Lectura y Evangelio de la memoria (obligatoria) de san Juan Crisóstomo, obispo y doctor de la Iglesia, y carta de Benedicto XVI con ocasión del XVI Centenario de la muerte del santo, celebrado en 2007
LECTURA. Tim 1,1-2. 12-14
Pablo, apóstol de Cristo Jesús por mandato de Dios, Salvador nuestro, y de Cristo Jesús, esperanza nuestra, a Timoteo, verdadero hijo en la fe: gracia, misericordia y paz de parte de Dios Padre y de Cristo Jesús, Señor nuestro.
Doy gracias a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me hizo capaz se fio de mí y me confió este ministerio, a mí, que antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero Dios tuvo compasión de mí porque no sabía lo que hacía, pues estaba lejos de la fe; sin embargo, la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí junto con la fe y el amor que tienen su fundamente en Cristo Jesús.
Salmo: Sal 15, 1b-2a y 5.7-8. 11
R. Tú eres, Señor, el lote de mi heredad.
Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.
Yo digo al Señor: «Tú eres mi Dios».
El Señor es el lote de mi heredad
y mi copa, mi suerte está en tu mano. R.
Bendeciré al Señor que me aconseja,
hasta de noche me instruye internamente.
Tengo siempre presente al Señor,
con él a mi derecha no vacilaré. R.
Me enseñarás el sendero de la vida
me saciarás de gozo en su presencia,
de alegría perpetua a tu derecha. R.
Aleluya Cf. Jn 17, 17b. a
R. Aleluya, aleluya, aleluya
Tu palabra, Señor, es verdad;
santifícanos en la verdad. R.
EVANGELIO. Lucas 6,39-42
En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos una parábola: «¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como un maestro.
¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: ‘Hermano, déjame que te saque la mota del ojo’, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano».
Carta de Benedicto XVI con ocasión del XVI Centenario de la muerte de san Juan Crisóstomo
Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; queridos hermanos y hermanas en Cristo:
1. Introducción
Se celebra este año el XVI centenario de la muerte de san Juan Crisóstomo, gran Padre de la Iglesia, al que miran con veneración los cristianos de todos los tiempos. En la Iglesia antigua san Juan Crisóstomo se distingue por haber promovido el «fecundo encuentro entre el mensaje cristiano y la cultura griega» que «ha influido de forma duradera en las Iglesias de Oriente y de Occidente»[1]. Tanto la vida como el magisterio doctrinal de este santo obispo y doctor resuenan en todos los siglos y siguen hoy suscitando la admiración universal.
Los Romanos Pontífices siempre han reconocido en él una viva fuente de sabiduría para la Iglesia, y su atención por su magisterio se intensificó ulteriormente a lo largo del último siglo. Hace cien años san Pío X conmemoró el XV centenario de la muerte de san Juan Crisóstomo, invitando a la Iglesia a imitar sus virtudes[2]. El Papa Pío XII puso de relieve el gran valor de la contribución que san Juan aportó a la historia de la interpretación de las sagradas Escrituras con la teoría de la «condescendencia», es decir, de la synkatábasis. A través de ella, san Juan Crisóstomo reconoció que «las palabras de Dios, expresadas en lenguas humanas, se hicieron semejantes al lenguaje humano»[3].
El concilio Vaticano II incorporó esta afirmación en la constitución dogmática Dei Verbum sobre la divina revelación[4]. El beato Juan XXIII subrayó la profunda comprensión que san Juan Crisóstomo tiene del nexo íntimo que existe entre la liturgia eucarística y la solicitud por la Iglesia universal[5]. El siervo de Dios Pablo VI destacó el modo en que «trató con palabra tan elevada y con piedad tan profunda el misterio eucarístico»[6].
Quiero recordar el gesto solemne con el que mi amadísimo predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II, en noviembre de 2004, entregó importantes reliquias de los santos Juan Crisóstomo y Gregorio Nacianceno al Patriarcado ecuménico de Constantinopla. El Sumo Pontífice puso de relieve que ese gesto era realmente para la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas «una ocasión bendita para purificar nuestras memorias heridas y afianzar nuestro camino de reconciliación»[7].
Yo mismo, durante el viaje apostólico a Turquía, precisamente en la catedral del Patriarcado de Constantinopla, recordé «los insignes santos y pastores que velaron por la Sede de Constantinopla, entre los que se encuentran san Gregorio Nacianceno y san Juan Crisóstomo, venerados también en Occidente como doctores de la Iglesia. (…) Verdaderamente, son dignos intercesores por nosotros ante el Señor»[8].
