Bicentenario del fundador de las Hermanas Oblatas del Santísimo Redentor
EUCARISTÍA DE ACCION DE GRACIAS EN EL BICENTENARIO DEL NACIMIENTO DE MONS. JOSÉ MARÍA BENITO SERRA, FUNDADOR DE LAS HERMANAS OBLATAS DEL SANTÍSIMO REDENTOR
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Desierto de las Palmas (Castellón), 16 de septiembre de 2010
Jueves de la 24ª Semana del Tiempo OrdInario
(1 Cor 15,1-15; Sal 117; Lc 7, 36-50)
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Amados todos en el Señor Jesús. Queridos PP. Carmelitas y sacerdotes concelebrantes, M. General y Consejo General de la Congregación y Hermanas Oblatas todas.
“Dad gracias al Señor porque es bueno” (Sal 117). Con estas palabras, el salmista nos acaba de invitar a dar gracias a Dios porque es bueno, a dar gloria y alabanza a Dios por su gran su misericordia y bondad, a entonar nuestra acción de gracias en esta Eucaristía al celebrar el bicentenario del nacimiento de vuestro Fundador, Mons. José Mª Benito Serra, queridas Hermanas Oblatas del Santísimo Redentor. Gracias damos a Dios por la persona de Mons. Benito Serra, que vio la luz de este mundo en Mataró, el 11 de mayo de 1810 y terminó su vida terrenal aquí, en el Desierto de las Palmas, el 8 de septiembre de 1886. Gracias damos a Dios por todos los dones que durante su vida en este mundo concedió a este monje, misionero, obispo y fundador: por el don de haber encontrado a Dios en la contemplación, por su pasión apostólica, por su gran inteligencia, por su corazón sensible hacia los más necesitados, por su voluntad firme de acoger y responder a la voluntad de Dios, por su profunda intuición profética y por su gran compasión hacia la mujeres prostituidas. Como bien dice vuestro folleto divulgativo, él fue “testigo fiel, centinela de auroras de justicia, profeta de la compasión, peregrino de la verdad y fundador de horizontes poblados de dignidad”.
Gracias damos a Dios también por vuestra Congregación de Hermanas Oblatas del Santísimo Redentor, que él puso en marcha, siguiendo la llamada de Dios, junto con Antonia de Oviedo. El deseo más vivo de vuestro Fundador era ayudar en su regeneración a aquellas mujeres de la calle, que tanto había visto sufrir en el Hospital de San Juan de la Cruz de Madrid. Movido por un vivo ardor apostólico y por una compasión sin igual, él quería llevar a aquellas mujeres al amor misericordioso de Dios; a ese amor que se manifiesta, ofrece y otorga en Cristo, que, en el evangelio de hoy (Lc 7, 36-50), acoge y perdona a una pecadora porque ella sabe responder con mucho amor al amor de Dios: un amor misericordioso, el de Dios, que, acogido de corazón, humaniza, dignifica, regenera y salva al ser humano. Así lo manifiestan también aquellas palabras del P. Serra a Antonia de Oviedo. “Yo –decía- quiero salvar esas almas. Si todas las puertas se les cierran les abriré yo una donde se puedan salvar. Si nadie me ayuda, lo haré yo sólo con la ayuda de la gracia y el apoyo del que llevó en sus hombros la oveja perdida y no quiere más que las personas vivan”. Sí: hoy es un día un día para entonar nuestra más sincera y humilde acción de gracias a Dios por este gran don suyo, que es vuestra Congregación: Dios ha estado grande con vosotras, con estas mujeres en situaciones de exclusión y vulnerabilidad, con la Iglesia y la sociedad en tantos países donde encontráis, y también con nuestra misma Iglesia diocesana.
Hoy, al dar gracias a Dios por el P. Serra y por todos los dones por él recibidos, en especial, por vuestra Congregación, la semilla que vuestro Padre Fundador sembró se convierte en legado para vosotras, queridas Hermanas Oblatas: un legado que ha de ser fuente permanente de renovación espiritual para todas vosotras.
