Ordenación presbiteral de seis diáconos
Castellón, S.I. Concatedral de Santa María,
14 de Mayo de 2011
(Fiesta de San Matías y Vispera del Domingo del Buen Pastor)
(Hech 1,15-17.20-26; Sal 22; 1 Pt 2,20b-25; Jn 15,9-17)
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Hermanos en el sacerdocio, diáconos y seminaristas; queridos hermanos y hermanas en el Señor Jesús:
«El Señor es mi Pastor nada me falta» (Sal 22). Junto con todos vosotros doy gracias al Señor, el Buen Pastor, por el don de estos nuevos pastores del pueblo de Dios. Como obispo de esta diócesis me alegra particularmente acoger en nuestro presbiterio diocesano a seis nuevos sacerdotes.
Os saludo muy especialmente a vosotros, queridos ordenandos: Manolo, Alberto, Pablo, Juan Mario, José Miguel y Mauro. Hoy estáis en el centro de la atención de esta porción del pueblo de Dios de Segorbe-Castellón, un pueblo simbólicamente representado por cuantos llenamos esta S. I. Concatedral de Santa María: la llenamos, sobre todo, de oración y de cantos, de afecto sincero y profundo por todos y cada uno de vosotros, de auténtica conmoción, de alegría humana y espiritual. En nuestra asamblea ocupan un lugar especial vuestros padres y familiares, vuestros amigos y compañeros, vuestros superiores y formadores del seminario, las distintas comunidades parroquiales a las que vosotros mismos ya habéis servido pastoralmente y las comunidades neocatecumenales, que os han acompañado en vuestro camino cristiano. No olvidamos tampoco la cercanía espiritual de muchas otras personas, familiares y amigos, aquí en España y al otro lado del Atlántico; y a tantas otras personas humildes y sencillas pero grandes ante Dios, como las monjas de clausura y los enfermos. Ellos os acompañan con el don preciosísimo de su oración y de su sufrimiento.
La Palabra de Dios de este día, Fiesta del Apóstol San Matías en la Víspera ya del Domingo de Buen Pastor, centra nuestra mirada una vez más en Cristo Jesús, el Señor Resucitado, el Maestro, el “Pastor y Guardián de nuestras vidas” (1 Pt 2, 25), el Buen Pastor, la puerta al redil del Pueblo de Dios. Quizá andabais «descarriados como ovejas» sin pastor, pero Él os encontró, os atrajo hacía sí, os convirtió a él, os hizo sus amigos, os eligió y os llamó para ser en su nombre y representación pastores del Pueblo santo de Dios. Sí: no lo olvidéis. No le habéis elegido vosotros a Él; Él ha sido quien os ha elegido a vosotros a través de su Iglesia como a Matías. Cristo Jesús os dice también a vosotros: «Soy yo quien os ha elegido» (Jn 15,16); y lo ha hecho a pesar de vuestra pobreza y fragilidad.
Vuestra llamada al sacerdocio ordenado es un gran don de la benevolencia divina. Bien lo sabéis vosotros. Llegáis al sacerdocio no por propios méritos, sino por elección de Jesús, por su amor de predilección hacia vosotros. Recibís esta gracia no para provecho y beneficio propio, sino para ser pastores al servicio de Cristo y de los hermanos. Si estáis abiertos a la gracia inagotable del sacramento, ésta os transformará interiormente para que vuestra vida, unida en el amor para siempre a Cristo sacerdote, se convierta en permanente servicio y total entrega.
Por ello recordad siempre la exhortación del Señor: «Como el Padre me amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor» (Jn 15,9). Es el amor el que os garantizará vuestra unión con el Señor. Unidos con Cristo y amándonos como él nos amó, tenemos la seguridad de que Dios permanece con nosotros como permaneció en El. Somos amados en el Amado. Esta es la identidad decisiva como discípulos de Cristo, que ha de estar siempre en vuestra conciencia de sentiros hijos amados en el Amado. Esto comporta una fidelidad siempre fresca e insobornable a vuestro «Sí» a Cristo; al amor comunicativo que en Cristo el Padre nos ofrece, y a la progresiva transformación que semejante comunión con Cristo, en Cristo y por Cristo se ha de ir verificando en vuestra vida en la medida en que os vayáis dejando amar en Él.
Antes de enviaros para que deis fruto, el Señor os va a asociar, como a Matías, al ministerio apostólico como colaboradores del mismo. A través de mis manos, Jesucristo, el Buen Pastor de su Iglesia, os va a consagrar hoy para ser presbíteros suyos y de su Iglesia. Mediante el gesto sacramental de la imposición de las manos y la plegaria de consagración, os convertiréis en presbíteros para ser, a imagen de Cristo, el Buen Pastor. Configurados con Cristo, participaréis así en su misma misión, maestro, sacerdote y rey, para que cuidéis de su grey mediante el ministerio de la palabra, de los sacramentos y el servicio de la caridad.
Ungidos por Dios con la fuerza del Espíritu, por el sacramento del orden seréis en comunión con el Obispo maestros autorizados de la Palabra en nombre de Cristo y de la Iglesia; seréis, a la vez, ministros de los sacramentos en la persona de Cristo, Cabeza, servidores suyos y administradores de los misterios de Dios (cf. 1 Cor 4, 1), y seréis pastores celosos de la grey que os sea encomendada a ejemplo del «Buen Pastor» (Jn 10, 11).
Pertrechados por el sacramento del orden, el Señor os envía y destina «para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto dure» (Jn 15,16). ¿Cuál es el fruto que el Señor y, con Él, la Iglesia espera de vosotros? Sencillamente el fruto del Amor entregado.