Por tanto, me alegra que la circunstancia del XVI centenario de la muerte de san Juan me brinde la oportunidad de volver a recordar su luminosa figura y proponerla a la Iglesia universal para la edificación común.
2. La vida y el ministerio de san Juan
San Juan Crisóstomo nació en Antioquía de Siria a mediados del siglo IV. Fue instruido en las artes liberales según la práctica tradicional de su tiempo y se manifestó especialmente dotado en el arte de hablar en público. Durante sus estudios, siendo aún joven, pidió el bautismo y aceptó la invitación de su obispo, Melecio, a prestar el servicio de lector en la Iglesia local [9].
Durante ese período, los fieles estaban turbados por la dificultad de encontrar un modo adecuado de expresar la divinidad de Cristo. San Juan se había alineado con los fieles ortodoxos que, en sintonía con el concilio ecuménico de Nicea, confesaban la plena divinidad de Cristo, aunque al hacerlo tanto él como los demás fieles no eran bien vistos en Antioquía por el gobierno imperial [10].
Después de su bautismo, san Juan abrazó la vida ascética. Por influjo de su maestro Diodoro de Tarso, decidió permanecer célibe durante toda su vida, dedicándose a la oración, al ayuno riguroso y al estudio de la sagrada Escritura[11]. Habiéndose alejado de Antioquía, durante seis años llevó una vida ascética en el desierto de Siria; allí comenzó a escribir tratados sobre la vida espiritual[12]. A continuación volvió a Antioquía, donde, una vez más, prestó servicio en la Iglesia como lector y, más tarde, durante cinco años, como diácono. En el año 386, llamado al presbiterado por Flaviano, obispo de Antioquía, añadió también el ministerio de la predicación de la palabra de Dios al de la oración y de la actividad literaria [13].
Durante sus doce años de ministerio presbiteral en la Iglesia antioquena, san Juan se distinguió notablemente por su capacidad de interpretar las sagradas Escrituras de un modo comprensible para los fieles. En su predicación se esmeraba con empeño por fortalecer la unidad de la Iglesia, afianzando en sus oyentes la identidad cristiana, en un momento histórico en que se hallaba amenazada tanto desde el interior como desde el exterior.
Con razón, intuía que la unidad entre los cristianos depende sobre todo de una verdadera comprensión del misterio central de la fe de la Iglesia, el de la santísima Trinidad y de la encarnación del Verbo divino. Sin embargo, muy consciente de la dificultad de estos misterios, san Juan ponía gran empeño en hacer accesible la enseñanza de la Iglesia a las personas sencillas de su asamblea, tanto en Antioquía como, más tarde, en Constantinopla[14]. Y no dejaba de dirigirse a los que disentían, prefiriendo usar con ellos la paciencia más que la agresividad, pues creía que para vencer un error teológico «nada es más eficaz que la moderación y la amabilidad»[15].
La fe firme de san Juan y su habilidad para predicar le permitieron pacificar a los antioquenos cuando, al inicio de su presbiterado, el emperador aumentó la presión fiscal sobre la ciudad, provocando un tumulto, durante el cual algunos monumentos públicos fueron destruidos. Después del tumulto, la gente, temiendo la cólera del emperador, se había reunido en el templo, deseosa de escuchar de san Juan palabras de esperanza cristiana y de consuelo: «Si no os consolamos nosotros, ¿dónde podréis encontrar consuelo?», les dijo[16].
En sus predicaciones durante la Cuaresma de aquel año, san Juan repasó los acontecimientos relacionados con la insurrección y recordó a sus oyentes las actitudes que deben caracterizar el compromiso cívico de los cristianos[17], en particular el rechazo de medios violentos para promover cambios políticos y sociales[18]. Desde esta perspectiva, exhortaba a los fieles ricos a practicar la caridad con los pobres, para construir una ciudad más justa; al mismo tiempo, recomendaba que los más instruidos aceptaran actuar como maestros y que todos los cristianos se reunieran en las iglesias para aprender a llevar los unos las cargas de los otros[19].
Cuando convenía, sabía también consolar a sus oyentes fortaleciendo su esperanza y animándolos a tener confianza en Dios, tanto respecto de la salvación temporal como de la eterna[20], ya que «la tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza» (Rm 5, 3-4)[21].