Sí. Hablo de renovación espiritual. Al recordar vuestros orígenes, el Señor os invita hoy a que dejéis que se avive en vosotras vuestro carisma fundacional para que podáis vivir en todo momento con radicalidad evangélica y fidelidad creciente vuestra entrega consagrada al Señor. Vuestro nombre, Hermanas Oblatas del Santísimo Redentor, expresa y sintetiza la espiritualidad y el carisma de vuestra Congregación. Os recuerda que vuestra oblación, que vuestra entrega, debe ser total y hasta las últimas consecuencias, siguiendo las huellas de Cristo Redentor, casto, pobre y obediente a la voluntad del Padre Dios hasta la muerte en Cruz por amor a los hermanos. Especialmente sensibles al dolor de otras mujeres, estáis llamadas, convocadas y enviadas a llevar a Jesucristo, la buena Noticia de Dios y de su amor fiel, infinito y misericordioso para la humanidad, a las mujeres que se encuentran en la prostitución y son víctimas de la trata. Manteniendo vivo el carisma que habéis recibido tendréis la fuerza necesaria para permanecer fieles a vuestra vocación en medio de estas situaciones y para seguir apostando por la vida, por la misericordia, por la solidaridad, por la alegría y por la gratuidad.
Y ¿dónde mejor encontrar la fuente para vuestra renovación espiritual y para mantener vivo vuestro carisma sino es en el encuentro con el Señor, el Hijo de Dios, muerto por nuestros pecados y resucitado para la vida del mundo, como nos recuerda San Pablo en su primera carta a los Corintios (1 Cor 15,1-15)? En la oración personal y comunitaria, en la escucha atenta y dócil de su Palabra, mediante el encuentro hoy con vuestros orígenes y con vuestro Fundador encontréis la fuente permanente de renovación y la respuesta evangélica a las necesidades de los nuevos tiempos. En la celebración diaria y en la en adoración frecuente y prolongada de la Eucaristía, presencia sacramental pero real del Señor, muerto y resucitado, entre nosotros, encontraréis el manantial inagotable de amor, de comunión, de fraternidad y de misión. En la celebración frecuente del Sacramento de la Penitencia experimentaréis la belleza del abrazo misericordioso de Dios, que fortalece la comunión con Dios y con los hermanos y os envía a ser testigos de la misericordia divina.
La santidad es el camino fundamental de la renovación espiritual, que necesita siempre nuestra Iglesia y vuestra Congregación, para ser fieles al don y a la misión que el Señor nos ha confiado. El Señor os invita y llama, queridas hermanas, a vivir con radicalidad vuestra consagración a Dios. Por vuestra especial vocación y consagración estáis llamadas a expresar de manera más plena el misterio pascual, el misterio redentor de Cristo. Sólo unidas al Señor Resucitado podréis ser luz que alumbre las tinieblas de nuestro mundo y testigos de esperanza para estas mujeres. Vivid sencillamente lo que sois: signo perenne de la vocación más íntima de la Iglesia, recuerdo permanente de que todos estamos llamados a la santidad, a la comunión de vida en el amor de Dios.
El alma de vuestra vida consagrada es percibir, amar y vivir a Cristo como plenitud de la propia vida, de forma que toda vuestra existencia sea una oblación sin reservas a Él. En vuestra vida consagrada se manifiesta con transparencia aquello que san Pablo nos dice: “(Cristo) murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para quien murió y resucitó por ellos” (2 Cor 5, 15). Dejad que Cristo viva en vosotras; seguidlo dejándolo todo; amadle de todo corazón; seguid sin condiciones al Maestro; dedicad toda vuestra vida, vuestro afecto, vuestras energías y vuestro tiempo a Jesucristo y, en Él, al Dios y Padre de todos. Vivid esa entrega sin dejar que os perturbe ninguna duda ni ambigüedad sobre el sentido y la identidad de vuestra consagración, fieles a Cristo hasta la muerte.
Esta es la sustancia de la vida consagrada. A esta sustancia habréis de volver una y otra vez para que vuestra vocación y vuestra consagración sean fuente de gozo radiante y completo. Cuando nos queremos entender sólo por la tarea que hacemos y olvidamos esto que es sustancial, la propia vida no es capaz de mantenernos en la alegría de Cristo, y la misma consagración se desvirtúa y termina perdiendo sentido. Vivimos tiempos de cambios profundos y, con frecuencia, de desconcierto. Recordad que ni sois extrañas o inútiles en la ciudad terrena, ni podéis acomodaros a este mundo: dejaríais de ser, sal de la tierra. Una Iglesia en la que fallara o palideciera el testimonio de la vida consagrada, estaría gravemente amenazada en su vocación y misión. Estáis en la vanguardia de la Iglesia y en el corazón del mundo. No es extraño que los criterios del mundo también presionen sobre vosotras. Procurad con empeño perseverar y progresar en la vocación a que Dios os ha llamado.
