Fiesta de la Mare de Déu del Lledó
Basílica de Lledó, 6 de mayo de 2018
VI Domingo de Pascua
(Hech 10,25-26. 34-35.44-48; 1Jn 4,7-10; Jn 15,9-17)
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
- Cada primer Domingo de Mayo, el Señor nos convoca a esta Eucaristía en honor de la Patrona de nuestra Ciudad de Castellón, la Mare de Déu del Lledó. Os saludo de corazón a todos cuantos habéis acudido a esta celebración: a los sacerdotes concelebrantes, y en especial, al Sr. Prior de la Basílica, al Ilmo. Sr. Prior de la Real Cofradía de la Mare de Dèu del Lledó y al Cabildo Concatedral; al Sr. Presidente, Directiva y Cofrades de la Real Cofradía así como a la Sra. Presidenta y Camareras de la Virgen. Saludo también con respeto y afecto a las autoridades civiles, que nos acompañan, en especial, a la Ilma. Sra. Alcaldesa y a los Miembros de la Corporación Municipal de Castellón, al Concejal de Ermitas, al Perot y Clavario de este año, a la Reina Mayor y a la Reina infantil. Mi saludo cordial también a cuantos a través de la TV estáis unidos a nosotros para seguir esta celebración, especialmente a los enfermos.
Si hoy hemos acudido a esta Eucaristía, es porque sabemos que María, la Madre del Hijo de Dios, es también nuestra madre y mediadora de todas las gracias. María es la Madre buena que siempre tiene en sus labios la palabra oportuna. Y, en verdad, que necesitamos su palabra, su aliento y su ejemplo. Somos hombres y mujeres de la época de la técnica, del progreso científico, de los grandes avances y descubrimientos. Pero al mismo tiempo damos la impresión de andar con frecuencia desorientados, aturdidos, inseguros y desesperanzados por la vida. Nuestro mundo parece con frecuencia un desierto donde se extiende la soledad, la amargura, el sinsentido, el egoísmo, la exclusión de los desfavorecidos e indefensos, la crispación social y el odio del diferente. El desarrollo material y el bienestar social, por sí solos, no hacen una sociedad más humana. Nuestro mundo está falto de amor, del auténtico amor: es la consecuencia de haber aparcado a Dios de nuestras vidas. Miremos y acudamos a María para que recuperar a Dios y su amor en nuestros corazones, en nuestras familias, en nuestra sociedad.
A ella la llena de gracia y del amor de Dios le pedimos que nos enseñe a abrir nuestra mente y nuestro corazón a la Palabra de Dios que hemos proclamado en este VI Domingo de Pascua. Mirándola hoy podremos también hallar la fuerza necesaria para dejarnos amar por Dios para caminar como ella firmes en el amor de Dios y a los hermanos.
- La primera carta de san Juan y el evangelio de hoy se centran en el amor. Antes nada, san Juan nos dice que Dios es amor. Dios es el origen y la fuente del amor. En consecuencia, quien ha brotado de esta fuente y permanece unido a ella vive del amor y difunde amor. Esta es la razón de que el amor a Dios y el amor fraterno sean una sola y misma realidad. Por el contrario, no puede decir que conoce a Dios y que es de Dios, quien no ama. El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros primero y envió a su Hijo para librarnos de nuestros pecados. Antes de nada y ante todo, hemos de abrirnos al amor de Dios y dejarnos amar por Dios. Frecuentemente acentuamos nuestro esfuerzo en la búsqueda de Dios y de amarlo. En realidad, Dios es quien nos busca porque nos ama. “No te hubiera encontrado yo si Tú no me hubieras buscado primero”, dice S. Agustín. Dios está siempre presente, esperando entrar en comunión con nosotros y tomando la iniciativa. Para que lo sintamos más cercano se hace uno con nosotros y se implica de lleno en nuestra historia. Dios se convierte en un mendicante de amor porque, mientras extiende su mano para pedir amor, ya nos lo está dando a raudales. Es Dios quien nos ama primero con un amor totalmente gratuito e inmerecido por nuestra parte. Pero ser amado por Dios significa dejarse transformar por el amor que uno recibe, involucrándose en su lógica de gratuidad.
