todos. La Buena Noticia del amor de Dios está destinada a todos. Como Pascual estamos llamados a dar de comer al hambriento y de beber al sediento, a visitar y cuidar de los enfermos, a dar posada al forastero o refugiado, a vestir al desnudo, a visitar a los encarcelados; pero también somos enviados a enseñar al que no sabe, a dar buen consejo al que lo necesita, a corregir fraternalmente al que se equivoca, a perdonar de corazón al que nos ofende, a consolar al triste, a sufrir con paciencia los defectos del prójimo y a rezar a Dios por los vivos y por los difuntos.

Anunciar el Evangelio con palabras y sobre todo con obras no es un añadido en la vida de la Iglesia y de los cristianos; pertenece a nuestro ser y a nuestra misión, que brota de la Eucaristía, manantial permanente del amor de Cristo hacia todos. Como el buen samaritano hemos de atender con diligencia y gratuidad, con corazón compasivo y misericordioso, al prójimo necesitado, cercano o lejano. Jesús nos dice: “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40). Cristo nos apremia a vivir desde Él y con Él la misericordia en nuestro tiempo. Hagamos de nuestra vida una existencia eucarística y evangelizadora. 

5. ¡Que san Pascual interceda por nosotros para que sepamos vivir santamente, imitándole en su sencillez evangélica; que por su intercesión se aviven en nosotros la fe y la confianza en Dios, el espíritu de oración y la participación en la Eucaristía, para que seamos testigos creíbles del amor de Dios en el amor a los hermanos. Que toda nuestra Iglesia diocesana en sus grupos y comunidades crezca en comunión para salir a la tarea urgente de la evangelización.  

¡Que san Pascual y la Mare de Déu de Gracia protejan a todos los hijos e hijas de Vila-real y a sus familias en su salud física y espiritual, en su bienestar material y espiritual! Amén.

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Homilía en la fiesta de San Juan de Ávila

7 de mayo de 2022/0 Comentarios/en Noticias destacadas, Año Jubilar 775 Sede Episcopal, Homilías, Homilías 2022/por obsegorbecastellon

Segorbe, S.I. Catedral-Basílica, 6 de mayo de 2022

(Hech 13,46-49; Sal 22; Mt 5,13-19)

Queridos sacerdotes, diáconos y seminaristas, hermanos todos en el Señor!

1. Con verdadero gozo celebramos un año más a nuestro santo Patrono, San Juan de Ávila. Un gozo que se aumenta al hacerlo en nuestro Año Jubilar diocesano en el que Dios nos concede la gracia de crecer en comunión para salir a la misión.

Esta Jornada Sacerdotal nos invita en primer lugar a la acción de gracias por nuestra Iglesia diocesana. Damos gracias a Dios también por el don de San Juan de Ávila, nuestro patrono. A ello unimos nuestro agradecimiento a Dios por el don del ministerio ordenado de los presbíteros diocesanos que celebran este año sus bodas sacerdotales: las de diamante D. Juan Antonio Albiol Caballer, D. José Pascual Font Manzano, D. Elías Sanz Igual y D. Ignacio Velasco Colomo; las de oro, D. Tomás Tomás Beltrán; y las de plata, D. Juan Antonio Dolera Crusset y a D. Joaquín Tejedo Arnau. Muchísimas felicidades a todos y gracias de corazón por tantos años de entrega abnegada y por vuestra fidelidad al ministerio. Si cada uno pudiera de vosotros contar el bien que habéis hecho a tantas personas de las comunidades por las que habéis pasado… Sí: habéis sido y sois la sal en la vida de muchas personas, familias, parroquias, comunidades y movimientos; habéis sido y sois la luz que ha iluminado tantas situaciones de oscuridad en las personas que el Señor ha puesto en vuestro camino.

Si siempre, si cada día, hemos de dar gracias a Dios por nuestro ministerio sacerdotal o diaconal, o por nuestra vocación sacerdotal, hoy todos sentimos más vivamente esta necesidad. Demos gracias a Dios y cantemos una vez más la misericordia del Señor para con cada uno de nosotros. En los años de ministerio sacerdotal o diaconal, o en el tiempo de formación todos vamos experimentando que el Señor nos enriquece en nuestra pobreza y nos fortalece en nuestra fragilidad. No olvidemos nunca  que nuestra vocación y nuestro ministerio son un don gratuito y amoroso del Señor. «Soy yo quien os ha elegido» (Jn 15,16). Un verdadero don y misterio (San Juan Pablo II). Hoy es un día para redescubrir el amor de Dios en nuestra existencia, para saborear la belleza de nuestra vocación y ministerio, que nos invita y nos da su gracia para renovarnos personal y pastoralmente, y para salir con fuerzas renovadas a la misión. Unidos en la oración suplicamos a Dios Padre que nos conceda a todos la gracia de crecer en santidad y en celo apostólico, unidos a su Hijo, el Buen Pastor, a ejemplo de nuestro Patrono, San Juan de Ávila.

2. ¿Por qué resulta ejemplar y atrayente todavía hoy San Juan de Ávila, el apóstol de Andalucía en el siglo XVI? Vivimos recios y turbulentos como también nuestro Patrono los vivió. Como él, hemos de echar el ancla en aquello que tiene solidez suficiente para superar todo el oleaje de la noche pasajera. En nuestro santo Patrono encontramos cómo su acción pastoral no es producto de improvisaciones del momento, sino fruto de la vivencia de su ministerio sacerdotal, centrado en Cristo, en la Iglesia y en los pobres, constantemente alimentado por la oración y el estudio.

El Apóstol de Andalucía puede iluminar los caminos y los métodos a seguir en la vida eclesial y en la misión pastoral en estos tiempos de cambio de época. En sus escritos y en sus cartas podemos encontrar consejos de amigo para obispos y prudentes orientaciones para ejercer el ministerio sacerdotal, y hacerlo con cercanía, entrega, sencillez y valentía. El contacto con este verdadero maestro de evangelizadores, encenderá de nuevo el ardor necesario para anunciar a Jesucristo y construir su Iglesia en el siglo XXI.

San Juan de Ávila es un modelo muy actual para los sacerdotes. Las orientaciones del Concilio Vaticano II, la Exhortación Apostólica Pastores Dabo Vobis de S. Juan Pablo II, la sabia doctrina de Benedicto XVI y últimamente las indicaciones del papa Francisco, hallan en San Juan de Ávila el modelo acabado de un sacerdote evangelizador. En efecto, él encontró la fuente de su espiritualidad en el ejercicio de su ministerio, configurado con Cristo Sacerdote y Pastor, pobre y desprendido, casto, obediente y servidor. Es decir, se trata de un sacerdote con una honda experiencia de Dios, alimentada en la oración, en su amor a la Eucaristía y en su devoción de la Virgen; un sacerdote bien preparado en ciencias humanas y teológicas, conocedor de la cultura de su tiempo, estudioso y en formación permanente; un pastor cercano y acogedor y que cultiva la comunión y la amistad, la fraternidad sacerdotal y el trabajo apostólico.

Así resulta un apóstol infatigable, entregado a la misión, predicador del misterio cristiano y de la conversión, padre y maestro en el sacramento de la penitencia, guía y consejero de espíritus, discernidor de carismas, animador de vocaciones sacerdotales, religiosas y laicales, innovador de métodos pastorales, preocupado por la educación de los niños y jóvenes. San Juan de Ávila es, en fin, modelo de caridad pastoral. Los presbíteros, los diáconos permanentes y quienes os preparáis para ser sacerdotes encontramos en él un modelo del verdadero apóstol, y un ejemplo vivo de la caridad pastoral como clave de nuestra espiritualidad, vivida diariamente en el ejercicio de nuestro ministerio.

3. El Papa Francisco nos pide a los sacerdotes vivir de verdad nuestra condición de pastores, una faceta que nuestro santo desarrolló hasta límites realmente heroicos. A imitación de Jesús, el Buen Pastor, Juan de Ávila se tomó muy a pecho conocer a sus ovejas, llamarlas por su nombre, defenderlas con sus escritos y con su vida intachable, y llevarlas a los pastos de la más sana doctrina. Hoy la Iglesia necesita pastores que, día a día, den lo mejor de sí mismos en favor de sus ovejas. Que actúen como verdaderos pastores, preocupados por el estado y la salud espiritual de su rebaño. Dicho de otro modo, pastores que amen de tal manera a la gente que les ha sido encomendada, que estén dispuestos en todo momento a dar la vida por ellos. Sacerdotes que no huyan nunca de su dedicación al rebaño, vayan las cosas bien o, por el contrario, los resultados se hagan esperar. Mis queridos amigos sacerdotes: no somos asalariados, que se buscan a sí mismos o que buscan su comodidad, su ascenso o sus intereses personales. El buen pastor no se esconde en horarios egoístas ni en tareas que no le son propias. El buen pastor está siempre disponible y en sintonía con el presbiterio diocesano, el Obispo y la comunidad diocesana.

No caigamos en la tentación de la desilusión, del pesimismo, del “siempre se ha hecho así”, de no intentar algo de nuevo porque eso ya lo he hecho y no dio ningún resultado, o en la tentación de buscar las lisonjas humanas. No caigamos en la tentación de quejarnos continuamente culpando siempre a los demás o a la difícil situación social o cultural; ésta es una tentación, que nos tranquiliza la conciencia pero que nos paraliza en la misión evangelizadora. No caigamos en la tentación de compararnos con los demás, origen de tantas envidias que dañan el ministerio y la fraternidad sacerdotal. Nuestro presbiterio diocesano es rico por su diversidad. Y, a la vez, es rico por el don de la unidad que cada sacerdote está llamado a vivir y construir en torno al Obispo junto con el resto de los presbíteros. Construir y vivir gozosamente la unidad en la diversidad es una de claves para ser un presbítero feliz (Papa Francisco).

4. ¿Qué hizo San Juan de Ávila para no caer en estas tentaciones?

En la visita ad limina del pasado mes de enero, el papa Francisco, peguntado cómo ha de ser un obispo hoy, nos exhortaba a la cercanía en cuatro direcciones: a Dios, a los hermanos obispos, a los sacerdotes y al pueblo de Dios. Aplicado, a todos vosotros, está cercanía sería a Dios, al Obispo, a los hermanos sacerdotes y al pueblo.

