San Vicente, predicador de la divina Misericordia
Queridos diocesanos:
San Vicente Ferrer es uno de los santos más arraigados en las costumbres y tradiciones de nuestra tierra. Sigue muy presente en la memoria y la piedad de nuestros pueblos, que conservan el recuerdo vivo de su paso, de su predicación y de sus milagros. Son numerosos los templos, ermitas, capillas, altares, imágenes y cuadros que recuerdan su periplo de apostolado y predicación. En muchos lugares de nuestra diócesis se celebra su fiesta el lunes siguiente al segundo Domingo de Pascua, llamado “de la divina Misericordia” por deseo de san Juan Pablo II.
Ya entonces, san Vicente fue un predicador infatigable de la misericordia divina. Dios, en efecto, es misericordia; éste es su nombre (Francisco). Según la preciosa y precisa definición de san Juan, Dios es amor (cf. 1Jn 4,8). Por amor, Dios crea al hombre, y lo sigue amando, incluso cuando se aleja de Él por el pecado. Su amor es compasivo y misericordioso, entrañable como el de una madre, que sufre y se compadece ante cualquier sufrimiento humano; un amor que está siempre dispuesto al perdón, a la reconciliación y a la sanación.
Jesus es la misericordia encarnada de Dios. Con sus palabras, gestos y obras, nos muestra el rostro misericordioso de Dios. Su Pascua –su muerte y resurrección- es la manifestación suprema de la misericordia divina. Por amor, el Padre envía al Hijo al mundo, que se entrega hasta la muerte en la Cruz por obediencia al Padre y por amor a los hombres para el perdón de los pecados y la reconciliación con Dios, entre los hombres y con la creación. En su amor misericordioso, el Padre acoge y acepta la ofrenda de su Hijo en la Cruz y lo resucita a la vida gloriosa, destruyendo el poder la muerte; y, por amor, Cristo resucitado envía el Espíritu Santo para que su obra redentora y salvadora siga llegando a la humanidad a través de su Iglesia.
Ya resucitado, Jesús se aparece a sus Apóstoles, les muestra su costado traspasado por la lanza y les dice: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos” (Jn 20, 21-23). El Corazón de Jesús es el manantial inagotable del amor misericordioso de Dios: un amor que, a la vez que reconstruye la relación de cada uno con Dios, con los demás y con la creación, suscita entre los hombres nuevas relaciones de fraternidad, de compasión y de solidaridad, y se convierte en fuente permanente de la paz.
Con la Pascua de Cristo y el envío del Espíritu Santo, una nueva corriente de vida divina irrumpe en el mundo. San Pablo nos dice que Dios en su gran misericordia nos ha hecho nacer de nuevo en el bautismo a la vida de Dios. Esta es la razón por la que los bautizados podamos y debamos colocarnos ante el mundo de una manera diferente: liberados del odio y del egoísmo podemos y debemos ser misericordiosos como el Padre, sembradores de misericordia y de perdón, de reconciliación y de paz. Jesús nos envía a los cristianos como entonces a los Apóstoles a predicar, de palabra y con obras, la misericordia de Dios, a usar misericordia y compasión con los demás, especialmente con los pobres, desahuciados y menesterosos, y a ser promotores de reconciliación, de unidad y de paz.
Así lo entendió y vivió san Vicente Ferrer. Fue un predicador incansable del Evangelio de la misericordia de Dios llamando a la conversión. Como Jesús iba de aldea en aldea animando a reconocer el poder de la misericordia de Dios que llega a todos, sin acepción de personas, para consolar, sanar, fortalecer y perdonar. El tema fundamental de su predicación era la conversión a Dios, llamando a dejar las costumbres de pecado y de muerte para seguir a Cristo y llevar una vida nueva según el Evangelio.
Contemplando el rosto misericordioso de Cristo, san Vicente experimentó una compasión tal hacia todos que le impulsaba a predicar la conversión y que, a la vez, le llevaba a acercarse a los que esperaban consuelo: los pobres, los enfermos, los dolientes en la sociedad. Él fue un infatigable promotor de paz y concordia en una Europa dividida política y religiosamente, trabajando incansablemente por la paz y la unidad de la Iglesia y de la sociedad.
Este es el legado de san Vicente. A una humanidad, que parece dominada por el poder del mal, del egoísmo y del miedo, el Señor resucitado le ofrece el amor misericordioso, que perdona, sana, reconcilia y suscita de nuevo la esperanza. Es un amor que convierte los corazones y da la paz. Abramos nuestro corazón a la misericordia de Dios en Cristo resucitado.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!