Dios es amor. Es él quien nos ha amado primero, anticipándose a nosotros. Y lo ha mostrado en toda la historia, sobre todo en su momento central, cuando nos envió a Cristo su Hijo. La mejor prueba del amor de Dios la tenemos precisamente en la Pascua que estamos celebrando: Dios ha resucitado a Jesús para que todo el que cree en él tenga vida, la vida y el amor mismo de Dios. De Dios podemos resaltar su inmenso poder, su sabiduría, su santidad. Pero de él podemos decir sobre todo que es amor. Y ahí está el punto de partida de todo. Nuestra existencia en este mundo y nuestra condición de cristianos es consecuencia de ese amor que tiene su origen en Dios. Es el amor de Dios el que nos ha creado, el que nos ha recreado en el Bautismo, el que nos va conduciendo y guiando. En nuestra vida hemos de reconocer ese amor primero que Dios nos tiene y empaparnos de él.
Así lo explicaba el papa Benedicto XVI: «El nos ha amado primero y sigue amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder también con el amor. Dios no nos impone un sentimiento que no podamos suscitar en nosotros mismos. El nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este «antes» de Dios puede nacer también en nosotros el amor como respuesta». Y el papa Francisco nos dice: «El primer paso que Dios realiza en nosotros es un amor que se anticipa, incondicional. Dios siempre ama el primero. Dios no nos ama porque en nosotros haya motivos para ser amados. Dios nos ama porque el mismo es amor, y el amor por su propia naturaleza tiende a difundirse, a darse».
Cristo Jesús es la encarnación y la personificación perfecta de ese amor: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo”. En Cristo vemos y experimentamos el amor de Dios en la historia y en el presente. Y Cristo nos muestra su amor: “Ya no os llamo siervos, os llamo amigos”. Nadie como él ha hecho realidad esa palabra: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”. En la misma escena en que dice estas palabras -su cena de despedida- hará con sus discípulos un adelanto simbólico de su amor entregado en la cruz: se ciñe la toalla y les lava los pies. Es el amor del que sirve, del que se entrega hasta el final, del que no se busca a sí mismo.
Por ello, Jesús puede pedir de sus discípulos. “Amaos unos a otros, como yo os he amado”. Sólo el que ama a los demás “ha nacido de Dios”, sólo el que ama “conoce a Dios”. En el evangelio, Jesus nos enseña que el mandamiento del amor no es una norma más, sino la expresión de permanecer en el amor que él nos tiene, y que nos vincula también al amor del Padre. Cumplir los mandamientos es permanecer en el amor de Jesus. El amor de Dios en nosotros nos lleva a amar también a los demás como hermanos.
Cristo Jesús nos llama amigos y nos destina a dar fruto. El fruto es el mismo amor con que Jesus nos ha amado. Por ello el amor es activo, busca amar de la misma manera que Jesus nos ha amado: Que os améis unos a otros como yo os he amado. De la experiencia del amor de Dios por nosotros brota nuestra capacidad y energía para amar a los que nos rodean. En la escuela de la amistad con Cristo aprendemos a amar también a los hermanos. Entrar en esta dinámica de amor al que nos invita Jesús significa participar de la alegría de Dios: “Os he dicho todo esto para que participéis en mi gozo y vuestro gozo sea completo”. El gozo de Jesús consiste en ser amado infinitamente por el Padre y en amar a los suyos hasta el final. Esta misma plenitud de alegría quiere comunicarla a los discípulos.
- “Que os améis unos a otros como yo os he amado”, nos pide Jesús. Pero ¿de qué amor se trata? El apóstol habla aquí de un amor diferente del que normalmente queremos expresar con este término. El amor para nosotros es un complejo de sentimientos, hecho de atracción física, deseo, pasión, satisfacción… En general, amamos algo o a alguien porque es bueno para nosotros. Dios, en cambio, no ama para recibir algo sino para dar y darse. Así es como lo vivió Jesús.
El amor de que Juan nos habla no tiene su origen en nosotros sino en Dios. Es un amor que proviene de una relación y unión con Dios. No se trata de un amor puramente humano, que dependa solamente de nuestra capacidad de amar. Sólo unidos a Cristo y abiertos a la gracia seremos capaces de vivir y difundir este amor a los demás. Un amor que es, ante todo, servicio. La voluntad de servicio hacia los hermanos debe animar toda nuestra vida cristiana, sea cual sea el lugar o la vocación en la que Dios nos llama a vivir. Es en los hermanos donde Dios quiere que descubramos su imagen, a veces desfigurada.