Cuidemos nuestra vida de oración y nuestra estrecha unión con Dios Padre, como Jesús. San Juan de Ávila nunca regateó los tiempos dedicados a la oración ni buscó escusas en sus muchos quehaceres. Seamos hombres de Dios, seamos santos, uniendo la oración constante con nuestra entrega pastoral. Vivamos cercanos al Obispo y a los hermanos sacerdotes construyendo la fraternidad en nuestra vida y misión. Seamos cercanos a nuestra gente –bautizados y no bautizados. Seamos para todos “luz del mundo y sal de la tierra”, como nos dice el Evangelio.

5. Que el Señor nos conceda la gracia, queridos amigos sacerdotes, de ser pastores según su corazón siguiendo el ejemplo de Juan de Ávila: pastores cercanos a sus fieles, que los conocen muy bien y se desviven por ellos, que conviven con ellos en sus penas y en sus alegrías, que oran con intensidad y dedican un tiempo adecuado al estudio. Por lo demás, pido a Dios que esta fiesta tan nuestra, nos sirva para ganar en confianza de unos con otros, en trato sencillo y fraterno, en ser apoyo unos de otros y consuelo de los que más lo puedan necesitar.

Esta mañana no puede faltar nuestra oración fraterna por nuestros hermanos sacerdotes fallecidos en este último año: D Joaquín D. Domínguez Esteve, D. Luis Gascó Molina, D. Amado Segarra Segarra, D. Domingo José Galindo y D. Fco. Javier Iturralde Pachés. ¡Que el Buen Pastor les conceda la gracia de habitar en su casa por años sin término! Así se lo pedimos por intercesión de su Madre y nuestra Madre, la Virgen de la Cueva Santa, nuestra Patrona. Amén.

Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Homilía en la Fiesta de la Mare de Déu del Lledó

4 de mayo de 2022/0 Comentarios/en Noticias destacadas, Homilías, Homilías 2022/por obsegorbecastellon

Basílica-Santuario de Lledó, 1 de mayo de 2022

III Domingo de Pascua

(Hechos 5, 27b.-32.40b-41; Magnificat;  Ap 5,11-14; Jn 21,1-19)

Saludo

1. Es una verdadera alegría celebrar cada año esta Eucaristía el primer domingo de mayo para cantar y honrar a nuestra Reina y Señora, la Mare de Déu del Lledó. En este tiempo pascua, nuestra alegría se hace como más intensa al sentir de modo especial la presencia del Señor resucitado en medio nosotros: es Él mismo quien nos convoca e invita a celebrar su misterio pascual, esta Eucaristía, en honor a su Madre y nuestra Madre.

Os saludo de corazón a todos cuantos habéis acudido a la Basílica para esta Misa estacional. Saludo fraternalmente a todos los sacerdotes concelebrantes, al Sr. Prior de esta Basílica y al Sr. Prior, al Presidente, Directiva y Hermanos de la Real Cofradía de la Mare de Dèu del Lledó, a la Sra. Presidenta y Camareras de la Virgen. Un saludo cordial a la Sra. Regidora de Ermitas, y al Clavario y Perot de este año. Mi saludo respetuoso y mi agradecimiento a la Ilma. Sra. Alcaldesa, a los Miembros de la Corporación Municipal de Castellón y al resto de autoridades, que nos acompañan, así como a las Reinas Mayor e Infantil de las Fiestas. Y un saludo muy especial a cuantos desde vuestras casas estáis unidos a nosotros por TV-Castelló y TV-8 Mediterráneo, especialmente a las personas mayores, a los enfermos e impedidos para salir de casa.

María, Madre de Dios y Madre nuestra

2. Hemos venido a Lidón para celebrar a nuestra Patrona en el día de su Fiesta: aquí la sentimos como más cercana. De nuevo invocamos su protección maternal: a sus pies podemos acallar nuestras penas y mostrarle nuestras alegrías, en su regazo encontramos consuelo maternal y bajo su protección sentimos el aliento necesario para seguir caminando como cristianos, como discípulos misioneros del Señor, como Iglesia peregrina de Dios en Segorbe-Castellón. María es siempre la Madre buena que nos espera y acoge, que siempre tiene en sus labios la palabra oportuna o el silencio elocuente. En verdad: necesitamos su palabra, su aliento y su ejemplo en nuestro peregrinaje terrenal, en especial  en estos tiempos de dificultad económica, moral y espiritual, en estos tiempos de guerra en Ucrania y en otras partes del mundo.

María es la Mare de Déu, que nos da y nos lleva a su Hijo, muerto y resucitado, para que creyendo en Él, nos sean perdonados los pecados y tengamos Vida, y Vida eterna. El deseo más ferviente es que nos dejemos encontrar con Cristo Jesús, el Señor resucitado, que convirtamos de corazón a Él y nos dejemos renovar por Él para que se avive y afiance nuestra fe, para que se renueve nuestra vida cristiana, para que crezcamos en comunión con Cristo que genera comunión con los hermanos y salgamos a la misión.  A esto nos llama el Año jubilar diocesano que estamos celebrando con motivo del 775 Aniversario de la creación de la sede episcopal en Segorbe y con ello el origen de nuestra Iglesia diocesana. La Virgen no deja nunca de decirnos: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2,5).  

Nos lleva al encuentro con su Hijo resucitado

3. La Mare de Déu nos enseña a escuchar y acoger la Palabra de Dios, la palabra de su Hijo que acabamos de proclamar, para llevarnos al encuentro renovador y salvador con su Hijo resucitado. El evangelio de hoy nos habla de la aparición de Jesús resucitado a sus discípulos cuando estaban pescando. Es la tercera vez, según el evangelista san Juan, que Jesús, una vez resucitado, salió al encuentro de sus discípulos para hacerles ver que había resucitado, para disipar sus dudas y fortalecerles en la fe de su resurrección. Ya en la tarde del primer día de la semana, cuando los discípulos estaban en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos, Jesús resucitado se puso en medio de ellos, les enseño las señales de sus manos y el costado, y les dijo: “Paz vosotros”. Y su corazón se llenó de alegría al ver al Señor (cf. Jn 20, 19-20). Al apóstol Tomás, que no estaba presente aquella tarde y dudaba de lo que le dijeron sus compañeros, Jesús le invitó una semana después a tocar las llagas de sus manos y meter su mano en la hendidura de su costado. Y Tomás creyó que el Resucitado era el mismo que el Crucificado: “Señor mío, y Dios mío”, exclamó (Jn 20,28). Hoy sale a de nuevo a su encuentro. Y Juan, el discípulo que tanto quería Jesús, exclama: “Es el Señor”.  Les da a comer pan y pescado. Y “ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor” (Jn 21, 12).

Los discípulos se dejaron encontrar personalmente por el Resucitado. Fue un encuentro real y no una fantasía. Fue un encuentro profundo que tocó a sus personas en el centro de su ser; pasaron de la tristeza a la alegría, de la decepción a la esperanza, del miedo a los judíos a mostrarse ante ellos como los discípulos de Jesús. Toda su persona cambió de raíz: su pensar, su sentir y su actuar. Este encuentro los movilizó y los impulsó a contar lo que habían visto y experimentado; y lo hacían con temple y aguante, sin miedo a las amenazas, a la cárcel e incluso a la muerte. Este encuentro con el Señor resucitado fue tan fuerte que hizo de ellos la comunidad de discípulos misioneros del Señor, y puso en marcha un movimiento que nada ni nadie podrá ya parar.

Como en el caso de los Apóstoles, el Señor resucitado sale hoy a nuestro encuentro de manos de la Mare de Déu y pide de nosotros un acto personal de fe en la resurrección de Cristo. Nuestra fe se apoya en la señal del sepulcro vacío y, sobre todo, en el testimonio unánime y veraz de aquellos que pudieron ver al Resucitado, que comieron y bebieron con él en los cuarenta días que permaneció en la tierra.

El Señor resucitado está presente hoy en nuestra vida y sale a nuestro encuentro. Él está en medio de nosotros y nos invita a todos a dejarnos encontrar o reencontrar personalmente por Él para recuperar o fortalecer la alegría de nuestra fe y de nuestra condición de cristianos; es la alegría que brota de la Pascua, es la alegría de sabernos amados personal y siempre por Dios en su Hijo, Jesús, muerto y resucitado, para que en Él tengamos vida, la vida misma de Dios. Como entonces, este encuentro ha de ser personal, real y transformador de toda nuestra vida personal y comunitaria; un encuentro que nos lleve de nuevo a la comunidad de los discípulos de Jesús, y un encuentro que nos movilice a anunciar a todos la buena y gran Noticia de la Resurrección del Señor. El Resucitado está entre nosotros, nos espera especialmente en su Palabra, en la Eucaristía y en el sacramento de la Penitencia, en la oración, en la comunidad de sus discípulos, y en los pobres, en los hambrientos y sedientos, en los enfermos y necesitados, con los que Él se identifica. Él nos espera en su Madre y Madre nuestra, la Mare de Déu del Lledó.

Para que el Señor Resucitado sea anunciado y testimoniado

4. La primera Lectura de hoy nos muestra la fuerza con que Pedro y los demás Apóstoles anuncian a Cristo resucitado, hablan en su nombre y predican el Evangelio. Al mandato del Sumo Sacerdote y del Sanedrín de callar, de no seguir enseñando en el nombre de Jesús, de no anunciar más su mensaje, ellos responden claramente: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hech 5,29). No temen ser azotados, ultrajados y encarcelados. Pedro y los Apóstoles anuncian con audacia aquello que han recibido, el Evangelio de Jesús.

Y nosotros, ¿somos capaces de anunciar a Cristo resucitado y de llevar su Evangelio a nuestros ambientes? O ¿nos avergonzamos de hablar de Cristo resucitado con nuestros hijos, con nuestros jóvenes, con nuestros amigos y compañeros de trabajo o de profesión? Nadie da lo que no tiene, ni anuncia lo que no cree ni vive. La fe nace de la escucha de la Palabra y del encuentro con el Señor resucitado en su Iglesia; y la fe se refuerza con el anuncio.