Hoy, el verdadero desafío de la vida consagrada es vivir con verdad y con hondura su carisma, su ser de consagrados, en la hora presente. Lo que la Iglesia necesita y pide de vosotras es que creáis en vuestro carisma, que lo améis, que lo viváis con nuevo ardor, descubriendo sus nuevas exigencias, y que, desde vuestro ser de consagradas, colaboréis junto a los demás creyentes en el impulso de la acción evangelizadora de la Iglesia. Nuestro verdadero problema no es el envejecimiento de las comunidades o el descenso de vocaciones, sino la tibieza, la mediocridad y la falta de santidad en este tiempo de incertidumbre. Es el momento de reavivar el fuego, la hora de despertar y ser auténticamente consagradas. Sólo desde ahí podréis poner vuestra aportación original e insustituible en las Iglesias diocesanas.
Lo decisivo no es el número, sino la calidad de vida evangélica que puedan irradiar vuestras comunidades y cada una de vosotras: la fe gozosa, la adhesión apasionada a Jesucristo, la comunión sin fisuras con la fe de la Iglesia, la obediencia religiosa a nuestros legítimos pastores, la alegría interior, la amistad fraterna, la cercanía a las personas y la austeridad sana. Lo decisivo para que el amor de Dios, manifestado en Cristo y así para la humanización de nuestro mundo, son los testigos vivos de Jesucristo y de su Evangelio. Vivid la castidad sin fisuras para ser anuncio y testimonio del amor y de la entrega sin reservas al Reino de Dios como valor absoluto y definitivo. Que vuestra pobreza sea sincera para anunciar a Dios, Padre de todos, y ser signo de una comunidad humana más fraterna, poniéndolo todo al servicio de los demás. Y que vuestra obediencia sea cordial y así anuncio de que la vida del ser humano encuentra su realización plena en el cumplimiento de la voluntad de Dios, que no es otra sino una vida digna y dichosa para todos.
Como nos recuerda San Pablo “por la gracia de Dios soy lo que soy y su gracia no se ha frustrado en mi” (1 Cor 15, 10). Cada uno de nosotros, cada una de vosotras, vuestra Congregación, la Iglesia entera somos, nacemos, vivimos, crecemos y evangelizamos por la gracia de Dios y por la fuerza del Espíritu de Jesucristo. Nuestro mayor error hoy puede consistir en pretender sustituir con nuestra organización y actividad lo que sólo puede nacer de la gracia y de la fuerza del Espíritu de Dios.
Por muchos cambios que introduzcamos en el trabajo y las estructuras, nuestra Iglesia y vuestra Congregación no tendrán fuerza evangelizadora si no ponemos en el centro una experiencia más viva de la gracia de Dios y del Espíritu; es decir, si no actualizamos aquella primera experiencia de los discípulos que descubrieron en Cristo la cercanía salvadora de Dios y se sintieron impulsados por su Espíritu a comunicarla.
Queridas hermanas: Abrid vuestro corazón a la gracia de Dios y a la fuerza del Espíritu. Vivid en todo la comunión eclesial, congregacional y comunitaria. El camino de la renovación de la vida religiosa y de su fecundidad apostólica es el de la comunión de la Iglesia: el que traza la participación en la misma y única Eucaristía, comunión con Dios y con comunión con los hermanos. Haced de vuestra vida una existencia eucarística, una oblación a Dios y a los hermanos. Permaneced fieles al don y al carisma que habéis profesado y que habéis recibido de vuestro Fundador; seguid siendo medio privilegiado de anuncio de la Buena Nueva para las mujeres en situación de exclusión y de vulnerabilidad a través de vuestro ser más íntimo; vivid en el corazón de la Iglesia; perseverad y manteneos asiduas en la oración; sed, por vuestra vida, signos de total disponibilidad para Dios, la Iglesia y los hermanos. Que la Virgen Maria, fiel y obediente esclava del Señor, os ayude y proteja en vuestro caminar personal, comunitario y congregacional, ahora y siempre. Amén
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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