Después de prestar durante doce años su servicio en la Iglesia antioquena como presbítero y predicador, san Juan fue consagrado obispo de Constantinopla en el año 398; allí permaneció durante cinco años y medio. En esa función se ocupó de la reforma del clero, impulsando a los presbíteros, tanto con su palabra como con su ejemplo, a vivir de acuerdo con el Evangelio[22]. Sostuvo a los monjes que vivían en la ciudad y cuidó de sus necesidades materiales, pero también trató de reformar su vida, subrayando que se habían propuesto dedicarse exclusivamente a la oración y a una vida retirada[23]. Atento a huir de toda ostentación de lujo y a adoptar un estilo de vida modesto, aun siendo obispo de una capital del imperio, fue generosísimo al distribuir la limosna a los pobres.
San Juan se dedicaba a la predicación todos los domingos y en las fiestas principales. Estaba muy atento a evitar que los aplausos, recibidos a menudo por su predicación, lo indujeran a hacer que el Evangelio que predicaba perdiera su fuerza. Por eso, a veces se lamentaba de que con demasiada frecuencia la misma asamblea que aplaudía sus homilías no hacía caso de sus exhortaciones a vivir auténticamente la vida cristiana[24].
Denunció incansablemente el contraste que existía en la ciudad entre el despilfarro extravagante de los ricos y la indigencia de los pobres; y, al mismo tiempo, sugería a los ricos que acogieran a los indigentes en sus casas[25]. Veía a Cristo en el pobre; por eso invitaba a sus oyentes a hacer lo mismo y a obrar en consecuencia[26]. Fue tan persistente su defensa de los pobres y su reproche hacia quienes eran demasiado ricos, que suscitó la contrariedad e incluso la hostilidad contra él de parte de algunos ricos y de quienes detentaban el poder político en la ciudad[27].
Entre los obispos de su tiempo san Juan Crisóstomo destacó por su celo misionero. Envió misioneros a difundir el Evangelio entre quienes no lo habían oído[28]. Construyó hospitales para la curación de los enfermos[29]. Predicando en Constantinopla sobre la carta a los Hebreos, afirmó que la ayuda material de la Iglesia se debe extender a todos los necesitados, sin tener en cuenta su credo religioso: «El necesitado pertenece a Dios, aunque sea pagano o judío. Aunque no crea, es digno de ayuda»[30].
Su papel de obispo en la capital del imperio de Oriente imponía a san Juan mediar en las delicadas relaciones entre la Iglesia y la corte imperial. A menudo fue objeto de hostilidad de parte de muchos oficiales imperiales, a veces a causa de su firmeza al criticar el lujo excesivo de que se rodeaban. Al mismo tiempo, su posición de arzobispo metropolitano de Constantinopla lo ponía en la difícil y delicada situación de tener que negociar una serie de cuestiones eclesiales que implicaban a otros obispos y a otras sedes. Como consecuencia de las intrigas urdidas contra él por poderosos opositores, tanto eclesiásticos como imperiales, dos veces fue condenado por el emperador al destierro. Murió el 14 de septiembre del año 407, hace exactamente 1600 años, en Comana del Ponto durante el viaje hacia la meta final de su segundo destierro, lejos de su amada grey de Constantinopla.
3. El magisterio de san Juan
Desde el siglo V en adelante, san Juan Crisóstomo fue venerado por toda la Iglesia cristiana, tanto oriental como occidental, por su valiente testimonio en defensa de la fe eclesial y por su generosa entrega al ministerio pastoral. Su magisterio doctrinal y su predicación, así como su solicitud por la sagrada liturgia, le merecieron muy pronto el reconocimiento de Padre y doctor de la Iglesia. También su fama de predicador quedó consagrada, ya a partir del siglo VI, con la atribución del título de «Boca de oro», en griego «Crisóstomo».
De él escribe san Agustín: «Mira, Juliano, en qué asamblea te he introducido. Aquí está Ambrosio de Milán, (…); aquí está Juan de Constantinopla (…); aquí está Basilio (…); aquí están los demás; y su admirable consenso debería hacerte reflexionar. (…) Ellos brillaron en la Iglesia católica por el estudio de la doctrina. Revestidos y protegidos por las armas espirituales, libraron arduas guerras contra los herejes y, después de realizar fielmente las obras que Dios les había encomendado, duermen el sueño de la paz. (…) Este es el lugar donde te he introducido; la asamblea de estos santos no es la multitud del pueblo; ellos no son sólo hijos, sino también Padres de la Iglesia»[31].