El anuncio de Pedro y de los Apóstoles no consiste sólo en palabras; ellos dan testimonio con la vida entera de su fe en Cristo resucitado. Esto vale para todos nosotros, queridos devotos de la Mare de Déu: Cristo resucitado quiere ser anunciado y testimoniado por cada uno de nosotros. Como entonces a los discípulos, el Señor nos dice hoy. “Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis. La echaron, y no podían sacarla, por la multitud de peces” (Jn 21, 6). Cada uno debería preguntarse cómo da testimonio de Cristo y del Evangelio en su vida.  ¿Tengo el valor de Pedro y los otros Apóstoles de pensar, decidir y vivir como cristiano, obedeciendo a Dios, antes que a los hombres? ¿O me dejo llevar en vida por el qué dirán, por criterios mundanos, por lo políticamente correcto, por el pensamiento único, por la cultura de la cancelación del cristianismo? El testimonio de la fe tiene muchas formas; pero todas son importantes, incluso las que no destacan. Es el testimonio de vida en lo cotidiano de las relaciones de familia, del trabajo, de la  amistad o del tiempo libre. Quien nos escucha y nos ve, debería poder leer en nuestros actos eso mismo que oye en nuestros labios, y dar gloria a Dios.

Con la resurrección de Cristo todo ha quedado renovado, todo ha recobrado su belleza original: el ser humano, las relaciones humanas, el sentido de la historia y la misma creación. Hoy también –y más que nunca- estamos llamados a anunciar a Jesús resucitado y el Evangelio de Jesús, y a hacerlo con la palabra y con el testimonio de vida. No es fácil, pero es urgente y necesario, anunciar y testimoniar el Evangelio de la vida, y trabajar por el respeto y defensa de toda vida humana desde su concepción hasta su muerte natural; es el mejor servicio que podemos prestar a la dignidad sagrada e inviolable de toda persona humana. No es fácil, pero es urgente y necesario anunciar y testimoniar el Evangelio del matrimonio y de la familia fundada en el matrimonio, célula básica de la sociedad. Es urgente y necesario anunciar y dar testimonio del Evangelio de la paz y trabajar por ella ante tanto rencor, violencia y ante la invasión injusta y la guerra en Ucrania. Es urgente y necesario y necesario anunciar y dar testimonio del Evangelio de la justicia ante tantas situaciones de injusticia y luchar por un trabajo digno y decente.

Reconocer a Cristo como El Señor y adorarlo como Dios

5. Pero anunciar y testimoniar con nuestra vida a Cristo muerto y resucitado para la vida del mundo sólo es posible si reconocemos a Jesucristo como “el Señor” (cf. Jn 21,7), que nos ha llamado y nos invita a recorrer su camino. Anunciar y dar testimonio de Jesucristo es posible únicamente si estamos unidos a Él como el sarmiento a la vid, si permanecemos junto a él, como Pedro, Juan y los otros discípulos.

Tener a Jesucristo resucitado como el Señor significa exclamar con Tomás, “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28): es reconocer a Cristo como el Señor, el único Señor de nuestra vida, y adorarlo como Dios, como nos recuerda el pasaje del Apocalipsis que hemos escuchado (cf. Ap 5,11-14). Adorar a Dios es tenerlo como centro de nuestra existencia, aprender a estar con Él, pararse a dialogar con Él, sintiendo que su presencia es la más verdadera, la mejor, la más importante de todas. Así nos lo enseña la Virgen. Adorar al Señor Jesús quiere decir darle el lugar que le corresponde; adorar al Señor quiere decir creer que únicamente Él guía verdaderamente nuestra vida; adorar al Señor quiere decir que estamos convencidos de que es el único Dios, el Dios de nuestra vida, el Dios de nuestra historia.

Esto pide despojarnos de tantos ídolos, pequeños o grandes, que tenemos, en los que nos refugiamos, en los que buscamos y ponemos nuestra seguridad, nuestra salvación. Son ídolos que a menudo mantenemos bien escondidos, como la ambición, el gusto por el éxito, el ponerse a uno mismo en el centro, la tendencia a estar por encima de los otros, la pretensión de ser los únicos señores de nuestro cuerpo y de nuestra vida. Adorar es despojarse de nuestros ídolos, también de esos más recónditos, y tener al Señor como centro, como camino, verdad y vida de nuestra existencia.

6. Queridos hermanos y hermanas: el Señor resucitado sale a nuestro encuentro. Dejémonos encontrar, transformar y renovar por Él. Jesús nos invita a proclamarlo con gozo como el Resucitado, con la palabra y el testimonio de nuestra vida diaria. El Señor es el único Señor, el único Dios de nuestra vida, y nos invita a despojarnos de tantos ídolos y a adorarle sólo a Él. Que la Mare de Déu del Lledó, la esclava del Señor, nos lleve a Cristo, nos ayude en este camino e interceda por nosotros, que por su intercesión nos conceda el don de la paz. Amén.

+ Casimiro Lopez Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Homilía en la Pascua de Resurrección

17 de abril de 2022/0 Comentarios/en Noticias destacadas, Homilías, Homilías 2022/por obsegorbecastellon

S.I. Catedral-Basílica de Segorbe, 17 de abril de 2022

(Hch 10,34a.37-43; Sal 117; Col 3,1-4; Jn 20,1-9)

Hermanas y hermanos en el Señor.

1. “¡Cristo ha resucitado! Aleluya”. Hoy es “el día en que actuó el Señor; sea nuestra alegría y nuestro gozo”. Cantemos con toda la Iglesia el Aleluya pascual. ¡Cristo ha resucitado! Hoy es el día en que con mayor verdad podemos entonar cantos de victoria. Hoy es el día en que el Señor nos llamó a salir de las tinieblas de la muerte y a entrar en el reino de su luz maravillosa. El mismo Cristo Resucitado, vencedor de la muerte, nos invita a la alabanza y a la acción de gracias.

2. En el Credo confesamos que Jesús, después de su crucifixión, muerte y sepultura, “al tercer día resucitó de entre los muertos”. El evangelio de hoy nos invita a dejarnos llevar por la luz de la fe para creer personalmente que Cristo ha resucitado. En primer lugar, el Evangelio nos habla de la señal del sepulcro vacío. Este hecho desconcertó en un primer momento a María Magdalena y a los mismos Apóstoles, Pedro y Juan; pero sólo Juan, el discípulo a quien Jesús amaba, «vio y creyó». «Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos» (Jn 20,8-9). El cuerpo de Jesús, muerto en la cruz, ya no estaba allí; no porque hubiera sido robado o puesto en otro lugar, sino porque había resucitado. Aquel Jesús a quien habían seguido, vive, porque ha resucitado; en Él ha triunfado la vida sobre la muerte, el bien sobre el mal, el amor de Dios sobre el odio del mundo. Cristo Jesús es el vencedor del pecado y de la muerte.

El hecho mismo de la resurrección, es decir el momento mismo en que el cuerpo muerto de Jesús pasa a la Vida gloriosa, no tiene testigos. Pero la resurrección de Jesús es un hecho real, que ha sucedido en la historia, aunque que traspasa el tiempo y el espacio. No es el fruto de la fantasía de unas mujeres crédulas o de la profunda frustración de sus discípulos, como dicen los que la niegan. La tumba está vacía, porque Jesús ha resucitado verdaderamente y su carne ha sido glorificada. No se trata de una vuelta a esta vida para volver a morir de nuevo, sino del paso a nueva forma de vida, gloriosa y eterna. El que murió bajo Poncio Pilato, éste y no otro, es el Señor resucitado de entre los muertos. Jesús vive ya glorioso y para siempre. Por eso Jesús mismo se aparece a sus discípulos.

2. ¡Cristo Jesús ha resucitado! Para aceptarlo es necesaria la fe en la Palabra de Dios, como ocurrió en los primeros discípulos de Jesús: una fe que brota de la experiencia del encuentro personal con el Resucitado. Una vez resucitado, Jesús salió al encuentro de sus discípulos: se les apareció, se dejó ver y tocar por ellos, caminó, comió y bebió con ellos. La tarde del primer día de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Jesús resucitado se puso en medio de ellos, les enseño las señales de sus manos y el costado, y les dijo: “Paz vosotros”. Y su corazón se lleno de alegría al ver al Señor (cf. Jn 20, 19-20). Al apóstol Tomás, que no estaba presente y dudaba de lo que le dijeron sus compañeros, Jesús le invitó una semana después a tocar las llagas de sus manos y meter su mano en la hendidura de su costado. Y Tomás creyó que el Resucitado era el mismo que el Crucificado: «Señor mío, y Dios mío», exclamó (Jn 20,28).

Los discípulos se dejaron encontrar personalmente por el Resucitado. Fue un encuentro real y no una fantasía. Fue un encuentro profundo que tocó a sus personas en el centro de su ser; quedaron sobrecogidos ypasaron de la tristeza a la alegría, de la decepción a la esperanza, del miedo a los judíos a mostrarse ante ellos como los discípulos de Jesús. Toda su vida quedó transformada; todas las dimensiones de su existencia cambiaron de raíz: su pensar, su sentir y su actuar. Este encuentro los movilizó y los impulsó a contar lo que habían visto y experimentado; y lo hacían con temple y aguante, sin miedo a las amenazas, a la cárcel e incluso a la muerte. Este encuentro con el Señor resucitado fue tan fuerte que hizo de ellos la comunidad de discípulos misioneros del Señor, y puso en marcha un movimiento que nada ni nadie podrá ya parar.

Que Cristo ha resucitado es tan importante para los Apóstoles, que ellos son, ante todo, testigos de la resurrección, designados por Dios para nosotros y para siempre. Este es el núcleo de toda su predicación. “Nosotros somos testigos de todo lo que [Jesús] hizo en la tierra de los judíos y en Jerusalén. A éste lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos designados por Dios: a nosotros, que hemos comido y bebido con Él después de su resurrección de entre los muertos” (Hech 10,39-41).

3. Como en el caso de los Apóstoles, el Señor resucitado sale hoy a nuestro encuentro y pide de nosotros un acto personal de fe en la resurrección de Cristo. Nuestra fe se apoya en la señal del sepulcro vacío y, sobre todo, en el testimonio unánime y veraz de aquellos que pudieron ver al Resucitado, que comieron y bebieron con él en los cuarenta días que permaneció en la tierra. A los testigos se les cree por la confianza que merecen. Los Apóstoles confiesan y proclaman que el Señor ha resucitado; y padecieron persecución y murieron por dar testimonio de esta verdad. No hay mayor credibilidad que la de quien está dispuesto a entregar su vida por mantener su testimonio.

