Domingo de Pascua de Resurrección
Segorbe, S.I. Catedral-Basílica, 21 de abril de 2019
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(Hch 10,34a.37-43; Sal 117; Col 3,1-4; Jn 20,1-9)
Amados todos en el Señor!
¡Jesucristo ha resucitado!
1. “!Cristo, nuestra Pascua, ha resucitado! Aleluya”. Es la Pascua de resurrección: “el día en que actuó el Señor; sea nuestra alegría y nuestro gozo”. Hoy es el día que hizo el Señor, la fiesta de todas las fiestas. Por eso cantamos con toda la Iglesia el aleluya pascual. Hoy es el día en que el Señor nos llama a salir de las tinieblas y a entrar en su luz maravillosa. El mismo Señor resucitado, vencedor de la muerte, nos invita a la acción de gracias y a la alabanza.
Jesús, el Cristo, vive, porque ha resucitado. Jesús no es una figura del pasado, que vivió y murió, dejándonos su recuerdo, su doctrina y su ejemplo. No, hermanos: Aquel, a quien acompañábamos en su dolor, en su muerte y en su entierro el Viernes Santo, vive, porque ha resucitado. No te trata de una vuelta a esta vida terrena, para volver a morir. No: Cristo ha pasado en cuerpo y alma, a la vida gloriosa e inmortal: a la Vida misma de Dios. Esta es la gran Noticia de este Domingo de Resurrección. Cristo ha resucitado. Su resurrección es la prueba de que Dios ha aceptado la ofrenda, el sacrificio, de su Hijo Jesús por nosotros y por nuestros pecados. En él hemos sido salvados: “Muriendo destruyo nuestra muerte, y resucitando restauró la vida” (SC 6).
La resurrección de Jesucristo es la manifestación suprema de Dios, de su amor misericordioso para con su creatura, para con toda la humanidad y la creación entera. En la resurrección de Jesús se revela con infinita claridad el verdadero rostro de Dios: Dios es amor, y crea por amor y para la Vida. Su misma Vida es nuestro destino final.
Del sepulcro vació a la fe en la resurrección
2. Cierto que ni los apóstoles ni los demás discípulos del Señor esperaban la resurrección de Jesús. Las mujeres fueron en la madrugada del primer día de la semana a embalsamar con aromas el cuerpo de Jesús. La losa retirada, el sepulcro vacío, la presencia del ángel y el anuncio de que Jesús ha resucitado produjeron en las mujeres sorpresa (cf. Mc 16, 8). María Magdalena quedó sorprendida al ver retirada la losa del sepulcro, y corrió enseguida a comunicar la noticia a Pedro y a Juan: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto” (Jn 20,1-2). Los dos van corriendo hacia el sepulcro y Pedro, entrando en la tumba vio “las vendas en el suelo y el sudario… en un sitio aparte” (Jn 6-7); después entró Juan, y “vio y creyó”. Es el primer acto de fe de la Iglesia naciente en Cristo resucitado, provocado por la solicitud de una mujer y por la señal de las vendas encontradas en el sepulcro vacío.
Dios se sirve de personas y cosas sencillas para iluminar a los discípulos que “pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: qué él había de resucitar de entre los muertos” (Jn 6,9); ni recordaban que Jesús mismo les había predicho su resurrección. Pedro, cabeza de la Iglesia, y Juan “el discípulo a quien Jesús amaba” tuvieron el mérito de recoger las ‘señales’ del resucitado: la noticia traída por la mujer, el sepulcro vacío y los lienzos depuestos en él. Superadas la sorpresa y las dudas iniciales, todos los discípulos acabaron creyendo.