Asimismo, es digno de mención especial el extraordinario esfuerzo que realizó san Juan Crisóstomo por promover la reconciliación y la comunión plena entre los cristianos de Oriente y de Occidente. En particular, fue decisiva su contribución para poner fin al cisma que separaba la sede de Antioquía de la de Roma y de las demás Iglesias occidentales. En la época de su consagración como obispo de Constantinopla san Juan envió una delegación al Papa Siricio, a Roma. Para apoyar esa misión, con vistas a su proyecto de acabar con el cisma, obtuvo la colaboración del obispo de Alejandría de Egipto. El Papa Siricio respondió con favor a la iniciativa diplomática de san Juan; así, el cisma quedó resuelto pacíficamente y se restableció la comunión plena entre las Iglesias.
Posteriormente, hacia el final de su vida, tras haber regresado a Constantinopla de su primer destierro, san Juan escribió al Papa Inocencio y también a los obispos Venerio de Milán y Cromacio de Aquileya, para pedirles ayuda en su empeño por restablecer el orden en la Iglesia de Constantinopla, dividida a causa de las injusticias cometidas contra él. San Juan solicitaba al Papa Inocencio y a los demás obispos occidentales una intervención que «otorgue —como escribía él— benevolencia no sólo a nosotros sino también a toda la Iglesia»[32].
En efecto, en el pensamiento de san Juan Crisóstomo, cuando una parte de la Iglesia sufre por una herida, toda la Iglesia sufre por esa misma herida. El Papa Inocencio defendió a san Juan en algunas cartas dirigidas a los obispos de Oriente[33]. El Papa afirmaba su comunión plena con él, ignorando su destitución, que consideraba ilegítima[34]. Luego escribió a san Juan para consolarlo[35]; también escribió al clero y a los fieles de Constantinopla para manifestar pleno apoyo a su obispo legítimo: «Juan, vuestro obispo, ha sufrido injustamente», reconocía[36].
Además, el Papa convocó un sínodo de obispos italianos y orientales con el fin de obtener justicia para el obispo perseguido[37]. Con el apoyo del emperador de Occidente, el Papa mandó una delegación de obispos occidentales y orientales a Constantinopla, al emperador de Oriente, para defender a san Juan y pedir que un sínodo ecuménico de obispos le hiciera justicia[38].
Cuando fracasaron estos proyectos, san Juan, poco antes de morir en destierro, escribió al Papa Inocencio para darle las gracias por el «gran consuelo» que había recibido por el generoso apoyo que le había otorgado[39]. En su carta, san Juan afirmaba que, aun hallándose separado por la gran distancia del destierro, se encontraba «diariamente en comunión» con él, y decía: «Tú has superado incluso al padre más afectuoso en tu benevolencia y en tu celo con respecto a nosotros». Sin embargo, le suplicaba que perseverara en su esfuerzo por buscar justicia para él y para la Iglesia de Constantinopla, dado que «la batalla que has de afrontar ahora se ha de librar en favor de casi todo el mundo, de la Iglesia humillada hasta la tierra, del pueblo disperso, del clero agredido, de los obispos enviados al destierro, de las antiguas leyes violadas». San Juan escribió también a los demás obispos occidentales para agradecerles su apoyo[40]: entre ellos, en Italia, a Cromacio de Aquileya[41], a Venerio de Milán[42] y a Gaudencio de Brescia[43].
Tanto en Antioquía como en Constantinopla san Juan habló apasionadamente de la unidad de la Iglesia esparcida por el mundo. Al respecto afirmaba: «Los fieles, en Roma, consideran a los que están en la India como miembros de su mismo cuerpo»[44] y subrayaba que en la Iglesia no caben las divisiones. «La Iglesia —exclamaba— no existe para que los que están congregados en ella se dividan, sino para que los que están divididos se unan»[45]. Y encontraba en las sagradas Escrituras la ratificación divina de esta unidad. Predicando sobre la primera carta de san Pablo a los Corintios, recordaba a sus oyentes que «san Pablo se refiere a la Iglesia como «Iglesia de Dios»[46], mostrando que debe estar unida, porque si es «de Dios», está unida, y no sólo lo está en Corinto, sino en todo el mundo, pues el nombre de la Iglesia no es un nombre de separación, sino de unidad y concordia»[47].