El Señor resucitado está presente hoy en nuestra vida y sale a nuestro encuentro. Él está en medio de nosotros y nos invita a todos a dejarnos encontrar o reencontrar personalmente por Él para fortalecer o recuperar la alegría de nuestra fe y de nuestra condición de cristianos; es la alegría que brota de la Pascua, es la alegría de sabernos amados personal y siempre por Dios en su Hijo, Jesús, muerto y resucitado, para que en Él tengamos vida, la vida misma de Dios. Como entonces, este encuentro ha de ser personal, real y transformador de toda nuestra vida personal y comunitaria; un encuentro que nos lleve de nuevo a la comunidad de los discípulos de Jesús, y un encuentro que nos movilice a anunciar a todos la buena y gran Noticia de la Resurrección del Señor. Y este encuentro es posible: el Resucitado está entre nosotros, nos espera especialmente en su Palabra, en la Eucaristía y en el sacramento de la Penitencia, en la oración, en la comunidad de sus discípulos, y en los pobres, en los hambrientos y sedientos, en los enfermos y necesitados, con los que Él se identifica. Es la gracia que Dios nos ofrece principalmente en el Año Jubilar diocesano que acabamos de comenzar.

4. Cristo Jesús ha muerto y ha resucitado por todos nosotros. El es la primicia y la plenitud de una humanidad renovada. En Cristo, todo adquiere un sentido nuevo. La vida gloriosa del Señor Resucitado es como un inagotable tesoro, del que ya participamos por nuestro bautismo, que nos ha insertado en el misterio pascual del Señor. Recordemos hoy con gratitud nuestro bautismo; es nuestra pascua personal. Es el mayor don que hemos recibido de Dios y que pide ser acogido y vivido personalmente. “Por el bautismo fuimos sepultados con El en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rom 6, 3-4). San Pablo nos recuerda que ser bautizados significa ser incorporados a la Pascua del Señor, pasar con Cristo de la muerte del pecado a la Vida de Dios y en Dios. En el bautismo, Dios nos ha hechos sus hijos e hijas y nos ha dado la gracia inicial de nuestra futura resurrección. Por ello el mismo Pablo, nos recuerda hoy: “Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios…” (Col 3,1).

Al confesar y vivir que Cristo ha resucitado, nuestro corazón se ensancha y comprende mejor todo lo que puede esperar. Buscando los bienes de allá arriba, aprendemos a tratar mejor la creación y a poner amor y vida en nuestra relación con los demás. La resurrección del Señor nos coloca ante lo más en nuestra vida: la Vida eterna y la felicidad plena: y por eso toda nuestra existencia cobra una nueva densidad.

Como dice el Apóstol Pablo, nuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Ya no nos amenaza la muerte, ya no necesitamos buscar falsas seguridades por el temor a morir. Sabemos que la muerte ya no tiene la última palabra. Porque Cristo ha resucitado podemos vivir de una manera nueva, porque nuestra existencia está liberada de las reglas del pecado y de la mundanidad; es decir de la esclavitud de la mentira, de la avaricia, del odio, del rencor, de la indiferencia, del desprecio y del abuso de los demás. Jesús nos ha liberado y, resucitado, camina junto a nosotros haciendo que sea posible vivir de un modo distinto, para que, como Él, pasemos haciendo el bien. Todos los sig­nos de alegría y de fiesta de este día, en que actúo el Señor, son signo también de la cari­dad que ha de inundar nuestros corazones. Jesús victorioso nos comunica su vida para que podamos seguir su camino. El nos hace posible la entrega desinteresada al prójimo y su acogida generosa, el verdadero amor en el matrimonio y en la familia, la amistad desinteresada y benevolente, el perdón y el trabajo justo, porque la muerte ya no tiene la última palabra.

En la resurrec­ción de Jesús tienen respuesta todas las inquietudes de nuestro corazón. Porque Cristo ha resucitado, el mundo no es un absurdo. Ni la persecución de los cristianos, ni las injusticias, ni la corrupción de los poderosos de este mundo, ni el pecado, ni el mal, ni la muerte tendrán la última palabra, porque el Señor ha resucitado. Él está vivo y nos podemos dejar encontrar y transformar por Él. Ahí está el sentido de nuestra vida y la posibilidad de llevarla a su plenitud en el amor. Ale­grémonos en este día que disipa todas las tinieblas y dudas, y hace crecer en nosotros la esperanza.

5. Los Apóstoles fueron, ante todo, testigos de la resurrección del Señor Jesús. Aquel mismo testimonio, que, como un fuego, ha ido dando calor a las almas de los creyentes, llega hoy hasta nosotros. Acojamos y transmitamos este mensaje a las nuevas generaciones. Sean cuales sean las dificultades, éste es nuestro deber más sagrado: transmitir de palabra y por el testimonio de las buenas obras esta buena Noticia de Dios para la humanidad: En Cristo, la Vida ha vencido a la muerte, el bien al pecado, el amor al egoísmo, la luz a la oscuridad, el sentido de la historia y del cosmos al sinsentido del nihilismo. Hay esperanza para la humanidad.

Celebremos, hermanos, a Cristo resucitado. Reavivemos nuestro propio Bautismo, que nos ha hecho nuevas creaturas. Nuestra alegría pascual será verdadera si nos dejamos encontrar y transformar de verdad por el Resucitado en lo más profundo de nuestro ser; si nos dejamos llenar de su vida y amor: esa vida y ese amor de Dios que generan alegría, paz, justicia, vida, amor y esperanza. Que el encuentro gozoso de María, nuestra Madre, con su Hijo Resucitado nos lleve a nuestro en el Señor.  

!Feliz Pascua de Resurrección para todos¡

+ Casimiro Lopez Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Homilía en la Vigilia Pascual

17 de abril de 2022/0 Comentarios/en Noticias destacadas, Homilías, Homilías 2022/por obsegorbecastellon

Segorbe, S.I. Catedral-Basílica, 16 de abril de 2022

(Gn 1,1-2,2;Gn 22,1-18; Ex14,15-15,1ª; Is 55,1-11; Rom 6,3-11; Lc 24,1-12)

1. ¡Cristo ha resucitado, Aleluya! “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado” (Lc 24,1-12).  Este es el anuncio de aquellos dos hombres con vestidos refulgentes a las mujeres que habían acudido al sepulcro con aromas y lo encuentran vacío. No está aquí, en el sepulcro, no porque lo hayan robado o traslado de lugar. No está aquí, porque ha resucitado.

Esta es la gran Noticia cada año en esta Noche santa de Pascua: Jesús ha resucitado. Es la Pascua del Señor. Jesús ha pasado a través de la muerte a la Vida gloriosa. Cristo ha pasado a una nueva y definitiva existencia. El Señor vive glorioso para siempre junto a Dios. Y esta es la gran Noticia en esta Noche santa también a nosotros: No busquéis entre los muertos al que vive. Cristo ha resucitado. El Señor resucitado vive y está entre nosotros; nos llama a dejarnos encontrar por Él, a dejarnos llenar de la Vida nueva, para seguirle para llegar hasta la Vida plena y feliz junto a Dios.

Esta es la razón de esta Vigilia Pascual, la madre de todas las vigilias, la fiesta cristiana por excelencia. ¡Aleluya, hermanos! Alegrémonos por la presencia del Señor Resucitado en medio de nosotros. Nunca nos cansaremos de celebrar la Pascua; nunca alabaremos suficientemente a Dios por su nueva y definitiva Alianza en Cristo Jesús, su Hijo: en medio de la oscuridad de la noche, Cristo Jesús ha sido liberado de la muerte y llenado del Espíritu de Dios, el Espíritu de la Vida.

2. “Demos gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia” (Sal 117). Las lecturas de la Palabra de Dios de esta Noche santa lo han traído una vez más a nuestra memoria y a nuestro corazón. Dios no es un Dios de muertos sino de vivos, no es un Dios de la obscuridad y de la muerte, sino un Dios de Luz, de Amor y de Vida.

En la primera creación del mundo, el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas primordiales y las llenó de su vida. Dios creó todas las cosas y eran buenas, y, finalmente creó al hombre a ‘su imagen’; hombre y mujer los creó, por puro amor y para la vida sin fin. ¡Y vio Dios que todo era muy bueno! Ahora, en la nueva creación, el mismo Espíritu ha actuado poderosamente en el sepulcro de Jesús y lo ha llenado de Vida nueva; es el primogénito de la nueva creación.  Dios es amor. Incluso cuando el primer hombre en uso de su libertad rechaza la vida de Dios, Dios en su infinita misericordia no lo abandona. En la culpa humana, Dios muestra su infinita misericordia y promete al Salvador. Para rescatarnos del pecado de Adán nos dio al Salvador, quien muriendo nos libera del pecado y de la muerte, y resucitando nos devuelve a la Vida de Dios. ¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!


En esta Noche Santa se cumplen las Escrituras, que hemos proclamado recorriendo las etapas de toda la Historia de la Salvación. En esta Noche Santa todo vuelve a empezar desde el “principio”; todo recupera su auténtico significado en el plan amoroso de Dios de Dios; es la nueva creación. El hombre, creado a su imagen y semejanza, en comunión con Dios y con sus semejantes, está llamado a esa comunión en Cristo. Es como un nuevo comienzo de la historia y del cosmos, porque “Cristo ha resucitado, primicia de todos los que han muerto” (1 Co 15,20). Él, “el último Adán”, se ha convertido en “un espíritu que da vida” (1 Co 15,45). Donde abundó el pecado, ahora sobreabunda la Gracia.

En esta Noche Santa nace el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, con el cual Dios ha sellado una alianza eterna con la sangre del su Hijo encarnado, crucificado y resucitado. Toda la tierra exulta y glorifica al Señor. Ante los ojos de una humanidad alejada de Dios brilla la luz de Cristo Resucitado. El pecado ha sido perdonado y la muerte ha sido vencida. Por la Resurrección de Jesucristo, todo está revestido de una vida nueva. En Cristo la humanidad es rescatada por Dios, recobra la esperanza y queda restaurado el sentido de la creación. Este es el día de la revelación de nuestro Dios. Es el día de la manifestación de los hijos de Dios.

