«Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia»
Jesús dijo: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Con estas palabras, Simón Pedro pasó a ser “la roca” de la Iglesia y se comprometió a apacentar el rebaño de Dios a pesar de sus debilidades humanas. Tras la Resurrección y Ascensión de Cristo, Pedro asumió con humildad ser cabeza de la Iglesia, dirigió a los Apóstoles y se encargó de que los discípulos mantuvieran viva la verdadera fe.
En el caso de Pablo (Saulo de Tarso antes de su conversión), tras su encuentro con Cristo, continuó su viaje hacia Damasco donde tras ser bautizado recobró la vista. Es conocido como el apóstol de los gentiles y dedicó su vida a predicar el Evangelio sin descanso.
San Pedro y San Pablo fueron fundamentos de la Iglesia primitiva y, por tanto, de nuestra fe cristiana. Apóstoles del Señor y testigos de la primera hora que vivieron aquellos momentos iniciales de expansión de la Iglesia y sellaron con su sangre la fidelidad a Jesús. Por ello, cada 29 de junio la Iglesia celebra a Pedro, como primer predicador de la fe; y a Pablo, como maestro de la verdad. Con esta solemnidad todos los cristianos (católicos y ortodoxos) agradecemos la fe apostólica, que nace de los dos sucesores de Jesucristo, y que también es la nuestra. Es la fe que vence al mundo tal y como relata San Mateo cuando Jesús pide un acto de fe a Pedro y éste no duda en afirmar: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» Mt. 16:16) y Jesús instituye a Pedro como “roca firme” para edificar su Iglesia.
Ambos son la columna espiritual de la Iglesia, y tal como reconoció el Papa Francisco en 2015, ellos, junto a la Virgen María, “son nuestros compañeros de viaje en la búsqueda de Dios; son nuestra guía en el camino de la fe y de la santidad; ellos nos empujan hacia Jesús, para hacer todo aquello que Él nos pide”.
Pedro y Pablo fueron detenidos y martirizados en Roma bajo el mandato de Nerón, demostrando así su enorme grandeza en el sufrimiento pues una vez dieron el «Sí» a Cristo (la conversión de Pedro duró tres años, la de Pablo apenas un instante) nunca se echaron atrás. Pedro, como Príncipe de los Apóstoles, hombre de cálida humanidad por su entrega y generosidad al seguimiento de Cristo. Pablo, perseguidor de la Iglesia y asesino de cristianos, fue llamado por el mismo Jesús para asumir el reto de anunciar al mundo entero el amor de Dios manifestado en la misericordia que tuvo con él.
Estas dos figuras tan diferentes en su historia llegaron al final con generosidad y capacidad suficientes para dar su vida por el Evangelio. Los dos nos recuerdan que el cristiano no es santo desde que nace, sino que se va haciendo en la medida en que abre el corazón a la acción de la gracia de Dios.
Danarius Sancti Petri: Óbolo de San Pedro
El «Denario» u «Óbolo» de San Pedro son las donaciones de las diócesis y cristianos católicos del mundo entero al Papa de Roma y se remonta a la Iglesia primitiva. Esta práctica nace con el cristianismo con el objetivo de ayudar materialmente a quienes tienen la misión de anunciar el Evangelio, para que puedan entregarse enteramente a su ministerio, atendiendo también a los menesterosos (cf. Hch 4,34; 11,29). Tras su conversión, los anglosajones de finales del S. VIII, se sintieron tan unidos al Obispo de Roma que decidieron enviar, de forma periódica, una contribución con carácter anual al Santo Padre naciendo así el Denarius Sancti Petri (Limosna a San Pedro). A lo largo de los siglos, esta costumbre ha atravesado diferentes vicisitudes hasta que, en 1871, fue regulada por el Papa Pío IX en la Encíclica “Saepe Venerabilis”. Esta colecta, se realiza actualmente en todo el mundo católico, en la “Jornada mundial de la caridad del Papa”, el 29 de junio o el domingo más próximo a la solemnidad de San Pedro y San Pablo. Los donativos de los fieles al Santo Padre se emplean en obras misioneras, iniciativas humanitarias y de promoción social, así como también en sostener las actividades de la Santa Sede. El Papa, como Pastor de toda la Iglesia, se preocupa también de las necesidades materiales de diócesis pobres, institutos religiosos y fieles en dificultad (pobres, niños, ancianos, marginados, víctimas de guerra y desastres naturales; ayudas particulares a Obispos o Diócesis necesitadas, para la educación católica, a prófugos y emigrantes).
Juan Pablo II dijo que «el Óbolo constituye una verdadera participación en la acción evangelizadora, especialmente por el sentido y la importancia de compartir concretamente la solicitud de la Iglesia universal». Por su parte, Benedicto XVI aseguró en su momento que «es un gesto que no solo tiene valor práctico, sino también una gran fuerza simbólica ».
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