Para san Juan la unidad de la Iglesia está fundamentada en Cristo, el Verbo divino, que con su encarnación se unió a la Iglesia como la cabeza a su cuerpo[48]: «Donde está la cabeza, allí está también el cuerpo» y, por tanto, «no hay separación entre la cabeza y el cuerpo»[49]. Había comprendido que, en la encarnación, el Verbo divino no sólo se hizo hombre, sino que también se unió a nosotros haciéndonos su cuerpo: «Dado que no le bastaba hacerse hombre, ser golpeado y muerto, no sólo se une a nosotros por la fe; de hecho, también nos convierte en su cuerpo»[50].
Comentando el pasaje de la carta de san Pablo a los Efesios: «Bajo sus pies sometió todas la cosas y lo constituyó cabeza suprema de la Iglesia, que es su cuerpo, la plenitud del que lo llena todo en todo»[51], san Juan explica que «es como si la cabeza fuera completada por el cuerpo, dado que el cuerpo está compuesto y formado por sus diversas partes. En consecuencia, su cuerpo está compuesto por todos. Así pues, la cabeza está completa y el cuerpo llega a ser perfecto cuando todos nosotros nos encontramos juntos y unidos»[52]. Por consiguiente, san Juan concluye que Cristo une a todos los miembros de su Iglesia consigo y entre ellos. Nuestra fe en Cristo exige que nos esforcemos por lograr una unión sacramental efectiva entre los miembros de la Iglesia, poniendo fin a todas las divisiones.
Para san Juan Crisóstomo la unidad eclesial que se realiza en Cristo está testimoniada de un modo totalmente peculiar en la Eucaristía. «Llamado «doctor eucarístico» por la amplitud y profundidad de su doctrina sobre el santísimo Sacramento»[53], enseña que la unidad sacramental de la Eucaristía constituye la base de la unidad eclesial en y por Cristo. «Ciertamente, hay muchas cosas que nos hacen mantenernos unidos. Ante todos está una mesa preparada… A todos se ofrece la misma bebida o, más bien, no sólo la misma bebida, sino incluso el mismo cáliz. Nuestro Padre, que quiere hacer que nos tengamos un profundo afecto, ha dispuesto también que bebamos de un mismo cáliz, algo que indica un amor intenso»[54].
Reflexionando sobre las palabras de la primera carta de san Pablo a los Corintios: «El pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?»[55], san Juan comenta: para al Apóstol, por consiguiente, «como aquel cuerpo está unido a Cristo, así también nosotros estamos unidos a él por medio de este pan»[56]. Y con mayor claridad aún, a la luz de las palabras sucesivas del Apóstol: «Porque nosotros, aun siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo»[57], san Juan argumenta: «¿Qué es el pan? El cuerpo de Cristo. Y ¿qué llegamos a ser cuando lo comemos? El cuerpo de Cristo; no muchos cuerpos, sino un solo cuerpo. Del mismo modo que el pan, aunque está hecho de muchos granos de trigo, llega a ser uno (…), así también nosotros estamos unidos tanto los unos a los otros como a Cristo. (…) Ahora bien, si nos alimentamos de un mismo pan y llegamos a ser todos uno, ¿por qué no mostramos el mismo amor, para llegar a ser uno también bajo este aspecto?»[58].
La fe de san Juan Crisóstomo en el misterio de amor que une a los creyentes con Cristo y entre sí lo llevó a tributar una profunda veneración a la Eucaristía, una veneración que alimentó de modo especial en la celebración de la Divina Liturgia. Una de las expresiones más ricas de la Liturgia oriental lleva precisamente su nombre: «Divina Liturgia de san Juan Crisóstomo». San Juan entendía que la Divina Liturgia sitúa espiritualmente al creyente entre la vida terrena y las realidades celestiales que le ha prometido el Señor.
San Juan, escribiendo a san Basilio Magno, expresaba el temor reverencial que sentía al celebrar los sagrados misterios con estas palabras: «Cuando ves que el Señor, inmolado, yace sobre el altar y que el sacerdote, de pie, ora sobre la víctima (…), ¿piensas que estás entre los hombres, que estás en la tierra? ¿No te sientes, más bien, transportado al cielo?». Los ritos sagrados, dice san Juan, «no son sólo maravillosos para la vista, sino también extraordinarios por el temor reverencial que suscitan. Allí está de pie el sacerdote (…), el cual hace que el Espíritu Santo descienda; ora largamente para que la gracia que desciende sobre el sacrificio ilumine en aquel lugar las mentes de todos y las haga más resplandecientes que la plata purificada por el fuego. ¿Quién puede menospreciar este misterio digno de veneración?»[59].