3. Por ello, en la Pascua no sólo cantamos la resurrección del Señor; su resurrección nos concierne a cada uno de nosotros, los bautizados. Nos lo ha recordado San Pablo: “Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con El en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rom 6, 3-4). La Pascua de Cristo es por ello también nuestra propia Pascua, la pascua de todo bautizado. 

¿Qué mejor ocasión que la Vigilia pascual para incorporar al misterio pascual de Cristo y para hacer memoria de nuestra incorporación a él por el Bautismo? Esta noche tenemos la dicha de celebrar el bautismo de esta niña –Caterina-, de recordar nuestro propio bautismo y de renovar con corazón agradecido nuestras promesas bautismales.

La mejor explicación que se puede dar de todo Bautismo y del Bautismo que esta niña va a recibir, son las palabras de San Pablo. El nos enseña que ser bautizados significa ser incorporados a la Pascua del Señor, pasar con Cristo de la muerte del pecado a la Vida de Dios y en Dios. Como esta niña en esta noche Santa, como nosotros un día, por el Bautismo renacemos a la nueva vida de Dios e incorporados  a su familia: lavados de todo vínculo de pecado, signo y causa de muerte y de alejamiento de Dios, Dios Padre nos acoge amorosamente y para siempre como a sus hijos amados en el Hijo y nos inserta en la nueva Vida resucitada de Jesús. Como nosotros un día, así también, vuestra hija, queridos padres, – Laura y Samuel- quedará esta noche vitalmente y para siempre unida al Padre Dios en su Hijo Jesús por el don del Espíritu Santo en el seno de la familia de Dios. A partir de hoy y para siempre será hija amada de Dios en su Hijo, Jesucristo, y, a la vez, hermana de cuantos formamos la familia de los hijos Dios, es decir, la Iglesia.

Como al resto de los bautizados, la familia de la Iglesia de Dios, en que hoy queda insertada, no la abandonará nunca ni en la vida ni en la muerte, porque esta familia es la familia de Dios, que lleva en sí la promesa de eternidad. Esta familia no la abandonará incluso en los días de sufrimiento, en las noches oscuras de su vida. Esta familia le brindará siempre consuelo, fortaleza, aliento, luz, esperanza y alegría; le dará palabras de vida eterna, esas palabras de esperanza que iluminan y responden a los grandes desafíos de la vida e indican el camino exacto a seguir hasta la casa del Padre.

Esta Vida nueva y eterna, que hoy recibe vuestra hija y que hemos recibido todos los bautizados, es un don que ha de ser acogido, vivido y testimoniado personalmente. Los padres y padrinos, haciendo las promesas bautismales diréis, en su nombre, un triple compromiso: diréis ‘no’ a Satanás, el padre y príncipe del pecado, a sus obras y a sus seducciones al mal, para vivir en la libertad de los hijos de Dios. Y en la profesión de fe, diréis un ‘sí’ a la amistad con Cristo Jesús, muerto y resucitado, que se articula en tres adhesiones: un ‘sí’ al Dios vivo, es decir a Dios creador, que sostiene todo y da sentido al universo y a nuestra vida; un ‘sí’ a Cristo, el Hijo de Dios que nos da la vida y nos muestra el camino de la vida; y un ‘sí’ a la comunión de la Iglesia, en la que Cristo es el Dios vivo, que entra en nuestro tiempo y en nuestra vida.

¡Que la alegría y el amor por vuestra hija, que mostráis hoy al presentarla para que reciba el don del bautismo, permanezcan en vosotros a lo largo de vuestros días! ¡Enseñadle y ayudadle con vuestra palabra y, sobre todo, con vuestro testimonio de vida a vivir y proclamar la nueva vida que hoy recibe! ¡Enseñadle y ayudadle a encontrarse personalmente con Jesús para conocerle, amarle y vivir tras sus huellas! ¡Enseñadle y ayudadle a vivir en la comunión de la familia de Dios, como hija de la Iglesia, a la que hoy queda incorporada, para que participe de su vida y de su misión! ¡Enseñadle a vivir la alegría del Evangelio que brota de la experiencia que Dios la ama personalmente! ¡Apoyadle para que comparta con otros la alegría del Evangelio!   

4. Lo dicho vale también para nosotros, los ya bautizados, al recordar hoy el don de nuestro propio bautismo en la renovación de las promesas bautismales. Es una gracia de Dios y una nueva oportunidad para dejar que se reavive en nosotros la nueva vida del nuestro bautismo y la alegría de nuestro encuentro con Cristo resucitado. San Pablo nos exhorta a que “andemos en una vida nueva”. Si hemos muerto con Cristo, ya no podemos pecar más. ¡Vivamos con la ayuda de la gracia la nueva vida de hijos de Dios en el seguimiento del Hijo por la fuerza del Espíritu Santo en el seno de la Iglesia, que está presente, vive y se realiza en esta Iglesia Diocesana de Segorbe-Castellón! Para este fin, Dios mismo nos concederá gracias abundantes en el Año Jubilar diocesano recién comenzado.

 Un significado especial tiene esta celebración para vosotros, queridos hermanos y hermanas, de la 3ª comunidad neocatecumenal de Santo Tomás de Villanueva de Castellón de Plana y de la 4ª de la comunidad de la Merced de Burriana. Hoy concluís el Camino Neocatumenal, Yos habéis preparado de modo especial para renovar las promesas bautismales solemnemente en esta S.I. Catedral-Basílica, ante mí, sucesor de los Apóstoles. Vuestras túnicas blancas de lino son signo de vuestra nueva vida bautismal que os acompañarán también en el tránsito hacia la casa del Padre. En vuestros escrutinios habéis visto de dónde procedías cada uno: en algunos casos seguro que de un mundo de destrucción y de miseria, por vivir alejados del amor de Dios por el pecado; pero también habéis experimentado el amor de Dios en Cristo, su misericordia infinita que os ha re-creado haciendo de vuestra propia historia una historia de salvación. ¡Acoged en todo momento la gracia de Dios y la ayuda de los hermanos para que estas vestiduras se mantengan siempre limpias hasta el encuentro definitivo en el Padre!   

 Renovados así en el amor de Jesucristo podréis y podremos todo seguir nuestro camino en el mundo bajo la mirada del Padre y con la fuerza del Espíritu.

5. Que María, testigo gozosa del acontecimiento de la Resurrección, nos ayude a caminar “en una vida nueva” y vivir como hombres nuevos, que “viven para Dios, en Jesucristo” (Rm 6, 4.11). Que María nos enseñe a salir al encuentro del Hijo Resucitado, fuente de alegría. Fortalecidos así en la fe y vida cristianas estaremos prontos para dar razón de nuestra esperanza y para llevar a nuestros hermanos el mensaje de la resurrección.  “¡El no está aquí. Ha resucitado. Aleluya!” Amén.

+ Casimiro Lopez Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Homilía en la celebración litúrgica del Viernes Santo

16 de abril de 2022/0 Comentarios/en Noticias destacadas, Homilías, Homilías 2022/por obsegorbecastellon

Segorbe, S.I. Catedral-Basílica, 15 de abril de 2022

(Is 52,13 – 53,12; Sal 30; Hb 4,14-16; 5,7-9; Jn 18,1 – 19,42)

Contemplemos la pasión y muerte de Jesús

1. La contemplación de la pasión de nuestro Señor Jesucristo, hecha en el ambiente sagrado de este día, nos adentra en la celebración litúrgica del Viernes santo. Hemos recordado y acompañado a Jesús en los pasos de su vía dolorosa hasta la Cruz. El Señor es traicionado por Judas; asaltado, prendido y maltratado por los guardias; es negado por Pedro y abandonado de todos sus apóstoles, menos por Juan; una vez, condenado por pontífices y sacerdotes indignos, juzgado por los poderosos, soberbios y escépticos es azotado, coronado de espinas e injuriado por la soldadesca; luego es conducido como reo que porta su cruz hasta el lugar de la ejecución; y, por fin, crucificado, levantado en alto, muerto y sepultado.

En la cruz se manifiesta el rostro de Dios

2. En la Cruz contemplamos el ‘rostro doliente’ del Señor. El es ‘siervo paciente’, el ‘varón de dolores’, humillado y rechazado por su pueblo. En la pasión y en la cruz contemplamos al mismo Dios, que asumió el rostro del hombre, y ahora se muestra cargado de dolor. En la cruz se nos manifiesta el rostro de Dios.

Cuando el Apóstol Felipe dijo a Jesús: «Señor, muéstranos al Padre», él respondió: «Hace tanto tiempo que estoy con vosotros, ¿y no me conoces…? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 8-9). También cuando lleva la cruz y cuando muere en ella, Jesús sigue siendo el Hijo de Dios Padre, una misma cosa con él. Mirando su rostro desfigurado por los golpes, la fatiga, el sufrimiento interior, vemos el rostro del Padre. Más aún, precisamente en ese momento, la gloria de Dios, su luz demasiado fuerte para el ojo humano, se hace más visible en el rostro de Jesús. Aquí, en ese pobre ser que Pilato ha mostrado a los judíos, esperando despertar en ellos piedad, con las palabras “Aquí lo tenéis” (Jn 19, 5), se manifiesta la verdadera grandeza de Dios, la grandeza misteriosa que ningún hombre podía imaginar.

Dios sufre en su Hijo Jesús. Es el dolor provocado por el pecado, por el desprecio de su amor. No sufre por su pecado personal, pues es absolutamente inocente; sino por la tragedia de mentiras y envidias, traiciones y maldades que se echaron sobre él, para condenarlo a una muerte injusta y horrible. El carga hasta el final con el peso de los pecados de todos los hombres y de todo sufrimiento humano. Con su muerte redime al mundo. Jesús mismo había anunciado: “El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por la multitud” (Mc 10,45).

En la Cruz se muestra la grandeza humana

3. En Jesús crucificado se revela no sólo la grandeza de Dios; también se muestra otra grandeza: la nuestra; la grandeza que pertenece a todo hombre por el hecho mismo de tener un rostro y un corazón humano. Escribe san Antonio de Padua: “Cristo, que es tu vida, está colgado delante de ti, para que tú te mires en la cruz como en un espejo… Si te miras en él, podrás darte cuenta de cuán grandes son tu dignidad… y tu valor… En ningún otro lugar el hombre puede darse mejor cuenta de cuánto vale, que mirándose en el espejo de la cruz” (Sermones Dominicales et Festivi III, pp. 213-214). Sí. Jesús, el Hijo de Dios, ha muerto por ti y por mí, por cada uno de nosotros. De este modo nos ha dado la prueba concreta de cuán grandes y cuán valiosos somos a los ojos de Dios, los únicos ojos que, superando todas las apariencias, son capaces de ver en profundidad la realidad de las cosas, nuestra propia realidad.