Antes de nada, el Señor espera de vosotros que lo reflejéis con vuestras palabras y con vuestras vidas de modo nítido y trasparente a Él, el Buen Pastor, el Señor Resucitado. Sólo él es el Buen Pastor, el Mayoral y el Pastor supremo (cf. 1 P 5, 4); sólo Él es la puerta de las ovejas, la entrada en el redil de los hijos de Dios, por la que debéis entrar vosotros primero. Sólo se puede ser pastor del rebaño de Jesucristo por medio de Él y en la más íntima comunión con Él. Sólo partiendo de Él, actuando con vistas a Él y en comunión con Él podréis realizar el servicio pastores del Pueblo de Dios.
Jesús señala además las condiciones del Buen Pastor, que son el fruto que Él espera de los pastores del Pueblo de Dios: dar la vida por las ovejas, conocerlas y preocuparse especialmente de las que están fuera del redil y del rebaño.
«El buen pastor da la vida por sus ovejas» (Jn 10, 11). Jesús espera de vosotros que deis, gastéis y desgastéis la propia vida por las ovejas, por las personas que os sean encomendadas. Es la suprema muestra del amor, del celo apostólico, de la caridad pastoral. De lo contrario viviréis no para el ministerio, sino del ministerio; os serviréis de él en beneficio y provecho propio, en lugar de vivirlo como servicio desinteresado a los hermanos.
No es el autoritarismo ni el afán de medrar en puestos o la propia exaltación o estima humana, sino el servicio humilde de Jesucristo, el servicio fraterno y la entrega desinteresada, lo que caracteriza al buen pastor. Ser buen pastor exige entrega incondicional y amor entrañable Cristo, a la comunidad y a cada uno de los que la forman. Lo decisivo no es el título, sino la actitud y testimonio de entrega total: vuestro único interés ha de ser llevar a las personas al encuentro transformador y vivificador con Jesucristo y su Evangelio. No se trata de gestos heroicos, sino de los pequeños gestos del día a día.
La entrega de sí mismo hasta en la muerte, a ejemplo del Buen Pastor, la aprenderéis a vivir en la Eucaristía; por eso la Eucaristía ha de estar en el centro de vuestra vida sacerdotal. Celebrar la Eucaristía de modo adecuado es encontrarse con el Señor, que por nosotros se despoja de su gloria divina, se deja humillar hasta la muerte en la cruz y así se entrega a cada uno de nosotros. La Eucaristía debe llegar a ser para nosotros una escuela de vida, en la que aprendamos a entregar nuestra vida. Debemos darla día a día. Debemos aprender día a día que yo no posemos nuestra vida para nosotros mismos. Día a día debemos aprender a desprendernos de nosotros mismos, a estar a disposición del Señor para lo que necesite de nosotros en cada momento. Sólo quien da su vida la encuentra.
Además el buen Pastor «conoce a sus ovejas y las suyas le conocen a él» (Jn 10, 11). ‘Conocer a alguien’ en sentido bíblico es mucho más que saber su nombre y apellido. Se trata de un conocimiento personal, un conocimiento del corazón con el corazón de Cristo, que surge del encuentro con el otro, del compartir su dolor y su drama. Este conocimiento implica cercanía a los fieles y amor apasionado por ellos, vivir entre ellos y con ellos, salir a su búsqueda y a su encuentro, como hizo Jesús. De lo contrario es imposible conocer sus gozos y sus angustias, sus necesidades e inquietudes para ofrecerles a Cristo, la Palabra y el Alimento de Vida. Existen muchas formas, y a veces muy sutiles, de vivir aparte, al margen o por encima de los fieles. Nadie puede cuidar la comunidad desde casa, desde el despacho o desde el templo. El pastor bueno acorta las distancias, dialoga con su gente con sencillez.
Para conocer las ovejas, hay que estar con ellas. Sabemos muy bien que cada día son más los bautizados alejados de la Iglesia. Sólo quien vive con verdadero celo apostólico, sabrá acercarse a los alejados. Aquí es donde se conoce al buen pastor. El estilo pastoral, que nos pide Jesús, el Buen Pastor, es el de una pastoral misionera y personal. Jesús sabe acoger a las personas en un encuentro personal e íntimo. En Jesús se da un respeto profundo a las personas en su intimidad más honda. Y ahí empieza la cura más profunda, su método de salvación. Es un camino delicado, es el camino del buen pastor.
Y, finalmente, Jesús nos dice: «Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño y un solo pastor» (Jn, 10, 16). El auténtico pastor no se cierra en su ghetto, ni piensa solamente en los de dentro. El Buen Pastor tiene un corazón amplio, abierto, universal; se siente interpelado por la llamada de la Iglesia a la nueva evangelización para que Jesucristo y el Evangelio de Salvación lleguen a todos. La comunidad universal de los hombres que está invitada a escuchar, acoger y vivir el Evangelio. Seguir las huellas del Buen Pastor es aceptar este espíritu amplio y universal, que rompe todas las fronteras.
Demos gracias a Dios por vuestra ordenación sacerdotal. Ojalá que vuestro ejemplo aliente también a otros jóvenes a seguir a Cristo con igual disponibilidad. Por eso, oremos en esta Jornada dedicada a las vocaciones, para que el «Dueño de la mies» siga llamando obreros al servicio de su Reino, porque «la mies es mucha y los obreros» (Mt 9, 37).
Que María, la Mater Dei y la Redemptoris Mater, os mantenga siempre en el amor a su Hijo, el Buen Pastor, y os proteja y aliente en la nueva etapa de vuestra vida, que ahora va a comenzar con vuestra ordenación sacerdotal. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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