Con gran profundidad san Juan Crisóstomo desarrolla la reflexión sobre los efectos de la Comunión sacramental en los creyentes: «La sangre de Cristo renueva en nosotros la imagen de nuestro Rey, produce una belleza inefable y no permite que sea destruida la nobleza de nuestras almas, sino que continuamente la riega y la alimenta»[60]. Por eso, san Juan exhorta a menudo, con insistencia, a los fieles a acercarse dignamente al altar del Señor, «no con ligereza (…), no por costumbre y formalidad», sino con «sinceridad y pureza de espíritu»[61].
Repite incansablemente que la preparación para la sagrada Comunión debe incluir el arrepentimiento de los pecados y la gratitud por el sacrificio que Cristo realizó por nuestra salvación. Por tanto, exhorta a los fieles a participar plena y devotamente en los ritos de la Divina Liturgia y a recibir con las mismas disposiciones la sagrada Comunión: «Os suplico que no dejéis que nos mate vuestra irreverencia, sino acercaos a él con devoción y pureza, y cuando lo veis delante de vosotros, decíos a vosotros mismos: «en virtud de este cuerpo yo ya no soy tierra y ceniza, ya no soy prisionero, sino libre; en virtud de este cuerpo espero el paraíso, y espero recibir los bienes, la herencia de los ángeles, y conversar con Cristo»»[62].
Naturalmente, de la contemplación del Misterio saca luego también las consecuencias morales con que compromete a sus oyentes: les recuerda que comulgar el Cuerpo y la Sangre de Cristo les obliga a prestar ayuda material a los pobres y a los indigentes que viven entre ellos[63]. La mesa del Señor es el lugar donde los creyentes reconocen y acogen a los pobres y necesitados que tal vez antes habían ignorado[64]. Exhorta a los fieles de todos los tiempos a mirar más allá del altar sobre el que se ofrece el sacrificio eucarístico y a ver a Cristo en la persona de los pobres, recordando que gracias a la ayuda prestada a los necesitados pueden ofrecer en el altar de Cristo un sacrificio agradable a Dios[65].
4. Conclusión
Cada vez que nos encontramos con nuestros Padres —escribió el Papa Juan Pablo II a propósito de otro gran Padre y doctor, san Basilio—, nos sentimos «confirmados en la fe y animados en la esperanza»[66]. El XVI centenario de la muerte de san Juan Crisóstomo brinda una ocasión propicia para incrementar los estudios sobre él, recordar sus enseñanzas y difundir su devoción.
En las diversas iniciativas y celebraciones que se están organizando con ocasión de este XVI centenario estoy espiritualmente presente con gratitud y con mis mejores deseos. También quiero expresar mi anhelo ardiente de que los Padres de la Iglesia «en cuya voz resuena la constante Tradición cristiana»[67], sean cada vez más punto firme de referencia para todos los teólogos de la Iglesia. Volver a ellos significa remontarse a las fuentes de la experiencia cristiana, para saborear su frescura y autenticidad. Así pues, no puedo expresar a los teólogos un deseo mejor que el de un renovado compromiso por recuperar el patrimonio sapiencial de los santos Padres. No podrá por menos de constituir un gran enriquecimiento para su reflexión incluso sobre los problemas de nuestros tiempos.
Me complace terminar este escrito con unas palabras del gran doctor, en las que invita a sus fieles —y, naturalmente, también a nosotros— a reflexionar sobre los valores eternos: «¿Durante cuánto tiempo aún estaremos clavados a la realidad presente? ¿Cuánto tiempo aún hará falta antes de que podamos librarnos de ella? ¿Durante cuánto tiempo aún descuidaremos nuestra salvación? Recordemos aquello de lo que Cristo nos ha considerado dignos; démosle gracias, glorifiquémoslo, no sólo con nuestra fe, sino también con nuestras obras efectivas, de modo que podamos alcanzar los bienes futuros por la gracia y la amorosa ternura de nuestro Señor Jesucristo, por el cual y con el cual sea gloria al Padre y al Espíritu Santo, ahora y por los siglos de los siglos. Amén»[68].
A todos imparto mi bendición.
Castelgandolfo, 10 de agosto de 2007, tercer año de mi pontificado
NOTAS
[1] Benedicto XVI, Discurso en la iglesia patriarcal de San Jorge en El Fanar, Estambul, 30 de noviembre de 2006: L’Osservatore Romano,edición en lengua española, 8 de diciembre de 2006, p. 7.