Cristo sufre y muere no por otra razón sino “por nuestros pecados” (1Co, 15,3) y “por nosotros”: a causa de nosotros, a favor nuestro y en lugar de nosotros. Contemplando este ‘rostro doliente’, nuestro dolor se hace más fuerte, porque el rostro de Jesús padeciendo en la cruz, asume y expresa el dolor de muchos hermanos, que hoy padecen angustia y desconcierto, en parte por sus pecados, pero mucho más aún por los pecados de los demás, por las violencias y por los egoísmos humanos, que los aprisionan y esclavizan.

La Cruz es fuente de esperanza

3. Y en la oscuridad de la Cruz rompe la luz de la esperanza. “Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho”.  El Siervo de Dios, aceptando su papel de víctima expiatoria, trae la salvación y la justificación de muchos. En la Cruz, “Dios estaba reconciliando consigo al mundo” (2 Cor 5, 19). La Cruz, a la vez, que descubre la gravedad del pecado, nos manifiesta la grandeza del amor de Dios y la grandeza del ser humano para Dios: Él mismo quiere librarnos de cualquier pecado y de la muerte. Desde aquella cruz, padeciendo el castigo que no merecía, el Hijo de Dios mostró la grandeza del corazón de Dios, y su generosa misericordia; y exclama: “!Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!”.

La salvación es la liberación del hombre de sus pecados, males y miserias, y la reconciliación con Dios. La salvación es fruto del amor infinito y eterno de Dios. Porque sólo el amor infinito de Dios hacia los hombres pecadores es lo que salva; el amor de Dios es la única fuerza capaz de liberar, justificar, reconciliar y santificar. Pero el amor de Dios requiere ser acogido; el amor del Amante espera de la respuesta del amado, para entregarse y darse totalmente a sí mismo con todo cuanto tiene. Sin esa respuesta, no se produce, la obra del amor; se detiene a la puerta.

Por eso, para vivir con esperanza y como hombres nuevos, es necesario mirar, contemplar y acoger en nuestro corazón a Jesucristo en su pasión y en la Cruz; seguirle en aquellas horas amargas, que son las más decisivas de la historia de la humanidad. Ha llegado su hora, la hora de la verdad. Y las últimas palabras que Jesús dice y nos deja en la Cruz son expresión de su última y única voluntad, la que siempre tuvo y animó su existencia terre­na: hacer lo que Dios quiere, hacer la voluntad del Padre, Dios. Esto es, amar hasta el extremo para rescatar a los hombres de los poderes del pecado y de la muerte. Mirémoslo ahí, clava­do y suspendido del leño; mirémoslo como cordero degollado; mirémoslo ensangrenta­do y exangüe. Y todo ello por nosotros, por todos.

¿Hay acaso un amor más grande? Ahí nos revela todo el secreto de su persona y de su vida, ahí nos desvela el secreto de Dios: el secreto de un amor infinito que se entrega todo por nosotros para que tengamos vida, vida plena y eterna.

Llamada a la adoración

4. Contemplemos y adoremos con fe la Cruz de Cristo. Miremos al que atravesaron, y al que atravesamos. Miremos a Cristo: contemplemos su sufrimiento causado por el pecado, por la crueldad e injusticia humana. Contemplemos en la Cruz a los que hoy están crucificados, a todas la victimas de la maldad humana, a los que sufren y tienen que cargar con su cruz. Miremos el pecado del mundo, reconozcamos nuestros propios pecados, con los que Cristo tiene hoy que cargar.

Contemplemos y adoremos la Cruz: Es la manifestación del amor misericordioso de Dios, la expresión del amor más grande, que da la vida para librarnos de muerte. Si abrimos nuestro corazón a la Cruz, sinceramente convertidos y con verdadera fe, el amor de Dios nos alcanzará. Y el Espíritu de Dios derramará en nosotros el amor y podremos alcanzar la salvación de Dios. 

Al pie de la cruz la Virgen María, unida a su Hijo, pudo compartir de modo singular la profundidad de su dolor y de su amor. Nadie mejor que ella nos puede enseñar a amar la Cruz. A ella encomendamos en especial los que avergüenzan de la cruz y de su condición de cristianos, a los pecadores y a todos los que sufren a causa de su pecado, del egoísmo, la injusticia o la violencia. A ella encomendados a los enfermos y a los cristianos perseguidos a causa de su fe en la Cruz. Porque, los cristianos “no podemos gloriarnos sino en la Cruz de Cristo”. ¡Salve, Oh Cruz bendita, nuestra única esperanza! Amén.

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Homilía del Jueves Santo en la Misa «en la Cena del Señor»

15 de abril de 2022/0 Comentarios/en Noticias destacadas, Homilías, Homilías 2022/por obsegorbecastellon

Segorbe, S.I. Catedral, 14 de abril de 2022

(Ex 12,1-8.11-14; Sal 115; 1 Co 11,23-26; Jn 13,1-15)

En Jueves santo comienza el Triduo Pascual.

1. En la tarde de Jueves Santo conmemoramos la última Cena de Jesús con sus Apóstoles. Nuestra mente y nuestro corazón se trasladan al Cenáculo, donde Jesús se ha reunido con los suyos para celebrar la Pascua.  Jesús “sabiendo que había llegado su hora de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). Con estas palabras, san Juan explica años después el significado profundo de todos los hechos ocurridos aquellos días en Jerusalén.

 Jesús sabe que ha llegado su hora, la hora de pasar de este mundo al Padre, el final de su vida terrena. Y como hace un buen padre o una buena madre con sus hijos cuando se siente próximo el final de su vida, Jesús reúne a los suyos para darles su último testamento, los mejores dones; no son los únicos, que hace Jesús, pero sí los más importantes. Son siete y muestran de su amor hasta el extremo. Hoy, Jueves santo, son los regalos de la Eucaristía, del Orden sacerdotal y del mandamiento nuevo del Amor; mañana, Viernes santo, los dones de su sangre, de su madre, la santísima Virgen, María al pie de la Cruz, y de las siete palabras; y el regalo de la vida eterna, de la resurrección, el Sábado de gloria y Domingo de resurrección.

Trasladémonos en espíritu hasta el Cenáculo. Contemplemos los regalos que hoy nos hace de la Eucaristía, el Orden sacerdotal y el mandamiento nuevo del amor. Y  hagámoslo con la actitud debida sabiendo agradecer, disfrutar y cuidar estos dones. Ello nos ayudará a vivir el Jubileo diocesano recién comenzado.  

El don del mayor tesoro: la Eucaristía

2. Jesús se ha reunido con sus Apóstoles para celebrar con ellos “la Pascua (la fiesta) en honor del Señor” (Ex 12, 11), que conmemora ‘el paso del Señor’ para liberar a su Pueblo de la esclavitud de Egipto y establecer la Alianza de Dios con su Pueblo. Jesús elige la celebración de la Pascua judía para establecer la nueva y definitiva Alianza. Él es el ‘verdadero cordero sin defecto’, inmolado por la salvación del mundo, para la liberación definitiva de la esclavitud del pecado y de la muerte mediante su muerte y resurrección. Jesús instituye la nueva Pascua.

En la Cena, Jesús anticipa sacramentalmente lo que iba a ocurrir al día siguiente. Jesús toma pan, lo bendice, lo parte y luego lo distribuye a los Apóstoles, diciendo: “Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros”; lo mismo hace con el cáliz: “Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre” (1 Co 11, 24-25). Y acto seguido, añade: “Haced esto en memoria mía”  (1 Co 11, 24-25). Con estas palabras, Jesús instituye la Eucaristía, el sacramento que perpetúa para todos los tiempos su amor hasta el extremo en la Cruz. Siguiendo el mandato de Jesús, en cada santa Misa actualizamos de un modo incruento, sacramental pero realmente, su entrega en la cruz y su resurrección. En cada santa Misa se actualiza el misterio pascual de la muerte y resurrección de Jesucristo para el perdón de los pecados y la reconciliación de los hombres con Dios y entre sí. La Eucaristía es así manantial permanente de vida y de comunión con Dios y fuente de comunión con los hermanos. Desde aquel Jueves Santo, la Iglesia, que nace del misterio pascual de Cristo, vive de la Eucaristía, se deja renovar y fortalecer por ella, y sigue celebrándola hasta que vuelva su Señor. Por ello, después de la consagración nos unimos a la aclamación del sacerdote: ‘Este es el Misterio de nuestra fe’, con las palabras: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor, Jesús!’.

En cada santa Misa, el sacerdote se inclina sobre los dones eucarísticos, para pronunciar las mismas palabras de Cristo en “la víspera de su pasión”. El pan y el vino quedan transformados en el Cuerpo y Sangre de Cristo. El pan consagrado es Cristo mismo, es su persona, que se da y se queda en la humildad de un pedazo de Pan, lo mismo que antes se había quedado en la humildad de hombre hecho carne en el vientre de Maria.

Por ello, la Eucaristía es el centro y la fuente de la vida de la Iglesia y de todo cristiano, que hemos de saber agradecer, disfrutar y cuidar. La Eucaristía es el Sacramento por excelencia que constituye a nuestra Iglesia diocesana en su realidad más auténtica y profunda: ser signo eficaz de reconciliación y de comunión con Dios y, en él, entre todos los hombres. No lo olvidemos en este Año Jubilar. Sin Eucaristía no hay Iglesia, no hay Iglesia diocesana, ni comunidad cristiana, como tampoco hay verdaderos cristianos. Agradezcamos este gran regalo, el mayor tesoro de nuestra Iglesia, participando en la santa Misa, orando ante el Señor, presente en el Sagrario. De lo contrario, nuestra fe y vida cristiana languidecen y mueren. Comulgando a Cristo-Eucaristía nos unimos realmente a Él y con quienes igualmente comulgan el Cuerpo y la Sangre del Señor. Todo cristiano, que quiera permanecer vitalmente unido a Cristo, como el sarmiento a la vid, ha de participar con frecuencia en la Eucaristía y ha de hacerlo plenamente acercándose a la comunión.