La resurrección del Señor, su paso a una vida gloriosa e inmortal es un hecho real, sucedido en nuestra historia; no es la invención de unas pobres mujeres ni es el fruto de la credulidad o del fracaso de los discípulos de Jesús. Para creer, todos, salvo el discípulo amado, tuvieron que encontrarse con el Resucitado. Una vez resucitado, Jesús salió al encuentro de sus discípulos: se les apareció, se dejó ver y tocar por ellos, caminó, comió y bebió con ellos. A Tomás, que dudaba de lo que le decían sus compañeros, Jesús le invitó a tocar las llagas de sus manos y meter su mano en la hendidura de su costado. Y Tomás creyó que el Resucitado era el mismo que el Crucificado: «Señor mío, y Dios mío», exclamó (Jn 20,28).
Después de la resurrección, los discípulos se encontraron personalmente y en grupo con el Señor. Fue un encuentro real, con una persona viva, y no una fantasía. Fue un encuentro profundo que tocó lo más profundo de su ser; y pasaron de la tristeza a la alegría, de la decepción a la esperanza, del miedo a los judíos a mostrarse ante ellos como los discípulos de Jesús. Toda su vida quedó transformada; todas las dimensiones de su existencia cambiaron de raíz: su pensar, su sentir y su actuar. Este encuentro los movilizó y los impulsó a contar lo que habían visto y experimentado; y lo hicieron con temple y aguante, sin miedo a las amenazas, a la cárcel e incluso a la muerte. Este encuentro con el Señor resucitado fue tan fuerte que hizo de ellos la comunidad de discípulos misioneros del Señor, y puso en marcha un movimiento que nada ni nadie podrá ya parar. Los Apóstoles serán, ante todo, testigos de la resurrección del Señor (cf. Hech 10,39-41).
Creer personalmente en el Señor resucitado
3. ¡Cristo ha resucitado! Esta Buena Noticia resuena hoy en medio de nosotros con nueva fuerza; no pertenece al pasado sino que es tremendamente actual. El Señor resucitado es el Viviente; Él sale como entonces a nuestro encuentro y nos ofrece la posibilidad de dejarnos encontrar por Él y dejarnos transformar por Él, como antaño sucedió con sus discípulos. ¿Cómo sucede esto, hermanos? Creyendo firmemente en la Palabra de Dios, que hemos proclamado. La Palabra de Dios de este día nos invita a creer en Dios y nos invita a creer a Dios; nos llama a fiarnos de su Palabra, a confiar en el testimonio de quienes fueron ante todo testigos de la resurrección del Señor hasta derramar su sangre: un testimonio que nos llega en la cadena ininterrumpida de la fe de la Iglesia. Esta Palabra de Dios nos invita y nos exhorta a aceptar con fe personal y a confesar que Jesús de Nazaret, el hijo de Santa María Virgen, muerto y sepultado, ha resucitado de entre los muertos.
En esta misma Eucaristía, el Señor resucitado se hace presente y sale a nuestro encuentro: es Él mismo quien nos habla, celebra con nosotros el misterio pascual y nos invita al banquete pascual. También la procesión del Encuentro será una ayuda a encontrarnos de manos de María con su Hijo resucitado. Dejémonos encontrar por él. Porque solo así, nuestra alegría pascual será verdadera y completa.
Partícipes ya de la Pascua por el Bautismo
4. Pero es más: hermanos. Cristo no sólo ha resucitado, sino que nos ha hecho partícipes de su resurrección por nuestro bautismo. “Ya habéis resucitado con Cristo” (Col 3, l), nos recuerda San Pablo en su carta a los Colosenses. Por el Bautismo participamos ya de la Pascua del Señor, hemos pasado con Cristo de la muerte del pecado a la vida de Dios (cf. Rom 6, 3-4). Por el bautismo hemos renacido a la nueva vida de los Hijos de Dios: lavados de todo vínculo de pecado, signo y causa de muerte y de alejamiento de Dios, Dios Padre nos ha acogido amorosamente como a su Hijo y nos ha hecho partícipes de la nueva vida resucitada de Jesús.