[2] Cf. San Pío X, Carta al venerable cardenal Vincenzo Vannutelli, 22 de julio de 1907: ASS, Ephemerides Romanae 40 (1907) 453-455.
[3] Pío XII, Divino afflante Spiritu, 24: AAS 35 (1943) 316.
[4] Cf. Dei Verbum, 13. Pablo VI, Discurso a los profesores italianos de sagrada Escritura con ocasión de la XXII Semana bíblica nacional, 29 de septiembre de 1972.
[5] Cf. Juan XXIII, carta encíclica Princeps pastorum, 28 de noviembre de 1959: AAS 51 (1959) 846-847.
[6] Pablo VI, carta encíclica Mysterium fidei, 17: AAS 57 (1965) 756. Cf. Benedicto XVI, Ángelus del 18 de septiembre de 2005: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de septiembre de 2005, p. 1; Sacramentum caritatis, 13.
[7] Juan Pablo II, Carta a Su Santidad Bartolomé I, Patriarca ecuménico de Constantinopla, 27 de noviembre de 2004: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de diciembre de 2004, p. 6.
[8] Benedicto XVI, Discurso en la iglesia patriarcal de San Jorge en El Fanar, Estambul, 29 de noviembre de 2006: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 8 de diciembre de 2006, p. 5.
[9] Cf. San Juan Crisóstomo, De sacerdotio 1, 1-3: SCh 272, 60-76; Palladio, Diálogo sobre la vida de san Juan Crisóstomo 5: SCh 341, 104-110.
[10] Cf. Teodoreto Cyrrhensis, Historia religiosa 2, 15; 8, 5-8: SCh 234, 226-228; 382-392.
[11] Cf. San Juan Crisóstomo, Laus Diodori episcopi: PG 52, 761-766; Sócrates, Historia eclesiástica 6, 3: GCS, n.f. 1, 313-315; Sozomeno, Historia eclesiástica 8, 2: GCS 50, 350-351.
[12] Cf. Palladio, Diálogo sobre la vida de san Juan Crisóstomo 5: SCh 341, 108-110.
[13] Cf. ib., 110-112.
[14] Cf. San Juan Crisóstomo, De incomprehensibili Dei natura: SCh 28 bis, 93-322; id., In illud: Pater meus usque modo operatur: PG 63, 511-516; id. In illud: Filius ex se nihil facit: PG 56, 247-256.
[15] San Juan Crisóstomo, De incomprehensibili Dei natura 1, 352-353: SCh 28 bis, 132.
[16] San Juan Crisóstomo, Ad populum antiochenum 6, 1: PG 49, 81.
[17] Cf. Ib. 2-21: PG 49, 33-222; id., Ad illuminandos catecheses2: PG 49, 231-240.
[18] Cf. San Juan Crisóstomo, Ad populum antiochenum 2, 1-3: PG 49, 33-38.
[19] Cf. Ib. 2, 5; 12, 2; 17, 2: PG 49, 40. 129.180.
[20] Cf. Ib. 3, 2; 16, 5: PG 49, 49-50; 168-169.
[21] Cf. Ib. 4, 1: PG 49, 62, citando Rm 5, 4.
[22] Cf. Sócrates, Historia eclesiástica 6, 4: GCS, n.f. 1, 315-316; Sozomeno, Historia eclesiástica 8, 3: GCS 50, 352-353; Palladio, Diálogo sobre la vida de san Juan Crisóstomo 5: SCh 341, 112.
[23] Cf. San Juan Crisóstomo, De Lazaro 3, 1: PG 48, 932.
[24]Cf. San Juan Crisóstomo, In illud: Pater meus usque modo operatur: PG 63, 511-516; id., In acta apostolorum 30, 4: PG 60, 226-228, id., Contra ludos et theatra: PG 56, 263-270.
[25] Cf. San Juan Crisóstomo, In acta apostolorum 35, 5; 45, 3-4: PG 60, 252; 318-319. Palladio, Diálogo sobre la vida de san Juan Crisóstomo 5: SCh 341, 124.
[26] Cf. San Juan Crisóstomo, In epistulam ad Colossenses 1, 4: PG 62, 304-305.
[27] Cf. San Juan Crisóstomo, Cum Saturninus et Aurelianus 2: PG 52, 415-416.
[28] Cf. Teodoreto Cyrrhensis, Historia religiosa 5, 31: GCS 44, 330-331; san Juan Crisóstomo, Epistulae ad Olimpiadem 9, 5: SCh 13 bis, 236-238.