Pero hemos de cuidar la Eucaristía, es nuestro mayor tesoro. El mismo San Pablo nos recuerda la dignidad con que debe ser tratado este sacramento por parte de cuantos se acercan a recibirlo. «Examínese cada uno a sí mismo antes de comer el pan y beber el cáliz, porque el que come y bebe sin apreciar el cuerpo, se come y bebe su propia condenación’ (1 Cor 11,28). Antes de comulgar es necesario examinarse y reconciliarse con Dios en el sacramento de la Penitencia, si se tiene conciencia de pecado grave. Antes de la Cena, Jesús lava también sus pies a sus mismos Apóstoles, para purificarlos, para que puedan tener parte con Él. Para acercarse a comulgar hay que estar limpios de todo pecado mortal, ha que estar en gracia de Dios. La Eucaristía es Cristo mismo, no es –perdón por la expresión- como un dulce que tomo porque me apetece. ¡Cuánto tenemos que mejorar! Hemos de poner mucho empeño en agradecer la Eucaristía, participar en ella asiduamente, al menos en el día de Señor, y, debidamente preparados, recibir a Cristo en la comunión. Él se queda en el Sagrario y nos espera. No lo abandonemos.

El regalo del sacerdocio ordenado

3.  En la tarde del Jueves santo, recordamos y agradecemos también el don del sacerdocio ordenado. La Eucaristía y el sacerdocio ordenado son inseparables. “Haced esto en memoria mía”. Estas palabras de Cristo están dirigidas a los Apóstoles y a quienes continúan o participan de su ministerio. A ellos, Jesús les entrega la potestad de hacer en su nombre lo que Él acaba de realizar; es decir, la potestad de transformar el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre. Diciendo “haced esto”, instituye el sacerdocio ordenado, sin el cual no puede haber Iglesia. Porque sin sacerdotes no hay Eucaristía. Y sin la Eucaristía, no podemos existir ni vivir, ni los cristianos ni las comunidades. La escasez de sacerdotes está llevando a que cada vez más comunidades se vean privadas de la Eucaristía dominical. El pueblo creyente comienza a sentir la necesidad de los sacerdotes.

Jueves santo nos llama a agradecer el don de los sacerdotes, a valorar su presencia en nuestras comunidades, y a cuidar de ellos. Sólo una Iglesia verdaderamente agradecida y enamorada de la Eucaristía se preocupará de hacerlo y de suscitar, acoger y acompañar las vocaciones sacerdotales. Y lo hará mediante la oración y el testimonio de santidad.

Don del mandamiento nuevo del amor fraterno

4. Y, finalmente, en esta tarde de Jueves Santo Jesús nos deja en herencia el gran regalo del mandamiento nuevo del amor. “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros” (Jn 13, 34).  A continuación repetiremos el gesto de Jesús hizo al comienzo de la Última Cena: el lavatorio de los pies. Al lavar los pies a los Apóstoles, el Maestro les enseña cómo debe ser el amor de sus discípulos y les propone el servicio como norma de vida: “Pues si yo, siendo vuestro Señor y Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn 13, 13-14). Jesús nos invita a imitarle: “Os he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con vosotros, también lo hagáis vosotros” (Jn 13, 15).

Jesús establece una íntima relación entre la Eucaristía y el mandamiento del amor. No se puede separar la participación en la mesa del Señor del deber de servir y amar al prójimo. Cada obra buena hecha en favor del prójimo, especialmente en favor de los que sufren, los necesitados, los desfavorecidos, los indefensos… es servicio de amor. El Señor nos invita a bajar, a aprender la humildad y la valentía de la bondad; y también a estar dispuestos a aceptar el rechazo, actuando a pesar de ello con bondad y perseverando en ella.

También hemos de saber agradecer, disfrutar y cuidar este gran don el mandamiento nuevo del amor. No es fácil agradecer este mandamiento en una época proclive a rehuir todo mandamiento, toda orden, toda obligación. Jesús instituye la Eucaristía como manantial inagotable del amor. El amor es la herencia más valiosa que Jesús nos deja a los cristianos. Y porque es un don suyo el mandamiento del amor, debemos agradecerlo: el amor es el único camino que nos lleva a la vida, que nos lleva a la felicidad. Su amor, compartido por sus discípulos, es lo que esta tarde Jesús ofrece a la humanidad entera. Cristo afirma la necesidad del amor, hecho entrega y servicio desinteresados. El amor alcanza su cima en el don de la propia persona, sin reservas, a Dios y a los hermanos, como el mismo Señor. El Maestro mismo se ha convertido en un siervo: y nos enseña que el verdadero sentido de la existencia es la entrega desinteresada por amor. El amor es el secreto del cristiano para edificar un nuevo mundo, cuya razón de ser no nos puede ser revelada sino por Dios mismo.

Jueves Santo es, por ello, el día del Amor fraterno. Después de ver y oír a Jesús, después de haber comulgado el sacramento del amor, después de habernos unido realmente con Él en la comunión, salgamos de esta celebración con el ánimo y las fuerzas renovadas para vivir el mandamiento del amor. Esto comienza con el prójimo y con el necesitado: en nuestra propia familia, entre nuestros vecinos, en el lugar de trabajo, en el pobre, enfermo o necesitado, en el forastero, en el inmigrante o en el refugiado. Eso sí, tendremos que salir de nosotros mismos y traspasar ese círculo en el que nos encierran la comodidad, el egoísmo, la indiferencia o los prejuicios. Si lo hacemos así, seremos discípulos de Cristo, imitaremos al mismo Dios que por amor supo salir de sí mismo para acercarse, entregarse y permanecer con nosotros.

Agradezcamos, disfrutemos y cuidemos los dones de la Eucaristía, del sacerdocio y del mandamiento nuevo del amor. En la Cena que recrea y enamora, encontramos, hermanos, el alimento y la fuerza para salir a los caminos de la vida. Seamos signo de unidad y fermento de fraternidad. Amén

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Homilía en la Misa Crismal y apertura del Año Jubilar Diocesano

13 de abril de 2022/1 Comentario/en Noticias destacadas, Año Jubilar 775 Sede Episcopal, Homilías, Homilías 2022/por obsegorbecastellon

Segorbe, S. I. Catedral-Basílica, 12 de abril de 2022

****

(Is 61,1-3ª.6ª.8b-9; Sal 88; Apo 1,5-8; Lc 4,16-21)

1. «La gracia y la paz de parte de Jesucristo, el testigo fiel» (cf. Ap 1,5-6),sea con todos vosotros, hermanas y hermanos en el Señor. Os saludo con emoción y afecto a todos vosotros, queridos sacerdotes, Cabildos Catedral y Concatedral, Vicarios General y Episcopales, diáconos permanentes y seminaristas, religiosos y religiosas, consagrados en general y laicos. Mi saludo agradecido y respetuoso a las autoridades y representaciones que han tenido a bien acompañarnos en un día tan señalado para nuestra Iglesia diocesana de Segorbe-Castellón. Saludo también a cuantos os habéis unido a nuestra celebración a través de la TV, en especial para los enfermos, ancianos e impedidos a salir de sus casas.

Convocados para la Misa Crismal

2. Nos encontramos reunidos en nuestra Catedral diocesana en Segorbe, la iglesia-madre de todas las demás iglesias de la diócesis. Esta es la casa de Dios, la morada visible de Dios entre los hombres; y esta es también la casa de nuestra comunidad diocesana, llamada a ser morada de Dios entre los hombres, presencia transparente de su amor, de su misericordia y de su Salvación para todos.

Hemos sido convocados por Jesucristo en torno a la mesa de la Palabra y la Eucaristía para consagrar el santo Crisma y bendecir los óleos de los catecúmenos y de los enfermos. Recordemos que con el Crisma, aceite perfumado que representa al Espíritu Santo, son ungidos quienes reciben el bautismo, la confirmación y el orden sacerdotal; y con el óleo de los catecúmenos son ungidos quienes reciben el bautismo y con el de los enfermos quienes sufren grave enfermedad o las personas mayores.

Y la apertura del Año Jubilar Diocesano

3. Y con esta Misa inauguramos el Año Jubilar diocesano para conmemorar el 775º Aniversario de la creación de la sede episcopal en esta Ciudad por Inocencio IV tal día como hoy del año 1247, origen de nuestra Iglesia diocesana, hoy de Segorbe-Castellón.

Con profunda alegría nos unimos hoy al salmista para cantar “eternamente las misericordias del Señor” (Ps 88), porque “Dios ha estado grande con nosotros, y estamos alegres” (Ps 125). A Dios le damos gracias porque nos ha elegido para ser su Iglesia diocesana; gracias le damos por todos los dones recibidos a lo largo de estos casi ocho siglos de historia: dones y testimonios de santidad, en algunos casos hasta el martirio; dones y obras de evangelización, de santificación y de caridad hacia los más pobres y necesitados; y obras de patrimonio y de cultura, signos y frutos de la fe cristiana.   

Nuestro Jubileo es un Año de gracia de Dios. En este tiempo, Dios derramará gracias especiales y abundantes sobre toda nuestra Iglesia diocesana, en especial, el perdón de nuestros pecados y la Indulgencia plenaria; gracias que Dios nos concede para impulsar nuestra conversión personal y nuestra purificación personal y la de nuestras comunidades, gracias para la renovación pastoral y de conversión a la misión de toda nuestra Iglesia. Sólo abriendo nuestro corazón a Dios y su gracia recuperaremos lo que con nuestras solas fuerzas no podemos alcanzar: la amistad de Dios y su gracia. Esta es la fuente de la que hemos de beber siempre para ser una Iglesia viva, santa y misionera, en sus miembros y comunidades.

¿Cómo vivir este Jubileo? Con fe confiada, humildad agradecida y esperanza renovada, acogiendo la Palabra de Dios que hemos proclamado y el profundo significado de esta Misa Crismal para los bautizados, las comunidades eclesiales y toda nuestra Iglesia.