En nuestra sociedad los lazos de afecto y amistad son frágiles. Pese a tantos medios para comunicarse hay mucha soledad; vivimos cada vez más preocupados por la defensa de nuestro bienestar personal. Los lazos de afecto entre las personas basados solamente en el amor humano no son estables y fácilmente se deterioran y rompen. Parece cada vez más difícil vincularse de por vida con relaciones permanentes. Sólo el amor desinteresado que viene de Dios por medio de Jesús Resucitado puede ayudarnos a romper el muro de egoísmo que tiende a separarnos unos de otros. Sólo Jesús tiene autoridad para decirnos: Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si aceptamos este hermoso reto podremos experimentar esta fuerza que regenera y sana nuestras relaciones. Este amor es el sello distintivo de quien ha nacido de Dios y conoce a Dios. Pero no es propiedad adquirida de una vez por todas, hemos de cuidarlo día a día. El amor de Dios no conoce límites de ningún tipo, rompe todas las barreras de raza, cultura, nación e incluso de fe, como leemos en los Hechos de los Apóstoles cuando el Espíritu también llenó la casa del pagano Cornelio.
- La Palabra de Dios de este domingo nos exhorta a la conversión, a volver nuestra mirada y nuestro corazón a Dios que es amor, a abrirnos a su gracia. Convertidos de corazón al amor de Dios en Cristo, daremos testimonio del amor de Dios en el amor fraterno. Nada ni nadie está más cerca del hombre y de toda creatura que Dios mismo. Dios no es el enemigo del hombre. Es su Padre y Creador amoroso, cercano y providente, que en Cristo llama al amor y a la vida, la ofrece y la hace posible: una vida eterna y plena, la única salvación posible y razón de nuestra esperanza. No se trata de elegir entre Dios y el hombre, sino de elegir a Dios y al hombre, a Dios a causa del hombre. Quien elige a Dios auténticamente, elige al Padre del hombre y el que elige auténticamente al hombre, está eligiendo a Dios, principio y fin del hombre, fundamento último de su vida, de su dignidad y de su libertad.
Acoger el amor de Dios significa no excluirle de nuestra existencia personal, de nuestro trabajo, de la educación de nuestros niños y jóvenes, de nuestra sociedad y de nuestras leyes. Significa que dejemos de lado la tentación de la soberbia y la autosuficiencia de construir un mundo al margen de Dios. Escuchemos su voz y sigamos su Palabra; él nos propone el camino del amor verdadero, basado en la verdad al servicio siempre de los hombres y de la sociedad.
- María, la Mare de Déu del Lledó, nos muestra este camino: ella es la llena de gracia, la elegida por puro amor divino para ser la Madre del Salvador. Y ella supo responder a este amor de Dios con su amor entregado, con un ejercicio activo y constante de caridad. Ella entrega su persona totalmente a Dios. “He aquí la Esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra”. El amor y la gracia de Dios, de que María estaba llena, la llevaba a darse, con un mismo acto de amor a Cristo y a los hombres. El mismo amor que la une al Hijo le impulsa a amar a los hermanos. Esta es la característica del verdadero amor de Dios: quien lo posee, se abre para que el amor de Dios pueda llegar a los otros.
De manos de María, la Mare de Dèu del Lledó, los cristianos estamos llamados a ser testigos del amor de Dios en el amor al prójimo. Contemplando a María, nuestras comunidades cristianas están llamadas a ser el lugar donde todos puedan encontrar y experimentar la cercanía de Jesucristo, la manifestación suprema de Dios-Amor. Sólo el Señor resucitado es capaz de vivificarnos plenamente y hacer de nosotros testigos de su amor mediante nuestro amor fraterno y comprometido.
A la Mare de Déu del Lledó nos encomendamos y le rezamos: “Tu poder, Madre santa, es la bondad. Tu poder es el servicio. Enséñanos a nosotros, grandes y pequeños, gobernantes y servidores, a vivir así nuestra responsabilidad. Ayúdanos a creer y perseverar en la fe, para vivir alegres en la esperanza y fuertes en el amor. Ayúdanos a ser pacientes y humildes. ¡Protégenos y protege nuestra Ciudad! ¡Muéstranos a Jesús, fruto bendito de su vientre! Amén.
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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