Así quedamos vitalmente y para siempre unidos al Padre Dios en su Hijo Jesús por el don del Espíritu Santo, y, a la vez, unidos a la familia de los creyentes, es decir, a la Iglesia. Por ello, unidos a Cristo por nuestro bautismo debemos vivir las realidades de arriba (Col 3, l), donde Cristo está sentado a la derecha del Padre. Para el cristiano, la vida no puede ser un deambular sin rumbo por este mundo; el cristiano ha de plantear su vida desde la resurrección, con los criterios propios de la vida futura. Somos ciudadanos del cielo (Ef 2, 6), y caminamos hacia el cielo, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre (cfr Ef 1, 20; Heb 1,3).
Por ello celebraremos en verdad la Pascua si nos abandonamos en el Señor, que nos ha dado “una identidad nueva”: la identidad de nuestro ser de bautizados. Seamos agradecidos a Dios por el don que Él nos ha dado. Ante la indiferencia religiosa que nos circunda, ante las mofas cada vez más frecuentes hacia los cristianos católicos necesitamos vivir con verdadero gozo y fidelidad nuestra condición de hijos de de Dios, de discípulos de Cristo y de hijos de nuestra madre Iglesia. La alegría de este día nos invita reavivar nuestra condición de cristianos mediante el reencuentro con el Resucitado. Los apóstoles recobraron la alegría y el ánimo cuando se encontraron con el Señor resucitado. Sí, hermanos: ¡Cristo ha resucitado! Por eso es bello, es hermoso ser cristiano en el seno de la comunidad de los creyentes. Ninguna tristeza, ningún dolor, ninguna contrariedad pueden quitarnos esta certeza: Jesucristo vive y con Él todo es nuevo en mí, en nuestra Iglesia y en el mundo.
Testigos de la Resurrección
5. Confesar y celebrar de verdad la Pascua del Señor y nuestra propia Pascua en el bautismo piden vivir como Jesús vivió, que “pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo”; piden vivir como Jesús nos mandó. “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros como yo os he amado”. Por eso Pablo nos exhorta: “Ya que habéis resucitado con Cristo (por el Bautismo,… aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra” (Col 3,1-2).
De la fe en la resurrección surge un hombre nuevo, que ya no se pertenece a sí mismo, sino que pertenece a su Señor y vive para él. Sólo el encuentro y la unión con el Señor resucitado transformarán nuestra vida, como ocurrió con los Doce y con Pablo. Este encuentro nos hará sus testigos para vivir y proclamar con audacia, con firmeza y con perseverancia la Buena Noticia de la resurrección del Señor. Nada ni nadie podrán impedir al verdadero creyente el anuncio de Cristo resucitado y de su resurrección, Vida para el mundo y la creación entera: ni los intentos de recluir la fe cristiana al ámbito privado o de la conciencia, ni las amenazas o castigos de las autoridades, ni la increencia o la indiferencia
ambiental, ni la incomprensión de muchos, ni la vergüenza de tantos bautizados de confesarse cristianos.
Quien vive “en el mundo”, debe orientar hacia Dios las realidades terrenas, con verdadera alegría; y quien se ha consagrado a Dios, debe vivir para Él, sirviéndole en los hermanos. Nadie puede considerarse ‘resucitado con Cristo’, si vive para sí mismo (cf. Rom 14, 7). A todos los cristianos nos apremia la caridad de Cristo resucitado, Vida para el mundo, ante una cultura de la muerte que se extiende como una mancha de aceite y se alienta desde leyes contrarias a la vida humana, que debe ser respetada desde su misma concepción hasta su muerte natural, de la dignidad y respeto de toda persona humana. Ante tanta mentira y demagogia demos testimonio alegre y esperanzado del triunfo de la Vida sobre la muerte, de la Verdad del ser humano frente a la mentira sobre su origen y destino.
6. Celebremos con fe y alegría la Pascua del Señor. Acojamos con alegría a Cristo resucitado. Vivamos con gozo la resurrección de Jesús en nuestra vida. Dejémonos transformar por Cristo resucitado por la participación en esta Eucaristía, memorial de su muerte y de su resurrección del Señor. Seamos testigos de su Paz en nuestra vida. ¡Feliz Pascua de Resurrección¡ Amén.
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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