En el Evangelio de hoy acabamos de escuchar. “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor” (Lc 20,18-19). Estas palabras del profeta Isaías, proclamadas por Jesús aquel sábado en la sinagoga de Nazaret, se refieren, en primer lugar, a Jesús mismo y a su misión mesiánica. “Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír”, dice Jesús. Y valen también para nosotros. Cristo mismo glorificado a la derecha del Padre sigue enviando el Espíritu Santo sobre las personas, las comunidades y sobre toda la Iglesia. El “hoy” de que habla el Evangelio no pasa, es permanente y siempre actual: porque todos nosotros, los bautizados, hemos sido también ungidos y enviados; somos partícipes de la unción y misión de Cristo. Me detendré en tres palabras del Evangelio: Espíritu Santo, unción y envío.

Dóciles a la acción del Espíritu Santo.  

4. En primer lugar, el Espíritu Santo. El Espíritu Santo que está en Jesús de Nazaret y lo ha ungido, este mismo Espíritu desciende hoy de nuevo sobre el óleo perfumado para hacerlo sacramento de la plenitud de vida cristiana para los que serán bautizados y confirmados. El Espíritu Santo desciende así hoy de nuevo también sobre toda nuestra Iglesia diocesana.

El Espíritu Santo es el principio de vida de cada bautizado y de toda nuestra Iglesia. Él es quien nos perdona los pecados y por el que renacemos a la Vida misma de Dios por Cristo. Él es quien nos convierte, renueva y santifica; quien crea y fortalece nuestra unión con Dios y con los hermanos. El es quien nos incorpora a la Iglesia, a esta Iglesia diocesana y nos hace sentirla como propia, como nuestra familia, como la familia de los hijos e hijas de Dios que peregrina en Segorbe-Castellón. El Espíritu Santo es el creador de la unidad y de fraternidad. Distribuye ministerios y carismas distintos para el bien de todo el pueblo de Dios. El Espíritu es quien nos alienta y nos muestra los caminos en nuestra misión de evangelizar y de santificar; quien nos impele a mostrar el amor y la misericordia de Dios a todos, en especial a los más débiles y necesitados. El poder del Espíritu fecunda y alienta hoy de nuevo a esta Iglesia nuestra en su vida y su misión. Seamos dóciles a la acción del Espíritu Santo en cada uno nosotros y en nuestra Iglesia diocesana.

Como bautizados: ungidos y consagrados por el Espíritu Santo.

5. En segundo lugar, la unción. Jesús de Nazaret es el Ungido por el Espíritu Santo, por excelencia y sin parangón, porque, como Hijo de Dios, está unido desde la eternidad al Padre y al Espíritu Santo. También los bautizados somos ungidos en nuestro bautismo por el Espíritu Santo con el Crisma, y consagrados como “templos del Espíritu Santo”. El Espíritu habita en nosotros. Como ungidos y consagrados, todos los cristianos estamos llamados a dejar que la fe y la nueva vida de Dios, recibidas en el Bautismo, exhalen el perfume de un vida santa por el buen olor de las buenas obras. Toda nuestra Iglesia, todos los cristianos, de cualquier estado o condición, estamos llamados a la santidad, es decir, a la plenitud de vida cristiana y a la perfección del amor (LG 40). Todos los cristianos, por el bautismo, participamos del sacerdocio del Señor y estamos llamados a ofrecernos con él, a ofrecer nuestra persona y nuestra existencia por la salvación del mundo. En nuestro bautismo hemos sido ungidos y consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo para ofrecer, a través de las obras propias del cristiano, sacrificios espirituales.

Si somos humildes y sinceros, reconoceremos que, de un modo u otro, todos alguna vez no hemos correspondido a esta llamada amorosa de Dios a ser sus hijos, a ser piedras vivas de su templo, de su Iglesia. El Jubileo es una ocasión para recuperar la frescura de nuestra unción bautismal y la belleza de nuestro bautismo. Estamos llamados a ser piedras vivas de este templo de Dios vivo, que es nuestra Iglesia y que el Espíritu va edificando en medio del mundo. Como criaturas nuevas, somos convocados a vivir la belleza de una vida auténtica en el seguimiento de Jesús, a dejarnos purificar de todo pecado, de toda mundanidad, de toda tibieza. Dejémonos encontrar o reencontrar por el Señor Jesús; dejémonos renovar por el Espíritu Santo; vivamos con alegría nuestra condición de cristianos y nuestra pertenencia a esta Iglesia de Jesús de Segorbe-Castellón. 

Para salir a misión

6. Y, por último, el envío y la misión. Las palabras de Isaías que Jesús lee en la sinagoga de Nazaret y esta Misa tocan el corazón mismo de nuestra Iglesia diocesana, que ha sido convocada para ser enviada a la misión. El Crisma con el que somos ungidos en el bautismo nos recuerda que todos los bautizados participamos de la unción del Señor y que todos estamos enviados como él a evangelizar, a llevar al mundo la vida, el amor y la misericordia de Dios. Nuestra unción bautismal es para la misión. La consagración hoy el santo Crisma, nos ofrece la oportunidad de recordar la unción en nuestro bautismo. Le pedimos al Señor que avive en nosotros la consciencia de que hemos sido ungidos y enviados a anunciar el Evangelio a los pobres de pan, de cultura y de Dios: a abrir los ojos a los ciegos en el espíritu, a curar los corazones desgarrados, a liberar a los cautivos, a anunciar el año de gracia del Señor. Un don precioso y una tarea hermosa. Seamos discípulos misioneros del Señor; pero no en solitario, sino caminando juntos como Iglesia del Señor. 

Sabemos que hoy son muchos los desafíos y las dificultades para la evangelización; el mundo actual es cada día más refractario a Dios, a Cristo y al Evangelio. Pero los desarrollos tecnológicos y sociales plantean posibilidades que no logramos aprovechar. Los destinatarios de la evangelización se multiplican dentro y fuera de nuestra Iglesia. La mies es mucha; la mies es cada vez mayor. Pero pensemos en nosotros llamados con urgencia a evangelizar. La pregunta sobre cómo evangelizar, cómo transmitir la fe hoy, se convierte en una pregunta sobre nuestra Iglesia. El Señor nos pregunta esta mañana: ¿Qué dices de ti, Iglesia de Segorbe-Castellón? ¿Cómo estás viviendo tu ser ‘morada de Dios entre los hombres? ¿Cómo te sitúas hoy en el contexto social y cultural que te toca vivir? Urge interrogarnos juntos y con sinceridad, entre otras cosas, si estamos evangelizando; si somos capaces de salir de nosotros mismos y conectar con el mundo con nuevas actitudes, con un estilo nuevo y con un renovado ardor; y si estamos convencidos de que anunciar a Jesucristo y el Evangelio es el mejor regalo que podemos hacer a los hombres y mujeres de hoy y a la sociedad. Al salir a la misión hemos de respaldar nuestra palabra con el testimonio humilde de unas comunidades fraternas y de un presbiterio fraterno; y mostrar que es posible amar con un amor verdadero y con la alegría que brota del encuentro con el Resucitado. El Espíritu del Señor está en nosotros y nos alienta y urge a salir a la misión. Dejémonos conducir por el Espíritu Santo.

Los sacerdotes: Ungidos para ser servidores del Pueblo de Dios

7. Queridos sacerdotes: las palabras que estamos meditando conciernen a todos los bautizados, pero resuenan en nuestro corazón de modo específico y personal. El día de nuestra ordenación recibimos una unción especial, para ser pastores, en nombre y representación de Jesús, el Buen Pastor. El nos llama a ser servidores del Pueblo  de Dios que peregrina en Segorbe-Castellón. Estamos llamados a servir a todos los bautizados para que vivan su unción y su envío bautismal. Ellos necesitan y reclaman nuestro testimonio y apoyo para hacer de su vida una ofrenda a Dios y una entrega a los demás en la vocación concreta de cada uno; en una palabra, estamos llamados a servir para que nuestros bautizados sean discípulos misioneros del Señor, para que toda nuestra Iglesia diocesana, en sus miembros y comunidades sea misionera.

En breves momentos vamos a renovar nuestras promesas sacerdotales. Para ser servidores de la unción bautismal de los fieles, los pastores debemos dar un testimonio coherente de vida, de fraternidad sacerdotal y de comunión en la fe y la misión con toda nuestra Iglesia diocesana. Evitemos caer en el individualismo, la rutina, la mediocridad o la tibieza, que matan toda clase de amor. Estemos atentos a las necesidades de cada comunidad cristiana y seamos fieles a la misión de anunciar a todos el Evangelio.

8. Acojamos y vivamos con gratitud este Año de gracia que Dios nos concede para nuestra renovación personal y comunitaria. Que Dios nos conceda la gracia de crecer en comunión para salir a la misión. Así se lo pido al Señor por intercesión de nuestros santos Patronos, la Virgen de la Cueva Santa y San Pascual Bailón. Amén

+ Casimiro López Llorente

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Castellón ha vivido un fin de semana repleto de fervor y tradición en honor a su patrona, la Mare de Déu del Lledó, con motivo de su fiesta principal. Los actos litúrgicos y festivos han contado con una alta participación de fieles, entidades sociales, culturales y representantes institucionales de la ciudad, en un ambiente marcado por la devoción mariana y la alegría pascual.
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📄✍️ Hoy se celebra la 58º Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales. «#InteligenciaArtificial y sabiduría del corazón: para una comunicación plenamente humana» es el tema que propone @Pontifex_es 💻❤️

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12 May 2024

#CartaDelObispo #MayoMesDeMaria

💐🙏 El Obispo nos exhorta, en su carta semanal, a contemplar a la Virgen e imitarla en su fe, esperanza y caridad, porque ella dirige siempre nuestra mirada hacia Jesús; y nos ofrece y nos lleva a Cristo ✝️

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✝️Ha fallecido el Rvdo. D. Miguel Antolí Guarch, a los 91 años.🕯️La Misa exequial será mañana, jueves 15 de mayo, a las 11:00 h en la Concatedral de Santa María (Castellón), presidida por nuestro Obispo D. Casimiro.🙏 Que descanse en la paz de Cristo. ... Ver másVer menos

Fallece el Rvdo. D. Miguel Antolí Guarch - Obispado Segorbe-Castellón

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El Reverendo D. Miguel Antolí Guarch falleció esta pasada noche a los 91 años, tras una vida marcada por su profundo amor a Dios, su vocación sacerdotal y su
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