[29] Cf. Palladio, Diálogo sobre la vida de san Juan Crisóstomo 5: SCh 341, 122.
[30] San Juan Crisóstomo, In epistulam ad Hebraeos 10, 4: PG 63, 88.
[31] San Agustín de Hipona, Contra Iulianum libri sex, 1, 7, 30-31: PL 44, 661-662.
[32] San Juan Crisóstomo, Epistula ad Innocentium Papam 1: SCh 342, 93.
[33] Cf. Palladio, Diálogo sobre la vida de san Juan Crisóstomo, 3: SCh 341, 64-68; Inocencio I, Epistula 5: PL 20, 493-495.
[34] Cf. Palladio, Diálogo sobre la vida de san Juan Crisóstomo 3: SCh 341, 66-68.
[35] Cf. Sozomeno, Historia eclesiástica 8, 26: GCS 50, 384-385.
[36] Ib., 385-387.
[37] Cf. Palladio, Diálogo sobre la vida de san Juan Crisóstomo 4: SCh 341, 84.
[38] Cf. Ib. 3-4: SCh 341, 80-86.
[39] Cf. San Juan Crisóstomo, Epistula ad Innocentium Papam II: PG 52, 535-536.
[40] Cf. Id., Epistulae 157-161: PG 52, 703-706.
[41] Cf. Id., Epistula 155: PG 52, 702-703.
[42] Cf. Id., Epistula 182: PG 52, 714-715.
[43] Cf. Id., Epistula 184: PG 52, 715-716.
[44] Id., In Joannem 65, 1: PG 59, 361-362.
[45] Id., In epistulam I ad Corinthios 27, 3: PG 61, 228.
[46] 1 Co 1, 2.
[47] San Juan Crisóstomo, In epistulam I ad Corinthios 1, 1: PG 61, 13.
[48] Id., In epistulam I ad Corinthios 30, 1: PG 61, 249-251; cf. id., In epistulam ad Colossenses 3, 2-3: PG 62, 320; id., In epistulam ad Ephesios 3, 2: PG 62, 26.
[49] Id., In epistulam ad Ephesios 3, 2: PG 62, 26.
[50] Id., In Matthaeum 82, 5: PG 58, 743.
[51] Ef 1, 22-23.
[52] San Juan Crisóstomo, In epistulam ad Ephesios 3, 2: PG 62, 26; ib., 20, 4: PG 62, 140-141.
[53] Benedicto XVI, Ángelus del 18 de septiembre de 2005.
[54] San Juan Crisóstomo, In Matthaeum 32, 7: PG 57, 386.
[55] 1 Co 10, 16.
[56] San Juan Crisóstomo, In epistulam I ad Corinthios 24, 2: PG 61, 200; id., In Joannem 46, 3: PG 63, 260-261; id., In epistulam ad Ephesios 3, 4: PG 62, 28-29.
[57]1 Co 10, 17.
[58] San Juan Crisóstomo, In epistulam I ad Corinthios 24, 2: PG 61, 200.
[59] San Juan Crisóstomo, De sacerdotio 3, 4: SCh 272, 142-146; cf. Sacramentum caritatis, 13.
[60] San Juan Crisóstomo, In Joannem 46, 3: PG 63, 261.
[61] Id., In epistulam ad Ephesios 3, 4: PG 62, 28; id., In epistulam I ad Corinthios 24: PG 61, 197-206; ib., 27, 4: PG 61, 229-230; id., In epistulam ad Timotheum 15, 4: PG 62, 583-586; id., In Matthaeum 82, 6: PG 58, 744-746.
[62] Id., In epistulam I ad Corinthios 24, 4: PG 61, 203.
[63] Cf. Ib., 27, 5: PG 61, 230-231; id., In Genesim 5, 3: PG 54, 602-603.
[64] Cf. Id., In epistulam I ad Corinthios 27, 5: PG 61, 230.
[65]Cf. Id., In epistulam II ad Corinthios 20, 3: PG 61, 540; id., In epistulam I ad Romanos 21, 2-4: PG 60, 603-607.
[66] Juan Pablo II, carta apostólica Patres Ecclesiae, n. 1: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de enero de 1980, p. 13.
[67] Benedicto XVI, Catequesis durante la audiencia general del miércoles 9 de noviembre de 2005: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 11 de noviembre de 2005, p. 20.
[68] San Juan Crisóstomo, In Joannem 46, 4: PG 63, 262.
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